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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (72 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Qué hombres tan arrogantes, Señora -murmuró Dolinda.

—La Reina os envía su Guardia personal -dijo el Capitán. Y añadió-: A nadie, ni al propio Rey de las Hespérides, prodigó tal honor.

—Son apuestos -admitió Ardid, en tanto constataba que Leonia elegía bien a sus hombres. Pues, fuera como fuera su color, catadura o porte, no había uno solo feo, ni como hecho al descuido. Y tuvo la sospecha de que Leonia, aunque viuda, no malgastaba su vida privada.

Escoltadas por gente tan decorativa, sentáronlas en palanquillas de palo rosa y, así, a hombros de fornidos esclavos negros vestidos de seda roja, relevados a media escalera por no menos fornidos esclavos blancos vestidos de seda negra, llegaron a las puertas de la muralla. Vista de cerca, sus piedras irisaban al sol como los caparazones de algunos insectos que, de niña, hallara Ardid entre las ortigas: igual, quizá, que el lomo de las salamandras doradas.

Las puertas de la muralla se abrieron para ellas. Y en carroza abierta, atravesaron jardines de insospechado verdor y hermosura, donde naranjos, limoneros, cerezos y otros árboles altos y oscuros, que no conocían, trepaban por la escarpada ciudad. Con asombro descubrieron que todas las fachadas y muros reverberaban al sol, y que sus techos estaban cubiertos de unas lascas rojas.

Al fin, apareció a sus ojos el Palacio de Leonia. Y en verdad que en nada se asemejaba a los tenebrosos castillos que ellas conocían. Estaba hecho, a partes iguales, de blancura e irisadas piedras que relucían al sol; y sus torres aparecían rematadas por graciosas cúpulas, doradas unas, verdes otras.

—Hay un poco de todo, como veréis -dijo el guía-. Nuestra Señora y Reina, la sin par Leonia, no es amiga de sujetarse a moldes estrictos. Ella tiene por norma tomar de aquí y allá lo que mejor estima.

—Buena filosofía -comentó Ardid, íntimamente compenetrada con Leonia.

Fueron muy suntuosamente instaladas en Palacio. Ardid contempló, extasiada, el pequeño jardín que se abría a los pies de su ventana, donde un par de surtidores la hicieron recordar, entre el verde césped, aquel jardín que un día tuvo y había descuidado lamentablemente. «Tontina debió plantar algo allí, me parece: incluso había un árbol sorprendente... Pero no estoy segura. No estoy segura de nada de lo que ocurrió en el tiempo de Tontina. En fin, alejemos estos pensamientos inoportunos. Cuando regrese a Olar, intentaré reverdecer aquel pequeño rincón de mi jardín... Ah, hora es ya que dé reposo a mis preocupaciones y me detenga un poco en pequeñeces que, acaso, son la más dulce sustancia de esta vida. Sí, creo que ha llegado esa hora para mí...»

Ardid sonrió con nostalgia, recordando el tiempo en que buscaba bayas silvestres y raíces con que alimentarse, junto a su amado Hechicero. «Dios mío -reflexionó-, ni Almíbar ni mi querido Maestro han experimentado ilusión alguna por este viaje, en que hubiera deseado su compañía, pero...» Secretamente, una vocecita le decía que no, que prefería hallarse allí sin otra compañía que la fiel y un tanto bobalicona Dolinda.

Así divagaba Ardid cuando, tras un descanso suntuoso y apacible, sazonado por mil exquisitos detalles, desde bandejas donde se ofrecían exóticas frutas y sorbetes, en escarcha o nieve, a manjares que no osaba probar por desconocidos, fue enterada de que la Reina Leonia se hallaba solícitamente presta a recibirla. Pues si bien antes no lo hizo -explicaba-, fue porque suponía que tras viaje tan pesado, Ardid deseaba reposar.

