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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso

BOOK: El planeta misterioso
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¿Qué fue de Miguel Angel Aznar y sus amigos al regreso del Tíbet? Nadie quiso creer en la existencia de los Hombres Grises de Venus. Los miembros de la expedición cayeron en el descrédito, y la opinión pública se ensañó con ellos burlándose de su relato. Un hombre, sin embargo, creyó su historia, y les ofreció la oportunidad de demostrar al mundo la existencia de los Hombres Grises. Así comienza la extraordinaria aventura que dos mujeres y nueve hombres valerosos iban a vivir en… Venus.

¿Qué oculta Venus bajo su impenetrable manto de nubes? ¿Hay vida allí? Viaje vd. Con los personajes de George H. White a bordo del «LANZA», la poderosa aeronave construída en Cleveland, y descubra los misterios del planeta Venus, viviendo con ellos las más emocionantes aventuras en un mundo exótico, primitivo… y peligroso.

George H. White

EL PLANETA MISTERIOSO

La Saga de Los Aznar (Libro 2)

ePUB v1.0

ApacheSp
20.06.12

Título original:
El Planeta Misterioso

George H. White, 1953.

Editor original: ApacheSp

ePub base v2.0

Capítulo 1

E
n Nueva York llovía al despegar el avión, pero el tiempo fue mejorando durante las primeras horas de la mañana, y al aterrizar en Cleveland lucía un magnífico sol primaveral.

Con una cartera de mano y su ligera gabardina por tocio equipaje, Miguel Ángel Aznar desembarcó en compañía de los demás viajeros y se dirigió hacia la salida.

Durante la conferencia telefónica mantenida la noche anterior con mister Harry Tierney, este le había prometido enviarle un auto a recogerle al aeropuerto. Ahora Miguel Ángel Aznar estaba preguntándose como podría identificarle el hombre que estaba esperándole.

Junto a la puerta, entre las varias personas que esperaban a algunos de los viajeros, estaba un hombre fornido vestido de negro, el cual fijaba alternativamente la vista en los rostros de los pasajeros y en un retazo de periódico que sostenía en la mano. Al ver aparecer la alta y atlética figura de Miguel Ángel Aznar parecieron desvanecerse las dudas del hombre. Guardó el recorte en el bolsillo y se dirigió decididamente al hombre joven, de cabellos oscuros y ondulados, con todo el aspecto de un jugador de fútbol.

—¿El señor Aznar?

—Sí.

—Mi nombre es Williams, señor —dijo el hombre del traje oscuro y nariz de boxeador tomándole la cartera—. El señor Tierney me envió a esperarle.

Ya más tranquilo, Miguel Angel Aznar siguió al fornido Williams hasta la calle. El coche que esperaba era un suntuoso «Rolls-Royce» enteramente negro. No había chófer, el propio Williams, según se vio a continuación, era el encargado de conducir directamente a Miguel Ángel al lugar de la cita. Antes de subir al coche, todavía preguntó:

—¿Dónde podré ver al señor Tierney?

—En la fábrica —contestó Williams—. El señor Tierney me ordenó que le llevara allí.

—De acuerdo, vamos.

Miguel Ángel Aznar se arrellanó en el confortable asiento. Un grueso cristal corredizo separaba al viajero del puesto del conductor. Miguel Ángel extrajo del bolsillo un papel de carta bastante arrugado. El membrete era de la razón social TIERNÉY RESEARCH AIRCRAFT CORPORATION. Pulcramente escrito a máquina podía leerse:

«Estimado señor Aznar: Aunque no tengo e! placer de conocerle, me dirijo a Vd. para rogarle venga a verme a mi oficina de Cleveland con la mayor brevedad posible, a fin de tratar un asunto del máximo interés. A la espera de sus noticias le saluda…».

Firmaba la carta el propio Tierney, director de la compañía.

Sabía Miguel Ángel que la «Tierney» era una compañía constructora de aviones, no la mayor ni la más conocida de Estados Unidos. Era una compañía de carácter familiar, surgida como tantas de una empresa pequeña que se afianzó económicamente fabricando elementos de aviación en los prósperos años de la Segunda Guerra. Posteriormente la «Tierney Co.» se había dedicado a construir avionetas deportivas, y últimamente parecía haber experimentado un nuevo auge económico en el suministro de algunas partes de los motores utilizados por la «NASA» en su proyecto espacial.

