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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (22 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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Me alegré al pensar en el
jour fixe
. Por fin sacaría algo del dinero de mis padres: aceitunas y almendras saladas, cigarrillos; cogería paquetes enteros de cigarrillos y los vendería después. Arrancaría a Kalick la condecoración del pecho y le abofetearía. Comparado con él, mi madre incluso me parecía humana. Cuando le encontré por última vez en casa de mis padres, en el guardarropa, me miró con tristeza y me dijo: «Para cada hombre existe una oportunidad, los cristianos lo llaman gracia.» No le respondí nada. Después de todo yo no soy cristiano. Me acordé de que él, en su conferencia de antaño, habló «de la crueldad de Eros» y del maquiavelismo de lo sexual. Cuando pensé en su maquiavelismo sexual, tuve compasión de las prostitutas, con las que se iba él, como sentía yo compasión por las mujeres casadas que están obligadas a acceder a los deseos de algún monstruo. Pensé en las incontables muchachas bonitas, cuyo destino era hacerlo, sin tener ganas, o bien por dinero con tipos como Kalick o gratis con su marido.

18

En lugar del número de Kalick, marqué el de la resi­dencia en que vivía Leo. Ya habrían acabado de comer y deglutido sus ensaladas que atenúan la sensualidad. Estuve contento al oír por teléfono la misma voz que antes. Aho­ra fumaba un puro y el olor a coles era menos ostensible. «Schnier», dije, «¿se acuerda usted?»

Rióse. «Naturalmente», dijo, «espero que no habrá to­mado al pie de la letra lo que le dije y no habrá quemado su libro de San Agustín».

«Sí», dije, «lo he hecho. Lo he desencuadernado y por pliegos lo he ido tirando a la estufa».

Calló un momento. «Bromea usted», dijo con voz ronca.

«No», dije, «en tales cosas suelo ser consecuente».

«Por amor de Dios», dijo, «¿no comprendió usted lo dialéctico de mi expresión?»

«No», dije, «soy justamente de epidermis sincera y sencilla. ¿Qué hay de mi hermano?», dije, «¿cuándo ten­drán a bien los señores terminar su comida?»

«Precisamente ahora acaban de traerles el postre», dijo, «ya no pueden tardar mucho».

«¿Y qué hay?»

«¿De postre?»

«Sí.»

«En realidad no me está permitido decírselo, pero se lo voy a decir. Compota de melocotones con nata batida enci­ma. Tiene muy buen aspecto. ¿Le gustan los melocotones?»

«No», dije, «tengo una aversión por los melocotones tan inexplicable como invencible».

«Debería leer el ensayo de Hoberer sobre la idiosincra­sia. Todo guarda relación con experiencias muy, muy tem­pranas, casi siempre antes de nacer. Interesante. Hoberer ha investigado ochocientos casos a fondo. ¿Es usted me­lancólico?»

«¿Cómo lo sabe usted?»

«Lo oigo en su voz. Debería rezar y tomarse un baño.»

«Ya me he bañado, y no puedo rezar», dije.

«Lo siento», dijo, «le regalaré un nuevo libro de San Agustín. O un Kierkegaard.»

«Lo tengo ya», dije, «dígame, ¿podría encargarle algo más para mi hermano?»

«Con mucho gusto», dijo.

«Dígale que debe traerme dinero. Tanto como pueda él reunir.»

Murmuró algo para sí, después dijo en voz alta: «Lo he anotado. Traer tanto dinero como sea posible. Por lo me­nos debería usted leer a Buenaventura. Formidable; y no desprecie usted tanto al siglo diecinueve. Su voz suena como si usted menospreciase al siglo diecinueve.»

«Es cierto», dije, «le tengo odio».

«Está en un error», dijo, «bobadas. Ni siquiera la ar­quitectura fue tan mala como lo es hoy». Rióse. «Espere usted a que acabe el veinte, antes de odiar al siglo dieci­nueve. ¿Le importaría a usted que entretanto comiese el postre?»

«¿Melocotones?», pregunté.

