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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso (8 page)

BOOK: El planeta misterioso
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—¡Dios mío! —exclamó Bárbara aterrada—. Si cae un poco más cerca nos pulveriza.

—No temas, estamos más seguros aquí de lo que podríamos estarlo en cualquier otra parte. Las llantas de goma del tren de aterrizaje nos aíslan de la tierra. Ya sabes que la electricidad del suelo tiende a fluir por las puntas agudas, como son un pararrayos o, en su caso, un árbol o la figura de un hombre puesto de pie. Pero el Lanza no toca el suelo, sino que tiene por medio, como aisladores, los neumáticos de las ruedas. Poco después los Aznar se reunían en el «living» con Harry Tierney, Edgar Ley y el profesor von Eiken. Bab se metió en la cocina para preparar el desayuno, en tanto que Miguel se quedaba en el salón charlando con sus compañeros.

—Apenas he podido pegar ojo —dijo Tierney—. Nunca seré un buen cosmonauta, temo que mi temperamento es demasiado emotivo. Ya ve, estoy excitado solo de pensar que llevamos varias horas en este planeta y todavía no hemos pisado su suelo.

—¿Qué sabemos de su atmósfera? —interrogó Aznar.

—El profesor Stefansson tomó unas muestras de aire y las está analizando en el laboratorio junto con Else. De todos modos ya conocemos algún detalle. La presión atmosférica vale alrededor de setecientos milibares. La temperatura en el exterior es de treinta y ocho grados centígrados y la humedad absoluta de cerca de cincuenta gramos. Prácticamente es del cien por cien.

Mientras charlaban fueron apareciendo Thomas Dyer, George Paiton y Richard Balmer. Bab llegó con la cafetera y una fuente colmada de tostadas.

—¡Hola, buenos días a todos! —saludó el profesor Stefansson alegremente. Vestía una bata blanca y venía acompañado de Else.

—¿Por qué tan contento? —preguntó Dyer—. ¿Hay buenas noticias?

—Muy buenas. La atmósfera de Venus es perfectamente respirable para nosotros. Más o menos la encontraremos tan enrarecida como en la sala de un cinematógrafo lleno de gente y con deficiente ventilación.

—¿Cuál es la proporción de anhídrido carbónico? —preguntó Dyer.

—¡Vamos, ingeniero! —exclamó Balmer sentándose ante la fuente de tostadas—. No sea aprensivo, ¿para qué quiere complicarse la vida? Seguramente respirará mejor si ignora cuanta cantidad de anhídrido se traga en cada inhalación. ¿Hay suficiente oxígeno para respirar? Pues basta.

—Según eso —dijo Tierney—. ¿Nada se opone a que desembarquemos?

—No en lo que se refiere al aire. No obstante no estará de más adoptar algunas precauciones contra las bacterias. En el fondo no creo que estas difieran de las que nos son conocidas en la Tierra, pero no desdeño la posibilidad de que algunas posean una virulencia fuera de lo común. Es mi consejo utilizar ropas esterilizadas y mascarillas anti-contaminación, al menos hasta que hayamos separado y estudiado las bacterias más peligrosas.

Se desayunó de prisa y corriendo. Bill Ley, que había dormido como un lirón, llegó a tiempo para recoger las migajas.

—¿Vamos a salir a tierra? ¡Estupendo! —exclamó.

Miguel Ángel Aznar se trasladó con Tierney y Balmer a la cabina de mando para comprobar si continuaban escuchándose las voces en la radio. La tormenta eléctrica había cesado y pudieron escuchar aquella lengua extraña con mayor claridad que la tarde anterior. Ahora, para averiguar a qué distancia se encontraba la emisora, había que determinar su dirección desde dos puntos distintos por medio de un radiogoniómetro.

