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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso (7 page)

BOOK: El planeta misterioso
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Agotado y en crisis después de largos meses de tensión, Tierney cedía ante Miguel Ángel Aznar, como reconociendo en éste aptitudes mejores que las suyas para llevar a buen fin la aventura en la que todos se encontraban involucrados.

Este cambio fue efectuándose gradualmente durante el viaje, y se decidió horas antes de alcanzar Venus.

—Nos acercaremos a Venus por el cono de sombra que el planeta proyecta en el espacio —dijo Miguel Ángel—. En mi opinión deberíamos tomar tierra inmediatamente. Es más seguro que volar dando vueltas al planeta.

—Bien —consintió Harry Tierney.

El Lanza «caía» hacia Venus a una velocidad todavía considerable. Miguel Ángel ordenó a todo el mundo que fueran a ocupar sus literas y se amarraran bien, con los trajes y las escafandras puesto; para prevenir cualquier contingencia.

En la cámara de derrota quedaron solamente Miguel Ángel, Harry Tierney, Richard Balmer y George Paiton. Se cerraron todas las puertas estancas. Tierney introdujo en la computadora los datos referentes al programa establecido para la toma de tierra.

Luego todo quedó en silencio. Incluso la pantalla de televisión quedó a oscuras… De pronto entraron en acción los cuatro motores del Lanza, todos ellos apuntando verticalmente hacia Venus. El tremendo poder de reacción de los motores hundió a los pilotos en sus asientos. Ni la fuerza reunida de cuatro hombres habría podido despegar a uno solo de su asiento.

En el altímetro-radar iban pasando velozmente las cifras correspondientes a la altura de la astronave con respecto a la superficie del planeta. Miguel Ángel leía mentalmente: «15.000… 14.000… 13.000…». Simultáneamente veía retroceder la aguja del velocímetro. Las cifras del altímetro-radar pasaban cada vez más despacio. Buena señal, pues indicaba que el Lanza estaba frenando con eficacia la velocidad de descenso.

«9.000… 8.000… 7.000…».

En la computadora se encendían y apagaban luces. Los carretes de cinta magnética giraban incesantemente. Iba en disminución la agobiante sensación de los primeros minutos.

«3.000… 2.000… 1.000».

Miguel Ángel Aznar se inclinó ligeramente hacia adelante y empuñó los mandos, preparándose para el momento en que el Lanza penetraría en las altas capas de la atmósfera venusina. Tentó los mandos, encontrándolos flojos. Repitió varias veces este movimiento, hasta sentir que encontraba una leve resistencia. Un vistazo al termómetro le confirmó que la temperatura, subía rápidamente en el casco de la nave. Los cuatro motores del Lanza se movieron apuntando hacia atrás en un ángulo de 45 grados. La espalda de Miguel Ángel fue empujada hacia atrás contra el respaldo. El Lanza estaba volando hacia adelante, al mismo tiempo que los motores frenaban todavía la velocidad de caída. Maniobró levantando ligeramente la proa del aparato.

—¡Apaguen cuatro y cinco!

George Paiton apagó los motores de proa y popa. El Lanza volaba ahora como un planeador, apoyándose en sus cortas y robustas alas. El altímetro-radar marcaba 34.000 metros de altura, pero esta descendió rápidamente a 25.000, donde las cortas alas encontraron un aire más denso frenando eficazmente la velocidad de caída.

Todo iba bien.

—Pantalla T.V.

Paiton encendió la pantalla panorámica de televisión. Habían salido del cono de sombra y estaban volando a la luz del día, pero la visibilidad era todavía nula a causa de las densas nubes que envolvían al planeta. Estas nubes, compuestas indudablemente de vapor de agua, se estrellaban en jirones contra el objetivo de las dos cámaras de televisión situadas a proa. La pantalla de T.V. Tenía derivaciones hasta el salón principal y los camarotes de la tripulación, de modo que todos podían ver lo que estaba sucediendo. Diez mil metros de altura. La visibilidad seguía siendo nula. Todos guardaban silencio, esperando con el aliento contenido que las nubes se desgarraran de un momento a otro permitiéndoles ver el suelo del planeta. Pero a seis mil metros todavía las nubes ocultaban la tierra.

A cinco mil metros se produjo un desgarrón de las nubes y los terrícolas tuvieron una visión fugaz de la inmensidad de un océano.

—¡Un océano! —se escuchó la voz excitada del profesor Stefansson en los auriculares de los pilotos. Las nubes habían vuelto a cubrir los objetivos, pero el Lanza continuaba bajando en un veloz vuelo superior a 2 «mach». Era forzoso reducir cuanto antes esta velocidad, pues corrían el riesgo de estrellarse contra alguna montaña de altura superior a 5.000 metros.

Miguel Ángel apretó un botón en la consola central, entre los asientos del piloto y el copiloto. Los dos motores principales del Lanza voltearon sobre sus ejes respectivos y apuntaron hacia adelante y abajo en un ángulo de 45 grados.

Los pilotos casi fueron arrancados de sus asientos, lo que impidieron los cinturones de seguridad. Rápidamente Miguel Ángel tecleó en los botones de la consola central, introduciendo en el «cerebro» de la computadora la clave para un aterrizaje vertical.

