Olvidado Rey Gudú (83 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Jamás Yahek, en su larga vida de soldado, que a tantos hombres atravesó con su espada, que a tantos hirió y aun maltrató, había sentido como sintió en aquel momento -y su vista se nubló, y sus rodillas se doblaron, hasta caer sobre la hierba, junto a Lisio-. Pues era su hijo, más hijo que surgido de sus entrañas, hijo por amor. Ésta era la primera vez que lo veía como tal, y viéndolo, sentíalo, y sintiéndolo, una daga más aguda que cualquiera atravesó sus propias entrañas: puesto que, verdaderamente, por primera vez veía un hombre muerto, lo que significaba un hombre muerto. Seguramente, quiso decirle algo. Tal vez, deseó preguntarle o recriminarle, o suplicarle perdón, lágrimas, tristeza, horror, soledad. Quería hablarle o escucharle. Pero, Lisio era toda la muerte del mundo, la muerte de la hierba, la muerte del recuerdo, de los deseos, a la que él miraba. Y era su mano quien había llevado aquella muerte, y por eso no sabía ni podía decir nada, y se moría él también sin saberlo, aunque sí lo sentía.

Más tarde, ninguno de sus hombres, ni Gudú mismo, creyeron reconocerle, cuando le encontraron. Porque Yahek, desde aquel día, jamás volvió a ser ni el soldado ni el hombre de antaño.

—En verdad -dijo Gudú, a los decepcionados Cachorros-, no es ésta una victoria ejemplar. Os reservo algo mucho mejor. Pero no está de más que conozcáis y veáis todas estas cosas.

Y los Cachorros, y aquellos dos que fueron hermanos y compañeros de Lisio, pasaron junto a él, y sobre él pisaron. Y ninguno de ellos, excepto Yahek -que lo guardó en su pecho, con su primer horror y sus primeras lágrimas-, lo reconoció.

Como el hecho de enterrar tanto desastre resultaba tan arduo como pestilente, Gudú ordenó apilar los restos de quienes quisieron, por una parte, encarnar la venganza, por otra, la codicia y, finalmente, la inútil y desesperada ilusión de libertad. Mandó hacer con todo grandes piras, prenderles fuego y, acto seguido, regresar. Así lo hicieron. Tras su marcha, por largo tiempo el fuego y el viento se llevaron fragmentos de horror, esperanza, e incluso muerte. Tan sólo calcinados huesos perduraron aún, tiempo y tiempo, entre la hierba. Y entre tanto hueso, y tanta muerte, y tanto humo, y tanta ausencia, algo resplandecía. Algo que era como una piedra pequeña, tan brillante que diríase una llama que no podía apagarse entre las cenizas: eran las brasas de un muchacho que se llamó Lisio.

Luego, las lluvias de primavera las sepultaron en el barro; y en el barro fue lentamente hundida y conducida su pequeña luz hasta la zona donde habitan los trasgos y los gnomos, los que sí saben horadar el mundo con martillos de diamante sin pulir. Así, la halló aquel trasgo curioso y demasiado joven que apenas si contaba cuatro siglos. Y juzgándola más rara y valiosa que la anterior, se apropió de ella; y la contemplaba y acariciaba, a escondidas, en la oscuridad que alienta las entrañas del mundo. Y como por más tiempo y tiempo que pasara, la llama no se extinguía, la acariciaba más aquel trasgo. Al fin, un día, la mostró al más anciano de los gnomos. Éste la observó con detenimiento, y al fin dijo: «Guárdala en buen lugar. Pues no es fácil que esta llama se extinga, y por contra, acaso llegue un día en que prenda grande y viva. Pues he aquí uno a quien nadie conocía, y sin embargo no será olvidado».

El trasgo obedeció aquella orden, y la llama que cuidaba no se apagó: y acaso la vio crecer un día, o la está viendo crecer hoy, o la verá prender mañana, con tal fuerza, y tan extendida, que podría cubrir la corteza del mundo. Pues algunas victorias no son ni gloriosas ni recordadas; pero algunas derrotas pueden llegar a ser leyendas, y de leyendas pasar a victorias.