¿Por qué una empresa con la que nunca tuvo la más remota relación le citaba ahora para «un asunto del máximo interés»?.

Miguel Ángel Aznar era un piloto profesional, ni mejor ni peor que otros miles de aviadores en los Estados Unidos. ¿Iban a proponerle que aceptara un empleo como piloto? ¿Por qué a él precisamente?

No tenía experiencia en vuelos de prueba. Notoriedad ninguna tenía, solamente la no muy afortunada que le proporcionó el llamado «caso Mitchel», que motivó el que le expulsaran denigrantemente de las Fuerzas Aéreas. ¿Para qué le llamaba Tierney, entonces? El asunto de que iban a tratar ¿para quién era interesante? ¿Para él? ¿Para Tierney? Aquella mañana, en la habitación del modesto Hotel donde se hospedaban en Nueva York, su esposa le había dicho:

—Si lo que quieren de ti es que pruebes sus aviones, diles que no.

En resumen, la señora Aznar no quería que su esposo aceptara el riesgo de los pilotos de pruebas. Pero Miguel Ángel acudía de todos modos a la cita. Nada tenía que perder. Y ¿quién sabe? Tal vez Tierney tuviera algo bueno que ofrecerle, aunque no lo esperaba.

La suerte se había vuelto de espalda de un año a esta parte.

Los terrenos de la «Tierney Corporation» resultaron quedar bastante lejos. Los talleres no eran demasiado grandes. En cambio el campo de aterrizaje era muy extenso, ocupando una larga faja de dunas y arenas a lo largo de la orilla del lago Erie…

Todo el recinto fabril estaba cerrado por una alta valla metálica. En la puerta de entrada montaba guardia un hombre uniformado armado de pistola. El auto se detuvo.

—Visita especial para el señor Tierney —dijo Williams al guarda.

El guarda entró en un quiosco lateral, hizo una llamada telefónica y regresó con una tarjeta amarilla que tenía un número y un pedazo de cordel atado a un botón. Entregó la tarjeta a Miguel Ángel Aznar.

—Esta será su tarjeta de identificación por el tiempo que permanezca en los terrenos de la Compañía. Por favor, cuélguela de su ojal y tenga cuidado en no extraviarla —dijo el guarda. Y dirigiéndose al paciente Williams—. La señorita von Eicken dice que lleves al señor Aznar al despacho del señor Tierney.

—¡O.K.! —saludó Williams poniendo de nuevo el coche en marcha.

Corriendo entre las grandes naves fabriles, el «Rolls-Royce» fue a detenerse ante un edificio de dos plantas sin grandes pretensiones arquitectónicas. Williams acompañó a su pasajero hasta dejarlo en presencia de una agradable muchacha rubia que vestía minifalda y se puso en pie abandonando la máquina de escribir. Entre usted por favor —dijo abriendo una puerta—. El señor Tierney no tardará en venir. La puerta se cerró detrás de Miguel Ángel y este se vio en un espacioso despacho amueblado con sobria elegancia.

De las paredes colgaban gran número de fotografías ampliadas de un variado tipo de aviones. En las estanterías de la biblioteca y sobre los muebles podían admirarse preciosas maquetas de aeroplanos Una de estas maquetas llamó en especial la atención de Miguel Ángel. Era la de un extraño avión de pasajeros y descansaba en un ángulo de la gran mesa despacho. Sus formas estilizadas, finas y originales, no correspondían a ningún modelo de avión conocido. Y Miguel Ángel los conocía todos. Estaba Miguel Ángel admirando de cerca la maqueta, cuando advirtió sobre la mesa un montón de periódicos ligeramente amarillentos. Lo que llamó su atención fue precisamente una fotografía de él mismo a tres columnas bajo un titular. «¿NOS VISITAN SERES DE OTRO MUNDO?». Y un subtítulo: «Fantástico relato de un piloto de la Fuerzas Aéreas».