«No», dijo, rióse con fina risa: «He caído en desgracia y no me dan de la comida de los señores, sólo la de los cria­dos; hoy, como postre, pudin de caramelo. Por lo demás», tenía evidentemente una cucharada de pudin en la boca, t ragó, siguió hablando, conteniendo la risa, «por lo demás, yo me vengo. Durante horas enteras telefoneo a un antiguo cofrade en Munich, que fue discípulo de Scheler. A veces te­lefoneo a Hamburgo, pidiendo me informen de cines, o a Berlín, al servicio meteorológico, por venganza todo. Esto no llama la atención porque es un sistema telefónico auto­mático». Siguió comiendo, reprimió su risa, luego susurró: «Sí, la Iglesia es rica, tan rica que apesta. En realidad apesta a dinero, como el cadáver de un hombre rico. Los cadáve­res de los pobres huelen bien, ¿lo sabía usted?»

«No», dije. Noté que mi jaqueca disminuía, y tracé un círculo rojo alrededor del número de teléfono de la resi­dencia.

«Usted no es creyente, ¿verdad? No diga que no: lo oigo en su voz que usted no es creyente. ¿Es cierto?»

«Sí», dije.

«No importa, no importa», dijo, «hay un pasaje en Isaías que incluso cita Pablo en sus epístolas a los romanos. Óigalo usted: Lo verán, aquellos a los que nada fue anun­ciado, y comprenderán, los que nunca han sabido de él». Rió maliciosamente. «¿Comprendió usted?»

«Sí», dije abatido.

Dijo en voz alta: «Buenas noches, señor director, bue­nas noches», y colgó. Al fin su voz sonó de un modo ma­liciosamente sumiso.

