Authors: Ana María Matute
4
El niño que Ardid llamaba Príncipe Heredero fue bautizado sin pompa alguna y con una parquedad sin igual. Un fraile del convento de los Abundios fue introducido bajo custodia en la Torre Este, echó agua en la cabeza del infante, le impuso de nombre Gudú -como su madre ordenó- y se volvió por donde había venido, con más prisa de la que era previsible. El Abad, dadas las circunstancias, juzgó inadecuada su presencia, aun a sabiendas de que, hasta el momento, la costumbre aconsejaba que él bautizase a todos los hijos de nobles, y más aún, a los hijos del Rey.
El niño crecía, sin lujo alguno, en las habitaciones de su madre. Día a día, el uso y el tiempo iban deteriorando muebles y enseres, y nadie se cuidaba de reponerlos. Pero estas cosas no preocupaban a la Reina, ensimismada en otras preocupaciones.
El niño aprendió muy pronto a mantenerse sobre sus piernas, largas y firmes, y mucho antes de lo acostumbrado aprendió a corretear sin ayudarse de manos y rodillas. La madre, el Hechicero, el Trasgo y el propio Almíbar le amaban, pero cada uno inmerso en sus propias obsesiones, poco o nada cuidaban de sus correrías, y menos aún de su educación, juzgando que aún era temprano para ello, y que muchas otras cosas requerían su atención.
Almíbar fue dulce y amistoso con el Hechicero, y le permitió visitar con asiduidad a la Reina. Y como tenían aficiones comunes -si bien en Almíbar de muy modesta calidad-, el Hechicero consentía en instruirle sobre algunos de sus conocimientos, por lo que las veladas en las cámaras de la Reina Ardid tomaron un tinte a medias entre conspiración y hogareña intimidad. Al Trasgo no podía verlo Almíbar, pero al fin, enterado de su existencia, podía mantener alguna charla de pura cortesía con él, a través del Hechicero o de la propia Ardid. No obstante, si bien se respetaban mutuamente, lo cierto es que jamás se comprendieron uno a otro.
A pesar de todos los vaticinios del Trasgo sobre sus ojos, el pequeño Gudú jamás dio muestras de enterarse de su presencia. Y aunque esto le daba claras muestras del pequeño grado de contaminación de que era víctima, el Trasgo se sentía íntimamente desazonado por su causa. Se guardaba de decirlo, pero su gran deseo hubiera sido todo lo contrario; y por llamar su atención, no cesaba de dar cabriolas y volatines frente al niño, ante la indiferencia de éste. Por contra, la vista de Gudú era aguda para todo lo demás. Encaramado al antepecho de la ventana, distinguía claramente cuanto se ofrecía a su escrutadora mirada, que, con el tiempo, se tornó de un azul muy claro, mezclado de gris, y tan brillante, que recordaba el fulgor de la escarcha invernal en las ramas desnudas del parque.
Así, pasaron algunos años, y cuando Gudú el Ignorado cumplió tres, dado el relajamiento de la Guardia -no olvidemos que ésta y su Capitán, Randal, pertenecían en cuerpo y alma a la Reina y al Príncipe Almíbar-, en la Corte de Olar se tenía a los de la Torre Este y a sus guardianes en el total olvido.
El pequeño Príncipe atravesó un día los umbrales de las estancias maternas y se aventuró por pasillos y recovecos. Era una criatura de aspecto tan robusto que, aun a pesar de la palidez de su piel -como criatura crecida a espaldas del sol que, sólo a ciertas horas y estaciones, bailaba sobre los azules pájaros de las cortinas, ya totalmente marchitos-, presentaba un aspecto tan fuera de lo común -los niños de la damas cortesanas solían crecer enfermizos e incómodos entre refajos y puntillas-, que hubiérasele tomado por un campesino, a no ser por la pulcritud de las dos doncellas que de él cuidaban.
