Authors: Ana María Matute
De improviso llegó el viento y Gudú creyó percibir por vez primera el lenguaje del que le hablaran su madre y el Hechicero: «Escucha el viento, hijo mío, escucha el viento y el grito del milano». Tal vez el viento era un mensajero, y cuanto pudiera escuchar o entender de él sería inapreciable sabiduría.
Pero el viento no parecía revelarle nada: al menos nada de cuanto él esperaba conocer. Palabras, palabras hermosas se aventaban ahora, apenas recordadas. «Yo no tengo por qué entender estas voces decidió-. Sólo entiendo el olor, el color, el sabor de cuanto palpo y me rodea. Yo soy el Rey.» Y para él, ser Rey era una condición capacitada para ordenar el canto de los mirlos, el amanecer entre las ramas del cerezo, la suave melodía que arranca el viento de la hierba. Y también la grandeza de su pueblo.
Y sí, era probable que los milanos tuvieran un rey; él, desde niño, les había visto en perfecta formación, conducidos por uno solo, hacia las tierras calientes. Y le llegó otro recuerdo, tan frágil, tan leve y aparentemente sin sentido en medio de la gravedad de su espera, que le estremeció: el día en que un gorrión -sí, quizás era un gorrión- alzó inesperadamente el vuelo a su lado y le asustó, como antes no le había asustado nada ni nadie.
«Urdska, princesa o reina, quien seas, ¿dónde estabas cuando yo te buscaba? -se dijo-. Me pregunto si cuanto he heredado, cuanto he luchado, cuanto he conseguido, no era más que la secreta búsqueda de ti. No sé si te odio, pero sí sé que te deseo, que deseo apoderarme de ti ... Me inquietas y no sé si quiero humillarte o elevarte hasta mí ...» No sabía si Urdska era joven o vieja, bella o fea, porque su ansia era ahora más grande que su curiosidad, y lo atropellaba todo, como una espada o una flecha hincadas en algún lugar del cual únicamente él podía arrancarlas.
De pronto, inolvidable, brumosa, medio oculta en la calma, pero sin duda cierta, esa mañana apareció a sus ojos la imagen de la isla, y toda su estirpe se puso en pie dentro de él, y le invadió el orgullo de saber que él y sólo él era el destinado a enfrentarse por vez primera a la imagen de una llamada más antigua aún que Olar.
Pero el terror brota de una raíz terrible: cuando se cree muerta, es quizá cuando más poderosa se alza, como si se tratara de una savia oculta, capaz de trepar hasta lo más alto del árbol. Y así se mostró aquella mañana, cuando los hombres quedaron súbitamente paralizados como bajo algún encantamiento. Un terror difuso que reptaba a ras de suelo, parecido a niebla espesa y cálida, avanzaba, estepa adelante, hacia ellos. Y el sol, en lo más alto, parecía extender un encendido velo que transparentaba y ocultaba algo que nunca hasta entonces habían contemplado sus ojos ni percibido sus sentidos: la niebla y el sol parecían acordados para turbar sus ánimos y pensamientos. Por vez primera en aquella empresa los hombres flaquearon: aun antes de que aquella flaqueza se manifestara, Gudú la adivinó, porque existe algún heraldo invisible que anuncia el miedo y la muerte antes de que se hagan visibles -como también ocurre quizá con el amor.
El terror se alzaba ahora en el ánimo de cada uno de los hombres y no les permitía huir, ni retroceder o simplemente gritar. Sólo se extendía sobre ellos un silencio tangible y espeso: el aliento del Dragón avanzando entre las aguas.
