Órbita Inestable (17 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Órbita Inestable
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La voz del neófito Gottschalk resonó en su memoria, ofreciéndole…, ¿qué era?…, «pistolas por tan sólo sesenta y tres, con garantía del fabricante». Apretó sus puños en ciega frustración. ¡Otra de sus malditas promociones, seguramente! Era la técnica habitual Gottschalk: seleccionar una zona donde las ventas estaban por debajo de la media, saturarla con rumores hasta que los nervios de alguien alcanzaban el punto de ruptura y se producía la inevitable división entre blancs y nigblancs, y luego al día siguiente aprovechar los asustados nervios de la gente para vender pistolas, granadas y minas.

Pero un ronronear sobre su cabeza interrumpió su línea de pensamientos, y se agachó bajo el alféizar para mirar hacia arriba. Vio un aparato blindado de la policía flotando bajo sus rotores, y se dio cuenta de que aquello no era simplemente otra promoción Gottschalk. Aquél era uno de los aparatos grandes, capaz de arrasar toda una manzana de casas. Los había visto hacerlo en los noticiarios…

¡Noticiarios! Tenían una Tri-V, ¿no? Furiosa ahora ante su olvido, se dirigió hacia ella, la giró de espaldas a la ventana —aquel francotirador tenía el gatillo demasiado flojo para su tranquilidad, y muy bien podía dispararle al reflejo de la pantalla aunque ella se apartara de la ventana—, y siguió el cordón a lo largo del suelo hasta que encontró la sanguijuela. La conectó a la pared, y el aparato zumbó y cobró vida.

En el canal de la Holocosmic: publicidad. Aquella era una hora punta, por supuesto. Publicidad en la Global… Publicidad en Ninge, NY-NJ… Publicidad en la Pan-Can…

¿Qué era aquello? Una estación no registrada, entre la Pan-Can, la gran antena direccional fija situada a veinte mil metros, no en órbita sino sujeta por un cable monomolecular, y el canal adyacente concedido a los programas en lengua francesa de Québec. Algo que no debería haber estado allí había iluminado la pantalla.

Delicadamente, hizo girar de vuelta el botón hacia su posición inmediata, y allí estaba: un sonriente nigblanc con ropas africano-occidentales aureolado por una gran mancha de colores, como si una delgadísima capa de aceite sobre agua difuminara todos los contrastes entre las zonas claras y las oscuras. Había captado uno de los satélites pirata, probablemente de Nigeria o Ghana, de los cuales eran lanzados dos o tres cada año y se mantenían en órbita sobre zonas con minorías negras desleales hasta que la CPC podía conseguir los fondos necesarios y establecía un interceptor para derribarlo. Los países africanos y asiáticos habían presentado su dimisión de la CPC casi inmediatamente después de ser fundada, y se habían negado a reconocer sus reglamentaciones.

Con una perfecta imitación del a la vez dulce y seco acento de los negros de la costa de Georgia, de los negros criollos y de los negros jamaicanos adoptado por gran número de nigs en los enclaves negros de América, el hombre en la pantalla dijo:

—¡No escuchemos la mentirosa propaganda de mister Charley, hermanos y hermanas! ¡Nosotros tenemos nuestra verdad, y sus mentiras van a ser arrastradas por el tornado de la furia negra! Están tomando ya por asalto la ciudad de Nueva York… ¡Mirad, mirad, hermanos y hermanas!

La pantalla cambió a una vista de Nueva York desde el satélite, e instantáneamente se vio claro que algo no iba bien. Las luces de las calles estaban apagadas en zonas que cubrían varias manzanas, y franjas de luz plateada asaeteaban aquellas zonas: estelas de cohetes.

—¡Oh, Cristo! —susurró Lyla, llevándose los nudillos a los dientes en un gesto infantil de aprensión.

—Esos son los Patriotas X, hermanos y hermanas —dijo la repulsivamente relamida voz—. ¡El portaestandarte Morton Lenigo está ahí de vuelta de su lucha triunfal contra el gobierno británico, Cardiff, Blackmanchester, Birmingham!

Y subrayando sus palabras, imágenes de archivo de los noticiarios: el castillo de Cardiff saltando por los aires y desmoronándose, el último lord Mayor blanco de Manchester siendo sacado de la alcaldía descalzo y encadenado y conducido a un helicóptero gubernamental que aguardaba, el propio Lenigo en el famoso y antiguo Bull Ring de Birmingham rodeado por sonrientes nigs.

—¡Ha venido a patearos el culo, negros perezosos! —dijo severamente la voz—. ¿Cuándo vais a sacar a esos sucios blancs fuera de Nueva York, eh? ¿Esta noche? ¡Quizá! ¡Intentadlo, hermanos y hermanas! Cada metro y cada centímetro de esas aaaltas torres y de esos prooofundos sótanos han estado regados con SANGRE NEGRA…

Convulsivamente, Lyla arrancó la sanguijuela de la pared, y el aparato murió. ¿Han dejado entrar a Morton Lenigo? ¿Han dejado entrar a Morton Lenigo? ¿Han dejado entrar a MORTON LENIGO?

