¿Y la estación de radio?
La Bestia Gris tenía instalada una enorme torre metálica sobre la cima de la montaña. Miguel Ángel preguntó si había en Pore «platillos volantes». La respuesta fue negativa. Los «platillos volantes» iban con frecuencia a Pore. Iban y se marchaban. Si alguno se quedaba en Pore era cuidadosamente guardado en una gran gruta en la falda de la montaña.
Para asegurarse de que estaba en lo cierto, Miguel Ángel construyo una maqueta con montones de tierra, situando en cada lugar los puntos más destacados de la topografía del valle. Los fugitivos de Pore le corrigieren en los detalles que estaba equivocado. Finalmente Miguel Ángel tomó algunas fotografías de la maqueta antes de que la lluvia la destruyera.
Los terrícolas seguían alojados en la casa del Tadd. Este vivía sólo con una hija y una nuera. El resto de las mujeres que se movían por la casa eran parientes del Tadd que ayudaban en el servicio para comodidad de los invitados.
Dos hijos del Tadd eran esclavos de los thorbod. El mayor de los dos llevaba ausente tres años del hogar. El menor, de diecisiete años, figuraba entre los últimos cautivos que los thorbod secuestraron. Aquella tarde, durante la cernida, Miguel Ángel Aznar expuso a sus compañeros su plan para apoderarse de uno o dos thorbod:
—El valle es muy extenso y en él se mueven constantemente los thorbod. El punto ideal para sorprenderles es la planta de energía eléctrica veinticinco kilómetros valle arriba, en un paraje agreste y solitario. En la planta debe de haber personal técnico al cuidado de los generadores. No deben ser muy numerosos. El problema consiste en llegar hasta la presa sin ser visto ni oídos. Un medio de transporte ideal para esta misión podrían ser los dracos de nuestros amigos los saissai. He pensado volar en los dracos por ese valle angosto paralelo al valle Pore, pasar sobre la montaña y alcanzar la presa por la parte de atrás. Entraríamos al asalto en la planta, capturaríamos un par de Hombres Grises y colocaríamos una buena carga de TNT haciendo saltar las turbinas. En todo el valle de Pore se produciría un repentino apagón. Las maquinas dejarían de funcionar, las cercas electrificadas perderían su eficacia, y millares de prisioneros saissai podrían escapar aprovechándose de la obscuridad y la confusión.
—Supongamos que hemos tomado nuestros prisioneros y tenemos un dispositivo de relojería colocado para volar la planta eléctrica. ¿Cómo sacar de allí a los thorbod? No se les puede colocar cruzados y amarrados al cuello de un draco. Los pájaros no volarían en esas condiciones.
—Por supuesto, había pensado utilizar el helicóptero. Este volaría por la misma ruta para recoger a nuestro grupo, y luego desde allí regresaríamos directamente al escondrijo del Lanza para despegar inmediatamente y escapar de Venus.
—Los thorbod tienen una emisora de radio en Pore —observó Richard Balmer señalándola sobre el plato—. Tendríamos que volar también la emisora al mismo tiempo que la planta, impidiendo así que los thorbod pidan auxilio a los «platillos volantes» de su base más próxima.
—Bien —dijo Miguel Ángel resueltamente—. Volaremos también la emisora. Nos viene de paso, pues está del mismo lado de las montañas por donde tendremos que volar.
—Espere un momento, Aznar —dijo Harry Tierney—. El plan en sí ya es muy arriesgado. Veamos si es posible realizarlo. Un piloto al menos tendrá que quedarse en el Lanza por si fracasa la operación y no regresa ninguno de los que vamos a participar en ella.
—De acuerdo —admitió Miguel Ángel—. Usted se queda con las chicas y los viejos en el Lanza.
—No he dicho que yaya a ser yo quien se quede. Eso lo veremos después. Seguiremos hablando de su plan. Otro piloto tendrá que llevar el helicóptero al rescate del grupo que estará esperando en la presa.
¿Cuántos quedamos para realizar las dos operaciones simultáneas; asaltar la planta y volar la emisora de radio?
Bill Ley señaló a cada uno con el índice y contó:
—El señor Tierney se queda en el Lanza… George pilotará el helicóptero… Quedamos Aznar, Balmer y yo.
—Solo tres hombres —resumió Harry Tierney—. ¿Cree que se puede llevar a cabo esa misión con solo tres hombres, señor Aznar?
Miguel Ángel miró furioso al ingeniero Dyer.
—El es un buen piloto de helicóptero —señaló con el dedo—. Podría sustituir a Paiton y seríamos cuatro.
Las regordetas mejillas de Thomas Dyer se cubrieron de rubor.
—No soy hombre valeroso, señor Aznar. No me siento capaz de volar en la oscuridad de la noche, sobre unas montañas que no he visto nunca… y pensar que la salvación de todos ustedes depende de que yo sea capaz de llevar el helicóptero hasta el lugar debido. Lo siento, no iré. Y además no lo considero necesario.
¿A qué viene ese empeño en llevar con nosotros un thorbod? Podríamos llevar igualmente a un par de saissai, y ellos contarían una historia que el mundo tendría que creer por fuerza.
