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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso (14 page)

BOOK: El planeta misterioso
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Inmediatamente después la multitud empezó a abandonar el templo en silencio, tomando la calzada de regreso a la ciudad.

Desde el lugar donde se encontraban los terrícolas, al pie de la escalera circular, podían ver una parte de los relieves que ilustraban una amplia cenefa de más de diez metros de altura a todo alrededor de la base de la gigantesca cúpula.

Para contemplarla mejor, el profesor Stefansson pidió permiso al Tadd para subir hasta la plataforma. El magistrado les invito con un gesto y les mostró los relieves de la cenefa.

Los relieves mostraban una especie de sol llameante, que por ocupar toda la altura de la cenefa era lo primero en llamar la atención. De este sol llameante pareció salir una pequeña esfera rodeada de un anillo, como un planeta Saturno. En la siguiente figura la esfera estaba ante un globo terráqueo.

—¡Mire eso, profesor! —exclamó Miguel Ángel excitado—. ¡El planeta es la Tierra!

En efecto, podía distinguirse con todo detalle el contorno del continente americano, Europa y África. En el siguiente grabado la esfera del anillo parecía surcar el cielo estrellado. En la otra aparecía posada sobre un océano y sólo era visible la mitad flotando en el agua.

Hombres con trajes de astronauta aparecían en el siguiente grabado disparando sus fusiles contra dos grandes dinosaurios. La indumentaria de los astronautas, con sus grandes escafandras, no difería apenas de la misma que los tripulantes del Lanza habían utilizado para esta expedición a Venus.

—¡Profesor, es la historia de los antepasados de los saissai, de como salieron de su planeta de origen, exploraron la Tierra y vinieron finalmente a posarse sobre los océanos de Venus! —exclamó Miguel Ángel. En los siguientes relieves se mostraban las figuras desprovistas de sus escafandras, solo vestidas con sus taparrabos, levantando chozas de ramaje, trabajando en una mina, martilleando el hierro sobre el yunque, removiendo grandes bloques de roca, construyendo casas de piedra…

En las siguientes viñetas aparecían varias ejecuciones. Un hombre colgado de una rama… otro al que amputaban brutalmente una mano, y uno al que cortaban la lengua.

Por debajo del relieve, otra cenefa más estrecha llena de signos de escritura parecida a la árabe debían relatar el significado de las figuras y referirse a los vicios execrables que debían ser desterrados de la conducta del venusino.

—¡Sorprendente! ——exclamó el profesor Stefansson—. ¡Realmente sorprendente!

—¿Cuál es su interpretación de esas figuras, profesor? —preguntó Harry Tierney.

—Creo que el señor Aznar tuvo razón desde el principio… y yo también. El dijo que los thorbod no eran oriundos de Venus, y yo sostuve que el hombre venusino era una incongruencia en un mundo fuera de su tiempo. Los dos teníamos razón, pues ni el Hombre Gris ni el Hombre Azul han nacido en este planeta. Poco sabemos de los Hombres Grises. De los Hombres Azules tenemos una historia grabada en estos relieves. Ellos llegaron de otro mundo tripulando una nave interplanetaria, exploraron las posibilidades de la Tierra, y por alguna razón desconocida prefirieron venir a establecerse en Venus.

—Yo diría que conozco esa razón —medió Harry Tierney—. Quizás después de alcanzar un gran desarrollo tecnológico los saissai fracasaron en sus esfuerzos por crear una sociedad feliz. Entonces, un grupo de idealistas decidieron escapar de aquel mundo superdesarrollado y buscar en el Cosmos una isla desierta… un mundo nuevo donde poder empezar de nuevo una civilización desde sus cimientos. Esos hombres, al llegar de nuestra galaxia, exploraron la Tierra, pero la encontraron ya habitada por varias razas y naciones que luchaban entre sí en feroz competencia. Es decir, la semilla del odio y la incomprensión ya estaba arraigada entre los habitantes de la Tierra, y por esta sola razón la desecharon y vinieron a Venus, prefiriéndolo pese a su clima infernal. Aquí, aquellos superhombres se despojaron de todos sus conocimientos, borraron su pasado y sólo dejaron como recuerdo este templo. Por cierto, si reparan en esa extraña cúpula verán que no es de piedra.

—¿Metálica? —preguntó Miguel Ángel.

—Probablemente la mitad de la cosmonave esférica que utilizaron para llegar hasta Venus.

—¿Una cosmonave de oro puro? —exclamó el profesor.

—Seguramente no es de oro, sino de algún otro metal más ligero y resistente. Los antiguos la recubrirían de oro porque sabían que en este clima húmedo ningún metal resistiría a la corrosión excepto el oro.

—¡Fantástico, realmente fantástico! —exclamó el profesor entusiasmado—. ¡Qué gran lección podríamos aprender de los colonizadores saissai si llegáramos a conocer mejor su escritura y su lenguaje!

