Authors: Ana María Matute
—¿No eres tú Lisio, el hermano pequeño de Lure?
—Sí -dijo él, y en su voz había un gran rencor-. Lo soy, y te reconozco, Príncipe Predilecto. Vengo a matarte, a ti y a todos los de tu ralea, lobos sanguinarios, que habéis bebido nuestra sangre y secado nuestra vida.
Predilecto sintió cómo aquellas palabras se clavaban en su corazón, igual que dardos. Y una voz interna le decía que no podía esgrimir razón alguna que pudiera desistir a quien las había pronunciado. Así pues, se sentó en la hierba, y dijo:
—Prisionero me doy, y haced conmigo lo que deseéis. Pues si con mi muerte podéis alcanzar la libertad y la vida, estimo que mi muerte será para mí más preciosa que mi vida.
—Tu hermano, el Rey, a quien acompañabas y protegías -prosiguió el muchacho con voz donde se mezclaban lágrimas secas, ya imposibles, y un rencor viejo pero renacido y verde, indomable como junco tierno-, ordenó que esta aldea, ya tan mísera de por sí, fuera evacuada; y todo hombre o mujer, o persona que pudiera ser útil, fue conducida y encadenada, como animales dañinos, hacia otras minas, al parecer más fructíferas que ésta. Y a los ancianos y los desvalidos, mandó asesinar: y si miras hacia tu espalda, verás un cementerio donde cada piedra que luce al sol como un diente de ira, da testimonio de tantas tumbas como cavamos para ellos. Por niños, supimos escondernos, igual que raposos, en el bosque, y no nos encontraron. Pero te juro, Príncipe Maldito, de la estirpe de los Malditos, que pagarás por todos ellos.
—Si es cierto lo que dices -dijo Predilecto, preso de una calma que, extrañamente, se amasaba en un estallido de su muy remota y acallada rebeldía-, creo que no mi vida, sino mil vidas que tuviera no serían suficientes para purgar el gran pecado de ignorancia que he cometido: pues si mis oídos no han oído tamaña iniquidad, ni mis ojos la vieron, no merezco oír ni ver nada más en este mundo. Y ten por seguro que tampoco la vida me será grata, en adelante, con tal peso sobre mi corazón.
Y tomando su espada, la entregó por el lado de la cruz al muchacho. Lisio la tomó prestamente y la alzó contra él. Pero en el último instante, su brazo se abatió, y sus ojos se llenaron de unas ya olvidadas lágrimas. Dejándola caer, se abrazó fuertemente a Predilecto. Y así, todos los niños se les acercaron y les miraban, con sus redondos ojos, donde residía -según sintió Predilecto- todo el pasmo del mundo: el pasmo que produce, en la inocencia, la injusta ley de los hombres. Estrechó a Lisio contra su pecho, y le dijo:
—Lisio, te juro que defenderé vuestras vidas y repararé cuanto daño os he podido hacer.
Lisio se rehízo prestamente y, secando sus lágrimas, dijo:
—Príncipe Predilecto, tú eres tan pobre y tan indefenso como yo. Mi abuelo me lo decía, y veo que no me engañaba. Vuelve a donde viniste y olvídanos, pues nada puedes hacer por nosotros, si nada puedes hacer por ti mismo.
—No hables así -dijo Predilecto, preso de súbita furia-. Nada hay en el mundo que no pueda remediar el valor y la voluntad de vivir. Ten por seguro que así lo haré saber.
—Pero nosotros no lo veremos -dijo Lisio-. Porque mi abuelo bien lo sabía, y antes de morir me dejó por herencia, desde lo más oscuro de su sangre, que un día nosotros invadiremos la tierra: y la tierra será de hombres, no de héroes, ni de reyes, ni de fantasmas. Y así, las leyes tomarán nuevos cauces, y tal vez algún día, el cielo y la tierra podrán llegar a un entendimiento, y la luna bajará a beber de nuestro mar, y la tierra subirá a tomar la luz del sol. Sólo sucederá esto el día en que todos nos miremos a los ojos y escuchemos nuestras palabras, y hablemos la misma lengua: la lengua del amor. Pero ni tú ni yo lo veremos, ni los hijos de nuestros hijos, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos. Ésta fue la única herencia que me legó mi abuelo, y así la conservo; para transmitirla de sangre a sangre, de corazón a corazón, de voluntad a voluntad...
