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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

El planeta misterioso (3 page)

BOOK: El planeta misterioso
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Esta caja era idéntica a la «maleta» utilizada por los astronautas norteamericanos. Suministraba oxígeno a los astronautas durante los primeros minutos de vuelo, y además mantenía la temperatura del cuerpo entre los 18 y 19 grados centígrados, cualquiera que fuese el ambiente exterior.

Bill Le ajustó la escafandra al anillo metálico del escote del traje. Luego conectó la manguera de la «maleta» al traje, y casi en seguida Miguel Ángel sintió la entrada del oxígeno que hinchaba su traje. Salieron del furgón portando sus respectivas «maletas» conectadas al traje. Este les hacía moverse con cierta torpeza. Completamente aislados del ambiente exterior, no podían oír ningún ruido ni ser escuchados por los que estaban «afuera».

Una sección de la panza del LANZA, entre los enormes motores, había descendido suspendida por cuatro columnas de acero hasta nivel del suelo. La plataforma era muy grande, pues medía dos metros y medio de ancho por cinco de largo. Tierney se quedó junto a una de las esquinas, en tanto que Miguel Ángel se iba un poco hacia el centro de la plataforma. Tierney saludó con la mano a los tres hombres que estaban en tierra. Luego oprimió con el pie un pedal en la base de la columna y se retiró unos pasos. La plataforma ascendió suavemente colgando de las cuatro columnas, hasta que sus bordes encajaron herméticamente en el hueco rectangular abierto en el vientre del avión. El piso de la plataforma quedó a ras del piso de la cabina del avión. Miguel Ángel se vio en una espaciosa bodega, que iba casi desde la proa al extremo opuesto del aparato.

El interior de la bodega estaba bien iluminado con luces eléctricas. Tierney indicó a su invitado que le siguiera. A seis metros de distancia, en dirección a la proa, había otra plataforma de forma circular, de dos metros de diámetro, suspendida de dos columnas de acero. El piso de esta plataforma enrasaba perfectamente con el piso de la bodega. Los dos aviadores, con sus voluminosos trajes, se situaron sobre esta segunda plataforma.

El ascensor les elevó hasta el puente superior del LANZA, dejándoles en el centro de una bodega o salón desprovisto de muebles, cerrado por una puerta estanca a popa, y otra de iguales características a proa. Tierney se dirigió hacia esta última, haciendo girar una rueda y empujando después. Cruzaron la puerta, que Tierney cerró después, y cruzaron por un angosto pasillo que tenía puertas a cada lado, hasta otra puerta estanca que les condujo directamente a la cabina de mando del avión. La puerta fue asegurada con el manubrio y Harry Tierney abarcó con un ademán toda la cabina, como mostrándosela a su invitado.

Miguel Ángel, detrás del cristal de su escafandra, unió los labios para emitir un silbido admirado que nadie podía escuchar.

La cabina era muy espaciosa y, al contrario que las demás dependencias del LANZA, estaba repleta de aparatos.

Había dos grandes sillones antes los mandos, en el sentido de la marcha del avión. Otro a la derecha, y otro a la izquierda, como en los grandes aviones de línea, podían corresponder a los puestos del navegador y el ingeniero. Todavía había dos sillones más, uno a cada lado de la puerta de entrada a la cabina, sin cometido específico alguno a lo que parecía. Todos los sillones estaban atornillados al piso, estaban provistos de reposacabezas y eran extensibles.

Harry Tierney depositó su «maleta» en el piso, junto al sillón de la izquierda, e indicó a Aznar con una seña el sillón inmediato. Las maletas quedaron sujetas al piso por una correa. Ante sí, Miguel Ángel tenía el duplicado de los mandos del avión, que eran como en todos los aviones de pasajeros. Delante un ancho y largo panel con los relojes indicadores y muchos interruptores, y por encima de este panel, había como una ventana ciega; un cristal parabrisas de forma envolvente, pero a través del cual no se veía absolutamente nada.

Harry Tierney tomó una clavija del salpicadero y la enchufó a su traje. Tomó otra clavija igual y se la enchufó a Miguel Ángel. Los dos hombres quedaron a partir de este momento en comunicación telefónica a través de la línea interior del LANZA.

—¿Qué tal, señor Aznar? —fueron las primeras palabras de Tierney a través del teléfono—. ¿Todo bien?

—Yo me siento bien —respondió Miguel Ángel.

Tierney se inclinó ligeramente adelante y empezó a mover una fila de interruptores. Se encendió el cuadro. Las agujas de algunas de las esferas se movieron. Entre los dos sillones había una consola llena a su vez de botones.

Por espacio de un minuto Tierney tocó botones aquí y allá, como un organista preparándose a iniciar su recital en un órgano electrónico.

—¿Vuela siempre a ciegas este aparato? —preguntó Miguel Ángel.

Como respondiendo a la pregunta de Miguel Ángel, brilló una línea horizontal de luz a través del amplio cristal negro. Casi en seguida el cristal se iluminó con toda una sinfonía de colores… y una panorámica del aeródromo, con sus retazos de verde césped, las dunas de arena y el azul del lago apareció en la pantalla.

