Authors: Ana María Matute
Estuvo un rato allí, sentada, observando lo que hacían los niños. Y, recordó que ella jamás había jugado ni había sido verdaderamente niña. Entonces, tomó entre las manos un muñeco y, escudriñando en sus ojillos de vidrio algo, algo que se le escapaba, permaneció mucho rato.
Al fin, cuando la tarde declinó, los niños, que tenían el cabello lleno de polvo dorado, de pétalos marchitos, y las mejillas rosadas, empezaron a bajar la escalera, en busca de la cena y el sueño. Entonces ella ordenó los esparcidos tesoros, y tras cerrar la trampa, con gran cuidado, les llamó y dijo:
—Escuchadme, niños: nunca digáis que aquí habéis estado ni reveléis este lugar a nadie. Pues sólo aquí vendremos nosotros cuatro, y nadie debe interrumpir con su presencia nuestros juegos.
Los niños asintieron con gravedad. Y mientras regresaban a la Torre Sur, donde habitaban, el cielo se llenaba de estrellas, y la Reina Ardid lloraba silenciosamente.
Desde aquel día, tras la lección de Raigo, allí acudían los cuatro. Y la lección era doble, y mucho más rica, puesto que con ellos, la Reina aprendió a jugar, por primera y última vez en su vida.
Gudulín se iba convirtiendo en un muchacho alto, robusto, de manos grandes y generalmente sucias. Un día pidió a Gudulina un caballo, y ésta ordenó inmediatamente que se cumpliera tal deseo.
—Es muy niño aún -dijo el Barón Silu-, debe antes tomar lecciones del Maestro de Armas.
Así lo ordenaron al viejo Randal que, relegado de la Corte Negra, regresó a su oficio con celo e ilusionado afán. Empezó por enseñarle los lances de espada y daga, pero Gudulín se mofaba de él: le tiraba de las barbas, se reía de sus piernas combadas de antiguo jinete y decía:
—Viejo estúpido, yo sé luchar con otras y mejores armas.
Y le mostraba los arteros conocimientos adquiridos del viejo y desdichado Astrágalo.
—No es noble ese juego, ni esa manera de luchar -decía el viejo dominando su ira. Pero por toda respuesta recibía una flecha, que a duras penas podía esquivar.
Gudulina consiguió para su hijo un caballo joven, negro, de crin blanca y ojos de color miel. Gudulín, al verlo, palideció. En aquel instante su corazón sufrió un brusco estremecimiento: el amor lo llenó, y casi afloraron a sus grandes ojos de pirata niño y borracho, lágrimas tan puras como el primer rocío. Corrió hacia él, y colgándose de su cuello permaneció así, sin hacer caso del susto del corcel, que no le correspondía. Su rosado belfo temblaba y sus ojos del color de un dulce licor conventual, se inundaron de terror. Tal vez regresaban a él viejas historias de sapos, ranas, murciélagos y escarabajos mutilados y, al sentir en su cuello las grandes y sucias manos del Príncipe, se sintió sacudido por tal temblor, que Gudulín creyó navegar sobre un mar de espuma aterrorizada, como sangre inocente. Y como había heredado el don de su abuela en el centro más hondo de sus pupilas -fieros ojos relucen en la noche como dos gotas de metal fundido y abrasan a quien mira a través de ellos, y sumen en la más atribulada sed la vida que se debe arrastrar-, sabía que el corcel le temía. Así, tembloroso él también, murmuraba en su oreja de terciopelo: «Caballito, caballito mío». Pero el corcel no le entendía, sólo temblaba. Y Gudulín se sintió rodeado por la neblina del Lago, y la antigua Ondina se adueñó de su corazón solitario y feroz. Y así, ablandado al fin como bajo musgo viscoso y tardío, Gudulín sollozó sin lágrimas, diciendo: «Caballito, amigo, amigo mío». Y nadie era amigo de Gudulín, y nadie podría jamás ser amigo suyo. Excepto un pobre trasgo, que él despreciaba.