2

Leonia era mujer, al parecer, de edad más que mediana. Así lo calculaba Ardid, que en estas cuestiones era ducha, teniendo en cuenta que en su más tierna infancia, cuando aún habitaba el Castillo de su padre y correteaba por la playa, veía en su imaginación -como todas las niñas- la silueta de la isla famosa, según qué luz y según qué días le eran propicios. Y el nombre de Leonia ya era dorado y suntuoso en las palabras de quienes lo repetían. Por tanto, y aunque desde aquellos tiempos habían pasado por lo menos treinta años, la singular y legendaria criatura, de quien tantas cosas buenas, no tan buenas o francamente malas se decían, le fascinaba.

Así que, al verla, por primera vez en su vida quedó sin aliento. Pues si nadie la hubiera tomado por una tímida adolescente, ni por una joven señora recién desposada, la verdad es que Leonia distaba mucho de representar a la anciana que ella había forjado en su imaginación. Era alta y robusta, aunque no gruesa. Más rubicunda que rubia, sus mejillas estallaban de esplendorosa salud, y tenía ojos tan vivaces, alegres y brillantes, que disimulaban la ligera imperfección de su nariz, algo remangada y un tanto insolente. Lo mismo podía decirse de las comisuras de sus labios, gordezuelos y sospechosamente rojos. Aquí sí que Ardid descubrió alguna aportación suplementaria a la que hubiera podido prodigarle la naturaleza.

Pese a la fama de riqueza, talento, suntuosidad y refinamiento que la rodeaba -unida a otras famas menos virtuosas-, Leonia prescindió de todo aquel protocolo a que tan aficionada se sentía Ardid -que había compuesto para la ocasión la más grave y regia de sus actitudes-. Avanzó hacia ella con ambos brazos extendidos y, con voz llena y jugosa que sorprendía aún más que su aspecto, por la estallante juventud que encerraba, exclamó:

—Querida Ardid, venid, venid y dejad que os abrace. Hace mucho tiempo deseaba tener el placer de veros a lo vivo, pues mucho y bueno he oído sobre vos.

Ardid observó, maravillada, que los brazos que hacia ella se extendían, aparecían libres y desnudos, como los de una campesina; y que si bien eran un tanto gruesos, lo cierto es que se ofrecían turgentes, tersos y duros como los de una mujer de veinte años. Así mismo, con mezcla de estupor y reserva, vio cómo los labios de Leonia se fruncían en forma de anillo, dispuestos a besuquearla sin miramiento alguno. «En verdad, esta gente del Sur queda ya muy lejos de mis costumbres...», pensó, ofreciendo resignadamente sus mejillas a tales efusiones. Y recomponiendo el gesto, sonrió a su vez y dijo dulcemente:

—Oh, Leonia, querida. Tanta o más es mi alegría, pues si oísteis hablar de mi persona, ¿qué no habré oído yo de vos, puesto que en tanto y tan bueno me superáis? -Aquí se detuvo, asustada de haber recuperado tan pronto el lenguaje natal. «Señor -se dijo- no estoy tan lejos de estas gentes como me figuraba.»

Mientras Leonia, tomándola cariñosamente por el brazo, la invitaba a subir al jardín donde, según explicó, «a aquella hora el sol ya mitigaba sus impiedades estivales, y sólo la dulce sombra y el perfume de la hierba rozarían la delicada piel, como tratándose de mujer norteña, de la Reina Ardid». Y dijo otras muchas cosas por el estilo, pero Ardid ya no pudo mentalmente retenerlas en su totalidad.

—Y ahora pienso, mi estimada amiga -concluyó Leonia, prescindiendo más y más de toda expresión formularia-, que vuestro tiempo es precioso y no debo entreteneros con futilidades, cuando tantas y tan serias cosas hemos de tratar. Una vez puntualizadas éstas, las olvidaremos jocosa y gozosamente, aunque por desgracia -y suspiró, con los ojos en blanco, pero jamás un suspiro estuvo menos cargado de malicioso regocijo- por pocos días. Luego podremos dedicar tantos días como tengáis a bien (nada me produciría mayor placer) a las delicias de vivir.

