Authors: Ana María Matute
Poco tiempo después, hallándose en medio de una de sus lecciones, en la que el Maestro intentaba sin resultado mejorar la ruda caligrafía del joven Rey, le oyó decir -y esta vez con más espanto que estupor:
—¿Para qué son y qué son esos dibujitos que hacéis, de tan vivos colores, en algunos de vuestros pergaminos?
El Hechicero se levantó de un salto, y mostrando sin disimulo su sorpresa y temor, dijo:
—¡Señor! ¡Señor! ¿Cómo es posible que tengáis noticias de ellos, si a nadie los he mostrado jamás?
—Pues cuidad mejor vuestros secretos -dijo riendo Gudú-. Parece mentira que, si tan celoso sois de ellos, tengáis tan poca habilidad para guardarlos.
Por más que el Hechicero intentó que el niño aclarase sus preguntas, éste nada le dijo. Pero corrió a comunicar a la Reina su inquietud, y Ardid llamó al Trasgo, recelosa.
—Trasgo del Sur -dijo con solemnidad (cuando así le llamaba, el Trasgo temía algún reproche, pues en los últimos tiempos la Reina le mostraba su preocupación por las frecuencias de sus borracheras)-, ¿habéis tenido algo que ver en lo que el Hechicero me ha contado?
—De ninguna manera, ¡qué más quisiera yo! -se lamentó quejumbrosamente el Trasgo-. Y así os lo manifiesto, porque por más que lo intento, y a pesar de constarme que más de algún criado me confunde a menudo con un raposo y me persigue con la escoba o las tenazas, el joven Rey no atina a verme. Mal puedo tener parte en esas cosas. Y ya que en trance de decir verdades me ponéis, Señora, sabed que no sólo a mí debierais dirigir vuestros reproches: pues tengo para mí que el querido Maestro está cada día más distraído y descuidado, y por tal, acusa una vejez muy avanzada.
—Ah -dijo el anciano con su risa displicente y ofendida-, no entiendo cómo puede llamarme viejo quien cuenta trescientos y pico años en el cálculo de su existir.
—Pero querido -dijo el Trasgo dando volatines sobre la Cómoda Real-, ¿cuántas veces os tengo que recordar las diferencias en nuestras Tablas de Valoración? Ay, ay, que empiezo a temer si vos también, y no sólo yo, estáis o habéis sido tentado por esta maravilla que está contaminándome más de lo debido.
El Hechicero guardó un silencio a todas luces ultrajado, y la Reina les aplacó así:
—No debéis discutir por estupideces semejantes, queridos míos: a ambos os quiero y respeto por igual, y los tres, a la vez, somos susceptibles de alguna que otra debilidad. No es en estas cosas en las que debemos parar mientes, sino en la verdad del asunto que nos ha reunido.
Desde aquel día, y llena de disimulo, espió a su hijo Gudú. Y tal como ella misma había hecho en otros tiempos, le sorprendió en la noche levantándose del lecho, y escurriéndose por pasillos y pasadizos -bien lo aprendió a hacer desde muy niño en aquel Castillo-. Le siguió hasta la puerta de la mazmorra del anciano Maestro. Y una vez allí, comprobó cómo el muchacho atisbaba por las rendijas de la carcomida puerta y por el agujero de la cerradura, de donde surgían destellos provenientes de los fuegos rituales del anciano. Entonces Ardid sonrió para sí, y nada dijo, pues no le pareció en absoluto desdeñable la curiosidad revelada por quien, más pronto de lo que quizá pudieran creer, iba a reinar en Olar. «Todo el que reina -se dijo- debe tener un ojo en el trono y otro en todas las cerraduras del Reino.» Y con gran regocijo le vio aplicar un ojo, luego el otro, y después las orejas, a todo orificio visible. A continuación, tendido en el suelo, el pequeño Rey atisbó por la ranura, que, bajo la puerta, centelleaba como una línea de refulgente carmesí.
