Authors: Ana María Matute
—Qué gente tan divertida.
Palabras que, a todas luces, contrastaban con la expresión de sus ojos. Y éstos, de pronto, aparecieron a todos los presentes como los más inquietantes que jamás sintieran sobre sí. Pues, aunque transparentes como la más lúcida piedra marina, eran a la vez capaces de penetrar hasta los entresijos más íntimos -y tal vez no muy limpios- de todos los ánimos. Unos ojos de un resplandor tal, que parecían poseer luz interna y rechazar toda otra luz, del sol, el cielo, la luna o las mismas estrellas. Y alguno se dijo para sí: «Tal vez esos ojos luzcan en la noche, con toda su pujanza». Pero no eran ojos nocturnos, ojos de ave o de felino que en la noche adquieren todo su significado. Eran ojos que, aun en la más espesa negrura, acaso, serían capaces de iluminar la tierra, como si la luz jamás pudiera abandonarles, o ellos mismos fueran parte de la luz.
Llegado este punto, la Reina recuperó su dominio y gravedad. Tomó entre las suyas las manos de la Princesa y comprobó con asombro que no llevaba guantes, ni anillo, ni brazalete alguno: sólo se enrollaba y desenrollaba, como jugando, un trozo de cinta azul en el índice, en actitud reflexiva. Pasó esto por alto, y dijo:
—Mi queridísima Princesa, os ruego tengáis a bien entrar en este Castillo, que os recibe como a quien iluminará, en su día (desde el punto y hora en que os unáis a mi hijo el Rey Gudú), en soberana y Señora muy amada de estas tierras.
Pero el final de estas frases, tan largamente elaboradas días antes por Ardid, se perdieron en la evidente distracción de la Princesa, que, en aquel instante, se detenía con gran curiosidad en las piedras que lucían en el broche que cerraba el cuello de la Reina madre:
—¿Qué son esas piedritas? -dijo.
La Reina quedó petrificada de asombro.
—Querida hija -dijo al fin, juzgando que este tratamiento tal vez era más adecuado a tan curioso personaje-, mucho me maravilla lo que decís, porque las piedras preciosas que habéis tenido la gentileza de ofrecerme, así como las que adornan a vuestros servidores, son mucho más hermosas que éstas.
—¿Qué? -respondió ella, con aire tan cándido e ignorante como sólo un niño podía expresar-. ¿Piedras preciosas? Ah, ya, ¿os referís a las de ese cofre y las que lucen mis amigos? -y estas palabras dejaron verdaderamente confusa a la concurrencia.
Dicho lo cual, hizo un gesto vago con hombros y cabeza -tan vago que nadie pudo interpretar si era de duda o de súbita revelación o de un gran desinterés-, y sin ningún protocolo echó a correr escaleras arriba con tal rapidez que ni siquiera el pequeño perrito a manchas negras y blancas que apareció entre los pliegues de su manto, pudo alcanzarla. Y mientras subía, la Reina y todos creyeron entender que murmuraba:
—Vamos a ver qué hay tras de esas puertas tan sucias...
Con lo que no es necesario insistir en el hecho de que el anonadamiento general llegó a su punto más alto y explosivo. Almíbar, por su parte, no había logrado cerrar aún su boca, de suerte que casi parecía un horno esperando las hogazas. Pero la Reina en seguida recobró su sonrisa, y con un gracioso ademán dedicado a la Corte exclamó:
—Vayamos todos, pues, con ella. En verdad, no es frecuente ver y escuchar todos los días a una auténtica Princesa. Felicitémonos de ello.
Y seguida de un murmullo, que decidió interpretar como admirativo -y tal vez lo era-, siguió escaleras arriba a tan singular y a todas luces auténtica Princesa, sin el más mínimo asomo de entronques sospechosos o simplemente de categoría más modesta que una línea directamente real. Pero el hilo de sus pensamientos no cesaba, como de costumbre, de ovillar y desovillar la madeja de sus proyectos o simples ocurrencias. «A veces -se dijo, con cierta angustia-, cuando, generación tras generación, se casan entre sí únicamente reyes y reinas, príncipes y princesas, sin darse reposo en otras sangres, surgen criaturas totalmente imprevisibles. Y a veces, como me advirtió mi amado Maestro, vienen a reblandecerse un tanto sus seseras. Una buena dosis de sangre guerrera y violenta, como la de Gudú, arreglará estas cosas convenientemente, para bien nuestro y del Reino.»