Predilecto, muy confuso ante tan, para él, incomprensibles palabras, dijo:
—¿Y cómo conocía tu abuelo esas cosas?
—Porque de voluntad a voluntad, de sangre a sangre, todos los hombres desdichados cuidaron de que su única herencia posible no se perdiera.
Predilecto quedó muy pensativo, y al fin se dijo que, a su vez, él era partícipe de tal herencia, y como tal, no la dejaría perder en vanas palabras, vanos actos, sinrazones y egoísmo que cubrían la corteza del mundo. Tanto es así que, por contra, la horadaría como con lanzas, como con dardos, y desentrañaría la verdad que, acaso, latía en la última piel de las cosas y de la vida.
—¿Y Lure? -dijo, con un raro temblor-. ¿Dónde está?
—Se la llevaron -dijo Lisio-. Con las otras muchachas y muchachos, con los hombres y mujeres, encadenados, hacia las tierras del Este: en el País de los Desfiladeros necesitan nuevos Desdichados.
—Tomad cuanto tengáis con vosotros -dijo Predilecto-, y seguidme. Pues, aunque no rico ni esplendoroso, tengo un Castillo y una tierra, en el Sur; y allí os alojaré, entre los que componen las gentes que me cuidaron en la niñez. Tendréis amparo y cobijo hasta que llegue el momento en que, juntos, levantaremos la ira del mundo contra la estupidez, el egoísmo y la crueldad. Y os juro que no faltaré a mi promesa, y con mi vida pagaré si la traiciono.
Y así, les condujo, y llegados a las cercanías de Olar, les ordenó aguardar fuera de la muralla. Tiempo después, regresó con una pequeña carreta llena de víveres y agua, y ordenó a su viejo y querido ayo Amer que les condujese al Sur, y les alojase y cuidase, tal como él había prometido, en su Castillo y tierras. Cuando les vio partir, bordeando el Lago, hasta desaparecer camino a la tierra de los olivos, de las viñas y del mar azul, algo se partió en su corazón; y una súbita revelación llegó hasta él: «Allí -rememoró- fue donde conocí a la Princesa. Allí, entre las hojas húmedas de una huerta, una tarde remota en que florecían las ramas de los ciruelos y el mirlo cantaba en las ramas del cerezo. Allí, aquella tarde oía yo el manar del manantial, y la luz se volvía verde y oro, entre las hojas; entonces, en aquel momento, yo vi a Tontina, con el cabello suelto y los pies descalzos, y se sentó a mi lado; y juntos, con las manos unidas, nos metimos en el agua; y una cuenta bordada se desprendió y se cayó de su jubón, y con las manos en el agua, juntos la buscábamos, y la perdíamos, hasta que ella se adelantó a mis manos, y el agua y la luz y el mundo entero la tragó».
Como si despertara, el frío del atardecer anunció que la noche volvía, y en tanto regresaba al Castillo, se dijo que aquella niña de su memoria, o de su sueño, que aquélla no era Tontina: pues si Tontina fuera, ahora sería una mujer y no una niña de once años. En el tiempo que añoraba, él tenía diez años, y ella parecía de su misma edad...
Cuando de nuevo atravesó las murallas de Olar, lo olvidó todo: su recuerdo, su revelación e, incluso, su promesa al joven Lisio. Porque un aire repleto de gritos de mercader invadía y corría, como el agua de un poderoso río, arriba y abajo las calles de la ciudad. Y los cascos de los caballos; y la ronda de los soldados que ordenaban cerrar las puertas de la ciudad; y el mismo olor de los guisos; y las voces, y la noche abigarrada de Olar, en suma, eran más fuertes que todos los conjuros, que todos los recuerdos y todas las promesas.
Al cuarto día de su extraña postración -en la que ni veía ni oía ni hablaba-, Tontina parpadeó, y el color volvió a sus mejillas. Pidió entonces que la llevaran al jardín y la colocaran en la hierba, bajo el Árbol de los Juegos. Así se apresuró a hacerlo la Reina: ella misma mulló la suave hierba con las manos, como si de un colchón de plumas se tratase. Y con gran cuidado, allí la depositaron. Los muchachos del séquito y el Príncipe Once vinieron a besarla en la frente. Luego jugaron a las prendas, hasta la noche. Pero Tontina no mostraba el interés anterior por esas cosas, y a menudo se distraía, como si pensara en muy distintas cosas. Once trepó al Árbol y, balanceando las piernas desde una rama, arrancó una hoja y leyó en ella algo que le hizo exclamar:
—¡Tontina, falta uno para que el juego sea completo!...
—Claro -dijo ella, súbitamente reanimada-. Falta el Príncipe Predilecto.
La Reina se hallaba en su gabinete repasando minuciosamente las cuentas, y tuvo un gran sobresalto al ver a aquel muchacho, llamado Once, sentado en el alféizar de su ventana:
—¿Qué haces ahí? -dijo, con un vago temor, que le recordaba cuando era niña y descubrió al Trasgo entre las cepas. -Aguardo -dijo él-. Hace mucho que aguardo, y aún debo aguardar muchos siglos, hasta que me releven.
—¿Quién te relevará? -murmuró Ardid, inquieta. Pues aunque no entendía cabalmente aquellas palabras, su punzante e indomable curiosidad la empujaba, e intuía que su significado estaba muy cerca, aunque no atinase descifrarlo.
—Aguardo el relevo de otro niño eterno. Entonces, regresaré a la Historia de Todos los Niños.
Y así diciendo, con su acostumbrada volubilidad, Once saltó al interior del gabinete y cogió una manzana de las que Ardid tenía en una bandeja -desde la infancia, las manzanas eran su bocado predilecto.
—Reina Ardid -dijo Once-, os traigo una súplica de la Princesa: desea que el Príncipe Predilecto vaya a completar su juego, pues nos falta uno, y sin él, no podremos jugar.
—Sea -dijo Ardid, sin entender gran cosa de lo oído; después de todo, de juegos de niños se trataba-. Y quiera Dios que pronto se recupere, jugando o no jugando. Pues muchos días transcurren desde su mandato, y temo la impaciencia del Rey.
—Pero el Rey es tonto -dijo Once con tal candor que anulaba cualquier represalia-. Y por tanto, sus impaciencias no tienen la menor importancia.
—¿Qué dices, insolente? -clamó Ardid, más asustada que irritada por tamaño desacato-. Sólo en gracia a tus pocos años y linaje, te perdono esas palabras.
—¿Pocos años? -rió Once, divertido-. ¡Oh, qué graciosa sois, Señora! Sabéis tan bien como yo que cuento más de doscientos años, antes y después de los sueños, aunque el Tiempo me tenga atrapado en su malla.
Y sentándose de nuevo en el alféizar, balanceó de tal manera las piernas hacia el exterior, que la Reina, presa de gran vértigo, cerró los ojos. Y cuando los abrió, ya no estaba allí el Príncipe Once.
—Brujos o no brujos -dijo Ardid-, en cuanto se celebre la boda y regrese Gudú, os enviaré a donde merecéis: tanto a esa fementida Historia de Todos los Niños, como a cualquier lugar donde no importunéis más. Si, en verdad, Tontina ha experimentado un cambio, como dicen el Maestro y el Trasgo, creo que nada o poco tenéis ya que hacer aquí.
Intuía vagamente -pero sin error- de qué clase de gente se componía aquel séquito. Y ordenó a Predilecto que cumpliera el deseo de la Princesa. «Afortunadamente cuento, al menos ahora, con esa excelente criatura. Pues si no fuera por él, su fidelidad sin límites y su (por qué negarlo) su poquito de tontería, más duras resultarían mis pruebas.»
Y aquí sí que, en verdad, fallaba por vez primera su prodigiosa intuición. Tal vez los afeites que con tanto esmero, discreción y tino cuidaban de su piel, y los corsés que oprimían su talle tenían la culpa: pues desde la llegada de Tontina, éstos la habían privado de apreciar, en su rápido aumento, las finas arrugas, el primer cabello blanco enredado en las rubias trenzas, avisos de que Ardid, ella, había entrado, como cualquier humano, en el primer día de la muerte: esto es, el último de la juventud.
Y aquel viento, aquella música, aquel desazonado batir de alas invisibles, se le hizo insoportable. Mandó que le confeccionaran un tocado de terciopelo negro, con cuidadosos adornos dorados, de forma que cubrieran sus orejas, para no oír susurros y memorias y amores. Y, como se había propuesto, mandó limpiar cortinas y coser descosidos, y barrer y asear; y ordenó revisar las telas traídas en el último viaje a la Isla de Leonia. Mandó entonces a las damas, en reunión femenina, que estudiaran cómo remozar sus vestuarios y procurarles más brillantez y lujo. «Pues en verdad -dijo en aquella reunión femenina, que a todas agradaba tanto- creo que esta Corte adolece de desidia; y en lo tocante a modas y novedades, aseo y pulcritud en nuestras habitaciones, estamos muy atrasados.» Así lo corroboraron todas. Muy contentas y excitadas, damas y camareras, el Maestro Sastre de la Isla de Leoma, Almíbar y todos sus ayudantes -y hasta la última y más humilde doncella-, en curiosa y muy amable asamblea -unidos y fraternizados por una misma causa-, permanecieron durante todos los días que duró la enfermedad de Tontina en un continuo rumor de tijeras, murmuraciones, cotilleos y exaltadas vanidades. Parecer más hermosa de lo que en realidad se es no puede considerarse grave defecto, ya que mucho placer inspira y, en general, ninguna maldad notoria.
Día tras día, Predilecto fue requerido a presencia de Tontina, que, por momentos, mostrábase más animosa y parlanchina. Sus mejillas recobraron el rosa-dorado, y la luz de sus ojos y la sonrisa en sus labios eran como el primer día. Pero, también día a día, mostraba menos interés por los juegos y más, en cambio, por la conversación con Predilecto. Él, a su vez, cuando abandonaba su compañía, sentíase como si despertara de algún sueño. Y se decía, con asombro, que sus conversaciones con la Princesa tornábanse por minutos menos inteligibles y, en cambio -cosa que le azoraba-, cada vez más deseadas y placenteras. Así, cuando se retiraba a su aposento, si bien recuperaba su naturaleza -que, cuando con ella se encontraba, creía envuelta en bruma-, el rostro, la mirada, el tacto de aquellas suaves manos y su voz le acompañaban aún largo rato, sin abandonarle, como persistente perfume.
Y fue así que, en aquellas ocasiones, se alejaban del Árbol de los juegos, donde alborotaban Once y los muchachos, hacia el pequeño estanque, junto al surtidor. Allí Tontina pedía que le hablase del Sur: en aquellas ocasiones, tan arrobada le escuchaba la Princesa, que él mismo revivía su extraño recuerdo, su promesa a Lisio y su incontenible y cada vez más acuciante deseo de regresar a su país natal.
Cumplido el octavo día de su guardia, Tontina le dijo:
—Predilecto, creo que ya estoy bien, y por tanto, ayudadme a ponerme en pie.
Hasta aquel momento, sólo había permanecido recostada en una litera. Predilecto la tomó de las manos y ella se levantó sin ningún esfuerzo. Y saltó tan alegremente sobre la hierba, que todos quedaron muy asombrados. Pero más que nadie, los muchachos del séquito: de improviso, habían dejado de jugar, y la miraban con las bocas un poco abiertas y los ojos muy serios, que le recordaban el pasmo de aquellos otros -si bien tan distintamente ataviados- que surgieran del abandonado pueblo de las Tierras Negras.