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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (81 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Esta vez, aquella espera inquietó seriamente a Lisio. Sabía que si bien Gudú había sufrido algunas pérdidas, no eran para él importantes, mientras que para ellos constituía un derroche inútil, tanto en hombres y armas -o lo que por tal usaban- como por el hecho de descubrir sus posiciones al enemigo. Mandó variar éstas, aunque poco podía esperar de ello. Sin embargo, en el interior del Desfiladero, los ánimos no decaían. Aquellas gentes ignorantes tomaron por primer triunfo lo que tan sólo había sido mero tanteo por parte de Gudú. Y lo celebraron con tal regocijo, que Lisio, contemplándoles, sintió crecer su odio, mezclado con una gran congoja: ahora, Lure se había convertido de joven y linda hermana, tal como la vio por última vez, en una escuálida y avejentada criatura. Muchos de sus amigos habían muerto, y otros estaban tan desfigurados y depauperados, que su sola vista le encendían un dolor y una ira incontenibles.

Lisio ordenó racionar los víveres y reunir en lugar seguro los pocos rebaños de cabras que aún quedaban junto a las minas. Bloqueó éstas, y en su interior depositó todo el material extraído, de forma que, llegado el día de la victoria, pudieran emplearse y repartirse en bien de toda la comunidad. Allí, en lo más hondo de su pensamiento y corazón, comenzaba a forjarse tímidamente un sueño, un sueño del que brotaba y se articulaba un país, con leyes más justas que les llevarían una nueva vida. En la noche, tras la cruel nevada, desde su puesto vigilante, vio por vez primera un cielo terso y negro donde pálidas estrellas relucían, tan lejanas y misteriosas, tan desconocidas como el corazón de los hombres. Un suave viento agitaba sus cabellos y, aunque helado, le pareció un viento bienhechor, portador de algo parecido a una benévola consigna. Iro, su inseparable perro, miraba también hacia lo alto, tendido a sus pies. Y súbitamente, le asaltó la pregunta de qué significarían tan altas y enigmáticas luces: ¿qué habría en ellas?, ¿qué ojos o qué voces, tal vez, las hacían brillar...? «Acaso -se dijo, estremecido por algo parecido a un vago presentimiento- ahí arde alguna fuerza, algún mundo, alguna clase de vida que contempla y aprueba nuestra lucha...» No sabía leer ni escribir, no sabía nada. Apenas si le habían legado leyendas, terrores, supercherías y brujerías que despreciaba. Había crecido y aprendido tan sólo en el dolor, la humillación, la pobreza y los consejos de viejas y hechiceros.

Aquella noche, y desde hacía tanto tiempo en que parecían dormir, despertaron las palabras de su abuelo. Algo, como un grito largo y oscuro, un grito que no era audible sino que nacía de sus propias entrañas, le decía que la continuidad de aquellas palabras, de padre a hijo, de hombre a hombre, habría de traerle una victoria más sólida y perdurable que la que pudiera conseguir tras la batalla del Desfiladero. Y así, empujado por un furor repentino, un extraño impulso rompió su meditada paciencia, todas las lecciones aprendidas. Mientras los hombres de Gudú permanecían acampados y aparentemente inactivos, mientras los de Yahek avanzaban penosamente a través de la nevada estepa, Lisio dio orden de atacar: primero a los hombres de las colinas, y luego, a los que acechaban la entrada al Desfiladero.

Gudú recibió su ataque con bastante aplomo, limitándose a rechazarles; y no les persiguieron hasta el interior del Pasadizo de la Muerte, sino tan sólo hasta su entrada, como eran superiores en destreza y en armamento, poco les costaba. Lisio ya sabía todo esto, aunque algo flotaba en su mente: una advertencia que no lograba entender, un raro presentimiento, un desconocido enemigo le acechaba; y empezó a invadirle la desesperanza. Por tres veces atacó a Gudú. Y cuando empezaba a planear alguna forma de salir por la parte posterior del Desfiladero y rodearles, los vigías le informaron de que les amenazaban también desde las estepas. Una sospecha se abrió paso en su ánimo, a medias esperanzado: quizá fueran las Hordas. Pero su temor se trocó en desconcierto al descubrir que de hombres de Gudú se trataba, y no de Hordas. Y por muy feroces que éstas fueran, no le hubieran llenado de tanta desesperación como comprobar que se trataba de Yahek y sus hombres.