—¡Una pantalla de televisión! —exclamó Miguel Ángel.

—En realidad hay dos cámaras afuera, una a cada lado de la proa. Las dos imágenes casan perfectamente en las dos pantallas, dando la impresión de que hay una sola pantalla panorámica.

En este momento se escuchó la voz de Ley a través de la radio:

—¡Hola, LANZA! Aquí torre de vuelos. ¿Me escuchan?

—LANZA a torre. Oímos perfectamente —contestó Harry Tierney.

—Encienda la computadora.

Tierney movió un interruptor. En el gran panel de la izquierda se encendieron alrededor de medio centenar de luces verdes. Todas eran verdes, a excepción de una que brillaba con intermitentes destellos rojos.

—Algo no está en orden, Harry. ¿Qué ocurre? —preguntaron.

Tierney miró el número debajo de la luz roja.

—¡Acabáramos! —dijo echándose a reír—. No hemos abrochado nuestros cinturones. Señor Aznar, abróchese el cinturón.

Los dos cinturones fueron abrochados y la luz roja se tornó verde.

—Todo en orden —informó Tierney.

—Atención. Programa de vuelo; uno, tres, uno, dos, dos, seis.

Como si actuara sobre el teclado de una máquina de sumar común y corriente, Tierney fue apretando los botones numerados de la consola. El número así formado apareció escrito con puntos luminosos sobre una pequeña pantalla negra, debajo de la pantalla panorámica de televisión.

Tierney comprobó que el número era correcto y movió un interruptor.

En las cajas de cristal, sobre el panel de la computadora, empezaron a airar las cintas magnéticas que iban a ordenar el vuelo según el programa escogido por el piloto.

—Como puede ver, la computadora lo hace prácticamente todo y-dijo Harry Tierney. —En menos de un segundo ha verificado todos los controles del avión, cuyo chequeo visual nos hubiera llevado una hora.

—Torre a LANZA —dijo la voz de Ley—. Encienda el uno.

Tierney apretó un botón rojo de la consola. El avión se estremeció ligeramente. Un aullido lejano llegó amortiguado hasta los oídos de Miguel Ángel.

—Encendido el uno.

—Encienda el dos —ordenaron desde la torre.

—Encendido el dos —contestó Tierney después de apretar otro botón.

Todo el avión estaba sujeto a una leve trepidación, seguramente producida por el empuje de los motores, a cuya fuerza se oponían los frenos del tren de aterrizaje.

—Póngase cómodo en el asiento, señor Aznar. Y recline la cabeza.

—Atención, LANZA! Todo listo. Puede despegar —dijo la radio.

—O.K., allá vamos! —contestó Tierney apretado un botón amarillo de la consola. Y se reclinó en el asiento. El LANZA echó a correr con una leve sacudida, pero inmediatamente empezó-a acelerar. Las palancas que regulaban el gas, situadas entre los mandos como en todos los aviones convencionales, se movieron por sí solas hacia adelante. Un trueno estalló bajo los asientos de los pilotos, y como si una fuerza poderosa le empujara hacia atrás, Miguel Ángel Aznar sintió como su espalda y sus riñones se hundían en el mullido del asiento anatómico.

En menos de cien metros de carrera, el LANZA despegó como una pluma, levantó la proa y se elevó a un ángulo de 60 grados. Automáticamente la computadora replegó el tren de aterrizaje, cubrió los objetivos de las cámaras de televisión situadas a proa y conectó con la cámara empleada en la cola del avión. Aterrado vio Miguel Ángel como la fábrica Tierney, el aeródromo y el lago se alejaban por instantes. La panorámica desde la cola del LANZA se hacía más y más ancha y abarcaba una mayor extensión del suelo a medida que el avión ganaba altura con rapidez.

Suave, sin brusquedades, pero firme y seguro, el LANZA se encaramaba al cielo azul acelerando continuamente. No se experimentó ninguna sensación desagradable de pesadez o de ahogo a bordo. La aceleración era constante, pero sin producir agobio de ninguna clase.

Atónito, y un poco asustado, Miguel Ángel buscó con los ojos la esfera del altímetro. ¡Estaban a veinte mil metros y seguían subiendo! ¡Treinta mil, y seguían subiendo! ¡Cuarenta mil! ¡Cincuenta mil!

A más altura de cincuenta mil metros el aparato era inservible.

—¿A qué altura vamos a volar, señor Tierney? —preguntó Miguel Ángel a gritos, sujetándose con fuerza a los brazos del sillón.

—Véalo usted mismo en el altímetro—radar —contestó Tierney.

Miguel Ángel buscó el altímetro—radar con los ojos. ¡Señalaba setenta… ochenta… noventa! Se movía tan aprisa que apenas daba tiempo a leer las cifras. Ya estaba a ciento cincuenta… ¡y seguía moviéndose cada vez más aprisa!

Parecía que no iban a detenerse nunca. Miró a la pantalla de televisión… ¡El paisaje se había borrado por completo, todo se había mezclado en una gran mancha parda y otra mancha azul!

