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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (15 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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Me sentí mal, por diversos motivos, físicamente, porque desde aquel mísero desayuno en Bochum no había tomado nada, excepto coñac y cigarrillos, y moralmente, porque me imaginaba a Züpfner en un hotel romano mirando a Marie mientras ésta se vestía. Es probable que él revolviese en su ropa interior. Esos católicos correctamente razonables, inteligentes, justos y cultos necesitan mujeres compasivas. Marie no era la apropiada para Züpfner. Alguien como él, siempre impecablemente vestido, bastante a la moda para no parecer anticuado, y no tan a la moda como para parecer un dandy; que todas las mañanas se lava a fondo con agua fría y se cepilla los dientes con ardor, como si se tratase de batir un récord: para él Marie no es bastante inteligente, y cuida demasiado, ella también, su tocado matinal. Es la clase de sujeto que, antes de entrar en la sala de audiencias del Papa, se pasa el pañuelo rápidamente por los zapatos. También me daba lástima el Papa, ante quien se arrodillarían ambos. Sonreiría bondadoso y se alegraría de corazón por aquella hermosa, simpática y católica pareja alemana, y se engañaría una vez más. No podía él sospechar que impartía su bendición a dos adúlteros.

Entré en el cuarto de baño, me friccioné, volví a vestirme, fui a la cocina y puse agua a calentar. Monika había pensado en todo. Junto al fogón de gas se encontraban fósforos, había café molido en un bote cerrado herméticamente, papel de filtro al lado, jamón, huevos, conservas de legumbres en la nevera. Hago trabajos culinarios a gusto sólo cuando es la única posibilidad de escapar de ciertas formas de locuacidad de los adultos. Cuando Sommerwild se pone a hablar del «Eros», cuando Blothert expectora su ca-ca-canciller, o cuando Fredebeul sirve frío lo que ha compilado sobre Cocteau, entonces prefiero irme a la cocina, saco mayonesa de tubos, parto aceitunas por la mitad y hago canapés de foie-gras. Cuando estoy solo en la cocina y quiero prepararme algo para mí, me siento perdido. Mis manos se vuelven torpes en la soledad, y la necesidad de abrir una lata o batir huevos en la sartén, me sume en profunda melancolía. Pero no sufro de incapacidad masculina. Cuando Marie estaba enferma o iba a trabajar —en Colonia trabajó algún tiempo en una papelería—, no se me hacía cuesta arriba el trabajar en la cocina, y cuando ella tuvo el primer aborto, lavé incluso las sábanas, antes de que nuestra patrona regresase del cine.

Conseguí abrir una lata de judías blancas sin lastimarme las manos y vertí agua hirviente en el filtro, mientras pensaba en la casa que Ziipfner se había hecho edificar. Estuve allí unos dos años antes.

14

La vi volver a casa de noche. A la luz de la luna, el bien recortado césped parecía casi azul. Junto al garaje, ramas podadas, amontonadas allí por el jardinero. Entre la retama y las matas rojas de los acerolos, el cubo de la basura, listo para la recogida. Viernes por la noche. Ya sabría ella a qué olería la cocina: a pescado. También sabría las notas que encontraría, una de Züpfner sobre el televisor: «Tuve que irme urgentemente a casa de F. Besos. Heribert», la otra de la criada sobre la nevera: «Estoy en el cine, volveré a las diez. Grete (Luise, Birgit).»

Abrir la puerta del garaje, dar la luz: sobre la blanqueada pared, la sombra de un patinete y de una máquina de coser en desuso. En el rincón de Züpfner, el Mercedes probaba que Züpfner se había ido a pie: «Respirar aire, respirar, un poco de aire, aire.» Barro en neumáticos y guardabarros recordaba viajes por el Eifel, discursos por la tarde ante las juventudes («luchar juntos, resistir juntos, sufrir juntos»).