Antes de obtener respuesta, palmoteó con sus manos gordezuelas, y los esclavitos y pajecillos que por su Jardín Privado pululaban -unos dando de comer a exóticas aves de mil colores, otros recogiendo ramilletes con que adornar profusión de búcaros, otros portando refrescos y frutas y dulces, otros simplemente mirando al vacío y pensando en sabe Dios qué-, desaparecieron como por encanto.

Un imponente Guardián de piel oscura y turbante plateado, que llevaba al cinto una espada larga y curvada, cuya vista producía escalofríos, cerró las puertas del Jardín Privado, y sólo el batir de alas de innumerables pájaros y el suave balanceo de la hierba, mecida por brisa tan perfumada y agradable que en nada desdecía de lo dicho por Leonia, acompañó a ambas Reinas, sumidas en estrecha compañía y amigable soledad.

—Sentaos, querida -dijo Leonia sacudiendo su larga falda carmesí-, Y prescindid de todo protocolo, pues en verdad que tengo ganas de hablar por fin, aunque sea por poco rato, de mujer a mujer.

Sentóse Ardid, en la alfombra de finos dibujos que reposaba sobre la hierba, al lado de Leonia. Ésta se despojó prestamente de la corona y, dejándola a un lado, se abanicó con brío, ayudándose de un fino pañuelo de seda que sacó, entre vaharadas de encontrados perfumes, de su opulento y nada recatado escote.

—Ved, amiga mía -dijo, con un leve jadeo que no escapó a la curiosa sagacidad de Ardid, y aproximó ella misma un dorado carrito donde reposaban dos copas de finísimo labrado y una garrafita-. Todo trato, como debéis saber, ha de comenzar con un buen traguito de nuestras inapreciables reservas. Tomad esta copa y bebed sin remilgos, pues el vino es una de las más profundas y sabias vías de comunicación humana que en el mundo existen.

«Y no humanas... ¡Santo cielo, qué bien lo pasaría aquí el Trasgo!», pensó Ardid. Un traguito capaz de volver lúcida la más empedernida y espesa lengua la reconfortó.

—Bien decís -manifestó Ardid, secando delicadamente sus labios con el diminuto lienzo bordado que, con campechana actitud, le ofrecía Leonia-. Es exquisito.

—Exquisito y añejo -sentenció Leonia chascando la lengua, si bien tan ligeramente que sólo oídos de ardilla como los de Ardid podían captarlo-. Lo uno reviste de mayor gloria a lo otro.

Sorbo va, sorbo viene, gloria ensalzada, gloria paladeada, lo cierto es que aún no se había mediado la deliciosa garrafita, cuando Leonia, desprendiéndose no sólo de todo protocolo, sino de la más elemental corrección, dijo:

—Lanzándonos al asunto: exponed esa cosilla que anunciabais en vuestra misiva.

—¿Cosilla? -se desorientó Ardid.

—Está bien -añadió Leonia-, resolvamos esto cuanto antes y dediquémonos a temas más placenteros.

—Bien, si así lo estimáis... Repito mi propuesta de matrimonio entre vuestra hermosa hija y mi (no es momento para disimulos vanos) apuesto y nada despreciable hijo, cuyo brillante porvenir no habrá pasado inadvertido a tan sagaz soberana como vos...

—Porvenir espléndido, si las cosas van como hasta ahora -aseveró Leonia, y llenó nuevamente las copas-. Lo que inició el gran Volodioso, parece que vuestro hijo lo supera con creces...

—Mucho me place lo hayáis apreciado así -respondió Ardid, llevándose la copa a los labios con evidente placer-. Es grato conversar con mujer tan sagaz como vos.

—Os creo: máxime cuando, como supongo, debéis a menudo tratar con varones de mollera espesa y entendimiento tan enmohecido como sus arterias. A lo que oí, en la Corte de Olar os rodeáis más de embotados vejestorios que de gallardas y despiertas mentes.