El helicóptero estaba equipado con este aparato. Una hora más tarde Richard Balmer y Miguel Ángel Aznar entraban en el hangar del helicóptero. Los dos vestían «monos» blancos dé una sola pieza, guantes y altas botas de goma. Se cubrían la cabeza con un capuchón blanco y se protegían el rostro con una careta antigás. Miguel Ángel apretó un botón eléctrico. La plataforma, suspendida sobre cuatro columnas, descendió hasta enrasar con el piso del hangar. Sobre sus cabezas quedaba un hueco de cuatro metros por ocho, por el que se podía ver el cielo cubierto de nubes.

Sobre la plataforma estaba la rampa lanza-cohetes con su correspondiente antena parabólica de radar. Los dos hombres empujaron el artefacto, que se deslizó sin esfuerzo sobre sus raíles quedando arrinconado en un extremo del hangar.

Libre ya la plataforma, empujaron el helicóptero, que rodó sobre Su tren de aterrizaje hasta ocupar el lugar que había dejado libre la rampa lanza-cohetes. La leve presión sobre un botón elevó al helicóptero y a los dos pilotos hasta quedar a ras del techo del Lanza. Desde aquí se dominaba una amplia perspectiva del paisaje. El verde, en sus distintas gradaciones, era el color dominante en cuanto alcanzaba la vista. La tierra, cubierta de altas hierbas, alternaba con arbustos y algunos árboles diseminados. El aire que ahora respiraban, filtrado por las caretas, era cálido y húmedo y sumamente enrarecido, obligándoles a efectuar un número de inhalaciones ligeramente superior al normal. El viento removía las altas hierbas con ondulaciones parecidas a las de un verde mar. Había un constante movimiento en las ramas de los árboles y arbustos, pero su rumor no llegaba a los oídos cubiertos de los terrícolas.

Ningún animal se movía en la tierra o en el aire.

Los dos hombres treparon a la carlinga del helicóptero, sobre cuyo techo sobresalía un aro de hierro que se movía sobre su eje. Sintonizando la radio de a bordo en la longitud de onda que utilizaban los Hombres Grises, Balmer hacía girar lentamente el aro de hierro. Según la dirección de este aro, la intensidad de las voces subía o se desvanecía.

Balmer finalmente inmovilizó el aro en la dirección que se escuchaba con más nitidez la emisión de radio. Tomó nota de la marcación y la comparó con la brújula magnética haciendo unas anotaciones.

—Creo que la medición será más exacta si utilizamos el girocompás.

Poco después el montacargas volvía a descender hasta el nivel del hangar. El altavoz del hangar dejó oir un silbido, seguido de la voz de Harry Tierney:

—Señor Aznar, su esposa, la señorita von Eiken, el profesor Stefansson y Bill van hacia ahí. Ellos les acompañarán en ese vuelo. ¿A qué distancia se proponen volar?

Miguel Ángel se acercó al aparato, pulsó el botón y habló: —Volaremos trescientos kilómetros hacia el Este, tomaremos tierra para anotar la marcación del radiogoniómetro y regresaremos explorando el terreno. No utilizaremos la radio, excepto en caso de emergencia—.

—Ármense por lo que pudiera pasar. El profesor y la señorita Else se proponen tomar algunas muestras de plantas, y también de animales si los hubiera. No les permita alejarse demasiado.

—Descuide usted, Harry. Cuidaré de ellos.

Bab, la señorita von Eiken, el profesor Stefansson y el joven Bill Ley entraron en el hangar. Todos ellos iban vestidos como el propio Miguel Ángel y Richard Balmer. Bab traía un saco de plástico con provisiones. El profesor venía armado con un hacha y unas tijeras de podar. Bill cargaba con tres metralletas y varios estuches de cargadores colgados en bandolera.

Subieron todos al helicóptero, a excepción de Balmer que se quedó en la plataforma para oprimir el botón que elevó la máquina hasta el exterior.

La palas del rotor se desplegaron movidas por un mecanismo hidráulico. La cola del aparato también se desplegó.