Fui hacia la ventana y miré hacia el reloj de la esquina. Casi eran las ocho y media. Encontré que se recreaban al comer. Me hubiese gustado hablar con Leo, pero ahora todo dependería del dinero que me trajese. Paulatinamen­te fui comprendiendo lo grave de mi situación. A veces no sé si lo que he vivido de un modo ostensiblemente realis­ta es verdadero, o lo es lo que viví realmente. Confundo los hechos. No hubiese podido jurar que había visto a aquel chico de Osnabrück, pero hubiese jurado que había aserrado con Leo aquel trozo de madera. Tampoco hubie­se podido jurar si había ido a pie a Kalk, a casa de Edgar Wieneken, para cambiar por dinero en efectivo el cheque del abuelo por veintidós marcos. El que yo recuerde los de­talles con exactitud no es ninguna garantía; la blusa verde que llevaba la panadera que me regaló el panecillo o el agujero en los calcetines de un obrero joven que pasó jun­to a mí cuando yo esperaba a Edgar en el umbral de la puer­ta de su casa. Estaba completamente seguro de haber visto las gotas de sudor sobre el labio superior de Leo cuando aserramos la estaca. Recordaba también todos los detalles de la noche en que Marie tuvo su primer aborto en Colo­nia. Heinrich Behlen me había proporcionado un par de breves actuaciones ante chicos por veinte marcos cada fun­ción. Marie casi siempre iba conmigo, pero esa tarde se quedó en casa porque se sentía mal y cuando más tarde volví a casa con los diecinueve marcos de beneficio neto, hallé vacía la habitación, vi en la cama deshecha una sába­na ensangrentada y sobre la cómoda encontré la nota: «Es­toy en la clínica. Nada malo. Heinrich está enterado.» Co­rrí en seguida hacia allí, me hice explicar por la gruñona ama de llaves de Heinrich en qué clínica se hallaba Marie, corrí hacia allí, pero no me dejaron entrar, primero tuve que buscar a Heinrich en la clínica llamándole por teléfo­no, antes de que la monja de la puerta me dejase entrar. Eran casi las once y media de la noche y por fin pude entrar en la habitación de Marie; todo había terminado ya, yacía en la cama, muy pálida, llorando, una monja junto a ella que rezaba el rosario. La monja siguió rezando tranquila­mente, mientras tenía la mano de Marie entre las mías y Heinrich en voz baja intentaba explicarle lo que pasaría con el alma de aquel ser que ella no había podido dar a luz. Marie pareció firmemente convencida de ello, de que el ni­ño —así lo llamaba ella— nunca podría entrar en el cielo, porque no estaba bautizado. Siempre dijo que él se queda­ría en el limbo y entonces me enteré de qué cosas tan es­pantosas les enseñan a los católicos en materia de religión. Heinrich estaba completamente desconsolado ante las an­gustias de Marie, y justamente, mientras él estaba desconsolado, me sentí yo confortado. Hablaba de la caridad de Dios, que «es mayor que el pensamiento más jurístico de los teólogos». Todo el tiempo la monja estuvo rezando el rosario. Marie —sabe ser muy obstinada en cuestiones religiosas— preguntaba continuamente por dónde pasaba la línea divisoria entre la caridad y la ley. Me acordaba yo de la expresión «línea divisoria». Por último salí, me sentía allí como un paria, que estaba allí enteramente de sobra. Me quedé junto a una ventana del descansillo, fumaba, y miré más allá de las paredes del otro lado en un cemente­rio de automóviles. En las paredes no había más que carte­les electorales. Deposita tu confianza en el SPD. Vota por el CDU. Por lo visto les interesaba el que los enfermos, que quizás desde sus habitaciones mirasen hacia las paredes, quedasen deprimidos con sus indescriptibles estupideces. Deposita tu confianza en el SPD, era francamente genial, casi literario, frente a la estupidez del que hizo imprimir sobre un cartel simplemente
Vota por el
CDU. Casi eran las dos de la madrugada, y más tarde discutí con Marie sobre si lo que yo vi después había pasado realmente o no. De la izquierda vino un perro vagabundo, husmeó en un farol, luego en el cartel del SPD, en el cartel del CDU y se orinó sobre el cartel del CDU, y se marchó, lentamente, calle arriba, que hacia la derecha se volvía del todo oscura. Ma­rie siempre me discutió, cuando más adelante hablamos de esta dramática noche, la existencia del perro, y si me con­cedía como «verdadero» el perro, negaba el que se hubiese orinado sobre el cartel del CDU. Dijo que su padre había influido tanto en mí, que yo, sin tener conciencia de una mentira o un error, afirmaría que el perro había hecho su «marranada» sobre el cartel del CDU, aun cuando hubiese sido el del SPD. Con todo, su padre siempre había menos­preciado más al SPD que al CDU, y lo que yo había visto, visto estaba.

Casi eran las cinco cuando acompañé a Heinrich a casa y él a la mía, mientras atravesábamos Ehrenfeld, siempre murmuraba, refiriéndose a las puertas de las casas: «Todas ovejitas mías, todas ovejitas mías.» Su gruñona ama de llaves, con sus amarillentas piernas, le espetó rega­ñona: «¿Qué es eso?» Fui a casa, y a escondidas lavé la sá­bana en el cuarto de baño con agua fría.

Ehrenfeld, trenes de lignito, cuerdas para tender la ropa, prohibición de bañarse, un paquete de basuras que pasaba zumbando ante nuestra ventana, como obuses sin estallar que amenazaban explotar al ruido de una palmada, al que se sumaría, como máximo, el de una cascara de hue­vo al caer rodando.

Heinrich tuvo otra bronca con su párroco por nuestra culpa, porque quería sacar dinero de la caja de Caritas, otra vez acudí a Edgar Wieneken, y Leo nos envió un reloj de bolsillo para que lo empeñásemos, Edgar separó de una caja de beneficencia laboral algo para nosotros, y por lo menos pudimos pagar los medicamentos, el taxi y la mitad de las visitas médicas.

Pensé en Marie, en la monja que rezaba el rosario, en la palabra «línea divisoria», el perro, el cartel electoral, el cementerio de coches —y en mis manos frías, después de haber lavado la sábana— y todo esto no lo hubiese podido jurar. Tampoco hubiese podido jurar que el hombre en el seminario de Leo me contó que telefoneaba él para perju­dicar financieramente a la Iglesia, al Servicio Meteorológi­co de Berlín y, sin embargo, había oído cómo chasqueaba la lengua y tragaba el pudin de caramelo.