Así, cuando a su vez ambos ejércitos acamparon en torno, cercando su inexpugnable y -de pronto lo supo- inútil fortaleza, Lisio entendió que el odiado y joven Rey sólo un arma pensaba esgrimir contra ellos: el hambre, la paciencia, el tiempo y, al fin, el fracaso de tan desesperada lucha. Esta arma, por sí sola, conseguiría agrietar aquella fortaleza: tan impenetrable para los que aguardaban fuera, como imposible de abandonar por los que resistían dentro.

Sólo la desesperación de una lucha suicida, el azar o la muerte podrían sacarles, a Lisio y a los suyos, de aquel lugar, convertido en monstruoso cepo.

Otra nevada, y otra y otra se sucedieron. Y el frío, los lobos y el hambre acabaron con las menguadas fuerzas de aquellos que inútilmente resistían el asedio. Poco a poco, en grupo o solitariamente, abandonaron sus puestos. Unos huyendo, otros ofreciéndose voluntariamente, buscando refugio, llegaban los famélicos supervivientes a las gentes de Gudú.

Y éste aguardaba en su bien pertrechado campamento. Había previsto todas las posibilidades y en esta confianza resistía el invierno, sin que menguaran el diario adiestramiento ni la moral de sus tropas. Y así llegó el día que juzgó oportuno y adecuado para sus planes. Sus hombres, en hilera y a caballo, de altozano en altozano, esperaban órdenes. Debían conducir al más escogido y mejor adiestrado grupo de los impacientes Cachorros que aún en la Corte Negra aguardaban la promesa del Rey: contemplar de cerca por vez primera el fragor de un combate y, si el Rey lo juzgaba oportuno, tomar parte de una clara e indudable victoria. Aunque Gudú no la consideraba en sí misma importante, sí podía servir de lección viva y práctica a sus adiestradas y bien elegidas criaturas.

Por tanto, aprovechando la calma de unos días que los expertos pastores -vigías a su servicio- anunciaron menos rigurosos y exentos de posible nevada, Gudú compuso una lista de Cachorros selectos. Y entre los diez muchachos elegidos, dos había -aunque él no lo sabía- que fueron antaño compañeros, y más que compañeros, casi hermanos, del desdichado Lisio.

—Antes de la primavera -anunció el Rey a Randal- se habrá acabado la resistencia de los sitiados; habrán agotado ya sus víveres y ni tan sólo les quedará leña para calentarse, pues los bosques se hallan fuera del Desfiladero, y la paciencia y resistencia tienen un límite. O muertos o en desesperada lucha -tan insensata como improbable- les sorprenderemos. No será gran tarea vencerles, y pienso que no debemos desperdiciar vidas ni armas en cuestión tan insignificante. Otras empresas debo iniciar de mayor importancia, y harta paciencia he derrochado en ésta para demorar otras cosas mucho más productivas o útiles. Pero creo que una lección como ésta, no es mal comienzo para una vida de soldado; y los Cachorros tienen derecho a ella.

Y así, con el gesto casi paternal de un hombre que por primera vez recompensa a su hijo, Gudú firmó la lista y, sin dilación, la envió a su Corte Negra.

