Authors: Ana María Matute
El primer encuentro -después de casi cinco años- con Gudulina no fue tan magnífico como aquel otro en que, precisamente, se engendraron los gemelos de rubios cabellos que le miraban con ojos agrandados de terror, admiración o quién sabe qué -en verdad esto era ajeno a su interés.
Ardid estaba allí, y su orgullo creció al observar que, si bien la Reina Madre declinaba con los años, no era ni mucho menos una mujer carente de atractivo y belleza: sus cabellos se entretejían de oro y plata, y su arrogancia se había vuelto más frágil y delicada. Pero sus ojos oscuros de ardilla relucían aún; y sus labios aún frescos dejaban entrever el blanquísimo brillo de su envidiable dentadura, dientes de niña crecida entre los campos. «La mejor amazona, la mejor Reina, la mejor madre», pensó Gudú, envanecido.
Y aquel par de extrañas criaturas que eran sus hijos, tenían también cierto parecido a dos nerviosas ardillas. Por un momento pensó, desconcertado: «¿Quién es el niño? ¿Quién la niña?», y antes de descifrarlo, dedicó su atención a la madre de tan raras como insignificantes criaturas. Y al verla, un leve disgusto le ensombreció: Gudulina se había vuelto fofa, sus mejillas le parecieron demasiado redondas e hinchadas. Y aquellos ojos que antaño, en aquel mismo lugar, parecían retener toda la luz del sol sobre el Lago, tenían ahora una desapacible similitud con los ojos de Gudulín. «Es blando como ella: mi hijo es igual que su madre, sin lozanía como ella, como agostado ya desde la cuna», se dijo, con hastío.
Cuando Gudulina le abrazó, sintió un raro vértigo. De nuevo estaban impregnados sus cabellos del agreste perfume del brezo y la hierba del sueño; y su cuerpo era firme y dulce, y sus labios tenían la suave y tristísima embriaguez -de pronto, así le pareció, aun por peregrino que pareciese- de la decepción tras la gloria. Porque la gloria -y aún besaba a Gudulina cuando lo pensaba- del triunfo era aún el sabor del triunfo. Y sintió sed, una abrasadora sed de estepa, de ilimitados horizontes, de sangre y polvo. Y tuvo conciencia de todas las cicatrices de su cuerpo, y aún más, todas las cicatrices y todas las heridas y aún todas las muertes de sus hombres, en su propio cuerpo. Apretó contra él a Gudulina, haciéndola gemir. Y se dijo: «No he logrado nada. Nada ha empezado todavía: aún queda tanto, tanto por...».
Pero la Corte le aguardaba, jubilosa: el Rey había vencido a las Hordas. Y las Hordas, en años y años, no volverían a osar adentrarse, en sus rapiñas sanguinarias, por tierras del invencible Rey Gudú.
Pasaron algunos días en los cuales Gudulina creyó recuperar su viejo amor perdido. Pero estas cosas, sabido es que no son fáciles en la humana naturaleza. La vasija del amor se rompió, y su contenido se había desparramado por la corteza del mundo, y la pobre Gudulina, de rodillas y suplicante como mendiga, iba rastreando el surco de aquel río perdido entre inútiles praderas. En los primeros días, Gudú halló un placentero sabor en la blanda y redondeada Gudulina, su perfumado cabello y su cuerpo limpio. Estaba cansado de la fibrosa angulosidad de las esteparias. Gudulina había aprendido en la Isla de Leonia lecciones de aseo que las mujeres de Olar distaban mucho de practicar, y ahora a Gudú le desquitaba del olor a cabra, polvo, sangre y cuero. Día llegó en que aquellos olores embargaron su olfato y su sensualidad; y con violencia terrible e irremediable, sintió la sed que le inspiraba la Reina Urdska, cuyas manos debían permanecer atadas a la espalda, si quería yacer con ella. Y como jamás había recibido de ella un beso, sino feroces dentelladas -en las que poco a poco iba hallando un oscuro sentimiento placentero, que creía nuevo y era tan viejo como el mundo-, sin aguardar al amanecer, saltó del lecho conyugal y, desnudo aún, y dormida Gudulina, mal que enfundó su coraza de cuero y metal, envainó su espada y, saltando sobre su caballo galopó bosque adentro, rondando la Corte Negra.