Gudú tenía la cabeza grande, de frente ancha y despejada aunque materialmente tapada por la espesa pelambre negra de rizos enmarañados. Sus ojos inquisitivos parecían taladrar cuanto miraban, y había una especie de fiereza en su semblante totalmente impropia en un niño tan pequeño. Tenía manos muy grandes, aunque todavía sembradas de hoyuelos, y cuando asían algo, no lo dejaban caer al suelo como solían hacer los de su edad, sino que lo retenían con fuerza, y nadie era capaz de arrebatárselo: sólo se desprendía de su presa para lanzarla, con precisión asombrosa, sobre alguna cabeza elegida como diana. Por lo que demostraba hallarse dotado de gran puntería, por una parte, y escasa consideración hacia sus semejantes, por otra.
Con tales aficiones, a pesar de que por su estatura no hubiera sido fácilmente distinguido entre los sombríos recovecos del grande y poco confortable Castillo, lo cierto es que su presencia empezó a hacerse notar por criados y soldados, y tomándosele por el hijo de alguno de ellos, en más de una ocasión recibió un puntapié en sus tiernas posaderas: humillación correspondida con mordiscos que, a su vez, mostraban un desarrollo y fiereza en la dentadura del niño equiparable a su puntería. Aunque a nadie le interesaba realmente quién era el niño, poco a poco, unos y otros fueron barruntándolo. Y como no se atrevían a decirlo, ni comentarlo, fue costumbre entre criados y soldados hallarlo en los corredores metido entre sus piernas, como si se tratara de un cachorro perdido. Después del primer puntapié, Gudú se frotó con gran parsimonia la parte afectada, y aprendió a correr, trepar y ocultarse con tanta rapidez y astucia, que vino a constituir casi una pesadilla para quienes tenían que sufrir sus raudas y ladinas incursiones. En ellas llegó incluso hasta las cocinas, y así conseguía bocados que nunca antes probara. Robaba cuantos objetos llamaban su atención, y escabulléndose como un gato, venía a ocultarlo todo en un hueco de la negra chimenea. Allí los encontraba el Trasgo, y transido de ternura, los acariciaba con profunda melancolía. «Ah, mi Príncipe -se decía, en la soledad de su subterráneo-, ¿llegarás a verme algún día? Si tal cosa sucede, poco me importará aumentar mi grado de contaminación: con ello me daré por satisfecho.»
5
Los años se sucedieron para la Reina y su camarilla con mayor rapidez de lo imaginado al principio de su cautiverio.
Y llegó un día en que cumplió Ancio veinte años, Bancio y Cancio dieciocho, Furcio trece, y estando a punto de cumplir le aquellos como una visión especial, como un raro caballero de leyenda lejano a toda la maldad que conocían.
Poco a poco Predilecto fue acercándose más a sus aldeas, a su miseria y a su desesperación, hasta que llegó un día en que habló con un muchacho, otro con un hombre, otro con varios hombres y mujeres. Se acercaba a sus chozas, y ya no le recibían con pedradas o silencio -como había ocurrido en alguna ocasión con alguno de los Soeces o su tropa-. Sólo el primer día le trataron con despego y una piedra le dio en la frente. Entonces, una muchacha llamada Lure lo entró en su cabaña y le vendó. Y eran tan grandes su distinción y belleza, que una mujer, deslumbrada, dijo que Lure tenía a San Jorge en su choza. Y cuando algunos se acercaron a verle, temerosos, Predilecto sintió una gran pena en su corazón, al contemplar sus andrajos y sus rostros famélicos. Se juró que si un día llegaba a ser Rey, pondría fin a toda aquella maldad.
Así lo dijo, pero el viejo abuelo de la muchacha le advirtió:
—Seguramente así lo piensas, joven Príncipe. Pero has de saber que no cumplirás lo dicho: un Rey nunca podrá ser como tú dices. Y si llegas a Rey, como los otros te portarás, para no dejar de serlo.
—¡No, no! -protestó él-. Te digo la verdad. Mi conducta será muy distinta.
—Entonces dejarías de ser Rey -repitió el anciano-. Muchos años he vivido, y mucho sé de todas estas cosas. Y te diré algo, noble jovencito: acaso nosotros seríamos los primeros en arrojarte del trono.
Estas palabras le dejaron muy confuso, y se dijo: «Mi padre y este anciano dicen lo mismo, cada uno desde lugar opuesto». -Entonces -dijo Predilecto-, no seré jamás Rey.
Y el anciano sonrió.
