Olvidado Rey Gudú (34 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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El Rey cortó sus meditaciones diciendo:

—Y a propósito, voy a deciros una cosa: he decidido, llegada la hora, poner en práctica yo mismo lo que tantas veces he visto hacer a otros.

Entendió Predilecto lo que el Rey le decía, y aunque juzgábale bastante joven -aún no había cumplido trece años-, sabía que si él así lo decía, así lo haría. Por lo que se atrevió a preguntarle:

—Señor, me asombra lo que decís, dado que os juzgo muy joven, en verdad. Pero si habéis puesto los ojos en alguna dama o doncella en especial, tal vez deberíais decírmelo, y acaso mi experiencia pueda aconsejaros bien.

—Tonterías -dijo el Rey-, tanto me da una como otra, con tal que sea bonita y no muy vieja. Y no os preocupéis: ya me las arreglaré yo solo sin consejos ni ayuda de nadie.

Con lo que, una vez más, Predilecto pudo comprobar la gran seguridad en sí mismo que animaba todos los actos y decisiones de tan joven Rey.

—Lo único que deseo -dijo al cabo el muchacho- es que no se trate de una de esas mujeres de la Corte. No es conveniente que ninguna me pierda el respeto en ningún sentido ni se tome la más mínima libertad hacia mí. Por tanto, y como sé lo que hacen mis hermanos Ancio, Bancio, Cancio y el repugnante Furcio, creo que ése es el camino más adecuado.

Predilecto se sintió desagradablemente afectado por aquellas palabras. Pero como sabía que contradecir abiertamente al Rey no era en modo alguno un buen camino, se limitó a opinar:

—No sé si será un buen método, Señor. Sólo os diré que personalmente no hallo ningún placer en algo tomado a la fuerza. Más placentero es, puedo asegurároslo, cerciorarse antes de que la otra parte tendrá en vos tanto agrado como vos mismo en ella. Gudú quedó pensativo ante estas palabras. Y al fin dijo:

—Si es como decís, nada pierdo intentándolo. Pues bien, se me ocurre que vamos a disfrazarnos, y como simples plebeyos recorreremos algunos burgos de las cercanías. Veamos si, por mi sola persona y sin saber quién soy, puede conseguirse ese buen grado del otro sexo del que me habláis. Y os creo, porque, según he podido ver, mejor que ninguno en la Corte sois tratado vos por el elemento femenino -y diciendo esto rió sonoramente, cosa que llenó de una molesta turbación a Predilecto.

Pero como el Rey no olvidaba jamás algo que se propusiera, así lo puso de manifiesto a los pocos días. Y conminóle a llevar a cabo lo que había ideado durante la última excursión. Predilecto se debatía en un mar de dudas: por una parte juzgaba peligroso e imprudente lo que el Rey le proponía, pero también le horrorizaba la idea de que el Rey imitara los hábitos de los Soeces.

Recordó entonces unas palabras de la Reina Ardid, que en su día no tuvo por muy importantes, pero que ahora consideraba más detenidamente: la Reina dejó traslucir en aquella ocasión que si algún día el Rey demostraba inclinación hacia alguna mujer, bueno sería que ella supiera antes de quién se trataba. Venciendo la repugnancia que esta clase de encomiendas le producían, decidió al fin visitar a la Reina. Ardid le recibió con el cariño acostumbrado, llamándole «hijo mío», como solía. Estas palabras llenaban de dulzura y agradecimiento el corazón del muchacho:

—Señora -dijo, visiblemente azorado-, he de comunicaros algo que, en verdad, me resulta doblemente penoso: pues no sé si hablando traiciono la confianza del Rey, y si callando traiciono la vuestra.

—Pues no dudes ni un momento en hablar -dijo la Reina, con su habitual desparpajo-, ya que sólo vivo para y por mi hijo. Lo que yo sepa de él, por secreto que os parezca, sólo a su bien ha de conducir.

—En eso me apoyo, para atreverme a portaros tan peregrina embajada -manifestó el joven-. En fin: habéis de saber que mi Señor el Rey desea mantener relación con mujer muy en breve.