Cuando llegaron los Cachorros elegidos, los reunió el Rey en su propia tienda. Ante sus ojos encendidos, explicó y expuso los detalles de la situación. Tras advertirles que jamás cometiesen la insensatez de refugiarse en lugar donde no tuvieran asegurada la salida, enardeció sus espíritus, al tiempo que sus paladares probaron por vez primera -como si de auténticos soldados se tratara- el vino. Pues hasta conseguir el grado de soldado, prohibíase la bebida en la Corte Negra. Así, una vez más, Gudú dio muestras de su prudencia y conocimiento de sus hombres. Y los dos Cachorros, antiguos amigos -antiguos hermanos de Lisio- ni sabían que el que tan mal conducía a sus enemigos era el propio Lisio, y ni se acordaban de su pasado, en aquel -para ellos- tan glorioso momento como estaban viviendo. Si Dios había estado siempre ausente de sus vidas y de sus pensamientos, Dios era, en tales circunstancias, solamente posible en la persona de tal hombre y tal Rey: su cien mil veces admirado Gudú. Y si alguna vez soñaron con un futuro más benigno que el que habían conocido en su corta existencia, en el presente ese sueño no tenía mejor ni más radiante encarnación que la emulación y el ciego servicio a tal Rey y tal hombre, que mostrábase Rey y hombre poco común.

De todas estas cosas, bien sabía aquel que entre senderos subterráneos resplandecía a veces -según qué noches, según qué rutas- con un huesecillo que casi parecía pulida gema. Aquel que un trasgo muy joven conservaba, entre otros tesoros más refulgentes.

Asombrosamente, el asedio duró mucho más de lo que el Rey había previsto. Si bien el invierno fue largo y el frío intenso, llegó al fin el tiempo del deshielo y aún continuaba todo como en un principio, pues ni los de fuera atacaban ni los de dentro daban muestras de intentarlo. O los sitiados contaban con más refuerzos, víveres y capacidad de aguante de los previstos, o algún plan tan sabio como imprevisible -e improbable- les mantenía en tan heroica como inimaginable resistencia. La primavera se anunciaba en el aire, en la tierra; y la batalla no tenía lugar. Ni la batalla ni signo alguno que indicara que, allí dentro, aún vivían gentes: excepto la débil humareda que en ocasiones podían percibir los finos olfatos de Cachorros y soldados.

—Paciencia -decía el Rey-, tened paciencia. La nuestra es más soportable que la de ahí dentro.

Y en verdad que lo era.

El invierno pasó, también, con más pesar que alegría en la Corte de Olar. Los días se sucedían melancólicos, monótonos. Y la preocupación invadía a las gentes. Se había apagado el bullicio en la ciudad. Los comerciantes moderaron el riesgo en sus negocios, pues, precavidamente, atinaban que en tales circunstancias la prudencia no estaba de más; y no debían exponer su dinero en operaciones que, dada la inseguridad reinante -o esto es lo que creían-, podían llevar al traste sus economías. Tampoco la Reina animaba los días con bailes y festines. Lo más florido de la población varonil -tanto en Olar como en aldeas y contornos- hacía sentir su ausencia. Monótonos y tristes pasaban los días para ancianos, mujeres y niños. Y más tristes transcurrían para quienes, en la pobreza, padecían aún más rigurosamente el peso de la austeridad que se notaba en la Corte. Ardid era buena administradora -como tenía probado-, y si bien los tributos no menguaron, sí la prodigalidad.

Finalizaba el invierno cuando una noticia vino a animar tan apagada Corte y, especialmente, su sombrío Castillo. Y ésta fue el inesperado nacimiento del primer hijo del Rey, que en las cuentas de todos se adelantó. Y ante el regocijo general, éste fue varón; de modo que la alta torre, cubierta por una caperuza azul -capricho de Volodioso- lució espada de oro indicando que el recién nacido era Príncipe, y no Princesa. Pues si Princesa hubiera sido, hubiera lucido espada de hierro -si lucir pudiera...