Estaba el otoño avanzado, pero el viento aún era tibio durante el día, y en la noche, fresco y saturado de raíces perfumadas. Y así, vio tras las murallas del recinto negro los resplandores rojos de las hogueras, los gritos de los centinelas, y sintió arder su sangre. Y entró al galope, en el recinto gritó más que ordenó que elevaran el puente y, Rey Negro de nuevo, entró en su verdadero Reino: el único que sentía propio, entre todos los reinos de la tierra.
Al día siguiente, hizo llamar a Gudulín. «Ya tiene edad de entrar en los Cachorros -decía su mensaje-. No debemos perder tiempo con él.» Gudulín partió, pues, al siguiente día de recibido tal mensaje, hacia la Corte Negra.
6
Desde la noche en que tan inopinada como desconsideradamente la abandonara Gudú, Gudulina cayó en tal estado de abandono, que la misma Ardid no dudó en calificarla de loca rematada. Vagaba por los pasillos vestida tan sólo con su larga camisa blanca, y asustaba a la guardia, que creía hallarse ante un fantasma. Descalza bajaba al patio, y recorría las dependencias con un llanto quedo y tristísimo. Al amanecer, regresaba de nuevo a sus habitaciones y permanecía echada, los ojos cerrados, sin que la solicitud de sus doncellas y camareras -que en verdad la amaban y compadecían- lograra reanimarla. Hasta tal punto permanecía enajenada, que Ardid, temiendo de nuevo que el desconcierto de los nobles la acusara de brujería, ordenó recluirla definitivamente en su cámara. Y así, Gudulina ni tan sólo logró enterarse del mensaje que Gudú envió reclamando a Gudulín: lo cual, según pensó Ardid, era lo mejor que podía ocurrir, pues de lo contrario se hubiera desencadenado una verdadera tormenta de lamentaciones y lágrimas, cosa que a todas luces era preferible evitar, en bien de todos.
Ella misma atendió y vistió a Gudulín para su partida. Y mientras lo hacía -y aun diciéndose una y otra vez que no era su nieto amado, que tal vez ni siquiera sentía afecto por él-, sus manos, antes tan firmes, temblaban. Y extrañamente, Gudulín no se mostraba arrogante y descarado, sino silencioso y entristecido. Y al entregarle la daga, Ardid pudo darse cuenta de que sus grandes y pálidas manos de asesino de pájaros también temblaban. Entonces, se contemplaron ambos fijamente, sin decir nada, los ojos en los ojos.
—¿Qué veo en tu mirada, criatura? -gritó Ardid, sin poderse contener. Y súbitamente enternecida, quiso abrazarle; pero Gudulín se escabulló y corrió con todas sus fuerzas, y adelantándose a los sirvientes y a los soldados, montó en su corcel, y galopó sin freno, pálido y sudoroso, hacia el Castillo Negro: y dejó a todos maravillados por el hecho de conocer tan bien un camino que jamás había recorrido antes.
No tardó mucho Gudú en darse cuenta de los defectos y cualidades que acumulaba el Príncipe: era terco, fuerte, y no carecía de cierto arrojo, pero en lo profundo de su naturaleza era tan cobarde y perezoso como jamás muchacho alguno pisó la Corte Negra. Sólo bastaron dos días para que Gudú lo apreciara: su primogénito era indigno de su casta y le recordaba violentamente a los hermanos Soeces. Y así, llegó un día en que le retó él mismo a duelo, si bien todos sabían que entre los Cachorros, y en general, en la Corte Negra, estaba prohibido un duelo a muerte.
—Tú a caballo, con lanza, yo de pie, con daga corta -dijo el Rey, para espolearle. Y su risa, breve y dura, taladró de tal forma a Gudulín, que sintió una súbita sordera, de suerte que sólo un rojo zumbido llenaba sus oídos.