Aunque a partir de la aparición de la Princesa Tontina en el Patio de Armas, nadie tuvo ojos más que para ella, ni oídos más que para sus insólitas ocurrencias, no acababa allí el séquito, ni todos, al seguirla, pudieron apreciarlo al completo. Así, únicamente los criados y soldados, y algunos pocos más pudieron darse cuenta de que tras la carroza aún había otros ocho soldados, igualmente vestidos con lujo y jinetes sobre idénticos caballos blancos, y seis pajes. Pero más les sorprendió una docena, o dos, o sólo cuatro muchachos y muchachas de no mayor edad que su Señora, y que de tal modo se movían, y jugueteaban, y correteaban, y con voces quedas y quedas risas se llamaban entre ellos, que confundían a quien intentara entenderles o contarles. Y, además, también les acompañaban cachorros de lebrel, palomas, ardillas y varios animalitos más, que sin jaula ni dogal alguno les seguían fielmente. Al fin el último de todos, montado en un caballo de indefinido color -pues no era blanco, ni negro, ni bayo: y de los tres colores parecía, según de qué lado y a qué luz se mirase-, apareció ante ellos un extraño muchacho, al parecer, de la misma edad que la Princesa. Tenía, como ella, tal aire de inusual y principesca apostura, que, aun prescindiendo de la corona de oro que ceñía sus cabellos, y de la espada de oro incrustada en diamantes que pendía de su cintura, nadie podía dudar ni un instante de su muy alta y refinadísima alcurnia. Era rubio, de ojos azules y piel blanca como el mármol. Y como Tontina, no parecía rebasar los once años. Cuando se apeó de su montura, comprobaron que su andar era gracioso y ligero -todo aquel particularísimo séquito tenía la manía de correr en vez de andar-. Siguió a la Princesa escaleras arriba, arengando con frases ininteligibles al resto de los acompañantes. Y le pisaba los talones un joven escudero, portando su escudo y su enseña. Y detrás de ellos, al fin, cerraba tan extraño cortejo un carrito tirado por dos caballitos enanos, con muchos cofres, y un grupo de los soldados del Duque Simonork, con semblantes tan fatigados y desconcertados como jamás en soldado alguno se hubieran contemplado ni aun después de la más estrepitosa batalla, tanto ganada como perdida. Pero entre todos ellos, el más desencajado y de entontecida expresión era el propio Duque, que, resignadamente, entró también en el Castillo. Preparado ya, a lo que parecía, para asistir a la más enigmática y a no dudar, poco aburrida comida real que en su vida recordara, y tal recordaría por todos los años que le quedaban de vida.
El banquete preparado tan minuciosamente por Ardid y su mayordomo, transcurrió de forma absolutamente diferente a cuantos sucedieran hasta el momento.
Una vez la Princesa cruzó aquella puerta -que tan desconsideradamente tachó de sucia, aunque a decir verdad, y si bien por vez primera, muchos comprobaron que no iba en desdoro de la realidad-, desapareció. Y por más que la Reina, con los cortesanos aún en pie ante las mesas dispuestas al efecto, enviara criados, pajes y aun soldados en su busca, el tiempo pasaba y la Princesa no regresaba.
Entonces, aquel extraño muchacho que cerraba el cortejo y al que nadie había prestado mucha atención, avanzó hacia la Reina e hizo una reverencia tal y como todos habían esperado contemplar, por fin, en persona de tal séquito. Y al verla, los que de tal cosa se acordaban, juzgaron semejante en donosura y gracia caballeresca a la que en su día hiciera el Príncipe Predilecto a su padre, el Rey Volodioso. Dirigiéndose a la Reina, con voz tranquila y dulce, dijo:
—Señora, no os preocupéis demasiado. Mi querida prima, la Princesa, no tardará en aparecer. Suele hacer estas cosas.