Nunca llegaría a comprender Gudú cuanto sucedió aquella mañana. Ese algo inaudible avanzaba en el más clamoroso de los silencios y se adueñaba uno por uno de sus hombres, desde los más altos mandos, hasta el más humilde soldado. Y era un silencio distinto a todos los silencios, aterciopelado y agorero, suspendido en el mismo aire que respiraban. Comprendió que también el silencio era una materia audible, palpable, densa, como una presencia invisible o una increíble ausencia de sonidos y ecos. Ni voces, ni pisadas, ni entrechocar de objetos, ni crepitar de llamas, ni siquiera el conocido y casi inevitable ladrido de un perro en la lejanía. Aunque todo se movía, nada se oía. Era una advertencia; y en el inicio de aquella mañana, que él sabía decisiva en su vida, todas estas cosas se le presentaban como ocurridas ya anteriormente, como heredadas del eco de anteriores vivencias. Nadie se lo había explicado, no lo había imaginado, no lo había leído. Sólo, lo sabía.
Llegó hasta ellos un clamor, al principio tenue, como el manar apenas percibido de un manantial; poco a poco creció hasta convertirse en cascada y alcanzar una magnitud casi ensordecedora. Aquella especie de bramido múltiple brotaba de la Isla y los pájaros lo conducían hasta él. Lejos, más allá del Río, seguía alzándose la niebla de verano, espesa y blanquísima, y rápidamente volvió a ocultar la imagen de la Isla, como si nunca hubiera existido.
2
Entonces se entabló la primera batalla contra la Isla de Urdska. Fue una lucha dura, y los hombres no tenían la seguridad de otras veces, pues las tácticas guerreras de aquellas gentes, aunque ya habían tenido ocasión sobrada de enfrentarse a ellas, siempre guardaban en el último momento un inesperado, y a todas luces desacostumbrado ataque o aparente huida, que les sumía en la incertidumbre.
Gudú no perdía la serenidad. En cada momento y a cada paso, calculaba la posibilidad de cualquier sorprendente maniobra por parte del enemigo. De todas formas, supo planificar el ataque y la reserva. Dividió a sus hombres, de manera que por el ala derecha, parte de ellos, encabezados por Yahek, tenían la misión de rodearla, y, por la izquierda, el barón Jovelio. Para él se reservaba a Rakjel, del que en el fondo no se fiaba totalmente, a pesar de sus muestras de lealtad; pues al fin y al cabo, su origen era bastante misterioso y no dejaba de ser hijo de aquellas tierras.
Tal como habían oído decir, la ciudad estaba amurallada, algo verdaderamente insólito en la estepa, y además, las orillas del Brazo Gigante aparecían cubiertas de verdor, y la misma Isla de Urdska semejaba un vergel, raramente florido en aquellas sequedades. Pronto comprendió Gudú que sus enemigos tenían pocas esperanzas de salir indemnes. A poco, mandó cortar los puentes y la ciudad-isla quedó prácticamente rodeada.
Una lucha sin cuartel, verdaderamente sangrienta, se entabló entre ellos cuando, inesperadamente, desde la parte baja del Río, llegaron refuerzos para Urdska, y hubieron de detener su avance. Pero Gudú volvió a la carga con más energía, si cabe. Fue entonces cuando una flecha llegó hasta Yahek y acabó con su vida. Gudú lo vio inerte ante él. Nunca, a pesar de haber visto tantas y tantas muertes, tantos y tantos soldados, capitanes y jefes, agonizando o muertos, nunca había sentido la realidad de la muerte como ante el cadáver de aquel viejo mercenario.
Se arrodilló a su lado y le contempló. Ya no era Yahek. Era como un muñeco, como un enorme muñeco roto. Y recordó la lealtad, el valor, la furia de vivir de aquel hombre que, de pronto, le pareció un gran desconocido. El hombre que yacía a su lado, ya no estaba allí ni en ninguna parte. «Yahek, Yahek...», murmuró. Pero apenas se movían sus labios al pronunciar aquel nombre. Algo muy suyo huía con él: el valor, el antiguo esplendor de una esperanza, o una batalla interminable, cuyo fin no acertaba a definirse.