Saltó sobre su caballo y se abrazó a su cuello, pero el corcel se desató, rompió el dogal y huyó con él a lomos, saltando las barreras, hasta alcanzar el corazón del bosque. Allí, junto al manantial del Trasgo, se detuvo.
Era un verano caluroso, y en las praderas la hierba se agostaba, pero no allí, que casi parecía negra, de tan húmeda y hermosa. Gudulín sentía bajo sus rodillas el corazón del corcel, y dijo:
—Amigo, amigo, te amaré mientras viva.
Y después, lloró, y regresó; y aquella noche, en su lecho, volvió a llorar. Cuando el Trasgo asomó por la chimenea y vio a Gudulín tan anegado en tristeza, fue a acariciarle la negra y suave cabellera y, besándole en los ojos y labios y orejas, intentó consolarle como mejor podía. Pero Gudulín no le escuchaba, ni sentía sus inútiles besos. Y desde aquella noche, todas las noches de su vida -en verdad corta- lloró, dormido, o medio dormido, en la frontera de la vida y la muerte que, tan sedienta y paciente esperaba bajo su lecho.
Declinaba ya aquel tórrido verano en que los niños lloraban de noche. Pues no sólo Gudulín lloraba ocultamente bajo sus cobertores; había una niña, menuda y hermosa, que igualmente sollozaba en la oscuridad y el olvido del enorme Castillo de Olar. Y era Raiga, la primera y más dulce y gentil Princesa de aquel Reino. La habían alojado en una pequeña cámara -antiguo dormitorio de Dolinda- y dormía muy cerca de su abuela. Y en otro lecho idéntico, a su lado, dormía Raigo, el gemelo. Pues por ser tan niños, los tenían siempre juntos, sin distinguir apenas sexo y carácter, tan parecidos eran. Si el cabello dorado de Raiga rozaba sus hombros, nadie pensó tampoco en cortárselo a Raigo. Y dormidos, hubiera sido difícil distinguir entre ambas cabecitas, si se trataba de niño o niña. Tan delicadas eran sus facciones, tan dulce y profundo su sueño. Nadie les hubiera podido diferenciar, excepto Contrahecho. Cuando todos dormían, él salía del pequeño recinto que antaño fuera cubil del amado y llorado Hechicero. Despertaba y salía en la noche, porque venían enjambres de silfos a morderle las orejas y decirle: «Raiga llora». Y entonces, de puntillas, vestido con su larga camisa -despojado al fin de los humillantes cascabeles de oro-, se acercaba de puntillas al lecho de los niños, y a los pies de Raiga, lloraba también sin lágrimas. Aunque sólo los trasgos y los ancianos gnomos del Subsuelo, y los pájaros que asesinaba Gudulín, y las inocentes culebras del fondo del río, que, sin veneno, sufrían la maldición de las serpientes malignas, la podían ver. Y decíase: «Raiga querida, Raigo querido, a nadie amaré en el mundo, excepto a vosotros dos. Y como no podré desposaros cuando sea hombre, mi vida será negra y triste». Y la neblina del Lago ascendía, ascendía.
En verdad que Olar era una ciudad triste, y el Castillo del Rey, un tenebroso recinto de piedras musgosas donde los niños lloraban por la noche. Y únicamente la lechuza, vieja y sabia -había conocido a Predilecto, a Tontina, incluso a las ardillas de aquel desaparecido séquito, cándidas criaturas que en el mundo vagan soñando en la bondad y en la libertad de la inocencia-, sabía que Raiga lloraba porque Contrahecho era feo, bufón, jorobado y dulce como un panal de miel.
Entró por fin el otoño, tan rojo y perfumado, que el Trasgo olía vino en los rincones más inesperados del Castillo. Fue por Gudulín y le dijo:
—Niño amado, ven, te llevaré conmigo al Sur y regresaremos en una sola noche.
—Iré montado en mi corcel -dijo Gudulín, sentándose en el lecho y frotándose los ojos.
—En tu corcel, querido, y en el viento -dijo el Trasgo-. Sólo te pido un poco de amor, aunque con él se desprendan todos los granos de mi cruel racimo.
