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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (3 page)

BOOK: Once minutos
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El jefe se ofreció a acompañarla y a pagar todos sus gastos, pero María mintió, diciéndole que la única condición que su madre le había impuesto era dormir en casa de un primo suyo que practicaba jiu—jitsu, ya que iba a uno de los lugares más peligrosos del mundo.

—Además —continuó—, no puede usted dejar la tienda así, sin una persona de confianza a cargo.

—No me trates de usted —dijo él, y María notó en sus ojos aquello que ya conocía: el fuego de la pasión. Eso la sorprendió, porque creía que aquel hombre sólo estaba interesado en el sexo; sin embargo, su mirada decía exactamente lo contrario: «Puedo darte una casa, una familia, y algún dinero para tus padres». Pensando en el futuro, resolvió alimentar la hoguera.

Dijo que iba a echar mucho de menos aquel empleo que tanto le gustaba, a la gente con la que adoraba convivir (evitó mencionar a nadie en particular, dejando el misterio en el aire: «la gente», ¿lo incluiría a él?), y prometió tener mucho cuidado con su cartera y con su integridad. La verdad era otra: no quería que nadie, absolutamente nadie, estropease aquella primera semana de libertad total. Le gustaría hacer de todo, bañarse en el mar, hablar con extraños, ver las vidrieras de las tiendas, y estar disponible para que un príncipe encantado apareciese y la raptase para siempre.

—¿Qué es una semana, al fin y al cabo? —dijo con una sonrisa seductora, deseando estar equivocada—. Pasa de prisa, y pronto estaré de vuelta, atendiendo mis responsabilidades.

El jefe, desconsolado, resistió un poco pero acabó aceptando, pues para entonces ya estaba haciendo planes secretos para pedirle matrimonio en cuanto volviese y no quería precipitarse demasiado y estropearlo todo.

María viajó cuarenta y ocho horas en autobús, se hospedó en un hotel de quinta categoría de Copacabana (¡ah, Copacabana! Esa playa, ese cielo...), e incluso antes de deshacer las maletas, cogió un biquini que se había comprado, se lo puso, y aun con el cielo nublado, se fue a la playa. Miró el mar, sintió pavor, pero al final entró en sus aguas, muriéndose de vergüenza.

Nadie en la playa notó que aquella chica estaba teniendo su primer contacto con el océano, la diosa Iémanj
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, las corrientes marítimas, la espuma de las olas, y la costa de África con sus leones, al otro lado del Atlántico. Cuando salió del agua, fue abordada por una mujer que intentaba vender sandwiches naturales, por un guapo negro que le preguntó si estaba libre para salir aquella noche, y por un hombre que no hablaba ni una palabra de portugués, pero que hacía gestos y la invitaba a tomar agua de coco con él.

María compró el sándwich porque tuvo vergüenza de decir «no», pero evitó hablar con los otros dos extraños. Y súbitamente se sintió triste, ahora que finalmente tenía la posibilidad de hacer todo lo que quería, ¿por qué reaccionaba de manera tan absolutamente reprobable? A falta de una buena explicación, se sentó a esperar a que el sol saliese de detrás de las nubes, todavía sorprendida por su propio coraje, y por la temperatura del agua, tan fría en pleno verano.

El hombre que no hablaba portugués, sin embargo, apareció a su lado con un coco y se lo ofreció. Contenta de no verse obligada a hablar con él, María bebió el agua de coco, sonrió y él le devolvió la sonrisa. Durante un rato permanecieron en esa cómoda comunicación que no quiere decir nada, sonrisa por aquí, sonrisa por allá, hasta que él sacó un pequeño diccionario de tapas rojas del bolsillo y dijo, con un acento extraño: «bonita». Ella volvió a sonreír; claro que le gustaría encontrar a su príncipe encantado, pero al menos debía hablar su lengua y ser un poco más joven.

El hombre insistió, hojeando el pequeño libro: —¿Cenar hoy?

Y después comentó:

—¡Suiza!

Y completó la frase con palabras que suenan a paraíso en cualquier lengua en que sean pronunciadas:

—¡Empleo! ¡Dólar!

María no conocía el restaurante Suiza, pero ¿acaso eran las cosas tan fáciles y los sueños se realizaban tan de prisa? Mejor desconfiar: «Muy agradecida por la invitación, estoy ocupada, y tampoco estoy interesada en comprar dólares».

El hombre, que no entendió una sola palabra de su respuesta, empezaba a desesperarse; después de muchas sonrisas por aquí, sonrisas por allá, la dejó durante algunos minutos, y volvió después con un intérprete. A través de él le explicó que era de Suiza (no era un restaurante, era el país), y que le gustaría cenar con ella, pues tenía una oferta de empleo. El intérprete, que se presentó como asesor del extranjero y agente de seguridad del hotel en el que éste se hospedaba, añadió por su cuenta:

—Si yo fuera tú, aceptaría. Este hombre es un importante empresario artístico, y ha venido a descubrir nuevos talentos para trabajar en Europa. Si quieres, puedo presentarte a otras personas que aceptaron la invitación, se hicieron ricas, y hoy están casadas y con hijos que no tienen que sufrir asaltos ni problemas de desempleo.