XIX. TAL VEZ AMOR

Gudú no regresó de inmediato a Olar. A pesar de que Ardid envió un emisario con la noticia del nacimiento de Gudulín, el Rey no mostró excesivos deseos por conocer a su hijo. Antes bien, ya sabedor del hecho, se mostró satisfecho: especialmente porque tratábase de varón. Con tal noticia pareció conformarse. Como su padre, si bien no llegaba en su exageración a confundir los niños antes de los doce años con conejos o gallinas, lo cierto es que las criaturas de tan corta edad no excitaban ni su curiosidad ni su entusiasmo; aunque se tratara de su propio hijo. Mucho más le atraían las andanzas y progresos de sus Cachorros -en quienes parecía depositar más esperanzas que en su propia dinastía, al menos mientras no advirtiera que los miembros de ésta estuvieran capacitados para desengañarle, enorgullecerle o decepcionarle.

En tanto, con sus soldados, decidió celebrar la victoria y solución del problema de los Desfiladeros. Mientras aún humeaban los restos de quienes tan denodada como inútilmente habían resistido y muerto allí dentro, creyó oportuno conducir a sus muchachos al linde de las estepas, pues suponía que su contemplación, unida a las lecciones con que les preparaba para tal empresa, les haría compartir su sueño.

—Ahí tenéis, ante vuestros ojos, el llamado Mundo Desconocido -dijo, adentrándoles hasta las orillas del Gran Río-. Pero tened por seguro que para vosotros no habrá, si no lo hay para mí (y no lo habrá), ningún Desconocido posible. Os aseguro que hasta todo cuanto alcance, y abarque, la mirada de Gudú, de Gudú será; y, por tanto, también vuestro. Porque vosotros sois la parte más importante de mi ejército, y mi ejército es la parte más sustancial de mí mismo... y de Olar.

Cuando oyeron la segunda parte de este discurso, tanto capitanes como soldados creyeron que sus oídos les engañaban. jamás a Volodioso se le había ocurrido decir algo parecido a soldado alguno, mucho menos a muchachos aún sin experiencia. Pensaron que Gudú rompía muy viejas tradiciones e iniciaba otras cosas, muy distintas y sorprendentes para ellos. Gudú no era ignorante de lo uno ni de lo otro. Y si bien en esto procedía por astucia y aun por cautela -sin menoscabo de que, llegado el momento, cumpliese lo que con tanto aplomo prometía-, lo cierto es que sus soldados no eran tratados como la mayoría de los soldados, ni su ejército como la mayoría de los ejércitos. Era Rey espléndido, generoso, aunque severo con sus soldados, y no es raro que contara día a día con más adictos, buenos guerreros, como menguaban sus enemigos. Por lo menos, en el Reino de Olar y sus tierras conquistadas.

Entretúvose en las fortalezas y guarniciones de las estepas más de lo que parecía natural en tan reciente padre como victorioso Rey. Y los días pasaban, y el verano iba aproximándose, y Gudú no regresaba a Olar.

Aún no se habían apercibido totalmente, ni el sagaz Rey ni sus compañeros de armas, del cambio operado en Yahek. Como éste era, al fin y al cabo, hombre de pocas palabras y ruda expresión, aunque su rostro y ademanes hubieran sufrido, tras dar muerte a Lisio, un cambio notable, pronto se acostumbraron todos a su nuevo aspecto y, por tanto, no llegaron a extrañarlo demasiado. Pero sí lo notaba él mismo, de suerte que, a partir del instante en que vio a aquel que había considerado y amado como hijo -tanto o más que al propio, a quien apenas veía-, no podía apartar de su mente la imagen del valiente muchacho muerto a sus pies. Y no podía mirar el filo de su espada -que continuamente afilaba, ante las chanzas de sus compañeros- sin un estremecimiento. Un dolor tan vivo le atravesaba en el curso de estos recuerdos, que su ánimo decaía de día en día, aunque quienes le rodeaban no se apercibiesen cabalmente de ello. Aunque no todos: pues alguien sí había notado tales cosas en Yahek. Alguien que siempre, de lejos o de cerca, le seguía a donde fuera, aun a costa de la fatiga y de la ancianidad.

