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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (53 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—¿Vos? -dijo Predilecto-. ¿Me conocéis acaso?

—Sí -dijo él, con la calma y suavidad que le caracterizaban-. A veces, el Tiempo, cuando teje del revés, me cuenta historias de gente que aún no ha llegado. Y otras, cuando teje al derecho, de gente que nunca llegará.

Aquel galimatías aumentó la confusión de Predilecto: pero al parecer, tal explicación era de una claridad indiscutible para aquel curioso grupo.

Sólo Tontina, que le miraba muy fijamente, explicó -o así se lo pareció:

—Tal vez no sepáis esto, Predilecto: Once es el menor de los Once Príncipes Cisnes que una malvada Reina encantó. Su hermana, la Princesa Leonor, empezó a tejer para ellos once túnicas de ortigas para devolverles su naturaleza humana, pero el Tiempo le jugó a Once una mala pasada, ya que Leonor no pudo, por falta de tiempo, terminar la manga de su túnica, y anda durante el día con un ala en lugar de brazo. Desde entonces, el Tiempo lo tomó bajo su tutela. Por eso puede montar en su corcel que galopa al derecho y al revés; al Norte y al Sur, al Este y al Oeste; y al revés nuevamente.

—La verdad, Señora -dijo Predilecto, tratando de hallar una luz sobre tanta oscuridad-, que no entiendo nada de lo que decís.

La Princesa hizo un gesto de extrañeza. Pero los demás muchachos y muchachas, y el mismo Príncipe Once, habían hallado alguna cosa que atrajo su interés con más fuerza, y, alejándose hacia un lugar más apartado, discutían y examinaban algo. Sólo Tontina permanecía a su lado. Al fin, le dijo:

—En verdad, Predilecto, que sois muy extraño.

Lo que de ninguna manera podía explicar Tontina a Predilecto -puesto que ni ella lo sabía- era que de aquel mismo Tiempo, pero Tiempo Futuro, la habían regresado a ella hasta el Reino de Olar. Y que la historia de los Once Príncipes Cisnes aún no había sucedido: ni siquiera había nacido el hombre que la recogería y escribiría muchos años después. Así que, al parecer, todo entendimiento entre ellos era imposible.

Pero ocurrió entonces que Predilecto miró con más detenimiento a la Princesa, y sus ojos se enlazaron como si algún invisible hilo los envolviera. Y así, sin poder apartarlos de los de la muchacha, murmuró, como en sueños:

—Lo cierto es, Princesa, que aunque no parezca posible, tengo la seguridad de haberos conocido mucho antes de ahora.

—Sí -dijo ella-, yo también tengo esa sensación: nos hemos conocido mucho. -Entrecerró los ojos como tratando de recordar, y al fin, con radiante expresión que acabó de sumirle en la más espesa de las brumas, añadió-: ¡Oh, ahora atino! No nos hemos conocido: es que tenemos que conocernos mucho, que no es lo mismo. Por eso, también yo guardaba en mi memoria vuestra persona y vuestra voz.

Entonces, sacó de su manga algo, como una joya secreta:

—Ésta es la piedra gemela de tu piedra -dijo. Y parecía hablar más para sí misma que para el Príncipe. Pero él también sentía un raro y desconocido ahogo, como el aleteo de un miedo. El mal que ese miedo le anunciaba, era a la vez deseado y aborrecido. Y desprendiéndose de la suya propia, que se le había clavado en la carne poco antes, con mucha suavidad la limpió de sangre, en tanto le decía:

—No es la piedra gemela, Señora, es una sola piedra partida en dos.

Y asombrándose de sus propias palabras, cada uno tomó su mitad y, uniéndolas, vieron que coincidían exactamente.

—Es muy hermoso -dijo ella, entonces, con una rara e insólita gravedad en la voz.

—¿Qué es hermoso? -preguntó Predilecto, suavemente. -El mundo-dijo ella-. El mundo es hermoso.