Y, completó, intentando impresionarla con su cultura internacional:

—Además, en Suiza hacen excelentes chocolates y relojes. La única experiencia artística de María se reducía a haber interpretado a una vendedora de agua, que entraba muda y salía callada, en la obra sobre la Pasión de Cristo que el ayuntamiento representaba durante Semana Santa. No había conseguido dormir bien en el autobús, pero estaba entusiasmada con el mar, cansada de comer sandwiches naturales y antinaturales, y confusa porque no conocía a nadie y necesitaba hacer un amigo en seguida. Ya había pasado por este tipo de situaciones antes, cuando un hombre lo promete todo y no cumple nada, de modo que esa historia de ser actriz no era más que una manera de intentar interesarla en algo que fingía no querer.

Pero, segura de que la Virgen le había dado aquella oportunidad, convencida de que tenía que aprovechar cada segundo de su semana de vacaciones, y conocer un buen restaurante significaba tener algo muy importante que contar cuando volviese a su tierra, resolvió aceptar la invitación, siempre que el intérprete la acompañase, pues ya se estaba cansando de sonreír y de fingir que entendía lo que el extranjero decía.

El único problema era, sin embargo, su mayor problema: no tenía ropa adecuada. Una mujer jamás confiesa estas intimidades (es más fácil aceptar que su marido la ha traicionado que confesar el estado de su armario), pero como no conocía a aquellos hombres, y tal vez jamás volviese a verlos de nuevo, resolvió que no tenía nada que perder.

—Acabo de llegar del nordeste, no tengo ropa para ir a un restaurante.

El hombre, a través del intérprete, le dijo que no se preocupase, y le pidió la dirección de su hotel. Aquella tarde, María recibió un vestido como jamás había visto en toda su vida, acompañado de un par de zapatos que debían de haber costado tanto como lo que ella ganaba durante un año.

Sintió que allí comenzaba el camino que tanto había ansiado durante su infancia y su adolescencia en la selva brasileña, conviviendo con la sequía, los chicos sin futuro, la ciudad honesta pero pobre, la vida repetitiva y sin interés: ¡estaba a punto de transformarse en la princesa del universo! ¡Un hombre le había ofrecido trabajo, dólares, un par de zapatos carísimos y un vestido de cuento de hadas! Le faltaba el maquillaje, pero la recepcionista de su hotel, solidaria, la ayudó, no sin antes prevenirla de que ni todos los extranjeros son buenos, ni todos los cariocas son delincuentes.

María ignoró la advertencia, se vistió con aquel regalo del cielo, se pasó horas delante del espejo, arrepentida de no haber llevado consigo una simple cámara de fotos para registrar el momento, hasta que finalmente se dio cuenta de que ya llegaba con retraso a su cita. Salió corriendo, cual Cenicienta, y fue hasta el hotel donde estaba el suizo.

Para su sorpresa, el intérprete dijo que no iba a acompañarlos y se fue:

—No te preocupes por el idioma, lo importante es que él se sienta bien a tu lado.

—Pero cómo, si no va a entender nada de lo que digo.

—Justamente por eso. No tienen que hablar, es una cuestión de energía.

María no sabía qué significaba eso de «una cuestión de energía». En su tierra, la gente necesitaba intercambiar palabras, frases, preguntas, respuestas, siempre que se veían. Pero Maílson, que así se llamaba el intérprete/agente de seguridad, le garantizó que en Río de Janeiro, y en el resto del mundo, las cosas eran diferentes.

—No tiene que entender, simplemente haz que se sienta bien. Es viudo, sin hijos, dueño de una discoteca, y está buscando brasileñas que quieran presentarse en el extranjero. Yo le dije que tú no dabas la talla, pero él insistió, diciendo que se había enamorado en cuanto te vio salir del agua. También dijo que tu biquini era bonito.

Hizo una pausa.

—Sinceramente, si quieres encontrar un novio aquí, tendrás que cambiar de modelo de biquini; aparte de este suizo, creo que a nadie más en el mundo le va a gustar; es muy anticuado.

María fingió que no lo escuchaba. Maílson continuó.

—Creo que no desea una simple aventura contigo; cree que tienes talento suficiente como para convertirte en la principal atracción de su discoteca. Claro que no te ha visto cantar, ni bailar, pero eso se puede aprender, mientras que la belleza es algo con lo que se nace. Los europeos son así: llegan aquí, creen que todas las brasileñas son sensuales y que saben bailar samba. Si es serio en sus intenciones, te aconsejo que le pidas un contrato firmado, con firma reconocida en el consulado suizo, antes de salir del país. Mañana estaré en la playa, frente al hotel, búscame si tienes alguna duda.

El suizo, sonriendo, la tomó del brazo y le mostró el taxi que los esperaba.

—Sin embargo, si su intención es otra, y la tuya también, el precio normal de una noche es de trescientos dólares. No lo dejes en menos.