-¿Quién sois vos? -dijo Ardid, fijándose en él por primera vez, ya que los sobresaltos de aquella curiosa recepción no le daban tiempo a rehacerse de un incidente a otro-. No recuerdo que la Princesa os haya presentado a mí.
—En efecto -dijo el mancebo, con una encantadora sonrisa que conmovió el corazón de todas las muchachas-. Mi amada prima no suele acordarse de estas cosas. Pero creo mi deber deciros que soy el primo, en línea real vigesimotercera, de la Princesa Tontina. Y que, como podéis leer vos misma en este pliego -y de los pliegues de su manto, que le cubría desde el hombro derecho hasta el suelo (de suerte que ocultaba totalmente su brazo), extrajo, con su mano izquierda, una hoja cuidadosamente enrollada y sellada-, soy el Guardián y protector de mi prima, en tanto ella me precise.
La Reina, un tanto aliviada, tomó el pliego.
—Supongo que vuestro cometido junto a la Princesa es parecido al de su hermano Predilecto respecto a mi hijo, el Rey Gudú.
—Así es -contestó el muchacho, con una graciosa inclinación.
—He oído hablar del Príncipe Predilecto en muchas ocasiones, y siempre en relación a su amor y lealtad hacia el Rey Gudú, su hermano y Señor.
La Reina -y todos los presentes- sintieron un espumoso halago al ver que gentes de tan lejanas tierras y alta alcurnia habían oído hablar de ellos, de su Rey y de minucias como aquélla. La Reina, entonces, leyó el pliego, que, concisamente, pero con el peculiar lenguaje que usaba el padre de Tontina, decía lo mismo que el muchacho acababa de manifestar.
—Así pues -dijo la Reina, admirada-, también sois vos Príncipe...
Y calló, a tiempo, un imprudente: «y a lo que leo, no bastardo».
—Así es -dijo el muchacho-, tal y como mi nombre indica: pues soy el Príncipe Once, el menor de los Once Príncipes Cisnes que todos conocéis.
Aquella suposición era en verdad peregrina. Nadie entendió a qué se refería. Nadie, excepto Almíbar, que súbitamente pareció despertar de su triste sensación de comparsa. Cerrando al fin la boca, tragó saliva, y ensoñadoramente manifestó:
—Oh sí, yo he oído o leído algo al respecto... Ved que atino a comprobar cómo lleváis tapado el brazo derecho, de suerte que todo se esclarece en mi memoria... Y os digo que mucho me complace, al fin, haberos conocido, Príncipe Once.
Nadie entendió nada. Pero, de todos modos, siguieron con gran curiosidad la siguiente conversación que, por cierto, no vino a esclarecer los hechos:
—Mucho os agradezco tales muestras de simpatía -dijo el muchacho-. Y, por mi parte, os digo que desde el primer instante que os vi, también vos, y vuestra elegancia y vuestro noble porte me han subyugado. Os he reconocido como el noble Almíbar, cuyo brazo y fortaleza poseen leyenda.
Con lo que el corazón de Almíbar se sintió renacer, y mirándose disimuladamente en el bruñido metal que solía llevar con él, a guisa de espejo, dijo con la voz animada por una recuperada confianza en sí mismo:
—Oh, gracias, querido Príncipe Once. Sabed que desde ahora contáis con mi amistad y mi afecto. Pero decidme, ¿qué fue de vuestros hermanos, los Diez Mayores, y de vuestra hermana, la dulcísima y bondadosísima Elisa... o Leonor, no recuerdo bien? Os confieso que siempre he sentido una enorme curiosidad por saber qué fue de ellos.
—Es fácil comprenderlo, estimado Príncipe -dijo Once-. Todos nosotros aún no hemos sucedido, excepto para la clarividencia, que es vuestro mejor patrimonio. Como es costumbre, os adelanto que fueron muy felices, y tuvieron muchos hijos.
—Ay, me gusta conocer a alguien que tiene algo en común conmigo, algo que es doloroso y, por otro lado, lleno de amor -y señaló el brazo oculto del Príncipe Once, y su mano cortada.