Ardid entonces regresó a su lecho, aliviada y contenta. Y sólo se limitó a decir al anciano:
—No os preocupéis, querido Maestro. Tal vez, olvidasteis guardar algún día un pergamino y el Rey lo vio. Pero si del Rey se trata, no debéis temer nada.
—Si así lo decís, así será -respondió el Hechicero a la querida niña. Pero por varios días, se sintió desazonado e inquieto, hasta que, inmerso de nuevo en los placeres de la Adivinación y las Grandes Averiguaciones, acabó por olvidarlo.
De día en día, fue convirtiéndose en un muchacho alto y robusto, como lo fuera su padre y lo era su madre; pero si de aquél heredó la feroz vitalidad, la salud y la poderosa complexión, de la madre heredó la gallardía en el porte, la flexibilidad de movimientos, la fibrosa delgadez de los miembros y del talle. Por tanto, si no era -ni con mucho- tan bello como su hermano Predilecto, no era feo en modo alguno: tenía el cabello negro y rizoso, ojos claros y muy brillantes, la nariz aguileña y la boca fresca, irónica y sensual. Su mirada, en particular, poseía una gran fuerza y penetración, y aun siendo todavía un muchacho, pronto se dejó sentir la gran atracción que ejercía sobre el sexo femenino. Al cumplir doce años, era alto como su hermano Predilecto -que contaba veinte-, y todos le hubieran atribuido más edad, tanto por su aspecto como por su forma de expresarse y lo maduro de sus observaciones. jamás una palabra superflua salía de sus labios, y esto compensaba, en parte, su tal vez excesivo laconismo.
Las damas de la Corte empezaban a sentir un agradable cosquilleo en la nuca, que se esparcía cálidamente al resto de sus personas, si el joven Rey clavaba en ellas la mirada. Y cierto es que, si esto ocurría, no se trataba nunca de mujer vieja o contrahecha. Al contrario, las de tez más delicada, cabellos más hermosos y formas más sugerentes eran quienes recibían tal honor. Pero como, al fin y al cabo, se trataba todavía de un niño, mostraban hacia él un talante afectuosamente maternal impregnado de cierta afectación, que a todas luces indicaba la poca exactitud de tal sentimiento. A menudo le halagaban y le traían manjares, dulces o caprichos que adivinaban creían de su preferencia. En general, el Rey aceptaba todo esto con digna complacencia, pero, en alguna ocasión, si la excesiva solicitud venía de alguien que no le era particularmente agradable, se mostró dotado de aguda capacidad de burla, ironía e incluso, en ocasiones, malos modales. Y aunque su madre le amonestó en la intimidad porque lo que dijo era impropio de un caballero, Gudú comentó:
—Pues a fe mía, si bien es cierto lo que decís, no lo es menos que esa dama no volverá a importunarme. Y en cuanto a lo que es propio o no de caballero, os diré que, aunque muy lejos están los interesados en saberlo, he podido atisbar tales modales, y aun peores, en muy atildados caballeros de esta Corte.
Ardid entonces dijo algo que, inmediatamente, juzgó inoportuno y la hizo ruborizar:
—Guardad, pues, para en privado, lo que en privado sorprendisteis.
Pero su rubor desapareció cuando añadió el Rey:
—Sois lista de veras, Señora. Mucho me place, ya que no es dado a los humanos elegir la mujer que nos trae al mundo, haya tenido yo tanta fortuna: la madre que me tocó en suerte no es estúpida en modo alguno. Y os aseguro que la viva admiración que por vos siento, no será quebrantada.
Un suave dulzor, acaso engañoso, atenuó el dolor que, aunque a nadie lo dijera, clavaba en el corazón de Ardid la certeza de que su hijo nunca la amaría. «Al menos -se dijo-, quizá la admiración pueda suplir eso que toda mujer, hasta la más humilde, puede gozar en la vida, excepto yo, la Reina de Olar.»
