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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso (4 page)

BOOK: El planeta misterioso
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—Tengo una idea bastante completa de lo que es una órbita de satélite, señor Tierney —dijo Miguel Ángel ligeramente amoscado—. Verdad que no soy un astronauta, pero soy un buen piloto, y hay ciertas cosas que todo buen piloto sabe. La NASA ha gastado miles de millones en su programa espacial para situar primero a un hombre en una órbita de la Tierra, y más tarde enviar a dos hombres a la Luna. Y ahora usted, con un buen avión comercial, enfila al cielo y alcanza como quien nada el mismo objetivo que rusos y americanos tardaron años en conseguir. ¡Eso no tiene lógica, señor Tierney!

—Verá usted, señor Aznar. Yo también quedé impresionado la primera vez que llegué a esta altura y pude ver la Tierra a mis pies. Pero no fue todo tan sencillo. Todo empezó el día que el profesor von Eicken, a partir de unos viejos apuntes, completó la fórmula de un combustible de increíble potencia… algo tan revolucionario que dejaba arrinconados, por inútiles, todos los experimentos llevados a cabo por la NASA a lo largo de muchos años y a un costo fabuloso.

—Von Eicken… ¿es alemán?

—Era alemán. Como von Braun estaba entre los científicos que fabricaron la primera V—2 alemana. Los americanos lo trajeron a este país, donde von Eicken se nacionalizó norteamericano. La NASA no lo consideró un técnico demasiado brillante y le dio carta de libertad. Yo lo empleé en mi gabinete de investigación. Un día, hace de esto tres años, Eicken vino a mi con una fórmula escrita en un papel. Vi que de ser ciertos los cálculos del profesor obtendríamos un combustible nuevo, con una energía cincuenta veces superior a la de todos los combustibles ensayados hasta entonces, fácil de manejar, no demasiado caro, lo que permitiría construir aeronaves más grandes… o llevar las actuales más lejos con un peso de combustible mucho menor.

—¿Es ese mismo combustible el que hemos utilizado hoy para llegar hasta aquí arriba?

—Sí. Pero tenga en cuenta que con haber descubierto un combustible no lo teníamos todo. Se hacía necesario diseñar un nuevo motor, capaz de resistir la tremenda fuerza y el calor que desarrollaría nuestro combustible. Se hicieron pruebas y más pruebas… gasté muchos millones hasta conseguir el motor ideal; seguro, potente y liviano. Esos son los motores del LANZA.

—Ese combustible… los nuevos motores, el LANZA ¿constituyen un secreto para el mundo, o ya se han mostrado a la NASA?

—Todavía son un secreto… y créame que es un secreto que pesa mucho. Al principio trabajamos con ilusión. Mi idea era dar al mundo un avión como jamás había existido otro. Un avión capaz de volar de Nueva York a París en veinte minutos con toda comodidad y seguridad. Pero todo cambió el día que por primera vez el LANZA pudo convertirse en un satélite de la Tierra. Me regocijaba pensar la cara de asombro que pondrían los chicos de la NASA cuando yo, Harry Tierney, les mostrara un avión que, sin apartarse demasiado de lo convencional, podía hacer con toda facilidad un viaje de ida y vuelta a la Luna con doscientos pasajeros instalados a todo confort. Vi un gran futuro abierto ante mi avión. Cerré los ojos y me di a imaginar todo lo que mi LANZA sería capaz de hacer… ¡Y me asusté!

—¿Dice que se asustó? ¿Por qué? —preguntó Miguel Ángel sorprendido.

—Señor Aznar, ¿qué cree usted que ocurriría si mañana mismo yo presentara mi nuevo avión a los periodistas?

—Supongo que al día siguiente recibiría usted millares de ofertas para comprarle su avión.