Los dos motores auxiliares de proa y de cola apuntaron verticalmente contra el suelo y se encendieron automáticamente. El Lanza casi se detuvo en seco y empezó a bajar.

A 3.000 metros de altura se apartaron las nubes y obtuvieron una imagen clara de la superficie del planeta. Estaban descendiendo sobre una selva inmensa.

—¡Árboles… árboles! —chilló el profesor Stefansson excitado.

Miguel Ángel los estaba viendo, pero al contrario que al profesor, no le causaron ninguna alegría. La selva era allí tan apretada que no se veía un solo palmo de tierra donde el Lanza pudiera posarse. Rápidamente, antes de que la aeronave descendiera más, Miguel Ángel anuló el programa y se hizo cargo personalmente de los mandos, modificando la posición de los motores para que estos, apuntando hacia abajo y atrás crearan la suficiente fuerza de sustentación, al propio tiempo que impulsaban a la máquina hacia adelante. El Lanza dejó de descender y salió impulsado hacia adelante a 900 kilómetros por hora. Miguel Ángel todo era maldecir entre dientes, en tanto que por los auriculares escuchaba las expresiones de satisfacción del profesor Stefansson. Volando de esta manera, el Lanza estaba haciendo un consumo exorbitante de combustible. La selva seguía mostrándose compacta a sus pies. Podría cubrir todo el planeta y obligarles a volar 40.000 kilómetros sin encontrar un claro donde aterrizar.

Esto podía ocurrir fácilmente si estuvieran volando a lo largo línea del Ecuador venusino.

—George, ¿qué dice la aguja magnética? —preguntó.

—Según la brújula estamos volando en dirección oeste noroeste.

Miguel Ángel movió la rueda del timón.

—¿Y ahora?

—Al norte.

—Quera Dios que lo que dice nuestra brújula tenga algún sentido en este endemoniado mundo. Transcurrieron varios minutos. Empezó a llover torrencialmente, al punto de que se hacía difícil ver nada a través de la densa cortina de agua.

—Estamos gastando mucho combustible, Aznar —observó Tierney.

—¡Lo sé! ¿Qué demonios quiere que haga? Nos dejaremos caer tan pronto encontremos un claro.

—Altura dos mil metros —indicó Paiton—. Estamos bajando.

—No estamos bajando nosotros —contesto Miguel Ángel—. Es el suelo que está subiendo rápidamente debajo de nuestros pies.

Dejó de llover tan bruscamente como había comenzado.

—La selva parece menos espesa —observó Paiton.

—Miren allí adelante. Estamos remontando la ladera de una altiplanicie —contestó Miguel Ángel—. Probablemente la selva será menos densa a mayor altura.

Siguieron unos breves minutos de silencio espectante. Alcanzaron el borde de la meseta. El suelo allí estaba cubierto de verde. Los árboles tenían menor alzada y se veían algunos claros.

—¡Allí, Miguel! —señaló George Paiton.

Miguel Ángel había visto también un extenso claro rodeado de bosque.

Orientó rápidamente los motores para que apuntaran directamente hacia el suelo. Utilizó el motor de cola para frenar. El Lanza se detuvo y quedó suspendido en el aire, con todos sus motores rugiendo sobre el claro.

—Despacio ahora, George ——advirtió Miguel Ángel.

Paiton empujó lentamente las cuatro llaves hacia adelante. El rugido de los motores fue descendiendo de tono, la aeronave fue perdiendo altura y Miguel Ángel abrió el tren de aterrizaje. Con un golpe, amortiguado por los muelles del tren, el Lanza tocó tierra. Miguel Ángel apagó todos los motores de golpe, y al silencio repentino siguió una inmovilidad total. De pronto, sobresaltando a todos, se escuchó en los auriculares el salvaje grito del joven Bill Ley:

—¡Hurra, estamos en Venus! ¡Estamos en Venus!

Inmediatamente todos rompieron a hablar al mismo tiempo, armando un guirigay tremendo a través de la línea de comunicaciones.

Harry Tierney y Miguel Ángel Aznar se despojaron de sus escafandras y los cinturones. Luego, a una vez, se volvieron y quedaron mirándose en silencio. Tierney, pálido y emocionado, ofreció su mano diciendo:

—Enhorabuena, Aznar. Lo ha hecho usted muy bien.

—Mi enhorabuena a usted por haber construido un avión tan bueno.

Thomas Dyer, George Paiton y Richard Balmer soltaron sus cinturones, se quitaron las escafandras y se pusieron en pie felicitándose mutuamente por el feliz aterrizaje.

—Vamos a reunimos con los demás —dijo Harry Tierney.

Acudiendo desde diversos puntos de la aeronave, los nueve hombres y las dos mujeres se encontraron en el «living», espacioso salón con sillones y divanes que servía también de comedor.

—Lástima que hayamos tenido que venir a Venus a escondidas —dijo Edgar Ley—. En otras circunstancias, celebraríamos este momento como uno de los acontecimientos más notables de la historia; el descubrimiento de un nuevo mundo.