Yahek permaneció aún en las estepas, donde le reintegrara Gudú, pues pensaba que mejor le serviría allí. Su sustituto en la Corte Negra, y ahora Maestro de los Cachorros, el joven Barón Silu, cumplía bien su cometido. Y la Anciana Bruja de la Estepa pudo comprobar cuán decaído mostrábase el ánimo de Yahek, y cuánto buscaba soledad y silencio, antes tan dado a la compañía de los soldados, a la comida y la bebida. Había perdido el gusto por todas estas cosas, y lo perdía más y más, de día en día. «Yahek sufre -se decía, con íntimo deleite-. Así alimenta mi dolor y prolonga mi fuerza.»

La esposa de Yahek, Indra, le aguardaba en la guarnición, junto a las otras mujeres -como era costumbre establecida por Gudú-, y, cuando su marido regresó de los Desfiladeros, también vio algo en sus ojos.

—¿Estás herido? -indagó ansiosa. Él nada respondió; antes bien, rehuyó tanto sus preguntas como su compañía. El niño de ambos crecía hermoso y fuerte, y sólo con él, a veces, solía entretenerse brevemente Yahek. Pero la vista del niño, que antes le alegraba, ahora recrudecía el dolor que sintiera al hundir el filo de su espada en el pecho de Lisio. Y más de una vez, mirando los ojos de su hijo, creyó ver cómo se cerraban los ojos de aquel a quien había dado muerte; y le parecía que Lisio era el único a quien había causado tal daño -siendo, como eran, incontables sus víctimas-. Así, incluso la vista de su propio pequeño rehusaba, con lo que Indra empezó a sufrir mucho ante un comportamiento que no atinaba a descifrar.

Al fin, día llegó en que el regreso de Gudú a Olar, para conocer al futuro Rey, no pudo demorarse más. Aconsejado por sus mismos hombres, sin ganas, pero con el convencimiento de que, un día u otro, tal cosa debía suceder, emprendió el regreso. Pero esta vez dejó bien organizado -y con mayor cautela- el orden y mantenimiento de los Desfiladeros.

En esta ocasión, eligió como jefe de los destinados a tan dura como ingrata tarea -gentes desertoras de las colinas, que a él se entregaron y en él se refugiaron, más todo campesino que logró reunir por los alrededores, con lo que acabó por despoblar tan de por sí solitaria región-, a un joven de quince años, de origen estepario, que, en la actualidad, habíase convertido en uno de sus más valientes y adictos soldados y tenía por nombre Kar. Había sido capturado, casi niño, junto a otro joven llamado Rakjel, durante la conquista hacia el Gran Río. En ambos intuía Gudú madera de guerrero, de héroe y aun de Rey; y él consideraba cuidadosamente estos valores y estos peligros, pues tampoco ignoraba la súbita negligencia -por leve que pareciese- en los viejos soldados. Su piedad no era notoria, pero sí su capacidad de estímulo hacia la juventud y la codicia, que bien administrados, podían serle de gran utilidad y provecho. Así mismo, diole a Atri y Oci, los dos ex pastores, como ayudantes. Y con el resto de sus tropas, inició el regreso a la ciudad, en pos de días que imaginaba tan aburridos como inevitables.

Intentaba reconstruir en su mente a Gudulina; pero su rostro se había medio borrado, y el recuerdo que le dejara le pareció, salvo algunos momentos placenteros, en general, monótono y pesado. Había empezado a aficionarse tanto por la raza de las estepas, que a menudo eran sus compañeras de lecho las muchachas de las tribus sometidas. En ellas hallaba un incentivo que no tenía comparación -a su parecer- con las mujeres de su raza. Muchachas de trenzas negras y largos y sombríos ojos, de tan pocas palabras como ardientes y aun violentas maneras -si bien en sólo determinadas circunstancias-, y que unían a un temperamento salvaje, arisco e incluso feroz, la rara suavidad de la pluma y la enigmática y misteriosa inmensidad de su tierra.