—No. El gobierno de mi país ni siquiera me permitiría enseñárselo a mis posibles clientes. Dirían «tenemos una máquina que nos convertirá en el país más poderoso de la Tierra… mientras otros no redescubran al LANZA y construyan algo, igual». Y automáticamente mi LANZA pasaría a convertirse en una máquina supersecreta. Y esto no ocurriría solo en Estados Unidos, sino en cualquier otro país donde intentara presentar mi aparato.

—¿Quiere decir que no le permitirían ganar todos los millones que tenía calculado amasar?

—No estoy pensando en el dinero que invertí ni en los millones que esperaba ganar. Pienso en las grandes empresas que sería capaz de llevar a cabo mi avión… y sólo veo una flota de aviones como mi LANZA arrojando bombas atómicas sobre la Tierra.

—¿Le teme a las consecuencias que del mal empleo de su avión se puedan derivar, eh?

—Los hombres somos malos, señor Aznar. A la vista del comportamiento humano pienso que ni la desintegración del átomo ni mi LANZA harán nunca la felicidad del hombre. Por cada átomo que se haga estallar con fines pacíficos se emplearán millones en la destrucción y el aniquilamiento de nuestra cultura. Por cada LANZA que se utilice acercando a los pueblos de la Tierra, habrá mil dedicados a destruir esos pueblos. Y al fin y al cabo, ¿qué necesidad hay de crear nuevas máquinas para que los hombres lleguen más pronto a los sitios?

—Señor Tierney, usted me desconcierta —murmuró Miguel Ángel—. Admiro su modo de pensar pero ¿qué se propone hacer con este avión? No quiere darlo a conocer ni puede destruirlo.

—¿Por qué no voy a poder destruirlo?

—Bueno, como poder sí puede. Solo que pienso que no querrá.

Tierney guardó silencio. Miraba fijamente a la pantalla de televisión, aunque en realidad parecía no verla. Levantó el brazo y señaló con su mano enguantada.

—Portugal…

Estaban sobre las islas Azores y ya se divisaba en lontananza la costa portuguesa. En el reloj de a bordo eran las 12,14.

—Señor Aznar —dijo Tierney de pronto—. Le he hecho venir desde España, ¿sabe para qué?

—No.

—He decidido destruir mi avión antes que entregarlo a las torpes manos de quienes harían de él un instrumento de guerra. Solo cabría una justificación para que yo entregara mi LANZA a mi gobierno.

—¿Cuál?

—Que la Tierra estuviera realmente amenazada de un peligro procedente de otros planetas.

—¡Ah! —murmuró Miguel Ángel Aznar, y guardó silencio.

—Señor Aznar —dijo Tierney con voz grave—. ¿Es cierta la historia que usted me contó allá en mi despacho? ¿Existen los Hombres Grises de Venus? Hábleme con sinceridad.

—Yo los he visto.

—Si existe en Venus una raza de seres inteligentes… hombres o no humanos que tripulan «platillos volantes» y naves tal vez aún más poderosas… ¿cuál es el futuro que nos espera? ¿Cuáles son las intenciones de esos seres?

—Lo ignoro.

—Podrían atacarnos con sus poderosas armas y destruir el mundo, en cuyo caso, las consecuencias serían mil veces peores que todas las calamidades que podría acarrear un mal uso de este avión en manos de las potencias de la Tierra.

—Es posible. No puedo decir que sí ni que no. Sabemos muy poco de los Hombres de Venus… excepto que proceden de Venus.

—Señor Aznar. Si yo y un grupo de amigos fuéramos en un viaje a Venus… ¿vendría usted conmigo?

—¿A Venus? —exclamó Miguel Ángel pegando un respingo.

—¿Vendría usted con nosotros… aunque sólo fuera para demostrar al mundo que no es usted un embustero y que existen los Hombres de Venus?

—¿En serio se propone usted ir allá?

—Si.

—¿Solo para convencerse por sí mismo de que realmente existen los Hombres de Venus?