Y guardó la piedrecita envuelta en su pañuelo: y ambas cosas, con gran cuidado, las ocultó en su muñeca.

Aquellas palabras inquietaron a Predilecto. Pues, se dijo, sólo una niña podía hablar así: ya que él, en todos los años de vida recorridos, había comprobado, paso a paso, que el mundo era cada día transcurrido menos hermoso. Nada dijo, porque le pareció que, si lo hacía, algo muy precioso se rompería allí mismo, entre los dos, y en los dos, para siempre.

En aquel momento, regresaron en tropel todos los muchachos y, sentándose en corro, le aturdieron con su conversación, con su lenguaje y, sobre todo, con su rumor. Pues aquel rumor que, como halo o brisa les envolvía, poco a poco fue distinguiéndose como aquel extraño viento, coro o música luminosa de que le hablara Ardid. La cortina que cubría la ventana se agitó, y por entre sus pliegues entró el aire cálido de la noche y el perfume intenso de las enredaderas que trepaban muros arriba, hacia las habitaciones de Tontina. No sólo vio sino que oyó el resplandor, puesto que era como una música en el balanceo de las cortinas y en el flotante vaivén de los cabellos de aquellas criaturas, y creyó recuperar algo: algo que había sido suyo, y ya no tenía.

Era ya de noche, con inquietud lo comprobaba, pero ese algo le retenía con fuerza en aquella habitación y no podía en modo alguno abandonarla. Nada decía a Tontina de lo que hubiera debido decirle y, por contra, asistía y se mezclaba en peregrinas explicaciones que asombrosa y suavemente iban poco a poco esclareciéndose en su entendimiento. Si no las comprendía totalmente, tampoco se sentía ajeno a su significado. Y aunque era de noche -y bien lo sabía-, un rumor dorado resplandecía en los bordes de la ventana, y el trozo de cielo que encuadraba parecía hecho de penumbra submarina y luz rosada.

Y así, mirando hacia aquel resplandor, que a su vez era una vieja y extraña y muy recóndita melodía hecha lo mismo de voces y sonidos, como de historias que ya había olvidado, y otras que en adelante conocería, comprendió que el Tiempo, protector de Once, había salvado de él mismo a aquel niño cisne para siempre: le había detenido entre sus dedos y, a lomos de su corcel, galopaba sobre el mundo sin fin y sin freno, y así persistiría, niño en el tiempo, mientras el Tiempo exista. Y por eso Once debía llevar su ala-brazo -que no era brazo, sino ala de cisne, como todos sabían, y él también lo sabía ahora- eternamente oculto por su manto. Así estaban las cosas, y así eran las enrevesadas y a un tiempo transparentes cosas que ellos le comunicaban, de forma que una fuerza muy sutil y poderosa le retenía allí. Sí, sí, hubo un tiempo, allá en el Sur, en que la luz y los colores y aquel intenso y delicado perfume le pertenecían... ¿Quién se lo había arrebatado? ¿Quién se había apoderado de su infancia y la había arrojado lejos, como un despojo?... ¿Qué se había hecho de aquel niño que andaba entre viñedos y miraba el mar... Uno que no murió, ni fue enterrado, y, sin embargo, no estaba aquí?...

Al fin, Tontina le llevó de la mano a la ventana y le mostró, en el erial y resto abrasado del que fue jardín de Ardid, el alto, resplandeciente, extraordinario Árbol de los Juegos: aquel cuyas hojas, todas y cada una de ellas, explicaban minuciosamente los juegos y las aventuras, las rosas perdidas y las no nacidas, el color de la maldad y la risa de la tontería adulta. En fin, la Historia de Todos los Niños.

—Y ahora que tenéis asegurado un sueño divertido -dijo Tontina, notando que sus ojos se llenaban de arena dorada (la fina arena de las playas de aquel Sueño, el que transporta al último instante y al primer instante)-, espero que el Trasgo del Sur os conduzca bien, y que mañana nos visitéis de nuevo: pues sois el más divertido y el mejor entre todos los muchachos que he conocido. -Dicho lo cual, se recostó entre los cojines de pluma y quedó tan profundamente dormida que un silencio oscuro y denso ganó la estancia.