—No creo yo que ellos dejaran su historia escrita —dijo Tierney—. Su único deseo era olvidar, y que sus descendientes iniciaran una nueva civilización arrancando de los tiempos primitivos. La semilla que dejaron era de primera clase, y en sus descendientes debe estar reflejada la espiritualidad de sus creadores. El Tadd de Abasora esperaba, y con él el resto del Consejo al pie de la escalera.

—Bien, vamos, nos están esperando —dijo Harry Tierney.

Poco después emprendían el regreso a la ciudad.

Capítulo 8

D
os días después, Miguel Ángel Aznar montaba en un draco, y llevando a su amigo Alar como guía y acompañante, montado en otro draco, volaban en siete horas los doscientos kilómetros qué en línea recta separaban la ciudad del escondrijo del Lanza.

Volar en un draco resultaba tan emocionante como montarse en una montaña rusa. El draco era una bestia salvaje, ingrata y bastante estúpida, que no parecía profesar el menor afecto a su amo. Siempre, antes de dejarse montar, intentaba arrancarle un brazo de un mordisco, y en adelante jamás desistiría de arrojarlo de la silla. Sólo que como era demasiado estúpido, el draco no era capaz de poner en juego las tretas que utilizaría un caballo en su caso.

El pterodáctilo tenía el vuelo lento y pesado, no conocía el arte de planear, y en consecuencia se cansaba mucho más que un águila o una simple paloma terrícolas. Por cada hora de vuelo tenía que reponer fuerzas y tomarse media hora de descanso, si se pretendía volar lejos con él. Más así y todo era un animal utilísimo, a los nativos, pues les permitía recorrer grandes distancias en un país donde no existían caminos, y donde los grandes ríos se interponían cada pocos kilómetros en la ruta del viajero. Los aparejos del draco eran muy sencillos; una ligera silla de cuero que se sujetaba al cuello del animal con una cincha, unos largos estribos, y una cabezada con freno y sus correspondientes riendas. Sostenerse en la silla de un animal que constantemente subía y bajaba, oscilaba de un lado a otro como un murciélago, constituía todo un arte que solo un saissai era capaz de dominar a la perfección. Además de todo esto, el vuelo desigual del draco era de lo más apropiado para provocar el vértigo. Aunque todos habían empezado a aprender a volar en un draco al mismo tiempo, Miguel Ángel Aznar había sido el que más pronto se adaptó a las especiales características del animal, quizás por ser aviador e insensible al mareo.

Por esta razón fue designado el español para regresar hasta el lugar donde el Lanza permanecía oculto. Los dos dracos tomaron tierra al final del bosquecillo, y después de dejarles bien atados a sendos árboles, Miguel Ángel y Alar avanzaron a través del bosque hasta que fueron descubiertos por Richard Balmer y este les dio el alto apuntándoles con una escopeta.

—¡Caramba, Miguel! —exclamó Balmer después de reconocer a su viejo camarada—. Ya nos tenía preocupados vuestro silencio. ¿Dónde demonios os metisteis? ¿Y quien diablos es este mozo?

—Vamos con los demás, tengo muchas cosas que contaros.

—¿Y los demás?

—Tranquilo, todos están bien.

Bárbara corrió al encuentro de su marido y le echó los brazos al cuello llorando de emoción. Else von Eicken preguntó por Harry Tierney con mal disimulada impaciencia. El profesor von Eicken, Richard Balmer y George Paiton esperaban también.

Miguel Ángel les refirió sus aventuras, como viajaron río abajo y encontraron a los saissai que cazaban dinosaurios, como permanecieron toda la noche ocultos mientras los thorbod se movían a corta distancia de allí, y cómo finalmente llegaron a Abasora y establecieron lazos de amistad con sus habitantes y sus altos dignatarios.

—Estuvimos viendo a los «platillos volantes» en nuestro radar durante toda la noche —informó a su vez a Richard Balmer—. Temimos que os hubieran descubierto, aunque a decir verdad, yo siempre pensé que de ocurrir eso habríais tenido tiempo de lanzar un mensaje de radio. Pero las mujeres son las mujeres… y la tuya se ha pasado todo este tiempo llorando por los rincones.

Miguel Ángel pasó su brazo sobre los hombros de su joven esposa, dándole un cariñoso apretón.

—De nuevo vamos a estar juntos —dijo—. Tierney quiere que todos vayamos a reunimos allá. Volaremos en el helicóptero durante la noche.

Alar regresó a la ciudad con los dos dracos.

Al anochecer, Miguel Ángel Aznar hizo despegar al helicóptero y lo trasladó a la orilla del río, donde esperó a que llegaran sus amigos después de cerrar todas las compuertas del Lanza y cubrirlo con ramas. Ya con todos a bordo, Miguel Ángel despegó y voló guiándose por el radar hasta que vio las dos filas de antorchas que señalaban el lugar donde debía tomar tierra.

Toda la ciudad de Abasora había acudido para presenciar la llegada de la maravillosa máquina voladora de los extranjeros. En el ánimo de los saissai, los terrícolas gozaban de creciente estima, y eran considerados por lo menos tan poderosos como los thorbod.