—Si tuviéramos pruebas irrefutables de la existencia de esos seres superdotados, yo entonces entregaría el secreto de mi avión a los Estados Unidos. Porque el LANZA sería el único avión capaz de enfrentarse al invasor… o de llevar la guerra al propio Venus si fuera necesario. Si no pudiera demostrar la existencia de esos seres en Venus, destruiría mi avión al regreso. También lo destruiría ahora mismo si usted se retractara de todo cuanto se ha dicho respecto a los Hombres de Venus, y admitiera ante mi, sin testigos, que su historia y la del profesor Stefansson fue pura invención.

—Jamás me retractare de algo que he visto y vivido realmente. No lo haría ni siquiera por evitarme los riesgos seguros de un posible viaje a Venus —contestó Miguel Ángel con firmeza.

—Entonces, ¿cuento con usted para ese viaje a Venus?

—Si.

Eran las 12,24 y volaban sobre Portugal. Un minuto y treinta y tres segundos después estaban sobre Toledo, dejando a babor Madrid. Desde aquí podían divisar ya el azul Mediterráneo, sobre el que entraron exactamente a las 12 horas, 21 minutos y 32 segundos.

A las 12,23 dejaban atrás la isla de Cerdeña. Un minuto después volaban sobre Italia. A las 12,26 sobrevolaron Albania, entraban en Grecia y se lanzaban en dirección a Turquía, pasando sobre Ankara a las 12,30.

Cruzando toda Turquía entraron en territorio soviético y volaron sobre los grandes yacimientos petrolíferos de Bakú, exactamente a las 12,34. Entonces empezó a anochecer, pues aunque en el reloj de a bordo eran las 12,38, en Ruchara debían ser las 9 horas, 24 minutos al pasar sobre esta ciudad. Abajo, en la tierra, ya era completamente de noche. Sin embargo, desde el LANZA, todavía podía verse el sonrosado horizonte por donde acababa de ocultarse el Sol.

A partir de este momento volaron envueltos en las tinieblas de la noche sobre la inmensidad de Asia. Pero a las 12,52 Harry Tierney señalaba a la pantalla y anunciaba.

—Pekin!

Eran las 12,56 al dejar atrás Corea. Dos minutos después volaban sobre el Japón. A la una y cuatro minutos apareció en el horizonte la luz de! alba.

Miguel Ángel Aznar presenció un extraño amanecer. El sol asomó sobre la combada línea de! horizonte y empezó a escalar el cénit a una velocidad vertiginosa, de modo que a! divisar la costa de los Estados Unidos lo tenían casi sobre sus cabezas.

Entraron en los Estados Unidos por California a la 1,23, y sobrevolaron los estados de Nevada, Utah y Colorado. En el curvado horizonte asomó la mancha azul del lago Michigan. Harry Tierney anunció:

—Vamos a prepararnos para la reentrada en la atmósfera. Ahora debemos ponernos las escafandras. Los dos hombres ya tenían colocadas las escafandras, las manos sobre los brazos de sus sillones, cuando entraron en acción los motores del LANZA. Apuntados en el ángulo adecuado, adelante y hacia abajo los dos motores laterales y el motor de proa frenaban al avión al mismo tiempo que lo sostenían en el aire, impidiendo que la pesada máquina, en su caída, acelerara su velocidad.

Sostenido, y a la vez suavemente frenado por los tres motores, el LANZA empezó a perder altura. La reentrada en la atmósfera que era siempre la maniobra más complicada y peligrosa para las naves que regresaban a la Tierra, no tuvo más importancia para el LANZA que el aterrizaje de un avión convencional. El fuselaje y las alas del avión, totalmente recubiertas de cerámica especial, resistieron perfectamente las altas temperaturas producidas por la fricción de la máquina en el aire. Las cortas alas entraron entonces en función, y se inició el largo planeo que llevó al LANZA hasta el lago Erie con la seguridad y firmeza de un avión de línea.