Esta vez fue Ardid quien pensó: «Esa frase, también la he oído yo». Aunque no recordaba cuándo, ni dónde. Pero la invadió un vago y remoto sentimiento de haber conocido algo parecido en alguna parte, un lugar y unos hechos donde el pecho de un Príncipe lucía una estrella bordada en seda, tan refulgente que ni los hilos de plata ni de oro podían comparársele.
Contempló el escudo del Príncipe, que dos pasos detrás de él el joven escudero portaba. En el centro del escudo y en su enseña, y en el jubón mismo del sirviente, había un cisne de alas extendidas y oscura y tristísima mirada: tan triste y oscura que sólo de verla acongojaba el más duro corazón.
Llegado a este punto, ocurrió el incidente que vino a culminar todas las excentricidades y misterios que en poco rato habían tenido ocasión de presenciar los asistentes. Una risa aguda y ligera, que recordaba el cristalino surtidor del estanque real -aquel que hizo construir Volodioso para conmemorar el día en que vio a Ardid y la reconoció como esposa; aquel que, tras su cautiverio, misteriosamente se secara-, se alzó de bajo la mesa que tan cuidadosamente ornada presidía el banquete, y, apenas los comensales se habían repuesto de su sobresalto, la Princesa Tontina surgió de ella y, acompañada por la risa -aquella risa especial que coreaban los muchachos y muchachas de su séquito-, dijo alegremente:
—¡Ya está bien de juegos por hoy! Vamos a comer de una vez, madre, tengo verdadero apetito.
Y, súbitamente revestida de auténtica majestad y distinción, se sentó con toda compostura a la mesa, exactamente en el lugar indicado, sin que nadie se lo hubiera dicho. A su vez, el Príncipe once ofreció su brazo y acompañó gentilmente a la Reina, que, asombrada y mortificada, presenciaba aquel desbarato de todo protocolo, íntimamente halagada por la cortesía del muchacho, sin parangón en aquella Corte. Comenzó el banquete, y, al parecer, terminó sin excesivas complicaciones ni interrupciones de consideración.
Únicamente de entre todo aquel pintoresco tropel de muchachos, muchachas y animalillos que componían el séquito de Tontina, permanecían absolutamente impávidos, serios, mudos e inmóviles, los lujosos soldados de su Guardia y su hermético, grave, y no menos imponente Capitán.
En el transcurso de aquella larga comida, Ardid susurró a oídos de su querido Almíbar:
—Si tal vez mi hijo se equivocó al torcer el gesto, cuando oyó el nombre de su prometida, quizá me equivocaba yo también cuando le dije que ese nombre no significaba lo mismo en aquellas tierras que en éstas, las nuestras.
Pero tan contento y tan a sus anchas parecía el Príncipe Almíbar, que ni siquiera se enteró de estas reflexiones. Se limitó a mirarla y sonreírle con el acostumbrado arrobo que solía acompañar estas miradas y estas sonrisas.
2
No habían pasado muchos días a partir de aquel en que Tontina llegó al Castillo Olar, y ya toda la Corte -no sólo la Corte, sino la Reina misma y hasta el último de los pinches y poco gallardos soldados dejados allí por Gudú- se hallaba trastocada, inquieta, confusa y desazonada. Como si un raro viento les zarandease, de aquí para allá, sin reposo. Aquel raro vientecillo que desde hacía unos días agitara cortinajes y tapices, árboles y cabellos, se intensificaba por días, y no aumentaba en fuerza, ni en violencia; más propiamente, diríase que se esparcía, hacíase patente y se adueñaba de los ánimos, como si en vez de aire -suave y fresco, pero no frío; rápido pero no arrasador- se asemejara más a perfume que a otra cosa. Y era una suerte de perfume que embriagaba sin que pudiera percibirse con el olfato; y música sin que pudiera ser audible. Y sí, algo como una corriente luminosa, extraña, absolutamente desconocida agitaba a caballeros y a damas, a soldados, a palafreneros, a criados, a doncellas y donceles, a hombres y a mujeres jóvenes o de avanzada edad.