Una ojeada hacia lo alto: también todo oscuro en el cuarto de los niños. Las casas vecinas con entradas de doble vía y separadas por amplios parterres. El patológico reflejo de los televisores. El padre y marido que vuelve a casa molestará como el regreso del hijo pródigo molestaría: no se degollaría ningún becerro, ni siquiera habría pollos a la parrilla, se señalaría fugazmente un resto de pasta de hígado que quedó en la nevera.

Los sábados por la tarde, reuniones de confraternidad, cuando los volantes de badminton saltaban por encima de la red impulsados por raquetas, cachorros de perro o de gato escapaban corriendo, volantes devueltos por una raqueta, recuperados los gatitos —«oh, qué monada»— o los perritos—«oh, qué monada»— en la puerta del jardín o a través de rendijas en el vallado. Reprimida la irritación en las voces, nunca personal; sólo de vez en cuando se sale de la impecable curva y traza arabescos en el cielo de la vecindad, siempre por motivos fútiles, nunca por los verdaderos: si un platillo se hace añicos con estrépito, un balón que rueda aplasta las flores, manos infantiles arrojan guijarros a la pintura de los coches, lo recién lavado y recién planchado es rociado por las mangueras del jardín, entonces las voces se vuelven estridentes, las voces que no pueden chillar ni por estafas ni adulterios ni abortos. «Hija, tienes los oídos supersensibles, toma una medicina.»

No tomes nada, Marie.

La puerta de la casa se abre: silencioso y confortablemente cálido. La pequeña Mariechen duerme arriba. Así pasa el tiempo: boda en Bonn, luna de miel en Roma, embarazo, parto: rizos castaños sobre níveas almohadas infantiles. ¿Te acuerdas de cuando él nos enseñó la casa y afirmó, lleno de vitalidad: «Aquí hay sitio para doce niños?» Y cómo ahora te examina durante el desayuno, el inexpresado «¿sí?» en sus labios, y cómo gritan los sencillos correligionarios y compañeros de partido, después del tercer vaso de coñac: «¡De uno a doce, van once, reza la cartilla!»

Se murmurea por la ciudad. Has estado otra vez en el cine, en este atardecer resplandeciente de sol, en el cine. Y otra vez en el cine, y otras veces.

Toda la tarde sola en el grupo, en casa de Blothert en casa, y sólo el ca-ca-ca en los oídos, y esa vez no terminaba en -nciller el final, sino en -tólicos. Como un cuerpo extraño te zumba la palabrita en los oídos. Suena a juego de cricket, suena también un poco a úlcera. Blothert posee el contador Geiger que permite descubrir a los católicos: Éste sí, éste no, éste sí, éste no.» Como si deshojase la margarita: me quiere, no me quiere. Me quiere. Allí se examinan clubs de fútbol y compañeros del partido, gobierno y oposición, con el
test
católico. Igual que un distintivo racial, se busca la piedra de toque y no se la encuentra: nariz nórdica, boca occidental. Alguien la tiene con seguridad, se la ha tragado, la piedra tan codiciada, la buscada con ahínco. Es el propio Blothert, guárdate de sus ojos, Marie. Lujuria senil, ideas de seminarista sobre el sexto mandamiento, y cuando se habla de ciertos pecados, sólo en latín.
In sexto, de sexto
. Naturalmente, suena a sexo. Y los queridos niños. A los mayores; Hubert, dieciocho; Margret, diecisiete, les está permitido quedarse un rato, para que la charla de los adultos les aproveche. Se habla de católicos, estado corporativo y la pena de muerte, que hace surgir una curiosa llamarada en los ojos de la señora Blothert, y su voz se eleva a irritadas alturas, donde el reír y el llorar se juntan sensualmente. Has intentado consolarte con el trasnochado cinismo de izquierdas de Fredebeul: en vano. En vano intentarás irritarte con el trasnochado cinismo de derechas de Blothert. Hay una bonita palabra: nada. No pienses en nada. Ni en el canciller, ni en los católicos, piensa en el payaso que llora en la bañera, que derrama el café en sus zapatillas.