Imposible. Increíble. No, no podían. Se miró a sí misma a la débil luz grisácea que penetraba por las ventanas en el lado apartado de la calle, viendo que su bronceado veraniego estaba tan pálido como la barriga de un pez, pensando: «No dejes que el sol te dé directamente sobre la cabeza, hace de ti un blanco demasiado fácil».

—Dan —dijo, con una temblorosa voz de niñita—. ¿Dan?

Pero él no estaba allí. En la oscuridad, en un completo silencio roto tan sólo por el distante rumor de la lucha, que se hacía más fuerte y más cercana a ráfagas impredecibles, aguardó tan pasivamente como el Lar a que alguien o algo la rescatara del insufrible mundo real.

50
La gráfica es siempre más verde allá donde el desierto florece como una rosa.

Conservador —quizá a causa de su edad—, Marcantonio Gottschalk, el abuelo del clan, había montado su cuartel general en las tradicionales áreas mafiosas de la costa de Nueva Jersey; no así Anthony ni Vyacheslav ni ninguno de los demás miembros de la transistori-zada/computarizada/dinamizada joven generación. Para ellos el definitivamente defendible núcleo central era el desierto de Nevada: encerrado en sí mismo como una anémona de mar, aguardando el momento, antes o después, del
bum
.

Y ahí estaba, exactamente como previsto: ¡bum! Anthony Gottschalk, cuya foto no había llegado durante cinco años a ningún archivo oficial, cuyo polisílabo nombre de pila no era de general conocimiento como el de Marcantonio pero que ya estaba pensando en posibles modificaciones que encajaran con la eventual dignidad de líder (el actual favorito: Antonioni; en segundo término: Antoniescu, sin ninguna razón en particular excepto que le gustaba como sonaba), en aquella fortaleza de Nevada con ruido bajo sus pies indicando que se estaban realizando trabajos urgentes, hábiles y subterráneos sobre Robert Gottschalk…, nombre deliberadamente elegido para confundir ya que resultaba imposible ocultar completamente el proyecto del escrutinio de los ordenadores federales, capaces de interpre-tarlo como algún preternaturalmente dotado nuevo recluta vulnerable a una pistola o una granada…

Pero Robot Gottschalk no era vulnerable virtualmente a nada. En la fortaleza de su cua-si-padre Anthony, crecía como un embrión a unos setenta metros por debajo del más inferior de los sótanos, profundamente enterrado en la roca; los sonidos del trabajo que se efectuaba allí eran canalizados vía túneles que más tarde serían cerrados con puertas blindadas; uno debía correr el riesgo de contaminar o hacer saltar toda la parte occidental del continente para asegurarse de hacer pedazos sus circuitos transistorizados.

Rechoncho, de pelo negro, pero muy pálido y con ojos lechosos, Anthony Gottschalk permanecía de pie respirando la límpida brisa del desierto que cruzaba su propiedad, con olor a naranjas, limones, buganvillas, franchipanieros, incontables variedades de hermosos árboles y arbustos. Golpe tras golpe, arrojaban resplandores rojizos en su mente: ventas a Blackbury de armas que el viejo y conservador Marcantonio no querría correr el riesgo de servir por miedo a la reacción federal (¿y quién entre aquella pandilla de payasos se arriesgaría a actuar cuando lo descubrieran?, se preguntó Anthony Gottschalk)…, una insinuación en Detroit de cómo resolver el
impasse
Morton Lenigo…, y hoy la cosa se había resuelto y todo había funcionado perfectamente, con la insurrección casi a las puertas de Marcantonio, por Dios, maravilloso…, y preparado para entrar en acción, el mayor y más productivo de todos, de todos, de todos…

Su mente se calmó un poco; cada vez estaba más convencido de que no había droga más poderosa que la convicción de su próximo e irrefrenable éxito. Marcantonio tenía ochenta años, ¡ochenta! Debería haberse retirado hacía ya años. Estaba muy bien para gobernar el trust en los días del arco y la flecha, pero ahora en la era moderna estaba anticuado, era demasiado corto de vista, demasiado cauteloso. Con un informe de Robert ya entre las manos, la instalación casi completa, las evaluaciones parciales a su disposición pulsando el código adecuado en el teclado que tenía delante…

Volviéndose, se inclinó sobre el teclado y comprobó los últimos acontecimientos. Probabilidades de ventas para mañana en el estado de Nueva York: 12.000.000 de dólares más o menos 1.500.000, índice de ventas para todo el país: 35%. Probabilidades de realización del gran proyecto: ¡ascendiendo tres puntos en la última hora!

Anthony Gottschalk dio unos ligeros pasos de baile de pura alegría. La revolución Lenigo estaba bien encaminada. Si tan sólo pudiera arreglar las cosas de modo que Marcantonio recibiera una bala perdida…

Pero no. En absoluto, no. Allá en su propiedad de Nueva Jersey estaba al menos tan bien protegido como Anthony aquí, como Vyachislav al otro lado del estado, como todos los demás. Habría que confiar en Robert para descubrir una brecha en sus defensas.

