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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (18 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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Pensé en todas las personas que nos habían ayudado, mientras que en casa no vivían más que por sus millones de marras, me habían repudiado y saboreaban sus principios morales.

Mi padre seguía dando vueltas alrededor de su sillón y al calcular movía los labios. Estuve a punto de decirle que renunciaba a su dinero, pero de un modo u otro me pareció que yo tenía derecho a recibir algo de él. y con mi solitario marco en el bolsillo no quería permitirme ningún heroísmo del que más adelante tuviese que arrepentirme. Realmente necesitaba dinero, con urgencia, y él no me había dado ni un solo pfennig desde que me marché de casa. Leo nos dio el dinero que llevaba en el bolsillo, Anna nos envió a veces pan blanco elaborado por ella misma, y más tarde hasta el abuelo nos mandó dinero alguna que otra vez, cheques cruzados por valor de quince, veinte marcos, y una vez, por un motivo que nunca averigüé, un cheque cruzado sobre veintidós marcos. Cada vez teníamos un espantoso drama con estos cheques: nuestra patrona no tenía cuenta corriente en ningún Banco. Heinrich tampoco, tenía tan poca idea como yo de los cheques cruzados. El primer cheque lo ingresó simplemente en la cuenta corriente de Caritas de su párroco, en la Caja de Ahorros se hizo explicar todo lo referente a los cheques cruzados, fue a ver a su párroco y le rogó un cheque franco sobre quince marcos, pero el párroco casi estalló de indignación. Explicó a Heinrich que él no podía dar ningún cheque franco, porque él debía garantizar el destino de aquel dinero, y que la cuenta corriente de Caritas era una cosa muy delicada, que estaba controlada, y si él escribía: «Cheque convencional a favor del capellán Behlen por valor equivalente al cheque cruzado particular» habría un escándalo, pues, después de todo, la Caritas parroquial no era ninguna casa de cambio para cheques cruzados de «dudosa procedencia». Podría declarar el cheque cruzado sólo como donativo para un determinado fin, como una ayuda directa de Schnier para Schnier, y hacerme efectivo el importe como donativo de Caritas. No estaba mal, pero no era del todo correcto. Pasaron en total diez días hasta que tuvimos realmente los quince marcos, pues Heinrich tenía naturalmente que hacer otras mil cosas, no podía dedicarse exclusivamente al cobro de mis cheques cruzados. Después de esto, cada vez que recibía un cheque cruzado de mi abuelo era infernal, tenía dinero y no lo tenía, y nunca había lo que realmente necesitábamos: dinero en efectivo. Por último Heinrich se las arregló para poder disponer de cuenta corriente en un Banco, para poder darnos cheques francos por cheques cruzados, pero a menudo se marchaba de permiso por tres, cuatro días, una vez incluso por tres semanas, cuando llegó el cheque por veintidós marcos, y decidí acudir a mi único amigo de juventud en Colonia, Edgard Wieneken, que desempeñaba algún cargo dentro del SPD

, creo que Jefe de la Sección Cultural. Encontré su dirección en el listín telefónico, pero no tenía dos monedas de diez pfennigs para poder telefonearle, y fui a pie de Kóln-Ehrenfeld a Kóln-Kalk, no le encontré, esperé ante la puerta de su casa hasta las once de la noche, porque su patrona se negó a dejarme entrar en su habitación. Vivía cerca de una iglesia muy grande y muy oscura, en la Engelsstrasse (aún hoy no sé si se sintió obligado a vivir en la Engelsstrasse