4
Si bien la Reina tenía para el Conde Tuso dulzuras de miel, no le era difícil comprender al astuto Consejero que, en el fondo de tan agradable bebedizo, había limaduras de uñas feroces. Con tales pensamientos, su desazón crecía. Y no sólo su desazón, sino la cada vez más insolente rabia de Ancio y sus hermanos. Unida a la brutal impaciencia que les dominaba, hacían la vida del Consejero -si bien que ahora nominal- menos placentera de lo que en un principio había supuesto.
El Rey Gudú, cada día más fuerte, ingenioso y mordaz, no desperdiciaba ocasión para humillar a los Soeces y, para más escarnio, elevar sobre ellos, con distinciones y honores, a su hermano Predilecto. Sin rebozo alguno, solía burlarse de ellos en las reuniones y fiestas cortesanas -a las que era tan aficionada Ardid-, si bien sus burlas consistían, la mayoría de las veces, en juegos de palabras y alusiones, que especialmente a Ancio, el menos obtuso de los cuatro, estremecían de coraje. La Corte, que como toda Corte, era aduladora, reía las gracias del Rey con excesiva prodigalidad.
Entre las muchas cualidades que adornaban a Predilecto, no se contaba la de la castidad -no hubiera sido posible, al parecer, en hijo de Volodioso-. No era en modo lujurioso como los hermanos Soeces, pero sí naturalmente sensible a los encantos femeninos. Y no tenía esto nada de extraño, dado que, sin duda alguna, era el más hermoso mancebo de la Corte: el más valiente, el más noble, el más apuesto y -tanto en público como en privado- el de modales más refinados. Todo ello le hacía objeto de intensos amores por parte de las mujeres, que, en verdad, no solían rodearse de criaturas del sexo opuesto adornadas con tales cualidades.
Los años de bienestar y prosperidad que proporcionaban la paz y buena administración de Ardid, día más día tornaban la Corte en más lujosa y refinada. Los intercambios comerciales y culturales con la fastuosa Isla de Leonia eran ya de resultado muy ostensible. Aquellas damas mal trajeadas y peor peinadas, no demasiado pulcras -bien que a su pesar- e ignorantes en cuanto a modas y afeites eran de uso común en los países del Sur, se habían transformado en otras muy distintas. Y las niñas que conociera Predilecto en los primeros tiempos, destartaladamente -si no grotescamente- engalanadas, habíanse convertido en jovencitas y mujeres de mucho mejor porte y aspecto. También en sus maneras y lenguaje habían evolucionado. Incluso, en los últimos tiempos, llegaron de la Isla Prodigiosa ungüentos perfumados con que olvidar los olores corporales. Fueron acogidos con entusiasmo. Almíbar adoraba estos artificios, y los introducía profusamente en Olar, desde la dorada y ahora amistosa Isla. Así que, fácil es comprender, no le faltaban al Príncipe lances y aventuras amorosas, y si bien no abusaba de sus dotes de fascinación, tampoco las despreciaba ni tenía a menos. Pero lo llevaba muy discretamente.
La Reina le había ordenado que no tomase esposa hasta después de que así lo hiciera el Rey. Al contrario de los hermanos Soeces y de más de un cortesano de Olar, Predilecto nunca fue en busca de quien no le aceptara de buen grado. Jamás hizo raptar ni atropellar mujer alguna, ni tuvo siquiera ligeros amoríos con dama o doncella de quien no se viera ampliamente correspondido. Pero estas actitudes no eran fruto de haberlas aprendido o visto, sino que respondían a su misma naturaleza. A veces, en la soledad de su corazón, se decía que era raro no haber sentido jamás por mujer alguna lo que él suponía amor verdadero: y se preguntaba, con inquietud, la razón de esta soledad y vacío. Y por qué, aquellos amores o aventuras, no duraban demasiado, ni en su corazón ni en sus sentidos. En alguna ocasión llegó a pensar si estaría negado para el amor, pues del amor, gracias a las enseñanzas del Hechicero, había leído muchas cosas, y si la literatura no interesaba a Gudú, él, en cambio, estaba impregnado, cada día más, de su contaminación. E incluso, a escondidas, se deleitaba en la lectura de poesías que le producían una suave añoranza de alguien que juzgaba hermoso y deseable, aunque desconocido. Tenía noticias del gran amor que por su madre había sentido el difunto Rey Volodioso, y se preguntaba si en aquel amor que le había traído a él al mundo, se habrían agotado todas las reservas de esta curiosa capacidad humana.