Miró incrédulo al altímetro—radar. ¡Doscientos cincuenta! Miró al reloj y pegó un respingo. ¡No estaba midiendo kilómetros, sino millas!

En aquel delirio de velocidad las cosas ocurrían tan de prisa que uno apenas si tenía tiempo de pensar. De pronto algo ocurrió que impulsó a Miguel Ángel Aznar y Harry Tierney hacia adelante, contra la resistencia que oponían los cinturones de seguridad. Este, tirón cedió casi en seguida, pero Miguel Ángel siguió experimentando una sensación nueva, como si todo él flotara en la nada.

—¿Qué ocurre, señor Tierney? —preguntó alarmado.

—Se han parado los motores, pero todavía seguiremos subiendo un buen trecho debido al impulso que cobramos.

En este punto y momento se desvaneció la imagen en la pantalla de televisión. Pero volvió a encenderse de nuevo animada por las cámaras de proa. El cielo era totalmente negro, y allá arriba brillaban las estrellas. Luego la proa fue bajando y en el campo focal de las cámaras entró en el lejano y curvado horizonte. Abajo tenían la inmensidad azul del océano salpicada de nubes.

Se escuchó un suave pitido… ¡bip!

Miguel Angel miró al altímetro. La aguja por fin se había detenido. ¡Estaban a 350 millas de altura!

—¿Podrá poner de nuevo en marcha los motores? —preguntó Harry.

—Estamos a 346 millas de altura, volando hacia el Este a una velocidad de 4,7 millas por segundo. Eso representa una velocidad de veintisiete mil doscientos veinticuatro kilómetros por hora, que son suficiente para sostenernos en una órbita de satélite.

—¡Estamos en una órbita de satélite! —exclamó Miguel Ángel.

—Sí. Ya podemos desembarazarnos de las escafandras y fumar un cigarrillo. Tome nota de la hora; son las doce y dos minutos, hora del meridiano de Nueva York.

—¡Era una órbita de satélite! —repitió Miguel Ángel—. ¡Imposible!

—¿Por qué imposible?

—Ya cuesta bastante poner en órbita una cápsula mucho más pequeña y ligera que este avión.

—¿Está pensando en las cápsulas «Apolo» de los americanos, los «Vostok» de los rusos y todo eso?

—Tierney se echó a reír. —Olvídese de todo eso, señor Aznar. No estamos a bordo de una cápsula convencional. Hemos subido hasta aquí impulsados por nuestros motores. Ante nosotros tenemos el espacio. Con la misma facilidad, encendiendo los motores y dándonos un ligero empujón, podríamos abandonar nuestra órbita y alejarnos de la Tierra cruzando el espacio hasta la Luna.

—¿No haremos eso, verdad? —protestó Miguel Ángel con alarma.

—Nuestro vuelo no está programado para ese viaje. Pero podríamos hacerlo si quisiéramos. Incluso sin programa sería fácil. No nos costaría nada ir a la Luna y volver. Tenemos suficiente combustible incluso para volar hasta Marte u otro planeta cualquiera de nuestro sistema.

—¡Dios mío, estoy mareado! —murmuró Miguel Angel.

—Es consecuencia de la falta de gravedad. Quítese la escafandra y se sentirá mejor. Miguel Ángel se desembarazó de la molesta escafandra. Se sintió algo aliviado, pero su mareo no era exclusiva culpa de la falta de gravedad. Lo que ocurría le tenía aturdido. Fue una tontería, pero incluso receló estar siendo víctima de una broma. El avión no tenía ventanas. Podían pasarle una película por televisión y hacerle creer que estaba volando en una órbita de satélite, cuando en realidad no se había movido nunca de tierra.

Sin darse cuenta Miguel Ángel había quedado silencioso y pensativo.

Tierney, que se había despojado de su escafandra, la soltó. La escafandra flotó como un globo en el aire en mitad de la cabina. Miguel Ángel soltó la suya y miró pensativo como el pesado artefacto flotaba como una pluma.

—Bueno, señor Aznar —dijo Tierney poniéndose serio—. Supongo que sabrá que a la velocidad que volamos no necesitamos poner en marcha los motores para sostenernos aquí arriba sin caer. Estamos en situación parecida a la Luna, que gira alrededor de la Tierra sin caer sobre nuestra cabeza. La razón de esto es que la velocidad con que se mueve la Luna crea la suficiente fuerza centrífuga para compensar, a la distancia de 239.000 millas, la fuerza de atracción de la Tierra. Para la Luna basta una velocidad de unos dos tercios de milla por segundo para mantener el equilibrio, pero si estuviera más cerca tendría que moverse a más velocidad. Por ejemplo, a una distancia ligeramente superior a las 1.000 millas tendría que recorrer 4,4 millas por segundo, y daría la vuelta a la Tierra en dos horas. Estos datos sobre nuestro satélite, que los astrónomos pueden calcular fácilmente, han servido al profesor von Eicken para calcular a qué velocidad y altura debíamos volar para sostenernos aquí arriba dando vueltas a la Tierra sin caer.

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