Predilecto se encontró entonces en medio de un tropel de niños y muchachos que, acomodado cada cual según mejor le placía, dormían profundamente en una estancia sin luz; y sólo el rescoldo de los leños y las últimas brasas producían chasquidos breves, estallantes, «como -se dijo- sería, si es que así fuera, la risa de los trasgos». Allí abajo, el Árbol y el jardín y la noche toda se habían apagado.

Salió de puntillas. Ya estaba en los oscuros y húmedos pasillos, y se dirigía a ninguna parte, sin saber adónde, cuando se notó como si acabara de salir de un sueño. Y al fin olvidó casi todo lo que había visto y oído o, tal vez, imaginado. Sólo esta frase permaneció en su memoria: «Sois el muchacho más divertido y el mejor de cuantos he conocido». «Muchacho -pensó, con tierna condescendencia-. A fe mía que hace tiempo dejé de ser muchacho.» Y, sin que hubiera razón para ello, se dijo que la Princesa sólo tenía, a lo sumo, once años y él, entre los hombres heridos y atravesados por su propia espada, había cumplido los veintitrés.

—Niños, niños, ¡qué absurdas criaturas! -murmuró, en tanto buscaba el aire fresco de la noche, con que aliviar su frente.

4

—Señora -dijo el Príncipe, con sonrisa que denotaba un alivio indudable- creo que estamos en un buen camino: lo que vi y oí en la cámara de la Princesa, me ha hecho comprender la forma en que debo comunicarle las órdenes del Rey. Tened por seguro que no será difícil, pues, a lo que creo, todo lo extraordinario que parece rodear a la Princesa, se debe a algo muy simple: la Princesa es una niña.

—Si así lo aseguráis, ninguna noticia me placería más -dijo Ardid, satisfecha. Pero añadió:

—Sí, es verdaderamente una niña; aunque a los trece años -mintió deliberadamente- pocas lo son aún. Tal vez es ésta la razón por la que parece tan extraña y, a menudo, desconcertante.

En seguida, la Reina se dedicó a sus preparativos. En primer lugar, planeó el momento solemne, no por el hecho en sí, sino por lo que representaba, en que debía producirse el encuentro entre Tontina y Predilecto, y la encomienda que, respecto a la ceremonia nupcial, había ordenado el Rey.

—Nada de niños entrometidos -dijo Ardid al Príncipe Almíbar, encargado de estas cosas-. Queden a solas Predilecto y la Princesa, de forma que ella no se distraiga con juegos.

—Querida mía -dijo Almíbar con aire un tanto ausente-, no sé si servirá de mucho: si la Princesa quiere distraerse de la conversación, no dudéis que, sin necesidad de recurrir a su extraño séquito, hallará motivo para ello.

—Pues, sea como sea, evitemos tal cosa en lo que esté en nuestra mano -resumió ella.

Aquella misma mañana la Princesa fue enterada de que, aunque por poco tiempo, debía despedir a todos sus habituales acompañantes, porque estaba obligada a recibir la visita del muy noble Príncipe Predilecto, Hermano y Guía, Protector y Guardián del Rey Gudú.

Con rara docilidad, la Princesa se aprestó a cumplir las órdenes. Muy apurada, rogó al Príncipe Almíbar:

—Noble Señor, os ruego esperéis un instante, pues me doy cuenta del desorden que hay aquí, y quiero ponerle algún remedio antes de recibir a ese Príncipe tan importante.

