Authors: Ana María Matute
—No olvidéis -respondió su amiga, algo versada en algunas cosas- que son de muy lejanas tierras, y que sus ropas y modales deben ser diferentes a los nuestros.
—Espero que nos traiga noticias de modas y adornos, así como afeites, que puedan causarnos gran placer -dijo una tercera, un poco más a la derecha-. Estoy ansiosa por variar un tanto la rutina de nuestros peinados. Según oí, no trenza sus cabellos, sino que los deja caer, a su natural aire, sobre la espalda.
—También oí que no blanquea su rostro ni lleva pendientes -dijo otra, aproximándose más al grupo cuyos comentarios le interesaban más que la ceremonia en sí-. Cosa muy chocante.
—Cierto -dijo la primera-, pero tal vez otras cosas en ella puedan abrirnos los ojos, pues los pocos hombres que nuestro buen Rey nos dejó disponibles, están ya tan ofuscados por la edad u otros tropiezos, que cada día se hace más arduo atraer su atención.
En éstas estaban cuando el Duque Simonork avanzó por el puente a lomos de su caballo negro -según rumores, lo quería infinitamente más que a sus ocho hijas, ya que le cupo la desgracia de no engendrar varón-, que llenaba de admiración, por su brioso porte, a todo el mundo. Descabalgando en el centro del patio adornado con las primeras y tímidas flores que habían brotado en el campo apenas dos días antes, hizo una ruda pero muy briosa inclinación ante la Reina y su Corte.
—Este Simonork -dijo la doncella que habló segunda- no es un hombre demasiado joven ni demasiado bello. Pero os digo que si me cortejara, no sería yo quien le rechazase. Pues se me hace un hombre de particular atractivo, aunque no refinado.
—Ah, querida -dijo la última en hablar antes-, no creáis que sois la única en pensar eso. Tiene algo particular que lo distingue y hace agradable.
—Lo que le distingue -dijo aquella que habló segunda, y que tenían por más letrada y aguda, aunque tal vez demasiado sincera para prosperar en la Corte- no es en verdad ningún misterio, queridas, es que, exceptuando al Príncipe Almíbar y algún que otro soldado, que no cuentan para el caso, ese Duque es el más joven de cuantos hombres hemos podido contemplar en cuarenta días. Y aún más: es su duro y fornido aspecto lo que nos advierte de lo placentero que sería, si el amor lo llevara a nuestros brazos, no estrechar en ellos un pollo desplumado.
Todas contuvieron la risa tras los pañuelos, y aguardaron. «Señora, tengo el honor de anunciaros que, sin tropiezos de importancia, la muy noble Princesa Tontina y su séquito, a quienes escolté y guié desde el Río Azul hasta aquí, se halla a las puertas de este Castillo, que a vos y vuestro augusto hijo cobije por muchos años.»
Esto era, en verdad, lo que tras muchos esfuerzos el fraile de la guarnición le había hecho aprender. Pero Simonork, que hacía mucho más tiempo no veía más mujer que las harapientas campesinas que de vez en vez merodeaban por las cercanías de la guarnición Norte -ni muy lindas, ni muy perfumadas-, a la vista de tantas damas y tan lujosamente ataviadas, se azaró en suma y sólo salió de sus labios un torpe:
—Señora, ahí está, como mejor pude, y fue bien duro.
Afortunadamente, nadie prestaba atención a su discurso, ya que todas las cabezas y ojos se dirigían hacia la puerta por donde la Princesa debía entrar. Esto le salvó, con gran alivio suyo, de la relampagueante mirada de aquella Reina famosa por su amor al protocolo. El cuello blanco y mórbido de la hermosa Ardid se estiraba más de lo conveniente hacia el mismo punto; y sus ojos negros relucían, y sus oídos se agudizaron más de lo habitual.