En señal de gran regocijo y ventura, Ardid ordenó que por dos meses se liberase de tributos a la población y contornos de Olar. Como en tales circunstancias tal prodigalidad no esperaba el pueblo, mucho les alegró ver manar de nuevo la famosa fuente de vino gratuito, según era costumbre -¿desde cuándo?..., ¿desde quién ...?-. Y generosa ración de harina fue repartida, también, entre los míseros. Con todo lo cual Ardid supuso -y bien- que levantaría los decaídos ánimos y, tal vez, un resplandor de orgullo -si no de afecto- renacería en algún desventurado corazón de cuantos componían la población más sufrida y necesitada del Reino.

Poco después anunció que el bautizo del heredero sería festejado como convenía. Y también entonces las damas, e incluso algún provecto varón, sintieron el calor de una efímera, aunque muy dulce, ilusión. Así, el recién nacido fue festejado como merecía y bautizado en el Monasterio de los Abundios con el nombre -en verdad poco original- de Gudulín.

A excepción de la madre y la abuela -y por supuesto del anciano Maestro-, quien mostró más entusiasmo por el recién nacido fue el infeliz Príncipe Contrahecho. Suponiendo que el tiempo había borrado de las mentes a tan efímera como desgraciada criatura, la Reina consultó con el Hechicero la posibilidad de convertir al pequeño Contrahecho en paje, o sirviente, destinado a acompañar y distraer al recién nacido -cuando éste fuera capaz de apreciar tal cosa-. Y así, le vistió de forma que semejaba un bufoncillo, y fingiéndole regalo de la Reina Leonia, empezó a mostrarlo junto a la nodriza del Príncipe, y así le presentó a la propia Reina Gudulina, tan ensimismada en la contemplación de su hijo -cuya presencia parecía sorprenderla casi tanto como la obsesionaba el recuerdo de Gudú-, que apenas le dirigió una mirada. Ardid respiró aliviada, pues, se dijo, aquélla era la única forma de conseguir que Contrahecho tuviera medianamente asegurada su amenazada existencia. El recuerdo de Dolinda, de los días y años que pasaron juntas en la Torre llegaba a Ardid cada vez que contemplaba aquel niño.

Como era criatura de gran bondad y dulzura, se mostró muy contento con su nuevo vestido. Y hacía sonar insistentemente sus cascabeles de oro ante la cuna de Gudulín. Día llegó, al fin, en que el recién nacido dio muestras de notar su sonido y, con gran regocijo de los que tal cosa presenciaron, dirigió su mirada hacia él. Si esto fue puro azar o no, el hecho se consideró como bueno, y el pequeño Contrahecho quedó asignado a la compañía y regocijo de tan tierna criatura.

Cuando estas cosas sucedieron, el tiempo había pasado más a prisa de lo que la propia Reina creyera. Pues estaba ya entrado mayo y las flores y la hierba lucían en todo su esplendor. Gudulín cumplía dos meses, y su padre no había dado fin todavía a lo que, en principio, considerara revuelta sin importancia -y de rápida solución-. «Dios mío -pensó-: el verano está en puertas.»

Recibía noticias de los Desfiladeros, y muchos conocían la angustiosa situación de los que allí se resistían. Pero sólo en aquel momento, tanto ella como la Corte y la ciudad -y el Reino en suma- atinaron a sorprenderse de la increíble resistencia de Bancio y Cancio -de quienes, por otra parte, nada se sabía-. Esto fomentó tan encontradas opiniones, que hubo de reunirse la Asamblea de Nobles. Demandaban a Gudú una explicación a tan larga como extraña resistencia, y a tan rara como misteriosa desaparición de los hermanos Soeces. «¿Habrán muerto?», se preguntaban. Incluso llegó a esparcirse el bulo de que fueron vistos, cabalgando, por la cercana arboleda: pero sólo apresaron, en su lugar, a dos vagabundos y un leñador que, para su desventura, tenían cabellos tan rojos como los príncipes insurrectos. Ninguna otra cosa llegó a aclararse. Gudú envió recado a la Asamblea diciendo que, si él y su gente daban prueba de paciencia, cuánto más debían darla quienes padecían más regalada espera. Con lo que, nuevamente, languideció la Corte, y languidecieron los comentarios.

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