Y revistiéndose de aquella insólita gravedad que inesperadamente la invadía, mandó retirar muñecos y toda clase de insólitos objetos personales que provocaron la ensoñadora sonrisa de Almíbar. Y así, aunque dando muestras de una idea muy particular sobre el aseo y orden que debe imperar en una cámara principesca -muñecos y objetos eran precipitadamente ocultos tras los tapices, bajo almohadones y en toda clase de escondrijos-, Tontina pidió que la dejaran sola. Y, sentándose con toda corrección en una silla -si bien ensayó en tres, hasta hallar la más adecuada-, dijo:

—Señor, decid al Príncipe Predilecto que estoy dispuesta a recibirle.

Naturalmente, Ardid se había instalado con la mayor comodidad posible tras el tapiz espía. Y aunque su mirada no podía abarcar mucho a través del indiscreto agujerito, lo cierto es que sus oídos eran finísimos por naturaleza, y no resulta arriesgado aventurar que hubiera podido oír crecer la hierba.

Predilecto aguardaba con aire solemne la orden de entrar en la cámara de Tontina. Desde tiempo atrás, tenía la sospecha -casi certeza- del lugar donde en aquellos momentos se hallaba la Reina. Por lo que, si bien no acertaba a desentrañar la profunda razón de aquel espionaje, una desazón mayor de la que aquella certeza le producía, se abría paso en su ánimo. Revistiéndose de la mayor solemnidad y total carencia de intimidad o familiaridad posibles, entró en la cámara de la Princesa. Y le tranquilizó comprobar en ella una actitud igualmente solemne, y con la apariencia de no haberle visto ni hablado antes.

Ante ella, Predilecto hizo una de sus más espectaculares y celebradas reverencias. Comprobó, con alivio, que las duras jornadas en el Este no habían menguado su capacidad de gentileza, y dijo:

—Señora, mucho os agradezco el honor que dispensáis al Hermano, Guardián y Protector de vuestro augusto prometido, recibiéndome sin protocolo alguno y en estricta soledad: pues he de partir sin dilación una vez hayáis escuchado la misiva que para vos me envía el Rey. Y cumplirla, así mismo, a la mayor brevedad.

—Hablad -dijo ella, en un tono que, por su serena dulzura y, aunque suave, indudable altivez, sorprendió a la misma Ardid-. Si tanta prisa tenéis, no os entretengáis en palabras que no sean del todo necesarias. Os libero, pues, de cualquier protocolo.

—Gracias, Señora... Mi Señor, el Rey Gudú, a quien sirvo, respeto y amo más que a mí mismo, me ordena deciros que, dada la importancia de la empresa que le retiene, muy a su pesar, lejos de su futura esposa, y como no desea demorar la boda, me envía a mí en su lugar y en representación de su Real persona, para que la boda se celebre prontamente. Y luego que esta ceremonia se haya verificado, sin posible demora, regrese junto a él.

Un silencio que a Ardid se le antojó excesivo -y al propio Predilecto- hizo esperar la respuesta de Tontina. Pero al fin, con la misma entonación dulce, firme y grave que había mostrado antes, dijo:

—Si así lo desea el Rey Gudú, así se hará. Decidlo, pues, sin dilación a mi augusta futura madre, la Reina Ardid.

Ardid estuvo a punto de lanzar un suspiro de alivio, pero se contuvo a tiempo y, precipitadamente, regresó por el pasadizo. De suerte que así, no pudo oír lo que sin duda habría desbaratado todas sus ilusiones.

Apenas había terminado Predilecto su gentil reverencia y se disponía a retirarse ante el gesto con que amablemente la Princesa le despedía, cuando ésta hizo algo insólito y desconcertante. Algo que, a su juicio, no sólo una Princesa de tan clara estirpe, sino la menos ceremoniosa de las damas no habría osado hacer en su presencia: con súbita malicia en sus brillantes ojos -que habían tomado en aquel instante una suave transparencia dorada-, Tontina le hizo un significativo y nada regio guiño. Y antes de que el joven saliera de su azorado estupor, la joven Princesa saltó de la silla y, colgándose de su cuello, lanzó sonoras carcajadas, mientras decía:

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