Miguel Ángel hizo una pausa, como esperando alguna interrupción de Harry Tierney. Pero el millonario seguía mirándole en silencio, como esperando. Miguel Ángel Aznar prosiguió:
—Volamos hasta Calcuta para interrogar a John Mitchel. Allí me encontré a un viejo amigo de la guerra del Vietnam, un piloto llamado Arthur Winfield. No era coincidencia que Winfield se encontrara en la India. Había una recompensa de trescientos mil dólares para quien encontrara a la señorita Mitchel viva o muerta, y Winfield había sido novio de Carol Mitchel durante dos años. Aunque ya habían roto sus relaciones, mi amigo seguía enamorado de Carol Mitchel. Estuvimos bebiendo juntos, aunque para ser más exactos era Winfield quien bebía, y yo quien le escuchaba. Al final estaba tan borracho que tuve que acompañarle a la habitación donde vivía. Allí nos esperaba una anciana… una mujer viejísima de rasgos orientales. Llamó a mi amigo por su nombre, y a continuación, gimiendo y llorando, nos relató una historia increíble. Para que usted no se arme un lío se lo explicaré de este modo. Un cirujano llamado Mattox había sobornado al piloto de los Mitchel para que condujera a estos hasta cierto lugar del Tíbet. Allí vivía una anciana llamada Sakya Kuku Ñor, a quien Mattox había prometido una nueva vida trasplantando su cerebro a un cuerpo joven. Por venganza, Mattox había escogido el cuerpo de la señorita Carol Mitchel. El trasplante se hizo con ayuda de la ciencia de los «Hombres Grises de Venus». La anciana Sakya recibió el cuerpo joven de miss Mitchel, y el cerebro de Carol Mitchel paso a ocupar el cráneo de la anciana Sakya. ¿Usted lo ha comprendido? —preguntó Miguel Ángel vacilante.
—Eso creo —dijo Tierney seriamente—. La anciana que se presentó ante ustedes era el cuerpo de Sakya Kuku Ñor… con el cerebro de la joven Carol Mitchel.
—Unos hombres irrumpieron inesperadamente en el cuarto, nos golpearon a mi amigo y a mi y desaparecieron llevándose consigo a la anciana. Cuando le contamos esta historia al profesor Stefansson, lejos de mostrarse incrédulo, se sintió entusiasmado. Ahora teníamos una pista que relacionaba la historia de la desaparecida Carol Mitchel con los Hombres Grises de Venus, y esta pista conducía al Tíbet… Y salimos volando hacia el Tíbet. En Lhasa, tras algunas pesquisas infructuosas, el profesor Stefansson tuvo ocasión de hablar con un arriero llegado del interior del país. Unos aldeanos, en un villorrio de las montañas Daglas, se jactaban de haber dado muerte a dos extraños seres, no humanos, que bajaron del cielo en unas sombrillas después de abandonar un aparato en forma de plato. El aparato podía ser un platillo volante, y las sombrillas simples paracaídas… Inmediatamente volamos en busca de la aldea…
—Y llegaron y encontraron a todos sus habitantes muertos.
—A todos, excepto a tres que nos recibieron a balazos. Les convencimos de nuestras intenciones amistosas y accedieron a guiarnos hasta el barranco por donde habían despeñado a las dos extrañas criaturas. El profesor Stefansson bajó al fondo con una cuerda y examinó los cadáveres. No eran humanos. No tenían corazón ni pulmones, y su sangre era incolora y probablemente fría. El profesor les tomó varias fotografías que desgraciadamente se perdieron después.
—Pero todos ustedes tuvieron ocasión de ver a los Hombres Grises más tarde, ¿no es cierto?
—Si, y esta es la parte de la historia más difícil de creer —dijo Aznar lamentándose—. Los platillo volante se presentaron de pronto, nos rodearon y nos conminaron a rendirnos. Un americano, el piloto del avión perdido de los Mitchel, hizo las veces de parlamentario. Nos dijo que no teníamos escapatoria posible y que nos convenía entregarnos a los Hombres Grises… o estos nos matarían allí mismo. Nos hicieron subir a los platillo volante y…
—¿Qué le ocurre, señor Aznar? —preguntó Tiérney.