Era una mañana de frío sol, pálido, y aunque solos -el Rey no quería exponerle a la vergüenza de su derrota, de la que estaba seguro, ante los otros muchachos-, sintióse Gudulín atravesado por mil ojos: y con terror irrefrenable, reconoció los ojos de todos los sapos, lagartijas, murciélagos, culebras, insectos y multitud de criaturas por él asesinadas. Así, buscó en torno, y halló, por fin, encaramado en la crin de su caballo -que de improviso estaba inundado de un atroz júbilo, que le hacía estremecer sobre sus negras patas-, al Trasgo.
—Trasgo, Trasgo... -murmuró-. ¿Eres en verdad amigo mío?
—Sí, borrachito amado -dijo el Trasgo; y vació en sus labios un frasquito de vino añejo.
Entonces, súbitamente, el caballo partió. Pero en dirección a la muralla. Y allí se estrelló, y cayó. Y cayó Gudulín, y su cabeza, con un terrible chasquido -como una inmensa nuez aplastada entre dos piedras- se abrió.
El Rey gritó, y acudieron los hombres. Pero Gudulín estaba quieto y tendido, la cabeza abierta, inundado de sangre. Y permanecieron todos atemorizados y silenciosos a su alrededor, y sólo el aleteo de dos palomas torcaces se oía entre las almenas, y el fluir del manantial.
Gudulín se aferró con ambas manos al Trasgo, fijó sus enormes ojos en él, por primera vez iluminados, y gimió tan débilmente que todos, menos su desesperado y único amigo, entendían como el borboteo de la muerte:
«Trasgo, Trasgo... ¿por qué me dejaste nacer? ¿Por qué? Yo no debía haber nacido... Ah, no Trasgo, tú lo sabes, porque está escrito en el envés de tu memoria: que yo vagaba por los húmedos subterráneos y disputaba la sombra a las culebras y a los lagartos: porque yo era la Oscuridad... Trasgo, Trasgo, ¿por qué dejaste que me nacieran...? ¿Sabes lo que yo quería, Trasgo? Yo quería una nave, buscaba una salida al mar, quería ir al mar, quería ir, quería ir. ..» «No llores, niño mío -sollozó el Trasgo-, no llores. Ven conmigo otra vez a lo no nacido, ven conmigo a los subterráneos de los que no nacerán jamás..., ahí está tu nave, aguardando.» Pero era tarde, y lo sabía. Lo sabía tanto, como podía oler las viscosas raíces de la muerte que trepaban por los ojos y las arterias de Gudulín, y le dejaban, al fin, absolutamente blanco, inane, inexistente: como si no hubiera sido ni tan sólo un no nacido. Y todas las caracolas, y los lagartos y los murciélagos, gritaron de júbilo, y se encendieron las luciérnagas, y el bosque se llenó de un viento muy feroz que gritaba: «La Oscuridad no es ya el reino de Gudulín: la Oscuridad vuelve a pertenecernos». Sólo una mariposa negra y muy joven llegó cándidamente a la frente del Príncipe y, cruel e inocente, preguntó al Trasgo por qué había muerto tan linda criatura.
El Trasgo tenía ya cinco granos de uva en su mustio y despojado, avasallado, reseco y medio muerto esqueleto de racimo. Pero ni siquiera él se daba cuenta de cosa tan grave. Lloró tanto, que igual lloró cinco siglos, que la mitad del recorrido de un grano de arena cayendo en la copa de vidrio de la Reina Ardid. Y en verdad que todos los recién nacidos lloraron -y antes de que Gudulín naciera o muriese también lloraban-; y lloran aún, por el nacimiento y por la muerte del Príncipe de los Murciélagos. Y desde ese día, innumerables niños en el mundo lloraron, y lloran en la oscuridad. Sólo ese diablo que alguien pintó en los viejos catecismos escolares, empezó a reírse entonces -y está riéndose todavía.
Como es sabido, el Rey Gudú no podía amarle -ni a él ni a nadie- ni llorar. Por lo que no sintió dolor por aquella muerte, ni lloró. Tan sólo una creciente irritación y malestar, que le hicieron ordenar alejar el cadáver del niño cuanto antes de su presencia, y lo devolvieran a su madre y a su abuela.