—¡Usted es un cobarde, Dyer, confiéselo! —rugió Aznar pegando un puñetazo sobre la mesa de mármol.
—Lo he admitido, soy un cobarde —replicó Dyer. ¿Qué quiere usted que le haga?
—¡Está bien, no le necesitamos para nada! —gritó el español—. Si Bill y Balmer no se echan atrás, nosotros solos llevaremos a cabo esa misión. Los «Saissai» nos ayudarán. Duria, Alar y mil más si se lo pedimos nos acompañarán con gusto. En una semana me comprometo a enseñarles a manejar las metralletas y las granadas de mano tan bien como podamos hacerlo nosotros. Sólo necesito que alguien pilote ese helicóptero y venga a recogerme… si he de ir solo.
—Yo iré, por supuesto —dijo el rubicundo Balmer—.
—Si me dan un par de muchachos que me ayuden puedo encargarme de volar la emisora.
—Yo pilotaré el helicóptero. —Se ofreció George Paiton.
—Y yo iré con usted —dijo Bill Ley.
—¿Por qué no me llevan a mi también? —dijo Bárbara—. Si un salvaje saissai puede aprender a disparar una metralleta, ¿por qué no puedo hacerlo yo?
—Porque no se trata sólo de empuñar una metralleta, sino de montar y volar cuatrocientos kilómetros sobre uno de esos condenados pajarracos ¡y además porque te lo prohíbo yo! —bufó Miguel Ángel Aznar.
—Yo puedo pilotar el helicóptero si usted o Paiton se quedan en el Lanza —objetó Harry Tierney.
—No, señor Tierney, olvídelo —negó Miguel Ángel con energía—. Ya tenemos hecho nuestro plan, y usted no tiene cabida en él.
—Realmente —apuntó Bab tímidamente—. ¿Es tan importante regresar a la Tierra con un ejemplar thorbod?
—Lo es para mí —repuso Miguel Ángel secamente—. Y creo que también lo es para el profesor Stefansson, para Balmer y para Paiton. Y para ti. El mundo entero nos escarneció cuando hablamos de la existencia de los Hombres Grises. Prometí tomarme desquite por todas las humillaciones pasadas, y lo he de cumplir pese a quien pese. ¿Es así, Richard?
—Por supuesto —juró el robusto radiotelegrafista.
Al día siguiente Miguel Ángel escogió a seis jóvenes saissai, dos de los cuales habían podido escapar de Pore y conocían bien la topografía del valle. Estos hombres se llamaban Tarfe y Zarich. Los otros dos eran Azorf y Norl, y fueron escogidos entre muchos otros voluntarios por su probada inteligencia y valor.
Los dos restantes, por descontado, eran Alar y Duria.
Miguel Ángel entregó una metralleta a cada saissai, y acompañado de Balmer, Paiton y Bill Ley los llevó a las afueras de la ciudad.
Ningún movimiento que hicieran los extranjeros podía pasar desapercibido a la curiosidad de los saissai, y una multitud curiosa les siguió al campo de tiro.
En el muro de una casa semiderruida de las afueras, Bill Ley dibujó con pintura de un «spray» las siluetas de cuatro hombres.
Cuando Miguel Ángel Aznar tomó la metralleta y disparó contra las siluetas, arrancando esquirlas de granito, un ¡OH! de admiración se levantó de entre los curiosos. Los thorbod, al parecer, también utilizaban armas parecidas. El ruido de las detonaciones, más que los efectos del arma, era lo que admiraba a los saissai.
Los terrícolas enseñaron también a sus discípulos la forma de arrojar las granadas de mano, para lo cual se fueron hasta el río.
Aquella tarde Miguel Ángel Aznar, Paiton, Duria y Alar volaron en el helicóptero hasta el escondrijo del Lanza para traer todo el equipo necesario; municiones, granadas de mano y cuatro cajas de TNT con sus correspondientes detonadores de tiempo.
Además cargaron con linternas eléctricas, pistolas de señales y luces de bengala. El equipo auxiliar consistía en zapatillas de tenis, trajes de camuflaje de los que utilizaban los comandos y mochilas. Después de rellenar el depósito del helicóptero de combustible regresaron a la ciudad. Los entrenamientos continuaron, sólo que en vez de hacerlo de día, Miguel Ángel decidió hacerlo durante la noche y con luz escasa. Después de todo, sería en la noche cuando los comandos tendrían que operar.
Los saissai, a la postre, resultaron unos excelentes tiradores. El saissai era por naturaleza un excelente cazador, y estaban acostumbrados a disparar con ballesta, en pleno vuelo, sobre los dinosaurios y las demás especies de reptiles que luego consumían en la mesa.
Una metralleta se apuntaba y disparaba como una ballesta, pero el tiro era mucho más difícil con esta última. El tiro con arma de fuego era más tenso. La bala iba donde apuntaba el ojo, al contrario que con la ballesta, donde había de tomarse en cuenta el peso del dardo, su menor alcance, y el efecto del viento sobre el proyectil, aparte el movimiento continuo del draco y el del animal que huía. La excepcional aptitud de los saissai para el tiro se demostró especialmente en los ejercicios con balas trazadoras, en la oscuridad.