—No debemos exagerar -sonrió Ardid, levemente mortificada-; ya sabéis lo que las malas lenguas resentidas pueden propagar.

Y añadió, sin saber muy bien por qué:

—Lenguas son sólo lenguas...

—Indudable, lenguas son sólo lenguas -asintió Leonia, con escaso entusiasmo-. Y volviendo a lo nuestro, creo que, si llegamos a un acuerdo, debemos tratar ahora las mutuas condiciones...

Como mujeres que eran de talento en tocante a cálculos, regateo, sagacidad comercial y finura en detalles, estuvieron un rato en lo que la Reina Leonia llamaría el tira y afloja de los negocios. Y aún no declinaba el sol cuando escanciaron nuevas copas y brindaron otra vez con mejillas impregnadas de atardecer, y ojos que aún retenían su resplandeciente despedida. El feliz acuerdo de aquel matrimonio había sido llevado a cabo.

—Ahora -dijo Ardid, tras una ligera vacilación-, quisiera conocer a vuestra hija. Pues aunque no dudo será mejor aún de lo mucho bueno que sé de ella, la promesa hecha a mi hijo (cuyo anterior matrimonio no dio el resultado que esperábamos) me obliga a llevar a cabo este requisito.

—Naturalmente -dijo Leonia. Y le propinó un inesperado palmetazo en la rodilla; cosa que llenó a Ardid de confusión, pese a que el vino, poco a poco, la había aclimatado ya a las familiares formas de la Reina isleña-. ¡Es algo muy comprensible!

Tomó del carrito una campanilla de oro -que encantó a Ardid como el más precioso juguete podría encantar a la más pobre de las niñas- y la hizo tintinear alegremente sobre su cabeza: de forma que todas las aves se soliviantaron en guirigay ensordecedor. El imponente Guardián del Jardín Privado asomó prestamente rostro y orejas para acatar con respetuosa reverencia la orden de que la Princesa fuese conducida a su presencia.

Poco tardó en hacerlo la Princesa. Tan poco, que Ardid, ducha en estas cosas, la adivinó escondida tras la puerta del jardín. A poco, vio avanzar a su encuentro una doncella bonita y graciosa. Sus largos cabellos aparecían caprichosamente enlazados y, a la vez, sueltos con descuido. Sonriente, hizo una ligera reverencia y dijo:

—Mucho me honra, Señora, tengáis a bien recibirme.

—Acércate, hijita, y besa a la Reina Ardid, tu futura suegra. Así lo hizo la muchacha y, al inclinarse sobre Ardid, ésta comprobó la frescura de sus doradas mejillas, la suavidad de sus cabellos de color caoba y la tierna mirada de gacela de sus ojos castaños, bordeados de largas pestañas. «Será gorda si no se cuida -pensó, no obstante, ante la prominencia de sus pequeños pero rotundos senos, y la curva de sus caderas-. Aunque ahora está lo que se llama en buen punto.» Y la besó entonces, tan tiernamente como supo, y sabía mucho.

La Princesa tomó asiento a su lado, en un mullido cojín sobre la alfombra, con envidiable agilidad, superior a la de su madre. Mordisqueó una nuez con dientes blancos, sanos y agudos. «Será buena madre», se dijo Ardid, complacida, comprobando la turgencia de sus desnudos brazos y la lozanía que dejaba al descubierto su amplio escote. «No tiene el encanto ni el resplandor que rodeaba a Tontina -pensó-. Pero es mil veces más conveniente, y además muy bella.» Dando fin a su minucioso aunque disimulado repaso, manifestó a Leonia:

—No podía soñar para Reina de Olar criatura más indicada que vuestra hija.

—Así lo espero -respondió Leonia-. Y ahora, querida hija, termina tu nuez y vete, que la Reina Ardid y yo hemos de tratar aún ciertos asuntos en privado. ¡Ah, juventud! -añadió inesperadamente, con los ojos alzados al incógnito del gran cielo-. ¡Juventud... qué lejos estás, y qué fugaz es tu esplendor!

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