Y fueron a la viña, y hallaron allí a la gente en los lagares, y compartieron su alegría y sus vinos.
Gudulín fingía ser un niño perdido, y por lo sucio y desgarrado de su atuendo y su misma persona, nadie lo ponía en duda. Y el corcel les aguardaba, oculto entre la floresta.
Regresaron al amanecer, borrachos y cantarines, y el corcel de Gudulín corría, corría como el propio viento, a impulsos del grandísimo deseo del Trasgo.
Al día siguiente, Ardid llamó al Trasgo, que dormitaba en las brasas de la chimenea.
—Trasgo, querido, dime cómo se llama y adónde fue el hombre que salvó la vida de Gudulín.
El Trasgo se desperezó. Su nariz aparecía ahora tan roja como las hojas del bosque, como su rizada melena.
—Clarividente amor, clarividente hombre -dijo agobiado por las preguntas de Ardid-. Ah, niña, niña, estás tan vieja que me causas pena.
—Pero dime, ¿qué ha sido de él? Envié secretamente mensajes y hombres en su busca y nadie me da razón de esa extraordinaria criatura.
—No sé dónde habitará; en cualquier parte, tal vez. Y me digo que acaso sólo Once debe saberlo. Pero tampoco sé dónde andará Once, ahora...
—Decían que era el novio de una muchacha de las cocinas. Pero esa muchacha llora día y noche su desaparición. Trasgo amado, dime, ¿dónde está el hombre que salvó de la muerte a mi nieto?
—Bien, lo indagaré en recuerdo de aquellos días cuando podías deambular por mis caminos subterráneos... Niña, dime, ¿adónde fuiste?, ¿dónde estás? Te busco muchas veces por el subterráneo y no doy contigo...
—Los niños que no mueren son tan misteriosos como la propia tristeza -dijo Ardid, con ojos pensativos-. No sé adónde fui, querido Trasgo. No sé dónde, ni por dónde vagará aquella niña...
—No estás en la Historia de Todos los Niños: jamás pudiste entrar allí.
—No, bien lo sé.
Desde que cada tarde subía a la buhardilla de la vieja Torre y allí permanecía largo rato con sus nietos y Contrahecho, Ardid había recuperado cierta sabiduría que creía desaparecida de su memoria.
—Te prometo que en cuanto halle aquella niña, te avisaré... Pero entretanto, ve en busca del hombre Clarividente, pues su ciencia me es necesaria como el aire que respiro. Soy mujer estudiosa, querido, y mi afán por conocer es tan grande como el de mi hijo, aunque de diferente manera.
—Lo sé -el Trasgo estiró sus piernas, cada vez más parecidas a delgadas cepas-. Lo sé. No necesitas decir algo que conozco aun más que tú misma.
Y buscó al hombre Clarividente, y al fin lo halló. Vivía en la otra orilla del Lago, precisamente en aquella cabaña de pescadores donde antaño se ocultaran la niña Ardid, el Hechicero y él mismo. junto a su abuelo, el anciano que guardaba su cofre, el joven Clarividente dedicábase sin reposo al estudio e investigaciones. Pero no olía allí dentro a Raíces del Sueño, ni a semillas de mostaza, ni a caminos horadados en el suelo o el firmamento. No olía sino a hombre clarividente, raramente sensato, cuerdo, prudente... e inocente. De suerte que ni aun a pesar de la grave contaminación que le aquejaba, no parecía posible que el hombre pudiera verle. Porque Clarividente carecía totalmente de imaginación sobrenatural -dedujo el Trasgo porque lo humanamente natural era sólo el fruto de sus investigaciones. «Hermoso incontaminable -sollozó el Trasgo, súbitamente apercibido de su miserable estado-. Hermoso y puro en su especie... ¿Por qué somos tan raros, ya se trate de seres humanos como de otras especies? No es la pureza la que rige el mundo donde nos ha tocado vivir.» Y levantando la cabeza hacia el cielo, pensó que tal vez allí lejos, donde las estrellas alcanzaban el punto justo de luz y de negrura, existiría una condición de vida más completa, más feliz. Pero estas cosas -acaso- sólo podía saberlas la Dama del Lago, y sus relaciones con ella no eran en modo alguno cordiales.