En una semana los saissai estaban listos para entrar en combate. Demorar más tiempo el asalto de Pore no tenía objeto y Miguel Ángel fijó el día de la marcha. Mientras los saissai se entrenaban con las armas, los terrícolas lo habían seguido haciendo con los dracos, después de escoger cuidadosamente cada animal entre los más dóciles y resistentes, ya que estos deberían llevar, además del jinete, un peso adicional en armas y equipo.
Cada hombre montó siempre el mismo reptil, hasta que hombre y bestia llegaron a conocerse. La víspera, en la tarde. Miguel Ángel Aznar, Bill Ley y Richard Balmer se despidieron del Tadd y su familia, de los ancianos del Consejo y de todos los buenos amigos que tenían en la ciudad. Los preparativos, las despedidas y la proximidad de la marcha casi no dejaron a Miguel Ángel pegar ojo en toda la noche. Su esposa no durmió en absoluto. Antes del amanecer el español se despertó sobresaltado.
—Debe ser tarde —dijo.
—Es la hora que debe de ser, cariño. Ni más pronto ni más tarde —le respondió Bab.
—Bab, no quiero lagrimitas a la hora de partir. Despidámonos ahora.
Un estrecho abrazo y un fuerte beso sellaron la despedida.
Con las primeras luces del día Miguel Ángel Aznar iba a reunirse con sus compañeros en las afueras de la ciudad. Se había congregado una gran multitud en torno al grupo de los comandos y sus monturas, a pesar de suponerse que la partida se mantendría en secreto.
Los hombres iban desnudos, a excepción de un ligero taparrabos. Los saissai llevaban consigo sus correspondientes ballestas, arma silenciosa y eficaz a la que no habían querido renunciar. Todos llevaban un zurrón de piel con las provisiones para el viaje.
El helicóptero, que aquella tarde se reuniría con el comando en un lugar predeterminado de la costa, traería todo el equipo.
Después de breve escaramuza, como era de costumbre, los jinetes consiguieron encaramarse sobre la silla de los salvajes dracos. Estos abrieron sus grandes alas membranosas y se remontaron en el aire aprovechando la pendiente de la ladera de la montaña, volaron sobre la gran muralla que cerraba el valle y se desvanecieron poco a poco en la distancia de la neblina.
P
untualmente, con las últimas horas de la tarde, Miguel Ángel Aznar y sus amigos escucharon el característico ruido del motor del helicóptero, y el aparato vino a posarse en el suelo junto al bosque. George Paiton, que era el piloto según lo convenido, plegó las palas del rotor y la cola del aparato. Este fue empujado bajo un árbol, y luego lo cubrieron con un encerado.
Una gran tienda de lona fue montada bajo los árboles, reuniéndose en ella el grupo para comer mientras caía un gran aguacero.
La tormenta, con abundancia de truenos y relámpagos, duró casi toda la noche. Habían decidido conceder a los dracos un descanso de toda una jornada antes de intentar el asalto a la planta eléctrica y la emisora de radio de los thorbod. El día era muy largo en aquellas latitudes, y todavía se les antojó más largo a los comandos, impacientes por comenzar la acción, y en el fondo preocupados por el resultado de ésta.
Llovió a intervalos durante el día, con fuerte viento del sur que hacía remover las copas de los árboles con un ruido impresionante.
—El viento está a nuestro favor —observó Miguel Ángel—. Si se mantiene hasta la noche cruzaremos el canal en unos minutos.
El viento seguía soplando con fuerza al anochecer. Los comandos, después de tomar una comida ligera, empezaron sus preparativos.
Cada hombre se vistió con un traje pardo, se endosó el cinturón y colgó de este la pistola, cuchillo y media docena de granadas de mano. En bandolera llevaba cada uno un estuche de cuero con diez cargadores para la metralleta. Los saissai además llevaban sus ballestas y carcaj. Los explosivos, linternas y resto del equipo se había repartido entre todas las mochilas. Miguel Ángel Aznar y Richard Balmer llevaban una emisora de radio portátil de 25 kilómetros de radio de acción. Habían convenido que Zarich y Norl acompañarían a Richard Balmer mientras que Tarfe, Alar, Duria y Azorf irían en el grupo de Miguel Ángel y Bill Ley. Un veterano de los campos de trabajo thorbod, llamado Arzah, acompañaría a Paiton en el helicóptero y le serviría de guía. Habían calculado en dos horas y media el tiempo que necesitarían para llegar hasta la presa, en la parte alta del valle. Despegando hora y media más tarde que los comandos, el helicóptero llegaría al mismo tiempo que estos dando un rodeo mucho más grande. El aparato, que tenía un casco flotador, se posaría sobre el lago formado por la presa y esperaría la señal para acudir en rescate del grupo.
No hubieron ni advertencias ni frases de despedida. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Los nueve hombres sacaron a los dracos del bosque, montaron en ellos y se remontaron, volando a poca altura sobre las revueltas aguas del canal.