Lo haría. No había nada en el continente, nada en el planeta, que pudiera compararse a Robot Gottschalk: el gobierno federal, sangrado a fondo (una fuerte risa) por sus masivas compras al trust Gottschalk, mientras la hidra de la insurrección estallaba como un incendio forestal latente, hoy aquí, mañana allí, pasado mañana en cincuenta ciudades a la vez, nunca podría permitírselo. Lo más parecido a él debía de ser Oom Paul en Ciudad del Cabo, el ordenador que durante más de una generación había permitido a cinco millones de blancos danzar burlonamente en torno a los nigs que los odiaban. Aquella iba a ser obviamente la segunda zona de mercado para el gran proyecto; había pensado en Gran Bretaña, pero desde la destrucción de Whitehall uno podía olvidar la Gran Bretaña. Por allí la gente apenas podía permitirse comprar fusiles.

Y cuando Marcantonio fuera enterrado —a la cabeza de un cortejo de ocho kilómetros de largo, naturalmente, porque en sus días había sido un gran hombre—, casi no habría límites a las posibilidades abiertas a los Gottschalk. Bapuji podía vender a Asia y Olayinka a África, más rápido de lo que podrían producir sus plantas. Chop-chop, como un cuchillo de carnicero, cortando líneas de demarcación entre hombre y hombre, mujer y mujer, hombre y mujer… ¡Hummm! Quizá no tanto; era necesario que siguieran naciendo niños para mantener alto el nivel de consumo… Había un alto índice demográfico todavía en Latinoamérica…

Se echó a reír. ¿Para qué servía seguir confiando en su propia intuición? Ahora tenía con él a Robert, y Robert, aun antes de estar completado, había sobornado todo lo necesario para que Morton Lenigo entrara en el país, algo que los melanistas del lugar habían estado intentando conseguir sin resultado durante dos años o más, y a las pocas horas de su llegada la gráfica de probabilidades de ventas estaba subiendo en vertical, ¡simplemente en vertical! Desde aquel momento —Anthony Gottschalk se sacó burlonamente un imaginario sombrero— Robert/Robot Gottschalk era el auténtico director del trust, independientemente de quién pudiera ser el abuelo titular.

Por supuesto, podía confiarse en que Lenigo consiguiera aquí lo mismo que había conseguido en Gran Bretaña: patrullas nigs en todas las esquinas, armadas, rostros negros y achocolatados frunciendo el ceño a los blancs dirigiéndose a sus mal pagados trabajos diarios arrastrando los pies, ahorrando desesperadamente aunque aquello significara negarles la comida a sus hijos a fin de comprar armas procedentes de los envíos lanzados en para-caídas por los Gottschalk sobre las zonas desérticas en las montañas del País de Gales, los pantanos del este de Inglaterra, los páramos de Devon y Yorkshire, y contrabandeadas por comandos negros hasta los suburbios de las ciudades para ser revendidas a precios hinchados.

De todos modos, si su simple presencia podía provocar aquella clase de pánico instantáneo —«¡simplemente uníos a Lenigo!»—, Robert se habría amortizado a sí mismo al día siguiente del previsto para su definitiva terminación.

¿Qué más podía pedir nadie?

51
Si tu número sale es que tu número sale y eso es todo, así que ¿de qué sirve preocuparse? Eso es lo que yo digo siempre.

Hacia la una de la madrugada, cuando la ciudad se había calmado y los vehículos de la policía se habían retirado sin tener que arrasar más de dos o tres manzanas, Lyla descubrió que se había quedado dormida en el suelo bajo la mesa plegable con las piernas convenientemente dobladas a fin de que la mesa le ofreciera alguna protección contra los cristales o los trozos de techo que pudieran caerle encima. Se sentía muy envarada y tenía mucho frío, y lo que la había despertado era la aguda queja de su comred indicándole que había una llamada aguardándola a ella o a Dan al final del pasillo.

Era un truco habitual para hacer que la gente abriera sus puertas en bloques como aquel durante los tumultos. Ignoró el ruido, odiando su insistencia y deseando que cesara.

Cuando tras largo rato lo hizo, pensó que podía haber sido utilizado para determinar si el apartamento estaba vacío o no, y se arrastró a la cocina, donde tenía su pistola, acumulando polvo en el fondo de un armario. Era muy antigua —Dan decía que había sido usada en la insurrección de Blackbury de los ochenta—, pero en aquellos días las cosas eran construidas para durar, y aún funcionaba cuando Dan la comprobó poco antes de Pascua.

Tendiendo el oído, descubriendo que el efecto de las felipíldoras había desaparecido y podía oír de nuevo normalmente, detectó pasos fuera, y luego un gruñido y algo que no pudo situar, un sonido verbal carente de contenido, y luego hubo un golpe en la puerta y una voz que reconoció dijo:

—¡Señorita Clay!

Apuntó con la pistola, comprobando que el peso sobre la puerta estaba montado.

—¡Señorita Clay! Esto… ¡Soy Bill! He hablado con usted esta mañana, ¿recuerda? ¡He encontrado aquí al señor Kazer, y está herido!

¿Qué?

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