Así, ante el asombro de todos, y precedidos por los toscos soldados de Simonork, apareció ante la maravillada Corte de Olar la Guardia Real más extraordinaria que jamás vieran sus ojos. Ni tan siquiera los que traían nuevas del lujo de Leonia podían haber descrito algo semejante: hay que decir, pues, que ocho soldados precedidos de un arrogante y emplumado capitán -cosa insólita, en verdad, entre aquellos que componían la Corte de Olar, ya que, hasta el momento, sólo usaron las plumas para escribir, los pocos que esto hacían, y si eran de un vivo color, para adornar algún gorro de caza-, aparecieron montados en ocho caballos -nueve, contando el del Capitán- de una total blancura que sólo el que Ardid montara en un lejano día podía comparárseles en resplandor y prestancia. Y todos aquellos soldados iban vestidos como verdaderos príncipes: corazas bruñidas; collares de refulgente pedrería; cascos brillantes como la plata, que ocultaban casi sus rostros, y lanzas que, al menos en la luz de la mañana, brillaban como si fueran de oro; y además, de sus cintos, también dorados, pendían espadas de empuñadura afiligranada -como ni los más ricos nobles osaban lucir incluido el Rey-, y calzaban finos zapatos de antílope, teñidos así mismo de azul. Huelga decir el estupor y envidia que se apoderó de cuantos contemplaban tan insólitas cosas, máxime cuando los nueve iban vestidos idénticamente -cosa que jamás se consiguió en los soldados de Olar, si exceptuamos la Guardia de Almíbar; pero mucho distaban en lujo y magnificencia de éstos, ya que, a su lado, se les hubiera tomado por andrajosas huestes de algún derrotado barón del Sur.
El Capitán se distinguía por lucir dorada coraza con una extraña flor que, según le daba la luz, parecía ora un lirio ora un cisne. Y esta enseña cambiante lucía en todos los estandartes de la Princesa, y en los pequeños gallardetes que, en manos de seis pajes de a pie, todos rubios de ojos azules, vestidos de seda verde, seguían a los soldados y precedían la carroza principesca. Y llegados aquí, las damas sintieron como si el corazón quisiera salírseles por los ojos, y los cuellos se alargaron de tal forma, que todos hubieran deseado ser cisnes, aunque por breves instantes. La carroza, de rara madera de color de rosa, estaba finamente trabajada, y presentaba incrustaciones en marfil -materia de la que sólo habían oído hablar a los que visitaban la Isla de Leonia, pero que no habían visto jamás-, y llevaba grabado en sus portezuelas el mismo escudo del lirio-cisne en oro y pedrería.
Cuando Almíbar, con la boca más abierta de lo acostumbrado, tuvo ante sí tales magnificencias, sintió una punzada en el corazón, y sus ojos se nublaron de lágrimas. Súbitamente, su jubón, sus collares, sus medias y sus zapatos, amén de su sombrero de tonos castaño-dorados, con hebilla de oro, le convertían, en vez de en el elegante y caprichoso Príncipe por el que se le tenía -y en verdad le tenían todos-, en algo semejante a un buhonero presumido y de gestos groseros: como aquellos que, en sus viajes a la Isla de Leonia, veía merodear por el puerto, chillando y ofreciendo sus baratijas, mientras pretendían adivinar el porvenir, arrancar muelas malignas, tumores y mal de ojo. Tan humillado se sintió con esta íntima comparación, que su cabeza se hundió miserablemente entre los hombros, y la única pluma de ave del Paraíso -que la misma Leonia le había regalado en su último viaje, como cosa prodigiosa y de suma elegancia jamás vista -que lucía prendida en la antedicha hebilla, antojósele se desmayaba sobre su frente, y la imaginó tan rala y rígida como puro espinazo de pescado. Aquellas que sus ojos contemplaban eran plumas, aquellos eran jubones, aquellos eran collares, hebillas, caballos, prestancia... elegancia, en suma -se dijo, con resignada amargura-, elegancia pura y simple, propia de una auténtica estirpe real escrupulosamente limpia de entronques sospechosos.