—Temo que usted no pueda creerme. ¡Nadie ha aceptado que yo haya volado realmente en un platillo volante!
—Vamos, señor Aznar, no sea pusilánime. Si su historia es verdadera, ¿qué le importa lo que creamos los demás?
—Bueno —refunfuñó Miguel Ángel—. El vuelo fue corto. Aterrizamos en el fondo de un valle cerrado por altas montañas y nos encerraron en la mazmorra de un antiguo monasterio. Poco después vinieron a buscar a Arthur Winfield. Cuando regresó al cabo de unas horas dijo que íbamos a salir de allí. El doctor Mattox, efectivamente había operado a Carol en el cerebro, pero solamente para producirle una amnesia. Los tibetanos de Gpur, no obstante, creyeron a pies juntillas que se había realizado la reencarnación de Sakya Kuku Ñor en la joven Mitchel, y la obedecían como a una diosa. Carol Mitchel vino a buscarnos a medianoche con algunos hombres de confianza y logramos escapar.
Miguel Ángel se interrumpió y exhaló un suspiro diciendo:
—Y eso fue todo a grandes rasgos. Esta misma historia la habrá podido usted leer con todo lujo de detalles en los periódicos.
—¿Sabía que no todos sus compañeros contaron la historia igual?
—Sí. Desgraciadamente algunos consideraron oportuno contarlo a su manera, añadiendo detalles de su invención que contradecían lo que contaron otros… Todos los periodistas del mundo querían entrevistarnos, y algunos recibieron sumas fabulosas por la exclusividad de su relato.
—¿Y por qué no les creyó tampoco la comisión investigadora?
—La Comisión quería pruebas; fotografías… algún arma extraterrestre o algún pedazo de hombre gris quizás. Desgraciadamente todo se perdió. El gobierno chino se negó a permitir una investigación a fondo en el mismo lugar donde ocurrieron los hechos. Negó que existiera el valle de Gpur, e incluso desmintió que ningún aldeano hubiera sido muerto. La señorita Mitchel que tanto pudo haber contribuido a esclarecer el asunto, negó que hubieran existido nunca los Hombres Grises. Actualmente se encuentran en un sanatorio psiquiátrico. Arthur Winfield se entregó al alcohol y murió atropellado en el «metro» de Nueva York. Todos los demás tuvimos que cambiar de nombre. El grupo, en fin, se dispersó. El profesor Stefansson fue cesado en su cargo, a mi me degradaron y me expulsaron de las Fuerzas Aéreas y tuve que marchar a España con mi mujer… Miguel Ángel se interrumpió al sonar el teléfono. Tiérney, después de breve vacilación, tomó el aparato.
—¿Si? —escuchó atentamente sacudiendo la cabeza—. De acuerdo, llevad el aparato a la pista Oeste. Ahora vamos hacia allá.
Colgó el aparato y miró a Miguel Ángel, que estaba contemplando con mirada ausente la maqueta del avión sobre la esquina de la mesa.
—¿Le gusta ese avión, señor Aznar? —preguntó.
—¿Cómo? —saltó Aznar sobresaltado—. ¡Ah, sí! ¿Es un prototipo?
—En efecto, es un prototipo. ¿Le gustaría volaren él?
Miguel Ángel esperaba de un momento a otro esta pregunta. Todo apuntaba a confirmar las sospechas que tenía sobre el motivo de esta llamada. Tiérney quería ofrecerle un empleo como piloto de pruebas. De otro modo ¿qué objeto podía tener el que se interesara por su pasado?
—Venga conmigo —dijo repentinamente Tiérney poniéndose en pie con decisión—. Puede dejar aquí la gabardina y la cartera. Regresaremos a este despacho más tarde para seguir hablando. Miguel Ángel siguió a Harry Tiérney fuera del despacho.