15

Claro que identifiqué el ruido, pero no supe qué hacer. Lo había oído a menudo, pero nunca tuve que reaccionar. En casa de mis padres reaccionaban las criadas al sonar el timbre de la puerta, en casa de Derkum oí frecuentemente el sonido de la campanilla de la tienda, pero nunca me levanté. En Colonia vivíamos en una pensión, y en un hotel no se oye más timbre que el del teléfono. Oía el timbre, pero no acudía. Me era extraño, pues en este piso sólo lo había oído dos veces, una vez que un chico trajo leche, y cuando Züpfner envió a Marie las rosas de té. Cuando llegaron las rosas, estaba yo en la cama, Marie se acercó y me las mostró, con la cara extasiada dentro del ramo, y se produjo un enojoso equívoco, porque creí que las flores eran para mí. Frecuentemente alguna admiradora me enviaba flores al hotel. Dije a Marie: «Son bonitas estas rosas, quédate con ellas», y ella me miró y dijo: «Pero si son para mí.» Me ruboricé. Me apenó, y caí en la cuenta que nunca había mandado flores a Marie. Naturalmente le llevaba todos los ramos de flores que me entregaban en el escenario, pero nunca le había comprado ninguno, aunque casi siempre tenía que pagar yo las flores que me ofrecían en escena. «¿De quién vienen las flores?», pregunté. «De Züpfner», dijo. «¿Y a santo de qué?», exclamé. Recordé que los había visto cogidos de la mano. Marie se ruborizó y dijo: «¿Por qué no iba a enviarme flores?» «Vuelve del revés la pregunta», dije: «¿Por qué iba a enviarte flores?» «Hace tiempo que somos amigos, y a lo mejor se ha enamorado.»

«Me parece muy bien que se enamore, pero mandar flores tan costosas, es una impertinencia. Lo encuentro de mal gusto.» Se ofendió y salió.

Al llamar el chico de la leche estábamos en la sala, y Marie abrió y le pagó. Sólo una vez tuvimos una visita en nuestro piso: Leo, antes de convertirse, pero llegó con Marie y no tuvo que llamar al timbre.

El timbre sonó de un modo extraño, tímido y obstinado a la vez. Tuve un miedo espantoso de que pudiese ser Monika, quizás enviada por Sommerwild con cualquier pretexto. Otra vez volvía a sentir el complejo de los Nibelungos. Con las zapatillas empapadas corrí hacia el vestíbulo, y no encontré el botón que debía apretar. Mientras lo buscaba recordé que Monika tenía la llave de la casa. Por fin encontré el botón, lo pulsé y oí abajo un ruido como si una abeja zumbase contra el cristal de una ventana. Salí al descansillo de la escalera y me paré junto al ascensor. La señal de ocupado se puso roja, se encendió el uno, el dos; nervioso, miraba yo las cifras, hasta que repentinamente noté que había alguien a mi lado. Asustado, me volví: una linda mujer, rubia, no excesivamente delgada, con muy simpáticos ojos gris-claro. Su sombrero era demasiado rojo para mi gusto. Sonreí, ella sonrió también y dijo: «Seguramente es usted el señor Schnier; mi nombre es Grebsel, soy su vecina. Me alegro de poderle conocer en persona.» «También me alegro yo», dije, «me alegro de verdad.» A pesar de su sombrero rojo, la señora Grebsel era una delicia para los ojos. Vi que llevaba un periódico bajo el brazo: «La Voz de Bonn»; ella siguió mi mirada, se ruborizó y dijo: «No haga usted caso.» «Abofetearé a ese canalla», dije, «si usted supiese el miserable e hipócrita pajarraco que es, y además me estafó una botella de aguardiente.» Ella rió. «Mi marido y yo nos alegraremos, si alguna vez se hace real nuestra vecindad. ¿Se quedará usted mucho tiempo?» «Sí», dije, «algún día llamaré, si usted me lo permite; ¿en su casa es también todo de color de orín?» «Naturalmente», dijo, «el color de orín es el distintivo del quinto piso.» El ascensor permaneció mucho tiempo en el tercer piso; luego se puso rojo el cuatro, el cinco, abría la puerta y, asombrado, di un paso atrás. Mi padre salió del ascensor, sostuvo la puerta abierta para que entrase la señora Grebsel y volviose hacia mí. «Dios mío», dije, «padre.» Nunca le había dicho aún padre, siempre le llamé papá. Él dijo «Hans», e hizo un torpe amago de abrazarme. Entré en el piso antes que él, ]e recogí el sombrero y el abrigo, abrí la puerta de la sala y le señalé el sofá. Se sentó aparatosamente.