La Reina se sobresaltó un tanto, aunque lo disimuló con una sonrisa:

—Pues decidme quién es ella, entonces.

—Es el caso -dijo Predilecto- que no se trata de ninguna en particular. No desea en modo alguno (bien claro lo ha dejado dicho) que se trate de una dama de las habituales en la Corte, sino de muy distinta clase, y que además no le conozca. Por ello me ha pedido que, disfrazados, recorramos los alrededores en busca de la que le parezca más apropiada... Y como yo lo juzgo un tanto peligroso, me atrevo a hablaros de semejante manera, y solicito vuestro consejo.

La Reina meditó largo rato. Al fin del cual, dijo:

—Bien hacéis en advertirme de las intenciones del Rey. En verdad que yo también considero peligrosa esa ocurrencia. Pero dejadme que medite la cuestión, y hallaré una solución adecuada. Para ello preciso algunos días, y en el transcurso, si os conmina a llevar a cabo esa correría, os ruego que os finjáis enfermo, y así podamos disponer del tiempo que yo tarde en hallar una solución adecuada y digna.

Aunque le repugnaba con todas sus fuerzas llevar a cabo semejante encomienda, y ningunas ganas tenía de fingir una enfermedad que en modo alguno sentía, obedeció por cariño a la Reina y a su hermano lo que ésta le ordenó.

El Rey pareció defraudado al saber que su hermano permanecía postrado con fuertes calenturas, precisamente el día elegido para la aventura planeada. El Hechicero -que a la vez asumía las funciones de médico y físico de la Corte- le informó de que Predilecto tendría que guardar cama durante varios días, sin recibir visita alguna. Y así pareció conformarle.

Pero grande fue la sorpresa de Predilecto cuando, al día siguiente, presentóse el Rey inopinadamente en su cámara. Tras informarse del estado de su salud, mandó que les dejaran solos. Y cuando esto sucedió le dijo:

—Predilecto, he de comunicarte una cosa: he tenido que prescindir de ti, ya que estabas tan afectado por esa inoportuna dolencia. Así que anoche salí yo solo y recorrí la ciudad, hacia la Muralla Norte: tengo oído hablar a los soldados de cierto figón donde puede hallarse fácilmente lo que a mí me interesaba. Y me alegra comunicaros que he satisfecho mi curiosidad, y que estoy decidido a repetir esas andanzas. Disfrazado o no disfrazado, juzgo que esta experiencia no es en absoluto despreciable, y tengo para mí que, con el tiempo, cada vez menos despreciable me parecerá. Así pues, no lo olvides: tan pronto estés de nuevo sano, llevaremos a cabo todo lo planeado. Y ten por seguro que nos divertiremos.

Dicho lo cual, y sin aguardar su respuesta, salió de la estancia, dejándole sumido en una gran confusión. Cuando la Reina le dio permiso para recuperar la salud, había tenido ocasión de meditar que si bien la mentira le era naturalmente desagradable, había ocasiones en la vida en que ésta era el más benigno de los males. Por tanto, dijo:

—Señora, creo que por una vez, el Rey ha olvidado algo que se proponía. Así pues, ya os avisaré si lo recuerda y desea llevarlo a cabo. Tengo para mí que ese capricho ha de tardar en volver a acuciar al Rey mi Señor.

La Reina pareció satisfecha. Pero una vez Predilecto se reincorporó a la custodia y servicio de su hermano, se llevaron a cabo, y con gran frecuencia, las fementidas correrías. Que si bien, tal como Gudú pronosticara, no fueron aburridas, lo cierto es que tenían el corazón de Predilecto suspendido de un hilo, que día a día se le antojaba más débil y quebradizo.

Entendió, de una vez para todas, que cuando Gudú pensaba llevar algo a cabo, nada en el mundo podía impedírselo. Y así lo aceptó.