—Señorita Else —dijo el millonario—. Voy a volar el LANZA con el señor Aznar. No estaré para nadie en las próximas dos horas.
—Sí, señor —dijo la linda secretaria.
Salieron del edificio. El «Rolls-Royce» estaba a la sombra de un estacionamiento de techo metálico. Williams, recostado contra una aleta del auto, se enderezó al ver aparecer a su jefe.
—Al área tres, Hodge —ordenó Tierney subiendo al automóvil.
Miguel Ángel subió detrás de Tierney y Williams cerró la portezuela. Ahora Miguel Ángel se sentía preocupado. Recordaba las últimas palabras de su esposa al despedirle aquella mañana. «Si van a ofrecerte un puesto de piloto de pruebas, di que no». Pero a Miguel Ángel le gustaban los aviones. Si alguien tan importante como Harry Tierney le pedía que se quedara, él no sabría cómo negarse. Después de todo estaba buscando empleo.
El «Rolls-Royce» rodó suavemente por una calle flanqueada de grandes naves hasta detenerse ante una puerta en una alta cerca metálica.
Arriba, sobre la puerta, un letrero en caracteres metálicos: «TIERNEY RESEARCH AIRCRAFT CORPORATION».
A la derecha, sobre la cerca, otro cartel de advertencia: «RESTRICTED AREA Camera Forbidden. No trespass».
Aquí, dos guardas armados, acompañados de un mastín, acudieron junto al auto. El perro mastín ladró con alegría, probablemente por haber reconocido al auto o alguno de los hombres que iban en su interior. Los guardas sólo comprobaron la identidad del dueño de la fábrica, saludaron y se apartaron permitiendo al auto que continuara la marcha. Estaban en el campo de vuelos. El automóvil rodó sobre una pista de cemento en dirección a un enorme hangar que se veía a cierta distancia.
Mientras el auto se acercaba, un tractor salía del hangar tirando de un avión. Lo primero en aparecer fue una prominente, afilada lanza metálica. A continuación de esta lanza, la proa propiamente dicha del aparato, larga, estilizada y, curiosamente, sin una sola ventanilla.
Hasta que no se encontraron más cerca no pudo hacerse Miguel Ángel una idea cabal del tamaño del avión. De lejos, debido quizás a su forma aerodinámica y a la gracia de su silueta, parecía más bien un caza de propulsión a chorro. Solo cuando el automóvil se detuvo y echaron pie a tierra se dio cuenta Miguel Ángel de que estaba ante un auténtico gigante de los aires.
El tren triciclo de aterrizaje tenía seis grandes neumáticos por elemento: dieciocho ruedas en total, y mantenía la panza del avión a cuatro metros de altura del suelo. Las alas, cortas y extraordinariamente robustas, empezaban cerca de la proa y se estiraban hacia atrás, para luego cerrar en suave arco hacia la cola. El timón y los estabilizadores por el contrario, no eran demasiado grandes, considerando las dimensiones de la máquina.
Aparte de que en toda la lisa superficie del casco del avión no se advertía la más pequeña abertura, lo que más llamó la atención de Miguel Ángel fue la implantación de los enormes motores; uno debajo de cada ala, en un gran hueco, otro en el extremo de la cola, entre los estabilizadores, y un cuarto debajo de la proa, también alojado en un hueco. Algo sorprendente fue descubrir una zona chamuscada en un lado de la proa, junto a un agujero que denunciaba la existencia de otro pequeño motor. ¿Para qué una tobera tan pequeña en lugar tan absurdo?
Todo el avión tenía un color terroso—rojizo. Pero no era pintura.
Cuando la cola del gigantesco avión pasaba ante Miguel Ángel, este descubrió otra particularidad en la que no había reparado. El gran motor estaba montado sobre un eje, de tal forma que podía dirigirse igualmente hacia arriba, hacia atrás o hacia abajo.
—¿Despegue vertical? —preguntó.
—Esa es una de las ventajas del «LANZA», aunque no la principal de todas —respondió Harry Tierney.