—Así, quizá podrás hacer algún bien a gentes como nosotros. Y Predilecto reflexionó:
—Algún día el mundo será justo para todos. El anciano quedó muy caviloso.
—Puede que digas verdad -exclamó-. Y puede que algún día, en algún tiempo, eso sea posible.
—Todo es posible -dijo con pasión Predilecto- si queremos que lo sea.
A partir de entonces, en sus escapadas -que instintivamente ocultaba a los del Castillo- aquellas gentes llegaron a constituir el único lugar donde podía liberar de soledad, angustia y desesperanza todo lo que despertaba en su corazón a medida que se hacía hombre. Y en medio de todas estas cosas, algo le hacía sufrir y le consolaba a un tiempo: a pesar de cuanto descubría, pensaba y sentía, amaba a su padre, y no podía dejar de amarle.
Estando así las cosas, cierto día tropezó en un corredor del Castillo con un grupo de pinches que maltrataban y se burlaban de un niño. Lo habían rodeado y a puntapiés se lo pasaban unos a otros. El niño era muy pequeño, de unos cinco o seis años de edad. Como un lobezno rebelde y furioso, se defendía a dentelladas, y comprobó que más de una canilla había ya hecho sangrar. Esto excitaba más a los pinches, y les divertía y enfurecía a partes iguales.
Predilecto sintió que un viejo y remoto rencor -un rencor que aún no conocía, que presentía difusamente en sus visitas a los Desdichados- estallaba dentro de él como un trueno. Por primera vez una ira sorda, ciega y roja nubló sus ojos. Nadie le había visto jamás el rostro, por lo común sereno y afable, inundado de tan salvaje odio. Levantó la espada, y con la hoja de plano, asestó tantos golpes a aquella pandilla de truhanes, que más de uno anduvo por algunos días medio cojo o con el brazo envuelto en un pañuelo. Y espantándolos gritó, fuera de sí:
—¡Jamás, jamás nadie toque a un indefenso en mi presencia! Pero alguien no se había marchado, alguien que arteramente había escapado a sus golpes, y que apareciendo tras una tinaja, le escupió con rabia:
—Estúpido, ¿sabes quién es este que llamas indefenso y muerde como un gato montés? -mostró la mano ensangrentada, donde muy claramente se marcaban unos diminutos pero afilados colmillos, y añadió-: Es el repugnante hijo de la repugnante Reina Bruja, que nuestro padre mandó encerrar hace seis años en la Torre Este.
Predilecto reconoció entonces a su hermano Furcio, que tenía su misma edad, y miró con más atención al niño: parecía un animalito, un cachorro sorprendido. Sus grandes ojos azul-gris se clavaban en los suyos, con gran estupor: nadie le había defendido nunca.
—No me importa quién sea -dijo Predilecto- y si es cierto lo que dices, mi hermano es, y como hermano lo he de defender y respetar.
—Idiota -respondió Furcio-.
Y desapareció, riendo a carcajadas. Predilecto se inclinó hacia el niño y acarició su enmarañada cabellera. Desde aquel día, de lejos o de cerca, Gudú le seguía, como un curioso y atónito animalillo. Al verle, Predilecto sentía dolor y, a un tiempo, le despertaba un tierno sentimiento que creció día a día en su corazón y jamás le abandonó. Y fue, al fin, la perdición de su vida.
Desde ese punto y hora, jamás nadie se atrevió a tocar-al menos en su presencia- al todavía ignorado y despreciado Príncipe Gudú.
¡Más te valdrá que no sepa él!
No sabía que aquella madrugada sería la última en que vería levantarse el sol sobre Olar, ni que aquella tarde, antes que ese mismo sol se hundiera en el Lago de las Desapariciones, él habría embarcado en la nave sin regreso. Y esta nave se lo llevó sin resolver por propia iniciativa lo que, en puridad, era más importante para él y, por tanto, para Olar: su descendencia.
Si se lo hubieran dicho -era fuerte, nada le dolía, era Rey-, no lo hubiera creído; con lo que, a pesar de ello, no debía diferenciarse en exceso de los demás hombres. Al parecer, casi nadie cree que el olor de la tierra, el resplandor del cielo o el viento traen por última vez el aliento de la vida: tanto si ocurre en invierno, primavera, verano o durante el turbador otoño.