Ambos estábamos muy perplejos. Entre padres e hijos la perplejidad parece ser la única posibilidad de comprensión. Tal vez mi saludo de «padre» sonó muy patético y acrecentó la perplejidad, ya de por sí inevitable. Mi padre, en su asiento de color de orín, miró meneando la cabeza a mis zapatillas empapadas, mis calcetines mojados, y el albornoz demasiado largo que para colmo era de un rojo de fuego. Mi padre no es alto, es delicado, y atildado con tan sabio descuido que las gentes de la televisión se lo disputan siempre que se debate alguna cuestión económica. También irradia bondad y buen juicio, y ha llegado a ser más famoso como astro de la televisión que como el Schnier del lignito. Odia cualquier matiz de brutalidad. Al verle, uno esperaría que fumase cigarros, no gruesos, sino delgados y finos, pero que fume cigarrillos da la impresión, en un capitalista de casi setenta años, de gran elegancia e ideas avanzadas. Comprendo que le hagan intervenir en todos los debates en que se trata de dinero. Se nota que no solo irradia bondad, sino que además es bondadoso. Le tendí los cigarrillos, le di fuego, y al inclinarme hacia él, dijo: «No sé gran cosa de payasos, pero sí algo. Que se bañen en café, es nuevo para mí.» Sabe ser jocoso. «No me baño en café, padre», dije, «sólo quería prepararme café, pero lo he echado a perder.» Hubiese debido decir «papá», en esta frase a más tardar, pero ya era demasiado tarde. «¿Te gustaría beber algo?» Sonrió, me miró con desconfianza y preguntó: «¿Qué tienes en casa?» Entré en la cocina: en la nevera estaba el coñac, había también allí un par de botellas de agua mineral, limonada y una botella de vino tinto. Tomé un frasco de cada clase, los llevé a la sala y los alineé sobre la mesa ante mi padre. Se sacó las gafas del bolsillo y observó atentamente las etiquetas. Meneando la cabeza, comenzó por apartar el coñac. Sabía que le gustaba beber coñac y dije ofendido: «Pues parece ser una buena marca.» «La marca es excelente», dijo, «pero el mejor coñac deja de serlo cuando se sirve helado.»

«Dios mío», dije, «¿no es, pues, correcto guardar el coñac en la nevera?» Me miró por encima de sus gafas, como si acabase de declararme culpable de sodomía. A su modo, es también un esteta, y por las mañanas no queda satisfecho hasta que las tostadas han sido devueltas a la cocina tres y cuatro veces, hasta que Anna consigue el grado exacto de tueste: una lucha sorda, que cada mañana comienza de nuevo, pues Anna considera las tostadas como una «estupidez anglosajona». «¡Coñac en la nevera!», dijo mi padre despectivamente, «¿de verdad no lo sabías, o te haces el tonto? Contigo, uno no sabe nunca a qué atenerse.»

«No lo sabía», dije. Me miró inquisitivamente, sonrió y pareció convencido.

«Y para esto he gastado yo tanto dinero para tu educación», dijo. La frase tenía que salirle irónica, de padre de casi setenta años que habla con su hijo adulto, pero la ironía le falló, se le congeló al llegar a la palabra «dinero». Rehusó también la limonada y el vino tinto, y dijo: «En tales circunstancias, el agua mineral me parece la bebida más segura.» Saqué dos vasos del aparador y abrí una botella de agua mineral. Por lo menos esto debí hacerlo bien. Daba Cabezadas benévolas mirándome.

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