Así lo hicieron los soldados, y aunque más de uno sintió pesar por aquella vida tan inútil como tempranamente segada, acallaron sus sentimientos y, de camino al Castillo, aunque no veían al Trasgo abrazado al cuerpo de Gudulín, oían una especie de siniestro silbido, que tomaban por el viento del invierno, pero era el llanto irreprimible del Trasgo.
Toda la Corte pareció consternada por semejante noticia. Sólo la reina Gudulina -paradójicamente, puesto que era la única, después del Trasgo, que le amaba- no se enteró de nada: seguía postrada, con una estúpida sonrisa en los labios, repitiendo sin cesar el nombre de Gudú.
Ardid ordenó que Gudulín fuera enterrado junto a su abuelo y Almíbar, en el Cementerio Real. El cortejo fue triste: el cielo encapotado que anunciaba ya el invierno, el barro de los senderos, el viento que mecía las ramas de los blancos abedules... El Trasgo se acurrucaba en el hombro de Ardid, y le murmuraba lentamente en el oído algo que la Reina no entendía. Y tanto era su llanto, que ya jamás cesó en él: como una larga retahíla de conjuros, en verdad ineficaces, le acompañó para siempre.
La estatua de Volodioso apareció aún más hundida en el barro del Cementerio. Los pájaros seguían posados en su casco, y Ardid entendió que hablaban de Gudulín, aunque no le conocían: «Será un pariente del Rey», se decían, acaso, mirando la pequeña caja negra donde yacía el Príncipe.
Cuando la última paletada de tierra cayó sobre el ataúd, la Reina se dio cuenta de la desaparición del Trasgo. Un gran frío llegó a su corazón, unido a un atroz presentimiento. Empezó a llamarle y llamarle: pero él no acudió. Ni entonces, ni luego. Y mucho tardó Ardid en volverlo a ver.
Pero el Trasgo había penetrado hasta el féretro de Gudulín, y tomándolo en brazos vagó por los subterráneos, tiempo y tiempo: intentaba llevarlo a la Dama del Lago, para que consiguiera una nave donde poder enviar a Gudulín al mar. Pero sabía que la Dama jamás le atendería, y oía su voz diciendo: «No es submarino, estúpido e indigno Trasgo, es sólo un cachorro de pirata». Así pues, prefirió regresar a su tierra sureña. Con él en brazos, íbale contando historias submarinas, y prometiéndole su nave. Por fin halló la vieja vid donde, tiempo atrás, conoció a la pequeña Ardid. «Éste es buen lugar», pensó. Y desde aquel día, comenzó a fabricar una nave; armándose de resplandecientes costillares de animales devorados, de oscuras ramas escondidas, fango, lluvia, raíces y hiedras subterráneas, la iba lentamente armando. Protegía a Gudulín de alimañas y podredumbre entre raíces de uva, y le hablaba sin cesar. La nave nunca parecía avanzar, ni crecer, ni perfilarse bien; y el viejo Trasgo bebía de cuando en cuando, para contar al vino su desesperado amor. Y regresaba, y retornaba a fabricar la nave: soñaba sus palos, mástil, velas, su graciosa silueta mar adentro. Y decía: «Aguarda un poco, sólo un poco más, y estará lista. Y entonces, niño querido, te llevaré al mar, y nadie te podrá arrebatar el rumor de las olas, ni el azul profundo que nadie supo darte».
Pero Gudulín había enmudecido para siempre, y sólo el silencio estallaba en los oscuros y húmedos laberintos, donde el martillo de diamante pretendía, tan torpe como ilusamente, clavar una nave de sombras y sueños jamás nacidos. Y el mar llegó por fin un día: porque el mar es tan grande y generoso, como terrible. Y lo llevó con él, y lo hizo isla: pero isla sin raíces, flotante como una nave que surca, sin parar, todos los mares del mundo. Y desde entonces, Gudulín-isla navega y navega, tan solitario como fuera en su vida de niño. A veces, se aproxima a ciertos litorales donde aún vaga -y vagará por siempre- LontananzaTristeza. Y los dos se reconocen, y luego los dos se alejan uno de otro.