Incorporándose, ordenó que, con gran respeto, recogiesen el cadáver de Yahek y se le diera sepultura con todos los honores a que estaba acostumbrada su raza. Cuando los hombres velaban por última vez al que fue su guía y gran apoyo durante años, se oyó un tremendo grito, más bien un largo aullido recorriendo la llanura hacia ellos. La Bruja de las Estepas acudía como respondiendo a una oscura llamada que sólo ella podía oír. Y cuando llegó a su lado, tomó el cuerpo sin vida de Yahek entre sus brazos y, llorando como sólo pueden llorar los lobos esteparios, lo acunó entre ellos hasta que, al amanecer, lo entregó a sus guerreros para que llevaran a cabo los rituales propios de la ocasión. Y en una nube de viento y de arena, la mujer se perdió hacia las grandes soledades.
En luchas encarnizadas, unas veces avanzando, otras retrocediendo, Gudú perdió muchos hombres. Y el tiempo pasaba, implacable. Muchas veces fueron atacados en su retaguardia por restos de tribus. Pero llegó un día en que, al fin, logró poner sitio a la ciudad. Acamparon en torno a sus murallas, y decidieron permanecer allí hasta el momento en que les obligaran a rendirse.
Una vez vio a Urdska por las murallas: una negra silueta sobre un caballo. Su aspecto era majestuoso. Atardecía, el cielo parecía incendiado, y ella ofrecía la imagen que Gudú se había hecho de aquella Reina de las altas y luminosas estepas.
Pero la ciudad no se rendía, el otoño pasó y el feroz invierno de la estepa cayó sobre ellos, y la nieve lo cubrió todo. El Río se helaba a grandes trechos. Aprovechando el tiempo de espera que imponía el interminable invierno, Gudú ordenó taponar todas las entradas de agua a la ciudad. Levantaron murallas de troncos aguzados, y se limitaron a aguardar... Aguardar es la única misión de unos sitiadores, que acaban siendo tan prisioneros como los sitiados.
En el transcurso de la última escaramuza, y de la manera más impensada, Gudú recibió una herida en la mejilla, que le cruzó la cara de forma siniestra. Sin embargo, él no daba gran importancia a este percance. Por las noches, en su tienda, soñaba. Desde que avistaron la Isla de Urdska, como quien ve por primera vez la corporeización de un deseo, no dejaba de soñar.
El invierno pasaba lánguidamente. Gudú cumplió veintiún años y ni se apercibió de ello. Tampoco pensaba en los que había dejado atrás. Ni en su esposa ni en su hijo Gudulín, que estaría cercano a los cuatro años, ni en los gemelos, que habrían cumplido uno, y a los que no había visto jamás. Y ni el invierno ni la ciudad se rendían, sólo a veces, súbitos resplandores delataban el fuego de la vida que aún crepitaba en su interior.
—Apenas comience la primavera, atacaremos de nuevo -dijo Gudú-. Estarán ya tan maduros que no podrán resistir.
Pero se equivocaba. En la primavera aparecieron nuevas Hordas, como surgidas del suelo, como diablos que atravesaban la corteza esteparia -aquellos Diablos que, según la leyenda, emergían del abismo del fin del mundo-. Rompieron el cerco y les rechazaron hasta que se batieron en retirada. Y mucho les costó recomponer sus filas, atacar de nuevo y al fin vencer.
Tras su primer combate, Gudú envió a Olar en busca de refuerzos, con lo que prácticamente despobló de hombres todas sus tierras de Norte a Sur.
En la nueva ofensiva del verano volvió a ser herido, y esta vez vio de cerca a Urdska, tanto que incluso llegó a combatir cuerpo a cuerpo con ella. Entre el fragor de la batalla, aquella negra figura que él había contemplado sobre las murallas, se alzó de pronto ante él, y estuvo a punto de deslumbrarle: por vez primera, le pareció enfrentarse a su propia imagen. Quizás aquel combate fuera el más deseado de su vida, pero no llegó a ver la cara de su adversario. Iba cubierta totalmente por un casco y coraza negros. Sólo atinó a sentir sobre él el relámpago de su espada, que cayó sobre su cuerpo y le marcó con un nuevo tajo. Esta vez cerca de la oreja, casi cercenándosela. Pero entonces, la Reina desapareció. Había aparecido y desaparecido como era costumbre de sus gentes, sin apenas dar tiempo de apercibirse de ello. Pero la herida que le había marcado costaba mucho de cicatrizar.