Y sin embargo, Volodioso hubiera podido apercibirse de que sólo para él había llegado el frío. Cuando le decían: «El otoño no es un tiempo frío. Sólo el invierno penetra en los huesos», él sentía el frío precisamente allí, dentro de sus huesos. Un frío como ni siquiera conoció durante las campañas esteparias. Arropado en sus pieles no lograba entrar en calor. Con ellas se cubría y cubría el suelo de su cámara. Tenían para él singular significado puesto que las consiguió de sus peores enemigos, y se complacía a menudo mirándolas, pasando la mano sobre la negra, blanca o castaña suavidad. En realidad, acariciaba la única derrota de aquellos guerreros que asolaron -y aún asolarían por mucho tiempo- su país.
Durante todos los días de su vida, el Rey Volodioso despertó al alba. El sueño cesaba para él en el momento justo en que el sol asomaba en los confines del mundo. También el Margrave Sikrosio -gran cazador y hombre en verdad infatigable- solía levantarse de madrugada. Contrariamente a él, Volodioso no precisaba escuderos, pajes o persona alguna que le sacudiera en el lecho. Para arrancarle violentamente de las brumas en que se sumía Sikrosio, a rastras del alcohol y el sueño, más de una vez, ante el miedo que el cumplimiento de esta orden provocaba en sus servidores, su propio hermano Sirko y él se habían encargado de tan penoso cometido. Y estando en ello, explicábase el pavor de cuantos se veían obligados a hacerlo, pues apenas el Margrave renacía de sus oscuras tinieblas, la emprendía a bastonazos, blasfemias y juramentos, seguidos por un indescifrable -y casi infantil- llanto.
Si bien su padre necesitaba desahogar el colérico asombro, el casi inocente estupor que le producía, día tras día, reincorporarse a la vida y al sol, Volodioso no precisaba que le tironeasen de brazos y piernas o le sacudieran como un fardo. Al simple anuncio de la luz en el cielo se abrían sus ojos.
Aquella madrugada aún brillaban en el hueco de la chimenea rescoldos del fuego nocturno. Volodioso levantó la vista hacia el dosel de su lecho: desde un travesaño, entre las columnas que lo sustentaban le miraban las dos cabezas de Hukjo y Krejko talladas en madera. Así, día tras día, el fuego o la primera luz del día iluminaba sus desgastadas facciones y su recuerdo.
Volodioso descorrió las cortinas del lecho y saltó al suelo. De nuevo, el frío hiriente le estremeció. Se arrebujó aún más en las pieles y ni aun así logró aplacarlo. Volvió a mirar las dos cabezas: tenía la impresión de que -de alguna manera, en alguna desconocida zona de su reciente sueño- los jefes vencidos habían estado hablándole de algo que ahora, inútilmente, trataba de recordar. Se apartó al fin, con la impresión de que algo flotaba en el umbral de la noche y el día y turbaba su despertar: una materia blanca, transparente, cuyo significado no alcanzaba. Un paje le aguardaba para llenar de agua la jofaina donde solía hacer sus -en verdad someras- abluciones matinales. Deseaba ahuyentar aquella vaga e imprecisa imagen, y pensó: «Fue una buena idea clavar a Hukjo y al otro en mi cabecera. Debí añadir alguno más. En verdad, siempre tuve a mano una buena razón para deshacerme de quien intentó interponerse en mi camino». El paje vertió el agua, y de pronto se extrañó de no verle romper la delgada corteza de hielo que solía formarse en los jarros. «No es raro -reflexionó-, no estamos en invierno. No es tiempo aún de que el agua se hiele.» Entonces, le invadió un cansancio extraño, una pesadez inusitada de brazos y piernas. «Siempre hubo para mí una buena razón: mi razón, la gran sustancia de todos mis actos, la que me hizo Rey a mí, y Reino a Olar. Sin ella esta tierra sería sólo una región desmembrada en míseros grupos que andarían guerreando entre sí, o acuchillándose por culpa de una gallina. Sin patria, sin Rey, sin unión ni fuerza.»