Antes de que pudiese responder, ya estaba camino del restaurante con el suizo, que ensayaba las palabras que deseaba decir. La conversación fue muy simple:

—¿Trabajar? ¿Dólar? ¿Estrella brasileña?

María, sin embargo, todavía pensaba en el comentario del agente de seguridad/intérprete: ¡trescientos dólares por una noche! ¡Qué fortuna! No tenía que sufrir por amor, podía seducirlo como había hecho con el dueño de la tienda de tejidos, casarse, tener hijos, y dar una vida cómoda a sus padres. ¿Qué tenía que perder? Él era viejo, tal vez no tardase mucho en morir, y ella sería rica; a fin de cuentas, parecía que los suizos tenían mucho dinero y pocas mujeres en su tierra.

Cenaron sin hablar demasiado; sonrisa por aquí, sonrisa por allá, María fue entendiendo poco a poco qué era «energía». Él le enseñó un álbum con varias cosas escritas en una lengua que no conocía; fotos de mujeres en biquini (sin duda, mejores y más atrevidos que el que ella se había puesto por la tarde), recortes de periódicos, folletos chillones en los que lo único que entendía era la palabra «Brazil», mal escrita (¿acaso no le habían enseñado en el colegio que se escribía con «s»?). Bebió mucho, por miedo a que el suizo le hiciese una proposición (después de todo, aunque jamás lo hubiese hecho en su vida, nadie puede despreciar trescientos dólares, y con un poco de alcohol las cosas son mucho más simples, sobre todo si no hay nadie de tu ciudad cerca). Pero él se comportó como un caballero, incluso apartó la silla cuando ella se sentó y se levantó. Al final, dijo que estaba cansada, y concertó una cita en la playa para el día siguiente (señalar el reloj, enseñar la hora, hacer con la mano el movimiento de las olas del mar, decir, «ma—ña—na» muy despacio).

Él pareció satisfecho, miró también su reloj (posiblemente suizo), y estuvo de acuerdo con la hora.

No durmió bien. Soñó que todo era un sueño. Despertó y vio que no lo era: había un vestido en la silla de la modesta habitación, un hermoso par de zapatos y una cita en la playa.

D
el diario de María, el día en que conoció al suizo:

Todo me dice que estoy a punto de tomar una decisión equivocada, pero los errores son una manera de reaccionar. ¿Qué es lo que el mundo quiere de mí? ¿Que no corra riesgos? ¿Que vuelva al lugar del que vengo, sin valor para decirle «sí» a la vida? Ya reaccioné equivocadamente cuando tenía once años y un niño me pidió un lápiz prestado; desde entonces, entendí que a veces no hay una segunda oportunidad, que es mejor aceptar los regalos que el mundo nos ofrece. Claro que es arriesgado, pero ¿será el riesgo mayor que un accidente del autobús que tardó cuarenta y ocho horas en traerme hasta aquí? Si tengo que ser fiel a alguien o a algo, en primer lugar tengo que ser fiel a mí misma. Si busco el amor verdadero, antes tengo que cansarme de los amores mediocres que encuentre. La poca experiencia de vida que tengo me ha enseñado que nadie es dueño de nada, todo es una ilusión, y eso incluye tanto los bienes materiales como los bienes espirituales. Aquel que ya perdió algo que daba por hecho (algo que ya me ocurrió tantas veces) al final aprende que nada le pertenece.

Y si nada me pertenece, tampoco tengo que perder mi tiempo cuidando cosas que no son mías; mejor vivir como si hoy fuese el primer (o el último) día de mi vida.

A
l día siguiente, junto con Maílson, el intérprete/agente de seguridad, que ahora decía ser su representante, dijo que aceptaba la invitación, siempre que tuviese un documento expedido por el consulado suizo. El extranjero, que parecía acostumbrado a ese tipo de exigencias, afirmó que no sólo era un deseo de ella, sino también suyo, ya que para trabajar en su tierra era necesario tener un papel que probase que nadie allí podría hacer aquello para lo que ella se estaba ofreciendo, y no sería difícil conseguirlo, pues las suizas no tenían grandes aptitudes para la samba. Fueron juntos hasta el centro de la ciudad, el agente de seguridad/intérprete/representante exigió un adelanto en dinero efectivo en cuanto firmaron el contrato, y se quedó con un treinta por ciento de los quinientos dólares recibidos.

—Esto es una semana de adelanto. Una semana, ¿entiendes? ¡Ganarás quinientos dólares por semana, y sin comisión, porque sólo me quedo con una parte del primer pago!

Hasta aquel momento, los viajes, la idea de marcharse lejos, todo parecía un sueño, y soñar es muy cómodo, siempre que no nos veamos obligados a hacer aquello que planeamos. Así, no corremos riesgos, ni sufrimos frustraciones, momentos difíciles, y cuando seamos viejos, siempre podremos culpar a los demás, a nuestros padres preferentemente, o a nuestros maridos, o a nuestros hijos, por no haber realizado aquello que deseábamos.

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