Así, en la oscuridad del sueño vio al fin los ojos de Clarividente, tanto como para percibir ciertas partículas doradas y caprichosas que le condujeron a una total comprensión. O así lo creía.
Regresó al Castillo y despertó a la Reina:
—Querida -dijo-, él vive allí donde tú morabas con el Hechicero y conmigo mismo. Y he de decirte que sueña contigo todas las noches.
Ardid notó cómo se encendían sus mejillas. -No es posible -murmuró.
—Lo es, y lo sabes muy bien. No es raro: os une el afán de conocimiento. Como a Gudú. Como a otros muchos, aunque se revista de diversas formas...
—Si es tan joven aún... y yo tan vieja.
—Yo no entiendo vuestras edades -dijo el Trasgo, fatigado-. No sé qué quieres decirme. De todas formas, su edad y la tuya se reúnen de cuando en cuando en la conjunción de la última estrella con el sol.
—¡Habla como nosotros!... -suplicó Ardid.
Pero, aunque intentaba retenerle por las piernas y el cabello, como no podía palparlo, él regresó a la oscuridad del túnel, y fue nuevamente en pos de Gudulín.
—Gudulín, te llevaré al Sur -susurraba en su oído.
Pero ahora no pudieron arrastrar al corcel, y sin el corcel no había viaje y el sueño se hacía imposible. De todos modos, intentaron penetrar en el túnel subterráneo. Pero Gudulín no cabía. Se llenaba la boca, y los ojos, de tierra roja y humedad; las raíces del mundo se introducían en sus oídos. Ya estaba crecido, crecido, irremisiblemente crecido. Y Gudulín, al notarlo, lloró en silencio, amparado por la oscuridad.
—Nunca volveré a ver el Sur -dijo, quedamente-. Nunca tendré amigos.
Y no sentía las lágrimas ni los besos del Trasgo. Retornó al lecho, y se durmió sollozando. Al día siguiente montó en su corcel, le castigó duramente con los talones, y lo llevó al bosque. Allí, penetró en la cueva de los murciélagos, atrapó cuantos pudo e hizo con ellos un escarmiento memorable para aquella sufrida raza.
Cuando regresaba, tenía las manos manchadas de sangre. En el sol de otoño, relucían como piedras rojas.
Al entrar en el Castillo, oyó gran alborozo. Un emisario anunciaba la llegada de su padre, victorioso. Y supo que traía prisionera y humillada a la cruel Urdska, Reina de la Estepa. Y se decía por todo Olar que por mucho, mucho tiempo, las Hordas Feroces no sembrarían el pánico de sus tierras ni atravesarían los límites de su engrandecido Reino.
Pero Gudulín no sentía amor hacia Gudú; sólo un temblor convulso, que contagió a su corcel, y le avisó de un raro placer de antemano paladeado: Gudú era su enemigo, y como enemigo le miraría, y vencería.
4
Toda la ciudad se preparaba para recibir al Rey. Y se comentaba en todos los hogares aquello que cuidadosamente el Rey hizo propagar entre sus súbditos: «No hay misterios en la tierra, si Gudú se enfrenta a ellos». Según se decía, la temible Urdska llegaba encadenada, y en la contemplación real de su persona se desvanecía el viejo misterio de la estepa, el pavor de las gentes de Olar hacia las desconocidas llanuras sin fin. Ya les había advertido Gudú muchas veces, mostrando niños capturados a las Hordas a sus jóvenes guerreros: «He aquí lo que tenéis por diablos del fin del mundo. No son diablos, y el último precipicio de la tierra no ha sido aún avistado por mi ejército».
Por fin finalizaba aquella larga etapa de privaciones y austeridad para unos, de hambre y miseria para otros; por fin renacería la paz y la prosperidad para unos, y una existencia más llevadera para otros. Nadie sintió, sin embargo, como la Reina Gudulina una aguda y luminosa lanzada en pleno corazón: renacía su esperanza.