Miguel Ángel, ante los mandos, encendió los motores. Estos rugieron poderosamente y el rotor empezó a girar cada vez a mayor velocidad. Balmer tomó asiento junto al piloto.

—Vamos allá.

El helicóptero despegó con facilidad graciosamente a la derecha antes de girar Este. La altiplanicie sobre la cual había ido a aterrizar el Lanza se extendía cincuenta kilómetros al Este y se interrumpía bruscamente cayendo en vertical un centenar de metros, para continuar después en acusada pendiente hacia un amplio valle por el que discurría un río de gran caudal. Al pie de la ladera empezaba la selva virgen, densa, impenetrable y obscura. El río se dirigía al Este y Miguel Ángel decidió seguirlo.

El río era una vía natural de penetración a través de la selva que evitaría sorpresas. Además, en caso de avería en los motores podría el helicóptero posarse en el agua, gracias a su casco flotador. Y si por cualquier circunstancia el Lanza tuviera que acudir en su rescate, le sería fácil encontrarles siguiendo el curso del río. El helicóptero, concebido para operar en una atmósfera sin oxígeno, tenía la cabina presurizada. Cerradas las portezuelas, la tripulación pudo desembarazarse de las máscaras y respirar un aire enriquecido con oxígeno puro.

Else von Eiken preparó su cámara fotográfica y su tomavistas, utilizando la última para filmar el impresionante aspecto de la selva que se deslizaba a ambos lados.

Empezó a llover. La lluvia parecía ser algo connatural en aquel planeta. Llovía a todas horas y en cualquier momento, y lo hacía en cantidades torrenciales.

Era tal la cantidad de agua que caía del cielo, que las raquetas del helicóptero no daban abasto para apartar el agua que se estrellaba contra los cristales del parabrisas. Miguel estaba considerando seriamente la conveniencia e amarizar en el río, cuando repentinamente dejó de llover.

—¡Uf! —exclamó Bill Ley—. Como esto siga así por mucho tiempo temo que voy a convertirme en rana.

—No es un clima muy apropiado para los reumáticos, ¿eh, profesor Stefansson? —dijo Balmer riendo. El gran río se deslizaba a través de la inmensa selva describiendo amplias curvas, aunque siempre en dirección general hacia el Este. Ni la selva ni el río parecían tener fin. Las bajas nubes y la intensa evaporación del suelo limitaban la visibilidad apenas a cinco kilómetros.

Y cuando se apreciaban las nubes y empezaba a llover la visibilidad reducía prácticamente a la nada. El helicóptero estaba equipado de radar y Miguel Ángel echaba frecuentes ojeadas a la pantalla. También observaba el nivel de combustible. La radio de bordo, aunque en silencio, estaba encendida en la longitud de onda que utilizaba la radio del Lanza. Si algo hubiera ocurrido que lo justificara, ambos aparatos se habrían comunicado en seguida.

Por esta circunstancia no podían sintonizar con la longitud de onda que utilizaban los Hombres Grises. Al cabo de una hora de vuelo, Miguel Ángel consideró que era tiempo de aterrizar. Pero todavía volaron casi cien kilómetros más, mientras buscaban un lugar adecuado para tomar tierra. El profesor Stefansson quería tomar algunas muestras de la flora.

Finalmente Miguel Ángel vio una angosta playa en una curva del río, con espacio suficiente entre la orilla y los gigantescos árboles. El helicóptero fue a posarse suavemente allí, parando sus motores. Mientras los demás se preparaban para desembarcar, Richard Balmer encendió el aparato de radio. Pero en este momento no se escuchaba nada.

—Tendremos que esperar —murmuró Miguel Ángel.

—Pónganse los guantes, los capuchones y las máscaras —dijo el profesor Stefansson.

—Les acompañaré —dijo Miguel Ángel.

Al abrir la portezuela les saludó una vaharada caliente y húmeda que olía a vegetación en pleno desarrollo y materias en descomposición.