por ser del SPD). Estaba completamente agotado, rendido de cansancio, hambriento, ni siquiera tenía un cigarrillo y sabía que Marie se hallaba en casa y estaría inquieta por mí. Y Koln-Kalk, la Engelsstrasse, la fábrica de productos químicos por allí cerca, no es una visión indicada para un melancólico. Por fin entré en una panadería y rogué a la mujer que estaba tras el mostrador que me regalase un panecillo. Era joven, pero parecía indigente. Esperé hasta que la tienda quedó vacía por un momento, entré rápidamente y dije, sin desear los buenos días: «Regáleme un panecillo.» Tuve miedo de que entrase alguien; me miró, su boca menuda y triste se hizo aún más pequeña, luego se redondeó, se cerró, y sin una palabra puso tres panecillos y un bollo en una bolsa y me lo entregó. Creo que ni siquiera di las gracias, al coger la bolsa y marcharme rápidamente. Me senté en el dintel de la casa en que vivía Edgar, comí los panecillos y el bollo, y palpé una y otra vez el cheque cruzado por veintidós marcos que estaba en mi bolsillo. Veintidós era un curioso número, cavilé sobre ello, cómo había sido posible, puede que fuese algún remanente de una cuenta corriente, quizás se trataba de una broma, es probable que fuese casualidad nada más, pero lo curioso era que la cifra 22 constaba allí de palabra como veintidós, y el abuelo debió haber pensado algo al escribirlo. Nunca lo descubrí. Después averigüé que había estado esperando sólo una hora y media a Edgar en la Engelsstrasse de Kalk, me pareció una eternidad llena de tristeza: las oscuras fachadas de las casas, el humo de la fábrica de productos químicos. Edgar se alegró de volver a verme. Resplandecía de gozo, me dio una palmada en los hombros, me hizo subir a su habitación, donde tenía en la pared una gran fotografía de Brecht, debajo una guitarra y muchos libros de bolsillo sobre una carcomida estantería. Le oí increpar afuera a su patrona por no haberme dejado entrar, luego volvió con una botella de aguardiente y, eufórico, me contó que en la Junta de Teatros había ganado una batalla contra «esos perros sarnosos de! CDU»

, y me pidió que le contase todo lo que me había ocurrido desde que nos vimos por última vez. Cuando chicos, jugamos juntos muchas veces. Su padre era encargado de un puesto de baños, después se encargó de la vigilancia de los terrenos deportivos de las cercanías de nuestra casa. Le rogué me ahorrase a mí el relato, en cuatro palabras le puse al corriente de mi situación y le pedí que me cambiase el cheque por dinero en efectivo. Fui increíblemente amable, lo comprendió todo, me dio en seguida treinta marcos, en absoluto quería aceptar el cheque, pero le supliqué que se quedase con él. Creo que casi lloré al rogarle que aceptase el cheque. Lo cogió, un poco ofendido, le invité a venir a visitarme algún día y a verme en los ensayos. Me acompañó hasta la parada del tranvía junto al buzón de correos de Kalk, pero al ver yo allí un taxi libre, corrí hacia él, subí a él y vi nada más que el rostro amplio, perplejo, dolido y pálido de Edgard. Era la primera vez que tomaba un taxi, y si alguna vez un hombre se ha ganado un taxi, ése fui yo aquella tarde. No hubiese soportado atravesar lentamente Colonia en tranvía y tener que esperar aún una hora para volver a ver a Marie. El taxi costó casi ocho marcos. Di al conductor cincuenta pfennigs de propina y subí corriendo las escaleras de nuestra pensión. Marie se abrazó llorando a mi cuello, y yo lloré también. Los dos habíamos pasado tanto miedo, hacía una eternidad que estábamos separados, estábamos demasiado desconcertados para besarnos, susurrábamos una y otra vez que nunca, nunca, nunca más nos separaríamos, «hasta que la muerte nos separe», susurró Marie. Luego Marie «se arregló», como ella decía, se maquilló, se pintó los labios y fuimos a un merendero en la Venloerstrasse, comimos dos raciones de Goulasch cada uno, compramos una botella de vino tinto y nos fuimos a casa.

Edgard nunca me ha perdonado del todo este viaje en taxi. Después le vimos a menudo, y hasta volvió a socorrernos otra vez con dinero cuando Marie tuvo el aborto. Nunca habló del viaje en taxi, pero aquello le dejó una desconfianza que aún hoy no se ha extinguido.