Cuando se hallaban ya cerca de Olar, díjole Randal algo que le dejó en verdad pensativo:

—Señor: tened cuidado. Pues si os dejáis atraer por la raza esteparia, puede llegar un día en que de conquistador paséis a conquistado, y no sería bueno para vos ni para Olar que llegarais a descubrirlo demasiado tarde.

Aparte del respeto que le merecía Randal, el mejor y más admirado de sus Capitanes -y Gudú no escatimaba admiración a quien la merecía, y en esto se reflejaba como hombre inteligente-, tal sinceridad había en aquellas palabras, y tanta auténtica preocupación, que Gudú juzgó conveniente tolerarlas, y no sólo tolerarlas, sino reflexionarlas.

No obstante, aún no habían llegado a Olar cuando Gudú también reflexionó sobre otro aspecto de Randal: para desgracia del leal soldado, ya era viejo. Pero guardó en su mente con gran cautela aquella observación, y nada hizo, ni dijo, que demostrara que se había apercibido de ello.

Había enviado ya a Olar emisarios anunciando su regreso. Y con tal noticia, no sólo la Corte -que fingida o sinceramente se manifestó alegre-, o el pueblo -que sólo por la esperanza de alguna prebenda o festejo podía alegrarse de aquella nueva-, también, y las que más, y sinceramente, dos mujeres se sintieron profundamente conmovidas. Y con ellas el anciano Hechicero, ya casi al borde de extinguirse. Pues el Trasgo -de ágiles movimientos pese a sus tres siglos largos- le ignoraba totalmente, como si nunca le hubiera conocido. Ahora centraba toda su ternura en el nuevo Príncipe, al que creía su padre, Gudú.

Sin embargo, aunque mucho y muy tiernamente se emocionaron con aquella noticia Ardid, como madre, y el Hechicero, como viejo Maestro y cariñoso amigo, la una, cansada por la preocupación que sentía por los dos niños -aunque de distinta forma por cada uno de ellos-, el otro, un tanto desvaído por su ancianidad, lo cierto es que, quien en verdad sintióse ante la proximidad de Gudú, no sólo emocionada, sino totalmente conmocionada, fue la enamorada Gudulina.

Desde el punto y hora en que fue enterada de tan fausta nueva, mil y una vez hizo y deshizo su peinado, cambió sus ropas, embadurnó de afeites su rostro y ensayó sonrisas y miradas ante el espejo.

—Eres linda, eres joven -díjole Ardid, fatigada al fin por tanta consulta y tanta prueba-. Ten por seguro que esto, mejor que ningún otro adorno, va a servirte.

Pues sabía cuán poco sensible era su hijo a todo lo que no fuera sustancia en bruto, valedera por sí misma y en perfecto estado de ser utilizada. Pero también sabía Ardid que estas cosas era inútil decírselas a Gudulina. Así pues, dejó que continuara en tan fatigosas como esperanzadas probaturas... «Al fin y al cabo -se decía-, nadie podrá arrebatarle la ilusión de la espera, como podría hacerlo la cruda realidad.»

Era ya verano, si bien tan tierno que podía aún confundírsele con primavera, cuando llegó Gudú a Olar. Mucha fue la alegría de Ardid cuando el clamor llegó hasta ellos, pero también escuchó con pena al anciano, que le pedía: «Niña querida, ayúdame, llévame a la ventana, pues quiero ver al Rey». Y con asombro, comprobó cuán penoso era levantarse de su asiento para el anciano. Desde hacía ya mucho tiempo -durante todo el invierno y la primavera- solía permanecer en el gabinete de la Reina, al amor de su fuego; pero el fuego no parecía reavivar su cada vez más diminuta persona, que sólo la compañía de Ardid y del Trasgo -aunque éste aparentaba ignorarle- parecía mantener con vida. Junto a la alegría de ver nuevamente a Gudú, Ardid sintió la súbita tristeza, la muy dolorosa sensación, de comprobar cuán poco tiempo iba ya a gozar de aquella compañía que ella, quizá, no atinó a valorar debidamente.

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