Pese a que estaba solo en el despacho, Miguel Ángel sintió que enrojecía. Tomó el periódico. Traía fecha de diez meses atrás. El despacho de la agencia había sido expedido desde la India. Se trataba por lo tanto del primer relato que Miguel Ángel hizo a un periodista después de su regreso del Tíbet, en el verano del año anterior.

No se molestó en leerlo, recordaba muy bien sus propias palabras.

Otro de los periódicos, de fecha posterior, reproducía la fotografía del profesor Louis Frederick Stefansson, así como sus manifestaciones a la Prensa a su regreso a Estados Unidos. En los restantes periódicos, con titulares que diferían poco unos de otros, se repetía la misma historia con ligeras variantes. El más insultante de los titulares era uno a toda página: «EL CASO DE LOS HOMBRES GRISES DE VENUS UN ESCANDALOSO BLUFF»; «Mis Carol Mitchel desmiente el fantástico relato de los hombres de la Astral Information Office». En este punto de las remembranzas de Miguel Ángel, una voz clara y bien timbrada habló a sus espaldas:

—¿Le he hecho esperar mucho? El joven piloto se volvió sobresaltado. Ante él estaba un hombre de más o menos su propia edad, de estatura regular, cabellos rizados tirando a rojizos, clareando en la parte superior del cráneo, y pronunciadas entradas que le daban cierto aire de intelectual.

—¿El señor Tierney? —preguntó Miguel Ángel.

—¿Cómo está usted? —saludó el hombre teniéndole la mano.

Miguel Ángel, que todavía conservaba en las manos los periódicos, se vio embarazado para corresponder al saludo de Tierney.

—Estos periódicos le habrán hecho recordar tiempos pasados, ¿no es cierto? —dijo Tierney riendo, mientras su visitante dejaba los periódicos sobre la mesa.

—Bueno —murmuró Miguel Ángel encogiéndose de hombros—. No es necesario echar un vistazo a un periódico atrasado para recordar AQUELLO. De hecho no hay un solo día que no acuda a mi memoria aquel condenado asunto. La gente lo olvidó. Los que participamos en la aventura no.

—Tome asiento, señor Aznar —señaló Tierney una de las butacas. Y fue a dar la vuelta a la mesa para dejarse caer en su sillón—. ¿Le molesta que hablemos de ESO?

—¿Es necesario? —preguntó Miguel Ángel todavía en pie.

—Sí.

Tierney era un pragmático que iba derecho a lo que le interesaba. No obstante agradarle la franqueza del millonario, todavía se resistió Miguel Ángel Aznar:

—No hay nada nuevo que yo pueda añadir a lo que habrá leído ahí.

—Aún así me gustara escuchar su versión contada por usted.

Miguel Ángel se dejó caer suspirando en uno de los sillones. Juntó los dedos de ambas manos y pareció abstraerse un momento como buscando la mejor forma de iniciar el relato.

—Bien —dijo finalmente—. Todo empezó para mi el día que me presenté en la oficina de la «Astral Information Office», en el edificio de la O.N.U. con el exclusivo fin de vigilar a las estrellas, considerándolas bajo el punto de vista de enemigos potenciales de la Tierra. El hombre que estaba al frente de este Organismo era el profesor Louis Frederick Stefansson. Su secretaria era la señorita Bárbara Watt, quien actualmente es mi esposa. La Oficina tenía asignado un avión de la Air Force, cuyo piloto había contraído la malaria. Yo fui destinado a la dotación de este avión a título temporal.

—¿Ve usted? —dijo mister Harry Tierney sonriendo—. Nada de cuanto me cuenta fue reseñado por los periódicos.

—Se lo cuento a título orientativo… por si desea saber todo respecto a mi. Yo era un buen piloto, nada más que eso. Apenas había llegado a la oficina de la «Astral Information Office» cuando fueron requeridos mis servicios. Un multimillonario llamado Mitchel había desaparecido, juntamente con su hija Carol y el avión en que volaban sobre la India. John Mitchel fue encontrado semanas más tarde en las selvas de la India, central, vagando como un demente. Había envejecido como diez años, tenía los cabellos completamente blancos y repetía sin cesar «Los hombres grises de Venus».

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