5

El Rey, cuanto más tiempo iba pasando, cada vez se divertía más con aquellas escapadas. Estaba ya cercano el día en que cumpliría catorce años. Se hallaban, pues, en invierno, y aunque en tales épocas los lugares que ellos visitaban -lugares de extramuros, donde la pobreza y sordidez reinaban- se encontraban por lo general sumidos en un frío crudo y terrible, la férrea naturaleza de Gudú -en la que, y pese a su aparente ligereza, no le iba a la zaga Predilecto- lo afrontaba sin aparente incomodidad.

Andaban embozados, fingiéndose buhoneros o caminantes, por los burgos y antiguos condados de Olar. Poco a poco fueron adentrándose más y más hacia tierras del Sur, y aunque aún muy diferentes a ellas, Predilecto recordaba a menudo, con tierna añoranza, el tiempo en que vivía, austera pero delicadamente tratado, en el que fuera Castillo de su madre. En su mente revivían aquellas regiones y aquellas gentes con cariño. La Reina había conservado para él dichas posesiones, si bien encareciéndole que no las visitase en tanto el Rey no lo hiciera a su vez. No es raro, pues, que en el rigor del crudo invierno a menudo conversara de todo ello con su hermano menor. Éste le observaba fijamente: y descubría la rara ensoñación que en esos momentos, como un misterioso resplandor, bañaba el rostro de Predilecto. Tal cosa llegó a intrigarle sobremanera: sentía en lo hondo de su ser un raro e inconcreto respeto hacia aquel hermano, que era tan valiente como galante y encantador. Y le despertaba una admiración que suplía, en parte, la amistad o el afecto de que era incapaz.

De la misma manera que al ciego se le agudiza el tacto y al sordomudo la vista, la incapacidad de todo sentimiento afectivo en Gudú había agudizado otras particularidades de su carácter: una era la curiosidad y el ansia de conocer nuevos paisajes, nuevas gentes, y otra, en la que no había atinado Ardid, más peligrosa: la imaginación. Pero a decir verdad, la fantasía e imaginación del Rey se centraban en cosas tangibles y concretas, jamás en la ensoñación de lo que no concerniese a ser humano. Se decía -pues era muy joven- que muchas cosas accesibles y en extremo atractivas e interesantes existían en el mundo, y a su mayor o menor alcance. En conseguir éstas se centraba, y no en quimeras poéticas, ni especulaciones más o menos filosóficas. Lo que a no dudar, favorecía mucho su destino.

—¿Qué es lo que estás viendo, cuando me hablas así? -le preguntó un día a Predilecto.

—Estoy viendo los viñedos de septiembre, el sol sobre el mar y los blancos acantilados de la Isla de Leonia.

—¿Y qué hay de particular en esas cosas? -dijo Gudú, intrigado.

—Es un lugar más cálido, más bello -contestó Predilecto-. El invierno no reviste esta inclemencia, y es raro que alguna vez los campos se cubran de nieve. Por otra parte, las gentes son de carácter amable, y las mujeres hermosas como ninguna vi antes.

Esto último interesó vivamente a Gudú:

—¿Más hermosas que estas de por aquí? -dijo.

—Es cuestión de gustos, Señor -dijo Predilecto, dándose cuenta demasiado tarde de que había llevado la conversación a un terreno a todas luces peligroso-. Son también, en verdad, poco dadas a las aventuras galantes. Suelen ser esposas muy honestas y de gran respeto en todas sus maneras.

—Pues si algún día debo contraer matrimonio -dijo Gudú, pensativo-, tendré que ir a buscarla por esas regiones. Porque estoy dispuesto a contraer matrimonio, aunque tal compromiso, en sí, me parezca harto desproporcionado: no sé por qué razón hemos de conservar lo que un día no sirve. Pero si Rey soy, muchas cosas que no me agraden habré de aceptar. Por lo que, como decía, ya que el mal debe llegar, al menos que sea un mal de apariencia hermosa, y por añadidura seguro.