Rakjel, que se había convertido desde la muerte de Yahek en su brazo derecho, cosió, al estilo de su tierra, aquella herida del Rey. Y Gudú descubrió nuevas habilidades en el que ahora era su más fiel apoyo.
A partir de aquel momento, reanudaron sus ataques, y esta vez alcanzaron las murallas de la ciudad. Allí se libró un gran combate, que degeneró en un sitio aún más apretado. Gudú envió a la Reina Urdska un emisario, exigiendo la capitulación. Como respuesta recibió la cabeza de éste clavada en una pica, y Gudú preparó entonces la gran ofensiva.
Pero como las huestes de Urdska, que ya debían estar muy debilitadas, si no medio aniquiladas, no se rendían, entre viejas leyendas y supersticiones propagadas boca a boca, oído a oído, el pánico se introdujo entre los hombres de Gudú, y algunos de ellos -entre los que se contaban los hombres del jefe Largklai desertaron, empavorecidos. Los fieles se decían, indignados: «Gudú nos vengará». Y así lo hizo el Rey, pues todo desertor capturado -y entre ellos su propio jefe- fue ejecutado ante sus soldados.
Un denso y palpable calor cayó sobre la estepa. Los cadáveres que no pudieron ser enterrados, hedían, y la enfermedad y contaminación que siguieron a estas cosas diezmó a los hombres, tanto fuera como dentro de la ciudad.
Durante esta epidemia, el noble Jovelio murió, y de sus antiguos compañeros y colaboradores sólo quedó el joven Rakjel. Entonces, Gudú reclamó nuevamente más refuerzos a Olar.
A principios del otoño, el aspecto de la ciudad y su entorno era horrible. Río abajo, flotando en sus aguas, aparecían hinchados cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales, y no era difícil imaginar, por el vuelo siniestro de aves carroñeras que surcaban el cielo de la ciudad, cuanto debía estar ocurriendo dentro de sus murallas.
Pero la Reina no se rindió hasta entrado el invierno, el mismo día en que Gudú cumplía veintidós años. Y fue una rendición penosa. Las huestes de Gudú penetraron en la ciudad, saquearon y mataron.
La ciudad soñada, la gran deseada, era sólo un montón de escombros cuando por fin Gudú entró en ella, feroz y victorioso. Pero entre las cenizas, entre la más atropellada ruina, residía aún el eco de un fulgor, la irreductible memoria de un antiguo esplendor. Y un pensamiento le asaltó: «Quizás el esplendor consista en ir más allá de ti mismo, más allá de todo cuanto conoces; quizá sea eso lo que en los viejos libros llaman la gloria». Pero la gloria, ya, era una imagen tan pálida a sus ojos como las páginas de los viejos libros.
Al fin, se encaminó, con Rakjel y los hombres a su mando, hacia lo que quedaba del Palacio de la Reina Urdska. Y halló algo que tampoco esperaba: aquel Palacio no guardaba parecido con otro cualquiera de los avistados por él. No sólo había despojos -cosa que ya imaginaba, tras las cruentas batallas que le abrieron paso hasta allí-, sino que sobre la ceniza, sobre la ruina, flotaban al viento, como alas de alguna ave desconocida, innumerables jirones de aquellas tiendas de seda roja y oro que le describía su madre. Tiendas casi transparentes que desde niño retenía en su memoria.
Y entre la ceniza y los jirones de seda roja, dos mujeres se alzaban, como dos columnas de piedra: eran la Reina Urdska y su hermana menor, Ravia. Dos mujeres, de carne y hueso, altivas como dos águilas, entre los restos de una polvareda dorada y misteriosa, como la que puede avistarse a veces en un rayo de sol. «No es oro, no es polvo de sol, no es la niebla encendida que yo vi alzarse desde las aguas del Brazo Gigante... es el falso polvo de oro que tiñe las alas de algunas mariposas», se dijo Gudú, con un sutil estremecimiento. Y así aventaba el temor, y el misterio, como hacía con todo cuanto turbaba su pensamiento.