19

Sin pensarlo por más tiempo y sin saber lo que iba a decirle, marqué el número de Monika Silvs. No había aca­bado aún de sonar por primera vez, que ella descolgó y dijo: «Aló.»

Ya su voz me hizo sentir mejor. Es vivaracha y fuerte. Yo dije: «Aquí Hans, yo quería...» Pero ella me interrumpió y dijo: «Ah, usted...» No sonó ofensivo ni desagradable, pero se notaba claramente que ella esperaba, no mi llama­da, sino la de otra persona. Puede que esperara que la tele­fonease una amiga, su madre y, no obstante, quedé dolido.

«Sólo quería darle las gracias», dije, «fue usted muy amable». Podía oler bien su perfume, Taiga, o como se lla­me, demasiado áspero para ella.

«Lamento de veras todo lo que le ocurre», dijo, «debe de ser espantoso para usted». No sabía yo a qué se refería: a la crítica de Kostert, que por lo visto todo Bonn había leído ya, o a la boda de Marie, o a ambas.

«¿Puedo hacer algo por usted?», preguntó quedamente.

«Sí», dije, «podría usted venir y apiadarse de mi alma, también de mi rodilla, que está bastante hinchada».

Ella calló. Había esperado que ella diría «sí» inmediata­mente, me inquietaba el pensamiento, que ella pudiese ve­nir de verdad. Pero dijo tan sólo: «Hoy no, espero visita.» Hubiese debido añadir a quién esperaba ella, por lo menos podría haber dicho: una amiga o un amigo. La palabra vi­sita me afectó. Dije: «Bien, entonces tal vez mañana, es pro­bable que me quede aquí una semana por lo menos.»

«¿No puedo hacer más por usted, quiero decir algo que se pueda resolver por teléfono?» Esto lo dijo con una voz que me hizo esperar que su visita podía ser una amiga.

«Sí», dije, «podría tocarme la mazurca en si bemol, mayor opus 7 de Chopin».

Rióse y dijo: «Tiene usted cada ocurrencia...» Ante el sonido de su voz vacilé por primera vez en mi monogamia. «Chopin no se me da bien», dijo, «y lo toco muy mal».

«Oh, por Dios», dije, «esto no importa. ¿Tiene ahí las partituras?»

«Deben de estar en algún sitio», dijo. «Un momento, por favor.» Puso el auricular sobre la mesa, y la oí cruzar la habitación. Pasaron algunos minutos hasta que ella volvió y recordé que Marie me contó una vez que incluso muchos santos habían tenido amigas. Naturalmente, espirituales nada más, pero, de todos modos: lo que en ellos había es­piritual, sí que se lo dieron estas mujeres. Yo ni siquiera tuve eso.

Monika volvió a coger el auricular. «Sí», dijo suspiran­do, «aquí están las mazurcas».

«Por favor», dije, «toque, pues, la mazurca en si bemol mayor opus 7 núm. 1».

«Hace años que no interpreto a Chopin, debería hacer un poco de ejercicio sobre el teclado.»

«¿Quizás no le gusta que su visita la oiga cuando toca usted a Chopin?»

«Oh», dijo riendo, «puede oírla tranquilamente».

«¿Sommerwild?», pregunté muy quedamente, oí su grito de sorpresa y proseguí: «Si en realidad es él, déle con­tra la cabeza con la tapa de su piano.»

«No se lo merece», dijo, «le aprecia mucho a usted».

«Lo sé», dije, «incluso lo creo, pero preferiría yo tener el valor de matarle a él».

«Voy a practicar un poco y le tocaré la mazurca», dijo aprisa. «Le telefonearé.»

«Sí», dije, pero ninguno de los dos colgó. Oía cómo respiraba ella, no sé cuánto tiempo, pero la oí, luego colgó. Mantuve en mi mano largo tiempo el auricular, para oírla respirar. Dios mío, por lo menos el respirar de una mujer.

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