Al tomar tierra en el aeródromo de la «Tierney Air Craft Co», en un alarde de fuerza, Harry Tierney encendió el motor de popa, y con los cuatro motores apuntando hacia el suelo, el avión se mantuvo inmóvil un minuto, para después descender verticalmente y tocar en la pista con la suavidad de un helicóptero.

Capítulo 3

L
os padres de Bárbara vivían en una granja en los alrededores de Trenton. Después de pasar el fin de semana con los Watt, el domingo en la tarde Miguel Ángel Aznar y su esposa tomaron el tren, y a la mañana siguiente se presentaban en las oficinas de la «Tierney Aircraft», donde fueron atendidos por la señorita von Eicken. Harry Tierney había ofrecido a Aznar pagarle un sueldo por todo el tiempo que tardaran en salir de la Tierra, y luego por la duración del viaje a Venus, hasta regresar de nuevo. Miguel Ángel Aznar, en verdad, solo opuso un reparo.

—Soy casado, señor Tierney, y muy enamorado de mi esposa a decir verdad. Es cierto que no tenemos hijos, pero nuestra separación no sería menos dolorosa por ello. Además, mi esposa podría poner objecciones.

—¿Qué clase de objecciones, señor Aznar?

—No querrá que me marche y la deje sola.

—¿Y si ella nos acompaña?

—¡Oh, aceptaría con mucho gusto!

—Su esposa puede venir si gusta. No será la única mujer. Por razones parecidas, aunque en este caso se trata de amor entre padre e hija, la señorita von Eicken formará parte de la expedición. Naturalmente, también se le asignará un sueldo a la señora Aznar.

Bárbara no era una mujer corriente. De haberlo sido seguramente se habría negado a participar en aquella insensata aventura, y habría amenazado a su esposo con el divorcio si él aceptaba. Por lo contrario, Bab aceptó encantada, máxime cuando Miguel Ángel le anunció que ambos iban a cobrar un sueldo.

Tierney no les esperaba seguramente tan pronto y pareció sorprendido al verles. Estrechó la mano de Bárbara, y mirando receloso a Aznar preguntó:

—¿No habrá ocurrido ningún contratiempo, supongo?

—¡Oh, no! —le tranquilizó Miguel Ángel—. Mi esposa acepta venir.

—¡Magnífico! ¿Usted fue la secretaria del profesor Stefansson, no es cierto? Tenemos mucho trabajo para usted. Hay que escribir centenares de cartas a nuestros proveedores para que nos suministren todo el equipo que necesitamos llevar. La señorita von Eicken no podrá ayudarla mucho en esto. Ella es mi secretaría y la factoría debe seguir funcionando normalmente. Nadie debe sospechar acerca de lo que estarnos haciendo, y debo insistir en recordarles que no deberán hablar a nadie de nuestros planes. Mientras estén aquí utilizarán un supuesto nombre, que ustedes pueden elegir libremente. Ahora les voy a llevar a la que será su residencia por todo el tiempo que permanezcan aquí, Tierney les llevó fuera de la oficina y les hizo montar en un jeep, del que él mismo tomó el volante. El automóvil abandonó el recinto vallado de la factoría, tomó una carretera y corrió más de tres kilómetros a lo largo del aeródromo, para luego dejar la carretera y meterse por un camino lleno de polvo que les llevó, a lo largo de la cerca que cerraba el aeródromo, hasta una quinta que se levantaba entre las dunas contiguas, todavía en terrenos de la «Tierney Aircraft».

Un guardián armado vigilaba la puerta de la cerca y un perro salió ladrando de la casa y corrió al encuentro de Tierney.

—«Chita», ven aquí —llamó el millonario. Y la perra se echó en el suelo para que Tierney le rascara la barriga.

—Voy a presentarles a otro miembro de nuestra expedición que llegó ayer en la tarde —anunció Tierney guiando a los Aznar hasta el pórtico de la casa.

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