—El hecho de que seamos ignorados por nuestro mundo no resta mérito a nuestra hazaña —contestó Harry Tierney—. Estamos en Venus, cosa que sepamos nadie había hecho antes de ahora.

—Solamente los thorbod —recordó Miguel Ángel.

—Tal vez los Hombres Grises sean nativos de este mundo —dijo Stefansson.

—Pues si lo son, su mérito es mayor que el nuestro —recordó Miguel Ángel—. Desde hace años, ellos nos visitan en la Tierra con sus «platillos volantes».

Las palabras de Miguel Ángel parecieron devolver a todos a la realidad del momento.

—Bien —dijo Harry Tierney—. Si ha pasado nuestro momento de euforia, podemos empezar a movernos. Este día merece una comida extraordinaria. Mientras las señoras nos preparan el banquete, el profesor Stefansson debería tomar unas muestras de la atmósfera de Venus y comprobar si es respirable.

—Balmer —dijo Miguel Ángel—. Vamos a regresar a la cabina. Debemos instalar la antena de radar para asegurarnos de que no vamos a ser sorprendidos.

Los dos amigos regresaron a la cabina de mando. Allí, apretando un botón, se abrió en dos hojas una gran sección del techo del Lanza, dejando un hueco rectangular de 4 por 8 metros. Otro impulso eléctrico puso en marcha el mecanismo hidráulico que elevó una plataforma lanzacohetes con su sistema de dirección de tiro por medio de radar.

—Richard, conecta la radio.

—¿Quieres que encienda la radio? ¿Para qué?

—Si los «platillos volantes» operan en este planeta, es razonable que haya frecuente comunicación por radio entre ellos y sus bases, e incluso de una base a otra.

Balmer tomó asiento ante la radio, la encendió y se caló los auriculares. Estuvo probando con diversas longitudes de onda, hasta que repentinamente levantó la cabeza y miró a Miguel Ángel.

—¡Escucha esto! —dijo. Y levantando el brazo conectó el altavoz.

Inmediatamente empezaron a surgir del tornavoz chasquidos como de interferencia eléctrica, y mezclados con estos, voces que hablaban un idioma nasal, ininteligible.

Aznar llamó a Harry Tierney por los altavoces interiores para que se presentara en la cabina. Poco después entraba Tierney, con expresión de alarma en el rostro.

—¿Qué ocurre?

—Escuche esto.

Las ondas de radio que llegaban hasta el receptor del Lanza debían estar atravesando una zona de tormentas. No obstante podía escucharse, si bien que mal, la voz lejana de pronunciación nasal.

—¿Los Hombres Grises? —preguntó Tierney.

—Seguramente. ¡Lástima que no conozcamos su idioma!

—Ellos están aquí, ¿eh?

—¿Qué creía usted?

—Sinceramente, siempre tuve la esperanza de que alguna mala interpretación les hubiera inducido a error, creyendo a los thorbod en Venus cuando en realidad solo existían en corto número en algún lugar oculto de la Tierra. Ustedes me, comprenden. Si los Hombres Grises son oriundos de esté planeta, deben existir en número de millones, en cuyo caso…

—Yo no estoy de acuerdo con el profesor Stefansson respecto a su idea de que los Hombres Grises son las criaturas más aproximadas al ser humano que han visto la luz en este planeta. Yo prefiero creer que el thorbod es un ser extravenusino y extragaláctico… una raza extraña procedente de otro mundo, que ha buscado y encontrado en Venus un lugar apropiado para establecerse con su cultura y su ciencia… a la espera tal vez de acrecentar su poder antes de darse a conocer a nosotros.

Tierney miró pensativamente a la pantalla de televisión que les ofrecía una imagen de un mundo que todavía no había hollado con su pie.

—Está anocheciendo —observó.

En efecto, en pocos minutos, desde que aterrizaron, había disminuido sensiblemente la luz en el exterior. —Si los thorbod siguen utilizando la radio, podremos localizar su fuente de emisión con nuestros goniómetros— observó Richard Balmer.

—¿Podríamos averiguar también la distancia a que se encuentra esa emisora?

—Seguro. Sin embargo, para ello, tendríamos que despachar a nuestro helicóptero para que volara doscientos o trescientos kilómetros lejos de aquí. Midiendo el ángulo formado por las dos observaciones sabríamos a que distancia está la emisora thorbod, y eso con bastante exactitud.

Capítulo 5

U
na aparatosa tormenta de truenos y relámpagos, seguida de una lluvia torrencial, saludó a las primeras luces del día, que se abrían paso con dificultad a través del denso manto de nubes. Miguel Ángel Aznar encendió el aparato de televisión del camarote y mientras se vestía pudo ver el impresionante espectáculo de los relámpagos iluminando con su cárdeno zigzag el toldo de opresivas nubes, en tanto que la lluvia tendía una espesa cortina gris que ocultaba el confín lejano. Un rayo abatió un árbol a menos de 50 metros del Lanza, y su estampido, sonoro como el disparo de un cañón gigantesco, sacudió a la aeronave como una hoja.

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