A pesar de todo, como era muy dado a cavilar en esto y en otras muchas cosas, y le placía volver del derecho y del revés sus conocimientos, al igual que sus sensaciones, no era en modo alguno tal preocupación la más dominante. Se decía, también, que todavía era joven, y que probablemente algún día vería satisfecha la curiosidad por conocer un sentimiento que vagamente deseaba y temía a un tiempo.
Por aquellos días, una joven dama se enamoró perdidamente de Predilecto. Era la esposa de un noble Señor llamado Rinse, muy afecto al difunto Rey Volodioso, por lo que no es extraño que tuviera cuarenta años más que su joven esposa, última de las cinco que desposó en su vida. La joven se prendó de Predilecto de tal forma, que se lo dio a entender muy a las claras. Era tan hermosa, que no tardaron ambos en iniciar un idilio de muy cálidos lazos. Tenía poco más de veinte años, y era mujer de oscuros ojos y cabellos negros, de piel suave y blanca y de talle grácil. Cierto día en que Predilecto acompañaba al Rey en una de sus correrías por los bosques, éste le dijo:
—Es muy hermosa Sugredie -así se llamaba la dama-, pero estimo que su marido es feroz y celoso, y debéis ir con cuidado. Predilecto quedó muy asombrado de aquellas palabras, pues suponía que llevaban muy escondidamente aquel asunto.
—¿Qué decís, Señor? -murmuró-. En verdad que no os entiendo.
—Oh, sí que me entiendes -dijo el Rey-. Has de saber, Predilecto, que un Rey no tiene por qué ser discreto hasta el punto de desconocer la vida íntima de quienes le rodean. Podéis estar seguro de que yo cumplo así mi obligación, con muy cuidado escrúpulo. Por tanto, no os extrañe que atisbe y espíe cuanto me place; y puedo aseguraros que en tocante a escondrijos y buenos puestos de observación, no ando ignorante. Recordaréis cómo por vez primera me encontrasteis en el Castillo, y os puedo asegurar que siempre tuve gran curiosidad por todos los vericuetos y pasadizos de este lugar. Así pues, no sólo vuestros lances, sino los de otros que están muy lejos de sospecharlo, tengo bien grabados en mi memoria.
Predilecto no supo qué contestar. Al fin, dijo:
—Bien, Señor. Os ruego que si os disgusta, me lo digáis, y procuraré apartarme de lo que no os parece justo o bueno.
—Ah, no -dijo el Rey-. Poco me importan esas cuestiones: sólo veo que el viejo es peligroso como un zorro, cruel como un lobo sanguinario y vengativo como una mujer celosa. Pero si os place, advertido quedáis. Sólo os ordeno que guardéis bien vuestra vida, pues todavía habéis de serme muy útil.
Aquellas palabras dejaron una rara amargura en Predilecto, pues comprendió que si bien él sentía un profundo afecto por su hermano, bien a las claras a éste sólo le movían hacia él el conocimiento de la ayuda y el desinterés que, a no dudar, estaba dispuesto a prodigarle de por vida. Y reflexionó: «Es cierto, y ahora reparo en ello, que el único amigo del Rey soy yo: si él no siente afecto por nadie, bien necesitará, en cambio, de una mano amiga durante su reinado».