Dos pajes avanzaron entonces, Y rodilla en tierra uno de ellos dijo:
—Éstos son los presentes que os ofrece nuestra Señora la Princesa -no dijeron el nombre- como si la Princesa fuera la suma de todas y la mejor de ellas.
Ante los atónitos ojos de Ardid, apareció el contenido lleno a rebosar de las piedras y perlas más refulgentes, grandes y extraordinarias. Había rubíes y esmeraldas como huevos de paloma, topacios y diamantes de tamaño jamás imaginado. Una exclamación de asombro -al tiempo que de envidia incontenible- salió de todos los pechos.
Ardid, entonces, reaccionó a toda aquella sugestión:
«No perdamos el control. No olvidemos que, según el Libro, esta Princesa, Princesa por excelencia, es una criatura rescatada al Tiempo y, en este caso, no al Tiempo Pasado, sino al Futuro. Así es que todas estas vestimentas y joyas, aún por nosotros desconocidas, no son más que leyenda, leyenda pura... Sí, todo parece envuelto en polvo de mariposas: aquel polvo de oro que cuando era niña dejaban sus alas en mis dedos, y desaparecían en un soplo... Porque están, pero ¿son o no son? Mientras mi deseo de ellos aliente, alentarán ellos: bien me lo advirtió el Trasgo. Y el Maestro dijo... ¿qué dijo? Sí: acaso con un solo parpadeo de indiferencia, o de contrariedad, ellos y todo el Tiempo regresado del Futuro desaparecerán como polvo de oro al soplo de una niña descuidada o maligna. Ay Ardid, Ardid, tal vez te estás enfrentando a algo que, por vez primera, no puedas controlar... Y el Futuro, tan inventado, acaso recordado premonitoriamente (porque sé que el recuerdo puede venir del Futuro), ¿qué nos acarreará?...»
Una palabra llegó hasta ella: una palabra que en momentos de melancolía había oído a su esposo Volodioso, una palabra que portadores de un cofre tomaba la forma de aquellos pájaros grises, sin nombre, que le habían coronado, y que ahora, con el peso levísimo de sus patitas y sus plumas grises, iban hundiendo, día a día, su estatua de piedra en el suelo barroso del Cementerio. Recordó aquella palabra, que más que palabra era un siniestro alarido, mudo, surgido de sus mismas entrañas, más aún, de las entrañas de su memoria: OLVIDO. «Del Oeste, el olvido», rememoró, casi como el eco de otra palabra pronunciada mucho, mucho antes.
Ardid se estremeció. Pero aún quedaba en ella el espíritu de una niña con ojos de ardilla, de corazón valiente y ambición desmedida. Ambición, sobre todo, de venganza. Venganza que la había llevado hasta allí, hasta aquel día, hasta aquel momento preciso.
«Somos un tropel estrafalario y engreído, disfrazado de Corte -se dijo la Reina, mortificada-. Pero somos la realidad, el presente, y hemos de poner fin a tales mamarrachadas en lo sucesivo. Pues, si es verdad lo que me cuentan mis emisarios, muchas riquezas ha conquistado mi bendito hijo en el País de los Desfiladeros.» Por lo que, componiendo su más lúcida y esplendorosa sonrisa -tan envidiada en la Corte, ya que no le faltaba ni uno solo de sus dientes, y éstos eran de blancura y fuerza tan singulares que podían partir en dos una nuez, muy limpiamente, no en vano en la niñez los había frotado con raíces que el Trasgo le procurara, y los enjuagaba a diario con el elixir de perla que su Maestro había preparado en un momento de frívolo capricho-, se apresuró a descender las escaleras, con los brazos amorosamente extendidos, hacia la carroza que en aquel instante se detenía en el centro del patio.