Un helicóptero no era un platillo volante. Sin embargo, a juicio de los saissai, resultó más impresionante el helicóptero de sus amigos que los «platos voladores» de sus enemigos los thorbod. El rugido de los motores del helicóptero, el furioso girar de su rotor y el reflejo de las luces en el acero y el cristal del aparato resultaron a la postre de un efecto psicológico inesperado. Los ingenuos saissai debieron pensar que, a mayor ruido, el pájaro volador de los terrícolas debía tener más poder que los silenciosos «platos voladores» de la Bestia Gris.

El helicóptero, con las palas del rotor plegadas, fue escondido bajo un bosquecillo en la parte baja de la ciudad y cubierto con un gran encerado moteado de ocre y verde. Luego los terrícolas tendieron varios hilos de alambre espinoso entre los troncos, de manera que nadie pudiera acercarse al aparato. Un hombre, por lo menos, montaba constante guardia en el portillo de entrada al recinto. Tierney estaba dispuesto a permanecer en Abasora tanto tiempo como fuera necesario hasta aprender la lengua de los saissai y averiguar cuanto estos sabían de la Bestia Gris. Para facilitar su aprendizaje, el helicóptero había traído entre otras cosas un magnetófono y una máquina de escribir. La grabadora, en especial, causó la maravilla del Tadd de Abasora, de su familia y de los ancianos del Consejo. Trabajando con el magnetófono y la máquina de escribir y haciendo constantes preguntas, el profesor Stefansson y sus dos secretarias avanzaban rápidamente en la confección de un diccionario inglés-saissai. Especialmente eficaz resultó la colaboración de la señorita von Eicken, que tenía una facilidad especial para los idiomas, y a la semana de su estancia en Abasora ya hablaba con soltura la lengua saissai. Mientras tanto, Harry Tierney, Bill Ley, Richard Balmer y George Paiton andaban empeñados en asimilar la técnica del vuelo sobre el pterodáctilo, en cuya materia eran hábiles maestros los jóvenes saissai Alar y Ouria.

Llevaban los terrícolas apenas una semana en Abasora, cuando empezaron a llegar de otras ciudades próximas grupos de saissai montados en dracos. Se había corrido la voz de la llegada de unos extranjeros blancos, tan fuertes e inteligentes como los thorbod, si acaso no más, y la curiosidad por conocer a los forasteros atraía a los nativos.

Las noticias, al parecer, tenían en aquel hemisferio de Venus una difusión muy rápida en razón de la facilidad con que podían ser llevadas de una ciudad a otra por los mensajeros alados. Entre los saissai que continuamente estaban llegando a Abasora había algunos que habían trabajado en los campos thorbod.

No eran frecuentes las fugas de los campos de trabajo de la Bestia Gris, pero los saissai, nacidos libres, nunca renunciaban al intento, y aunque muchos morían en estas fugas, algunos conseguían regresar a su hogar. Interrogando a estos fugitivos, y registrando sus declaraciones en la grabadora, en el transcurso de dos semanas más Miguel Ángel Aznar pudo formarse una composición del lugar que más les interesaba. Este lugar se encontraba a unos 400 kilómetros de Abasora, al otro lado de un estrecho que separaba del continente a una isla de aproximadamente la superficie de Gran Bretaña. Allí, en un gran valle, los Hombres Grises tenían la mayor de sus colonias, una fundición de acero. El mineral procedía de una mina excavada a cielo abierto en la ladera de una montaña, donde trabajaban 4.000 esclavos saissai en dos turnos de 2.000 hombres; uno por la noche,, y otro durante el día. El mineral era transportado por trenes de vagonetas veinte kilómetros valle abajo, hasta la ciudad de Pore, donde estaban instalados los altos hornos. Valle adentro, los thorbod habían construido un gran dique para represar las aguas del río. Al pie de este dique tenían una gran fábrica de donde salían los hilos de cobre que movían por medio de chispas las máquinas que arrastraban los trenes y toda la maquinaria de la fundición, además de mantener encendidas las luces durante toda la noche.

Interpretando el lenguaje de los fugitivos, podía deducirse que lo que los thorbod tenían ahí era una planta de producción de energía eléctrica a pie de presa. La electricidad les era indispensable a los thorbod para mover toda su complicada industria.

Pero también necesitaban carbón. Miguel Ángel sabía que el carbón escaseaba en Venus, y preguntó a los fugitivos cómo lo obtenían los Hombres Grises.

El carbón, fue la respuesta, era traído en grandes barcazas desde un yacimiento situado muy al norte de la isla. Estas barcazas llegaban por el estrecho y ascendían el río Pore unos quince kilómetros hasta la fundición. Siempre había barcos en el río.

En Pore había un gran campamento de esclavos, pero los thorbod no vivían en esta ciudad. Ellos habían excavado túneles en la montaña próxima y allí tenían sus madrigueras. La ciudad subterránea de los Hombres Grises estaba muy bien protegida por alambradas electrificadas y puestos de guardia.

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