Saltaron a tierra. El profesor, armado de una corta pala, paseó por la playa mirando con atención, hasta que finalmente se puso de rodillas y empezó a excavar. Else von Eiken y Bill se dirigieron hacia la espesura.

Balmer llamó a Miguel Ángel cuando este se disponía a seguir a su helicóptero. Miguel Angel regresó junto al helicóptero.

—¡Vuelven a radiar! —dijo Balmer, la voz ahogada por la máscara.

En efecto, la emisora thorbod estaba emitiendo de nuevo. Balmer empezó a mover el volante que, en el techo de la carlinga, hacía girar el aro del goniómetro. Después de un par de minutos, haciendo girar el aro a un lado y otro, Balmer pareció encontrar el punto exacto de mayor intensidad.

Estaba Balmer tomando la marcación, con Miguel Ángel observándole desde tierra, cuando se escuchó un grito de mujer:

—¡Socorro… Aznar… aquí, socorro!—.

Miguel Ángel pegó un brinco de sobresalto, crispando su mano enguantada sobre la caña de la metralleta. El profesor Stefansson había levantado la cabeza mirando hacia la selva. No se veía a las mujeres ni a Bill Ley, que las escoltaba.

—¡Socorro! —era la voz de Else seguida de un chillido de terror que erizó los pelos de la cabeza de Miguel.

El español echó a correr hacia la espesura. Las ramas de un matorral se apartaron y Else von Eiken salió despavorida, rasgado el mono blanco, la mascarilla colgando sobre su pecho.

—¡Se llevan a Bab! —gritó cayendo en los brazos de Miguel Ángel.

—¿Cómo? —Miguel Ángel se arrancó la careta.

—¡A Bab… se la llevan!

Miguel Ángel traspuso de un salto el matorral. La selva no era muy espesa allí, pero sus pies se hundían hasta más arriba del tobillo en el mantillo rezumante de agua. Mientras corría movió el cerrojo de la metralleta, introduciendo un cartucho en la recámara del arma.

Llamó angustiosamente a Bárbara. Un grito lejano, como ahogado por la asa de follaje, le contestó. Bajo los árboles imperaba un crepúsculo eterno. La luz del día apenas llegaba hasta allí. Al atravesar de un salto un espeso matorral se vio de pronto en mitad de un grupo de extraños arbustos sarmentosos. Allí estaba Bill Ley, luchando a brazo partido contra una nube de ramas sarmentosas que se movían en todos los sentidos, rodeándole el cuerpo como un centenar de largas serpientes, azotando el aire, golpeándole…

Miguel Ángel quedó un instante paralizado por el horror. Todos I os largos brazos sarmentosos que envolvían a Bill parecían proceder de un cuerpo macizo, una especie de tronco parduzco. Bien mirado, el aspecto del extraño ser era muy parecido al de una célula nerviosa aumentada de tamaño. El cuerpo del monstruo tenía por arriba dos bulbos a la manera de antenas, y en el extremo de estos dos cosas de brillo cristalino… ¡los ojos! Pero eran plantas… ¡plantas vivientes!

Había dos de estos monstruos luchando con Bill. Miguel Ángel levantó la metralleta y disparó una ráfaga a bocajarro contra el más próximo de los bichos. El monstruo recibió sin inmutarse la rociada de balas.

—¡Bill! —llamó el español.

El muchacho logró apartar una de aquellas ramas que le apretaban la garganta.

—No se preocupe… por mi —jadeó el muchacho—. ¡Siga a Bab… sígala!

Un grito llegó de la espesura. Miguel Ángel echó a correr en aquella dirección, apartando a manotazos las ramas y lianas que se interponían a su paso Entonces vio a Bab. Un corpulento monstruo, casi del doble de tamaño que aquel que tenía aprisionado a Bill, se movía sobre sus patas sarmentosas arrastrando consigo a la joven.

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