«Dios mío», dijo mi padre en voz alta y en un nuevo tono de voz que para mí era completamente extraño, «habla en voz alta y clara, y abre los ojos. No me dejaré engañar otra vez por este truco.»

Abrí los ojos y le miré. Estaba enfadado.

«¿Dije yo algo?», pregunté.

«Sí», dijo, «murmurabas para tus adentros, pero lo único que comprendí, una y otra vez, fue
millones de mierda

«Es también lo único que puedes entender y debes entender.»

«Y también he comprendido «cheque cruzado»», dijo.

«Sí, sí», dije, «bueno, siéntate otra vez y dime lo que piensas ofrecerme como ayuda mensual durante un año.»

Me acerqué a él, le puse suavemente las manos en los hombros y le hice sentar en su sillón. En seguida volvió a levantarse, y quedamos ambos de pie, casi tocándonos.

«He meditado a fondo la cuestión», dijo en voz baja, «y si no aceptas mi propuesta de prepararte firme y metódicamente, sino que quieres trabajar aquí... deberían bastarte en realidad, vamos, eso pensé, doscientos marcos al mes.» Estoy seguro que había querido decir doscientos cincuenta o trescientos, pero en el último momento había dicho doscientos. Pareció asustarse de la expresión de mi rostro y dijo más aprisa de lo que correspondía a sus exquisitos modales: «Genneholm dijo que el ascetismo es la base de la pantomima.» Yo seguí sin decir nada. Sólo le miré, con «ojos vacíos», como una marioneta de Kleist. Ni siquiera estaba yo enfurecido, sólo asombrado hasta tal punto que lo que había aprendido penosamente, quedar con los ojos vacíos, era mi expresión natural. Se puso nervioso, tenía ligeras trazas de sudor sobre el labio superior. Mi primer arrebato no era de ira o amargura u odio; los ojos vacíos se me llenaron poco a poco de compasión.

«Querido papá», dije en voz baja, «doscientos marcos no son tan poco como pareces creer. Es una bonita suma, no voy a discutírtelo, pero tienes que saber por lo menos que el ascetismo es un placer caro, por lo menos el ascetismo a que se refiere Genneholm; él quiere decir dieta y no ascetismo, mucha carne magra y ensalada. La forma más barata del ascetismo es el hambre, pero un payaso hambriento... Claro que siempre es mejor que uno borracho.» Retrocedí, me resultaba penoso estar tan cerca de él, tanto que podía observar cómo las gotas de sudor de su labio superior se agrandaban.

«Óyeme», dije, «hablemos, como corresponde a caballeros, no de dinero, sino de algo distinto.»

«Pero, en realidad, yo quiero ayudarte», dijo desconcertado, «gustosamente te daré trescientos.»

«Ahora no quiero oír hablar de dinero», dije. «Quisiera tan sólo explicarte lo que fue para mí la más sorprendente experiencia de la niñez.»

«Pues, ¿qué fue?», preguntó, y me miró como si esperase una sentencia de muerte. Pensó que le hablaría de su querida, para la que había edificado una villa en Godesberg.

«No te inquietes», dije, «quedarás asombrado; la más sorprendente experiencia de mi niñez fue el darme cuenta de que en casa nunca pudimos tragar como es debido.»

Se sobresaltó cuando dije «tragar», tragó saliva, rió luego, refunfuñando, y preguntó: «¿Quieres decir que nunca quedasteis hartos?» «Exactamente», dije con calma, «nunca quedamos hartos, en casa por lo menos. Aún hoy no sé si sucedía por tacañería o por principio, me gustaría más saber que era tacañería, pero ¿imaginas lo que siente un niño cuando ha pasado la tarde corriendo en bicicleta, jugando al fútbol, nadando en el Rhin?»