—¿Por qué no tiene ventanas?
—No son necesarias.
—Es un avión comercial, ¿no es cierto?
—Sí. Es decir —se corrigió Tierney—, ese era su cometido en el origen. Pero tal vez no llegue a volar nunca en una línea comercial.
—Eso, ¿porqué?
—Pronto lo va a ver.
Dejando a Miguel Ángel plantado por la sorpresa, Harry Tierney echó a andar detrás del avión. Luego de unos instantes de vacilación, Miguel Ángel le siguió.
E
l avión estaba en medio de la pista, cubriendo con la sombra de sus alas a Harry Tierney y a Miguel Ángel Aznar. El tractor, al alejarse, se cruzó con un furgón pintado de rojo que llegaba. El camión se detuvo junto al LANZA y tres hombres saltaron a tierra.
El primero en hacerlo era en realidad un muchacho. No debería tener más de dieciocho años. Otro era un hombre de unos 45 años, de constitución robusta y largos brazos velludos que traía arremangados hasta el codo. El otro tendría alrededor de sesenta. Era alto, rubio, delgado y cargado de espaldas. Sus ojos azules, ligeramente cansados, brillaban tras los cristales de unas gafas de montura de carey. Harry Tierney hizo las presentaciones:
—Señor Aznar, le presento a Edgar Ley, nuestro primer delineante proyectista. Este es su hijo Bill. El profesor von Eicken.
—¿Cómo está usted, señor? —saludó von Eicken con acento que tendía a arrastrar las «erres». Ley se limitó a estrechar con desgana la mano del español, volviéndose en seguida para dirigirse a Tierney.
—No me gusta que vueles el LANZA tu solo, Harry —dijo enfadado.
—No es la primera vez que piloto este avión.
—Pero este no es un vuelo ordinario. Todavía ignoramos todo el poder del LANZA. Y no hemos probado todas sus posibilidades.
—Yo conozco bien las posibilidades de mi avión, Edgar. No existe un aparato más seguro que este. ¿O es que quieren asustar al señor Aznar?
—El señor Aznar no sabe qué clase de avión es este.
—Precisamente por eso se lo voy a demostrar. Solo quiero que ustedes permanezcan junto a la radio. El piloto automático dirigirá el vuelo, nada puede ocurrir.
—Bueno, Harry. Ya eres mayorcito, tu sabrás lo que haces —gruñó Ley malhumoradamente—. Nosotros permaneceremos junto a la radio. Tu no cometas imprudencias, eso es todo.
Tierney hizo una seña a Miguel Ángel para que le siguiera hasta el furgón. El joven Ley estaba abriendo la puerta trasera y subió primero para encender la luz eléctrica.
El furgón en realidad era un vestuario. Un gran armario ocupaba todo el fondo. Había banquetas para sentarse y estaba equipado con calefacción y aire acondicionado. Harry Tierney abrió el armario y escogió entre varios trajes colgados en perchas.
Primero sacó un traje «G», del modelo normalmente utilizado por los aviones de caza a reacción de todo el mundo. El traje que extrajo a continuación causó la sorpresa de Miguel Ángel.
—Este le irá bien —dijo Tierney—. Su talla es aproximadamente la de nuestro piloto.
—¿Es un traje de astronauta? —preguntó Miguel Ángel.
—No de astronauta, señor Aznar, sino como los de los astronautas.
—¡Diablo! ¿Vamos a volar tan alto?
—Muy alto, señor Aznar, tan alto como usted no ha volado jamás. Pero no se preocupe. El LANZA lleva cabina presurizada. Los trajes de vacío no son indispensables, solo se trata de adoptar las debidas precauciones.
Miguel Ángel empezó a desnudarse. No era la primera vez que vestía un traje «G». Otra cosa muy distinta fue ponerse el traje espacial, tarea en la cual le ayudó eficazmente el joven Ley. Bill le entregó un juego de auriculares y micrófono y fue a buscar una caja de la que salía un tubo flexible con un racor en su extremo.