Un paje de singular gracilidad, se aprestó a abrir la portezuela, colocando antes en el suelo un cojín de tal suntuosidad, que bien lo hubieran deseado en Olar para reposar en él la corona. Una vez abierta esta puertecilla, saltó con gran presteza, salvando de un grácil salto que despertó un coro de risas frescas -diríase infantiles- en el séquito, una figura menuda, envuelta en un manto de blanquísimas pieles que la cubría enteramente, desde la capucha hasta el menudo pie calzado de piel blanca. Sin gran ceremonia y con paso verdaderamente gracioso -a su lado, el más insinuante correteo de las doncellas de Olar se hubiera semejado al balanceo de una vieja oca-, avanzó hacia la Reina. Pero, en vez de la delicadísima reverencia que todos esperaban ansiosos, a tenor de lo visto, para retenerla en sus mentes y ensayarla en el secreto de sus cámaras, la Princesa corrió hacia la Reina y se colgó de su cuello. Y vieron unos delgados y armoniosos brazos enfundados en brillante azul surgir del manto blanco; y oyeron una risa muy particular, que tuvo el don de despertar un suave escalofrío en todos los presentes. Y aún no había decidido Ardid -tan rápida para tales cosas como los destellos del sol en el agua- qué actitud debía tomar ante el insólito saludo, cuando la Princesa dejó caer el manto al suelo -al mismísimo suelo, y no en las manos del paje que la seguía-. Entonces apareció la criatura más extraña, y a un tiempo más bella, que ojos de Olar habían contemplado. Pues si su vestido era mucho más sencillo, y sin adorno alguno, que el que lucía la Reina, de tal forma sus pliegues se mecían al compás de sus movimientos, y era tal la gracia del cuerpo al que se ceñía, que no hubieran hecho otra cosa que estorbar en él frunces, galones, joyas, collares o aderezo alguno.
El aire de la mañana era tan brillante y tenue -como si se tratase del auténtico primer día de la primavera-, que los cabellos de la Princesa resplandecieron sobre su espalda y hombros -tal como se murmuraba- sin más complicación que un detalle en verdad curioso: junto a las sienes, y rozando sus mejillas, se agitaban dos delgadísimas trenzas, iguales a las que, en alguna ocasión, habían visto a los guerreros norteños. Eran hilos de luz, suaves y sedosos como el viento sobre el Lago. Aquellos cabellos eran de un color tan extraordinario que la Reina no pudo evitar decirse: «Yo creía que mis trenzas eran rubias como el oro. Así me lo decían todos y yo misma lo veía, pero al ver los cabellos de esta criatura, se me antojan los míos del más basto cañizo... Esta Princesa es la Princesa más rubia de todas las princesas rubias que en el mundo hayan existido. Esto es ser rubia, y lo demás, rastrojos de maíz».
La Princesa, en tanto, besó a la Reina -que recibió desprevenida tales efusiones, no usuales en aquella Corte, excepto en la más estricta intimidad-. Después, con una voz muy particular -una voz que no era de mujer, ni de muchacha, ni de niña; una voz suave pero oscura y brillante a un tiempo; una voz como llegada a través de muchas jornadas de niebla, atravesada por un sol naciente, como si rozase, estremeciéndola, la superficie del agua; una voz que, para decirlo de una vez, no había oído jamás nadie en ser humano alguno ni, pensó Ardid, en ser de especie alguna-, dijo:
—Buenos días, madre, deseo que hayáis dormido mucho y bien. Nunca había osado nadie decir tales palabras y menos que a nadie a la Reina Ardid -pues, entre otras cosas, se sospechaba que dormía con un ojo cerrado y otro abierto-, a más de que estaba ya muy avanzada la mañana y, en aquella Corte, según las severas costumbres de Ardid, la jornada comenzaba poco después de rayar el alba. Aún añadió la Princesa:
—Madre, tenemos hambre.
Dicho lo cual se volvió hacia los presentes, súbitamente seria. Todos pudieron apreciar entonces que aquella seriedad era también una seriedad muy extraordinaria: porque si bien parecía que hubieran muerto sin remisión, y para siempre, todas las sonrisas del mundo, no era en modo alguno triste ni hosca, ni severa, ni tan sólo impregnada de gravedad. Era simplemente la más cándida, concentrada, atónita y profunda seriedad del mundo. Les contempló a todos, lentamente, y al fin murmuró: