Authors: Ana María Matute
Con lo que nada de extraño tuvo la prisa con que dio remate a una ceremonia nupcial esplendorosa, y tras la que se inició el regreso a Olar.
En su última noche en la Isla, Ardid despertó de madrugada, en un gran silencio. Con súbita decisión, empujada por una curiosidad irreprimible, saltó del lecho y salió de su cámara. Atravesó estancias, descendió escaleras, como si una voz inaudible la condujera. Parecía que el Palacio entero, y la Isla misma, estuvieran deshabitados, no en aquel momento, sino a través de tiempo y tiempo.
Ardid se estremeció, pero su curiosidad fue siempre más grande que sus temores, y, resueltamente, aunque con el corazón palpitante, se dirigió hacia la parte oculta de la Isla: aquélla donde se desplegaba la sensualidad, la dulzura de la vida y todo el placer que ella había conocido. «Sólo a partir de la medianoche se penetra en el archipiélago secreto; sólo a partir de la medianoche, hasta el alba... y yo sé que es el tiempo exacto de los prodigios, de la magia y de los sueños», se dijo. Porque así la había instruido su amado Hechicero, y así lo había confirmado su amado Almíbar, y así lo había reafirmado su amado Trasgo.
Salió al fin, hacia el sol que brotaba lentamente tras los arrecifes, más allá del embarcadero de los Reyes del Mar. Y cuando, por fin, con sus pies descalzos, pisó los guijarros y la arena, el sol asomó enteramente sobre el agua. Entonces, Ardid se detuvo, asombrada, ante un paisaje desconocido. Allí no había ancladas naves, suntuosas y doradas, ni vestigios de fiestas ni placer. Un espectáculo desolado, desierto y reseco se ofrecía a sus ojos. Y el sol naciente únicamente arrancaba destellos a un suelo rocoso, sembrado de cascotes; trozos de loza o mosaicos que algún día fueron hermosos; trozos de espejo roto, que a los primeros rayos del día semejaban estrellas efímeras, fugaces.
«Dios mío -se dijo Ardid-. Todo era un sueño, o un recuerdo... Todo esto son los restos de los sueños, de los piratas que el mar devuelve a la tierra, por inútiles...» Y corrió, corrió, sin sentir el dolor de las heridas que abrían cascotes y rocas en sus pies descalzos, a sumergirse de nuevo en el lecho de su cámara: con los ojos cerrados, y diciéndose que todo aquello no había sucedido, que sólo era el sueño de un sueño, o de miles de sueños...
Le pareció a Ardid que en un soplo había pasado su tiempo cuando, consumada la boda y precedidos por la Nave Nupcial, alejábase con su pequeña escolta de damas, llorosas y suspirantes, de aquel lugar. Junto al último resplandor del sol se borró, tras suave y dorada bruma, la Isla de Leonia. Un frío conocido, pero infinitamente más triste que nunca le pareciera antes, la obligó, tanto a ella como a sus damas, a envolverse en chales. Y, mordiendo el largo lamento que huía de su garganta, se dijo que, por vez primera, entendía las ya lejanas palabras de Volodioso, cuando dijo que la Princesa Salvaje no era una mujer ni un amor. En el cada vez más difuso contorno de la Isla de Leonia, Ardid supo que se despedía para siempre del último jirón de su, tal vez, desaprovechada juventud.
Contrariamente a lo ocurrido con Tontina, el Rey Gudú pareció muy satisfactorio y agradable a la Princesa Gudulina -ya Reina de Olar-. Desde su primera noche en la Nave Nupcial, mostróse hacia su esposo tan bien dispuesta y placentera, como arisca y altanera su antecesora. Y tranquilizado al respecto, Gudú pasó con ella muy agradables días y noches; y en todo lo que duró el viaje, no dudó en felicitarse y felicitar mentalmente a su madre por elección tan conveniente. Pues si Gudulina era poseedora de auténtica doncellez -cualidad que Leonia estaba no sólo lejos de poseer, sino tan siquiera de recordar-, de su madre había heredado el fogoso temperamento que un joven Rey de la catadura de Gudú había menester. Y así, no sólo halló en él simple atractivo -algo que poseía desde niño, pese a no poder considerársele bello en el estricto sentido de la palabra-, sino algún encanto rudo, pero muy intenso, despertaba desde muy tierna edad y se hacía evidente a gran parte del sexo femenino. Prueba de ello fue que la propia Leonia no fue ajena a él, sino muy al contrario, como se apresuró a dar a entender al propio interesado.
Sea como fuese, lo cierto es que de día en día Gudulina se sintió poderosamente arrastrada hacia él. Algo había en ella, apenas sofocado, un grito que llegaba desde el confuso río de su sangre paterna -de tan dudoso como indescifrable origen-. Y este misterioso río que surcaba sus venas manifestaba una pujante tendencia hacia los seres del sexo opuesto menos refinados -de los que Gudú era hermoso y contundente ejemplar-. Pues aún recordaba Gudulina el bullir de sus venas cuando, siendo aún niña, contemplaba desde las ventanas de sus dependencias -que podían considerarse una especie de cautiverio- el ir y venir de los rudos marinos y la piratería en general; truhanes y comerciantes de oscura mirada y aún más oscuras intenciones, hormigueaban por la cara menos amable de la Isla. Persas, egipcios, misteriosos nórdicos de lengua indescifrable, rubios como la plata y tan quemado el rostro por el sol del Sur, que se tornaban rojizos. Llegados en naves de silueta amenazadora y bella a un tiempo, en todos ellos descubría Gudulina aquel vivo y espoleante imán que, en más de una ocasión, casi estuvo a punto de defenestrarla. Y no en vano, la sagacidad y madura experiencia de su madre la mantenían semiencerrada, pues Leonia reconocía en la mirada de la niña antiguos y muy violentos resplandores. Y juzgaba que, dada la curiosa naturaleza de los varones -si bien a ella la ponderada doncellez de nada le había servido, ni falta alguna le hiciera- y puesto que Gudulina no poseía, evidentemente, sus cualidades de astucia, inteligencia, traición y desparpajo en general para usar veneno o hacha -según requiriese la naturaleza del elegido como más oportuno o prudente-, ni estaba destinada a fundar Reino alguno, sino a dar cuantos hijos pudiera a cualquier Rey conveniente, lo mejor era conservar intacta aquella doncellez, requisito tan extraño como inexplicablemente precioso a la mayoría de la muy curiosa especie masculina. Podía considerárselo preciado tesoro, ya que, además de su riqueza y su nada despreciable aspecto, todas estas cualidades, reunidas, podían aportar un futuro estimable. No se equivocaba Leonia. Así, la doncellez de Gudulina fue valorada y justipreciada en el momento de las transacciones matrimoniales con la Reina Ardid. Buena tajada sacó de ello, para decirlo vulgarmente -que es como le gustaba hablar, y por supuesto pensar, a la sin par Leonia-. Desde el cautiverio primero hasta las delicias del himeneo, pasó Gudulina con tan pocos melindres como alegría. El gusto por ello, en vez de disminuir, aumentaba y se enriquecía de forma poco común, en tan joven, guardada, ignorante y en verdad candorosa criatura.
«Tiene Gudú la salvaje mirada de los persas, la crueldad glacial de los rubios y misteriosos nórdicos, las rudas formas revestidas de afectuosa intimidad de los berberiscos, y la ausencia de perfume artificial que deja aspirar el agreste, un tantico acre, un mucho excitante, en verdad, perfume del animal en bruto», meditaba Gudulina tras sus éxtasis amorosos, a los que se aficionaba sin vislumbre de tregua. Pero si bien Gudú no se sintió defraudado por tales cosas, a mitad del viaje empezó a rehuirla, aunque tan levemente, que ni ella -ni tal vez él mismo- lo notó. Por lo que el viaje, en su última fase, continuó tan felizmente como se iniciara.
El otoño había ya madurado cuando alcanzaron tierras de Olar. El suave perfume de octubre y sus ligeras brisas hicieron a Gudulina temblar como una hoja:
—¡Qué pronto llegó el invierno, amado mío! -dijo castañeteando los dientes como un perrillo persa-. En verdad que vivís en crudas regiones...
—¿Invierno? -respondió Gudú, sarcástico-. Invierno es lo que conocerás el día de mi cumpleaños.
Pero ella creyó que estas palabras encerraban un obsequio envuelto en pieles de zorro, u otras prendas más preciosas, y sonrió, halagada. Muy reciente estaba aún la boda, y todavía Gudulina no había tenido ocasión de exponer, con todo lujo de detalles, su verdadero y cautivador temperamento: pues, si bien en belleza no llegaba, ni con mucho, a la que a su edad desplegaba Leonia, no se equivocaba su madre al juzgarla poco inteligente y con su pizquita de mal carácter, a pesar de su perenne sonrisa y las alegres carcajadas con que sembraba aquí y allá sus no muy bien hilvanadas frases. Si no la creía bien dotada en cuanto a habilidad o buen manejo de la conversación, tampoco se había percatado de la predisposición que Gudulina ostentaba al parloteo. Pero no la superaba Leonia en su capacidad de lucha, tesón y dotes de austeridad en los malos tiempos. Tal vez tampoco había llegado a apreciar el grado de gandulería, glotonería, ignorancia y falta de curiosidad que ornaban a su hijita. Pero larga era la vida, largo el matrimonio -aún más que la vida, si cabe- y tiempo habría por delante hasta descubrir en tan joven esposa las mil gamas, los variados matices que componían ciertos y misteriosos tesoros.
«El tiempo -pensaba- acaba resolviendo todas las cosas, buenas o malas, de este mundo.» Y así, cuando, mientras con gesto mimoso se arrebujaba en el pecho, Gudulina preguntó: «¿Qué opináis, querido mío, de la casual coincidencia de nuestros nombres?», quedó paralizada al oír un seco: «Falta de imaginación por parte de tu madre». Y por vez primera entendió la conveniencia de medir sus palabras antes de enviarlas, tan profusa como irreflexivamente hiciera hasta el momento, a los oídos del Rey. Aquella primera lección -al menos por el momento- tuvo resultados satisfactorios.
Llegaron, por fin, a Olar. El otoño teñía las colinas de escarlata, y las lejanas y abruptas enramadas de los bosques parecían incendiarse. El Lago reflejaba un sol maduro, como fruta en sazón, y un perfume envolvía a Gudulina con la sensación de hallarse en el lugar exacto que le correspondía en esta vida. Bordeaba el Lago la regia comitiva y se oía ya el clamor de las gentes que aguardaban tras la muralla y que deseaban agasajar como convenía a los jóvenes monarcas y su augusta madre. Ardid sintió dentro de sí, en dulce y tenue agonía, el dorado resplandor de una Isla que, súbitamente, se había convertido definitivamente en recuerdo, en un imaginado y ya perdido paraíso, antes de ser gozado. «Hay mucho que hacer -se repetía impaciente, en tanto recobraba el brillo acerado de su mirada-. Veremos qué tal han llevado las cosas, durante nuestra ausencia, aquellos ancianos.» Y sin reparar en el epíteto, que, si bien afectuoso, no halagaría a los aludidos, hicieron su entrada en Olar.
Con toda la dignidad y majestuosa apariencia de que eran capaces -y una vez más apreció Ardid de cuán poco (si se exceptuaba a Almíbar)-, fueron recibidos por la Asamblea de Nobles. Y fue entonces, al ver a su querido y viejo Almíbar, a su leal amigo, cuando la estremeció una punzada en el corazón. «¡Santo cielo! -se dijo, con inconsciente crueldad-. ¡Cómo va vestido! ¡Qué mamarracho, qué carencia de buen gusto, dignidad y buen sentido!... ¿Adónde va el pobre con sus falsos rizos, que a la legua se ven teñidos, y esa pluma en el sombrero, que más parece la cola de un buitre hambriento? Señor, qué falta de auténtica elegancia, qué ignorancia de la realidad: no tiene ya edad para esas cosas.» Y al mismo tiempo le pareció ver que habían empequeñecido sus ojos, que sus mejillas se habían convertido en lacios mofletes y que, en suma, se ofrecía a su mirada como un hombre que fue bello, y por tanto era más patético e insoportable su declive, y lo juzgó pesado, fondón y cargante.