Cuando así hablaba Gudú, Predilecto guardaba silencio, pues a nadie, ni a su mismo padre, había oído razonar de forma tan concluyente. Esto le producía tanto asombro como malestar, al tiempo que una suerte de admiración nacía también en él hacia su hermano pequeño. Y se decía que si Rey había de ser, no podía habérselas con un ser mejor dispuesto para cometido semejante. Y aunque a medida que el tiempo pasaba se mostraba menos impulsivo y más reflexivo, si alguna vez una insinuación brotaba de sus labios, podía tenerse por seguro que la maduraba en su interior hasta darle una forma viable y ponerla en práctica. Así, cierto día, dijo a su hermano:

—Predilecto, he pensado que me convendría visitar las regiones del Sur. Y creo que voy a disgustarte si te digo que hora es ya de que eches una mirada a esas tierras que te dio mi padre, pues no me parece conveniente descuidar tales cosas. De paso podré conocer yo también qué es lo extraordinario que tú encuentras en ellas, para recordarlas tan a menudo. Y tampoco desecho la posibilidad de entrar en conocimiento con alguna señora de las que me has hablado con tanto entusiasmo... y que no tenga enraizadas en la sesera costumbres de honestidad tan rigurosa.

—Señor -murmuró, temeroso y desconcertado, Predilecto-, nadie más que yo podría desear llevar a cabo ese viaje. Pero opino que vuestra Señora Madre debería entenderlo como vos, pues no es cosa de una o dos noches, ni de dos o tres días, llegar hasta allí. Habríamos de llevar a cabo diez o más jornadas de camino, y difícilmente pasaría inadvertida nuestra ausencia.

—Ya he meditado esas cosas -respondió Gudú con ligera impaciencia-. No me creáis tan desprevenido. En modo alguno será esto una correría más, y aunque me prive del placer de lo escondido, no por eso voy a renunciar a ello. Tened por seguro que se lo comunicaré a la Reina, de forma que no haya lugar a dudas sobre mi voluntad y decisión al respecto. En tanto, disponeos para el viaje y empezad a encargar todo lo necesario, pues entiendo que esta vez tendremos que llevar escolta y muchas otras cosas con nosotros.

Dicho y hecho: fue en busca de la Reina. Como siempre, ella le recibió prestamente:

—Decidme, hijo mío -dijo ofreciéndole un escabel que desde niño, cuando vivían prisioneros en la Torre Este, solía utilizar para hablar con ella-, os escucho con gran complacencia.

—Señora, yo también os comunico con gran complacencia que he decidido visitar las tierras del Sur: ésas en las cuales vos y mi hermano Predilecto nacisteis. Creo que es hora de que él eche una mirada sobre un Castillo y una tierra que le pertenecen, y al mismo tiempo, pueda yo enterarme de qué es, y cómo es esa tierra del Sur, que tanto gozo dio a mi padre conquistar.

La Reina quedó muda de asombro. Al fin, dijo:

—Es una idea muy natural, y como tal la escucho. Un Rey debe conocer palmo a palmo el territorio sobre el cual domina, y nada más lejos de mi pensamiento suponer que vos os ibais a olvidar de tal cosa. No obstante, debo confesaros un temor que me aguijonea, y que supongo compartiréis conmigo.

—Pues decidlo, y veré si lo comparto o no -contestó Gudú, con idéntico desparpajo al de su madre, a todas luces heredado o asimilado muy profundamente.

—Bien, no deseo inquietaros, hijo mío -añadió Ardid, despacio; como cuando cruzaba un suelo resbaladizo-, pero es el caso que en los últimos tiempos tengo para mí que el Consejero Real y vuestro hermano el Príncipe Ancio no miran con buenos ojos el hecho de que vuestro padre decidiera, en el último momento, nombraros heredero de la Corona. De modo que, desde hace tiempo, vengo presintiendo el creciente rebullir de intriga y hostilidad que rezuman sus palabras y miradas. ¿No sería esta ausencia vuestra aprovechada por ellos para asestarnos un golpe artero? Cuando os vayáis, dejaréis en este Castillo una mujer indefensa, ya no tan joven... -y suspiró falsamente, mientras echaba un vistazo al bruñido espejo que reflejaba su espléndida hermosura en sazón- y como tal, en su debilidad, expuesta a ser víctima de quién sabe qué maquinaciones.

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