«Supongo que apetito», dijo con indiferencia. «No», dije, «hambre. Maldita sea, de niños sólo sabíamos que éramos ricos, muy ricos, pero de ese dinero no recibimos nada, ni siquiera comer lo que es debido.»

«¿Os faltó algo alguna vez?»

«Sí», dije, «te lo estoy diciendo: comida, y también dinero de bolsillo. ¿Sabes de qué, cuando niños, andábamos siempre hambrientos?»

«Dios mío», dijo asustado, «¿de qué?» «De patatas», dije. «Pero mamá tenía ya entonces la obsesión de la línea —ya sabes que siempre se adelanta a su época—, y por casa pululaban toda clase de curanderos, cada uno de los cuales tenía una teoría dietética distinta, y desgraciadamente en ninguna de esas teorías jugaban las patatas un papel primordial. Las criadas en la cocina nos hervían algunas a veces, si vosotros no estabais: patatas sin mondar con mantequilla, sal y cebollas, y a veces nos despertaban, y podíamos bajar en pijama y, bajo la promesa de la más absoluta discreción, hartarnos de patatas. Casi todos los viernes íbamos a casa de Wieneken, siempre había allí ensalada de patatas, y la señora Wieneken nos llenaba bien el plato. Y siempre había poco pan en la cesta, una miseria era nuestra cesta del pan, con aquel maldito pan naturista, o con unas pocas rebanadas que, «por motivos de salud», estaban medio secas; si iba a casa de Wieneken y Edgar justamente acababa de llegar con el pan, su madre sostenía con la mano izquierda el pan sobre su pecho y con la derecha iba cortando rebanadas, que nosotros cogíamos al vuelo y sobre las cuales extendíamos compota de manzana.»

Mi padre asintió abatido, le tendí los cigarrillos, cogió uno, le di lumbre. Tuve compasión de él. Tiene que ser desagradable para un padre hablar por primera vez sinceramente con su hijo que casi cuenta veintiocho años. «Y mil cosas más», dije, «por ejemplo, barritas de regaliz, globos. Mamá consideraba los globos un puro despilfarro. Cierto. Son puro despilfarro, pero para mandar al cielo todos vuestros millones de mierda en forma de globos, no hubiese bastado nuestro afán de derroche. Y esos caramelos baratos, sobre los que mamá tenía teorías hábilmente disuasivas que probaban que los caramelos eran veneno, puro veneno. Pero en vez de darnos caramelos mejores, que no fuesen venenosos, no nos daba de ninguna clase. En el internado se extrañaban todos», dije en voz baja, «de que fuese yo el único en no quejarme de la comida, en dejar el plato limpio y encontrar suculenta la comida.»

«¿Ves tú?», dijo abatido, «esto tuvo por lo menos su lado bueno.» No lo dijo en tono muy convincente ni muy contento.

«Oh», dije, «estoy al cabo de la calle sobre el valor educativo teórico de tales métodos, pero allí no había otra cosa que teoría, pedagogía, psicología, química, y un tedio espantoso. En casa de Wieneken supe cuándo había dinero, los viernes, incluso en casa de Schniewind y Hollerath se notaba cuando, a primeros de mes o el día quince, entraba el dinero: había algo extra, para todos una rodaja de salchichón especialmente gruesa, o bollos, y la señora Wieneken iba siempre al peluquero el viernes por la mañana, porque al atardecer, bueno, como tú dirías, se sacrificaba a Venus.»

«¿Qué?», gritó mi padre, «¿no querrás decir...?» Se ruborizó y me miró meneando la cabeza.

«Sí», dije, «esto quiero decir. Los viernes por la tarde se enviaba a los niños al cine. Antes les estaba permitido comer helados, de suerte que estaban fuera de casa por lo menos tres horas y media, mientras mamá regresaba de la peluquería y llegaba papá con el sobre de la paga. Ya sabes, los pisos de los trabajadores no son muy grandes.» «¿Quieres decir», dijo mi padre, «quieres decir que vosotros sabíais por qué los niños eran enviados al cine?»

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