Pero no ocurrió así con Almíbar. Una verdadera agonía había sido la vida para él desde el día en que ella partió y vio desaparecer su comitiva por el camino del Lago, hacia el Sur. Muchas veces hubieron de consolarle el Trasgo y el anciano Hechicero, y aun secarle algunas lágrimas, ante el prolongado silencio de la amada, que ni tan sólo una triste palomita mensajera le enviaba. Ahora, al contemplarla descender de su carroza, y aunque el día declinaba, el sol se levantó de nuevo en su corazón. La halló más bella que nunca, y no se equivocaba, pues lo estaba. No sólo por la adquisición de nuevas y exóticas vestimentas que mucho la favorecían, sino por el resplandor que traslucía: cierta y vieja llama que brota a veces, en el fuego moribundo en las hogueras, más hermosa que sus hermanas, aunque destinada, como todas, a brillo fugaz y apagada ceniza. Con los brazos extendidos, sin cuidarse de toda ceremonia o disimulo, avanzó hacia ella, tembloroso y con los ojos llenos de lágrimas. Pero le paralizaron una glacial mirada, un mohín de desagrado y un seco: «Reportaos, imprudente... ¿Qué estupidez es ésta? Guardad vuestras efusiones para más tarde..., majadero». Aquel «majadero», jamás oído antes en tan exquisitos como amados labios, hundió un puñal en su corazón; tan profundamente que ya, jamás, nada ni nadie podrían arrancarlo de él.
No acabaron ahí las desdichas de Almíbar. Por el contrario, aquél fue el principio de una muy dura y triste pendiente aún por recorrer.
Aquella misma noche, y los días siguientes, aunque Ardid intentaba disfrazar sus sentimientos, lo cierto es que, si bien no era notoria la sagacidad de Almíbar en otras cosas, un fino y despierto sentido, cuya raíz era el grande e inquebrantable amor que sentía por Ardid, le advertía de su desvío. Ella le evitaba con mal disimuladas muestras de cansancio y aburrimiento, y al parecer totalmente absorta en retomar las riendas de aquella Corte y Trono que, aunque las apariencias pudieran indicar lo contrario, estaba muy lejos de su ánimo abandonar. Aunque la corona de Reina pasó a las sienes de Gudulina, sólo era mera fórmula: en Olar no había -ni hubo jamás- otra Reina que la Reina Ardid.
Entre unas y otras cosas, mientras avanzaba el invierno, Almíbar notaba cómo ella se zafaba de él. Aunque le tratara con tierna condescendencia -ya que no con amor-, su presencia sólo despertaba en ella irritación y cansancio. Y aunque nada decía, una fina y cruel daga se clavaba más profundamente y ahondaba su herida día a día. En lugar de mejorar su aspecto, éste se empobrecía cada vez más. Almíbar intentaba remozarlo y ocultar los estragos que la edad y la pena infligían tanto a su físico como a su ánimo. Pero cuanto más se afanaba en ello, más ridículo y hasta grotesco antojábasele a Ardid. A través de trajines, afanes y hábiles reorganizaciones en que se ocupaba su inquieto temperamento, se filtraba un secreto, como pócima embrujada que había bebido y ya no podía olvidar; un difuso deseo de acallar, cuanto antes, el último destello de un tardío y sabroso resplandor, del que sabíase alejada para siempre. Y así, mientras los días transcurrían para ella en febril agitación -hubo en la Corte renovación de costumbres: más refinamiento, novedades que traían fragancias juveniles a las húmedas estancias. Los más jóvenes las acogían con entusiasmo, los viejos sentíanse cada vez más incómodos y desplazados-, nadie reparaba en un solitario y muy herido corazón que agonizaba lentamente en la vasta indiferencia del mundo.