Orgullo y prejuicio (21 page)

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Authors: Jane Austen

BOOK: Orgullo y prejuicio
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CAPÍTULO XXX

Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para convencerse de que su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquélla no se encontraban a menudo. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para mostrarle la campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth agradeció que con el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían quedarse las señoras daba a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el comedor, que era una pieza más grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su aposento, indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud de Charlotte.

Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el que le daba cuenta de los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón, cosa que jamás dejaba de comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla de que bajase del carruaje.

Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer creía a menudo un deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía haber otras familias dispuestas a hacer lo mismo, no comprendió el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba en lo que hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos.

Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba encomendada a aquella gran señora, era una activa magistrada en su propia parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo la armonía o procurando la abundancia.

La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir William, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre el mismo. No tenían muchos otros compromisos, porque el estilo de vida del resto de los vecinos estaba por debajo del de los Collins. A Elizabeth no le importaba, estaba a gusto así, pasaba largos ratos charlando amenamente con Charlotte; y como el tiempo era estupendo, a pesar de la época del año, se distraía saliendo a caminar. Su paseo favorito, que a menudo recorría mientras los otros visitaban a lady Catherine, era la alameda que bordeaba un lado de la finca donde había un sendero muy bonito y abrigado que nadie más que ella parecía apreciar, y en el cual se hallaba fuera del alcance de la curiosidad de lady Catherine.

Con esta tranquilidad pasó rápidamente la primera quincena de su estancia en Hunsford. Se acercaba la Pascua y la semana anterior a ésta iba a traer un aditamento a la familia de Rosings, lo cual, en aquel círculo tan reducido, tenía que resultar muy importante. Poco después de su llegada, Elizabeth oyó decir que Darcy iba a llegar dentro de unas semanas, y aunque hubiese preferido a cualquier otra de sus amistades, lo cierto era que su presencia podía aportar un poco de variedad a las veladas de Rosings y que podría divertirse viendo el poco fundamento de las esperanzas de la señorita Bingley mientras observaba la actitud de Darcy con la señorita de Bourgh, a quien, evidentemente, le destinaba lady Catherine. Su Señoría hablaba de su venida con enorme satisfacción, y de él, en términos de la más elevada admiración; y parecía que le molestaba que la señorita Lucas y Elizabeth ya le hubiesen visto antes con frecuencia.

Su llegada se supo en seguida, pues Collins llevaba toda la mañana paseando con la vista fija en los templetes de la entrada al camino de Hunsford; en cuanto vio que el coche entraba en la finca, hizo su correspondiente reverencia, y corrió a casa a dar la magna noticia. A la mañana siguiente voló a Rosings a presentarle sus respetos. Pero había alguien más a quien presentárselos, pues allí se encontró con dos sobrinos de lady Catherine. Darcy había venido con el coronel Fitzwilliam, hijo menor de su tío Lord; y con gran sorpresa de toda la casa, cuando Collins regresó ambos caballeros le acompañaron. Charlotte los vio desde el cuarto de su marido cuando cruzaban el camino, y se precipitó hacia el otro cuarto para poner en conocimiento de las dos muchachas el gran honor que les esperaba, y añadió:

––Elizabeth, es a ti a quien debo agradecer esta muestra de cortesía. El señor Darcy no habría venido tan pronto a visitarme a mí.

Elizabeth apenas tuvo tiempo de negar su derecho a semejante cumplido, pues en seguida sonó la campanilla anunciando la llegada de los dos caballeros, que poco después entraban en la estancia.

El coronel Fitzwilliam iba delante; tendría unos treinta años, no era guapo, pero en su trato y su persona se distinguía al caballero. Darcy estaba igual que en Hertfordshire; cumplimentó a la señora Collins con su habitual reserva, y cualesquiera que fuesen sus sentimientos con respecto a Elizabeth, la saludó con aparente impasibilidad. Elizabeth se limitó a inclinarse sin decir palabra. El coronel Fitzwilliam tomó parte en la conversación con la soltura y la facilidad de un hombre bien educado, era muy ameno; pero su primo, después de hacer unas ligeras observaciones a la señora Collins sobre el jardín y la casa, se quedó sentado durante largo tiempo sin hablar con nadie. Por fin, sin embargo, su cortesía llegó hasta preguntar a Elizabeth cómo estaba su familia. Ella le contestó en los términos normales, y después de un momento de silencio, añadió:

––Mi hermana mayor ha pasado estos tres meses en Londres. ¿No la habrá visto, por casualidad?

Sabía de sobra que no la había visto, pero quería ver si le traicionaba algún gesto y se le notaba que era consciente de lo que había ocurrido entre los Bingley y Jane; y le pareció que estaba un poco cortado cuando respondió que nunca había tenido la suerte de encontrar a la señorita Bennet. No se habló más del asunto, y poco después los caballeros se fueron.

CAPÍTULO XXXI

El coronel Fitzwilliam fue muy elogiado y todas las señoras consideraron que su presencia sería un encanto más de las reuniones de Rosings. Pero pasaron unos días sin recibir invitación alguna, como si, al haber huéspedes en la casa, los Collins no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una semana después de la llegada de los dos caballeros, no fueron honrados con dicha atención y aun, al salir de la iglesia, se les advirtió que no fueran hasta última hora de la tarde.

Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Catherine y a su hija. El coronel Fitzwilliam visitó más de una vez la casa de los Collins, pero a Darcy sólo le vieron en la iglesia.

La invitación, naturalmente, fue aceptada, y a la hora conveniente los Collins se presentaron en el salón de lady Catherine. Su Señoría les recibió atentamente, pero se veía bien claro que su compañía ya no le era tan grata como cuando estaba sola; en efecto, estuvo pendiente de sus sobrinos y habló con ellos especialmente con Darcy–– mucho más que con cualquier otra persona del salón.

El coronel Fitzwilliam parecía alegrarse de veras al verles; en Rosings cualquier cosa le parecía un alivio, y además, la linda amiga de la señora Collins le tenía cautivado. Se sentó al lado de Elizabeth y charlaron tan agradablemente de Kent y de Hertfordshire, de sus viajes y del tiempo que pasaba en casa, de libros nuevos y de música, que Elizabeth jamás lo había pasado tan bien en aquel salón; hablaban con tanta soltura y animación que atrajeron la atención de lady Catherine y de Darcy. Este último les había mirado ya varias veces con curiosidad. Su Señoría participó al poco rato del mismo sentimiento, y se vio claramente, porque no vaciló en preguntar:

––¿Qué estás diciendo, Fitzwilliam? ¿De qué hablas? ¿Qué le dices a la señorita Bennet? Déjame oírlo.

––Hablamos de música, señora ––declaró el coronel cuando vio que no podía evitar la respuesta.

––¡De música! Pues hágame el favor de hablar en voz alta. De todos los temas de conversación es el que más me agrada. Tengo que tomar parte en la conversación si están ustedes hablando de música. Creo que hay pocas personas en Inglaterra más aficionadas a la música que yo o que posean mejor gusto natural. Si hubiese estudiado, habría resultado una gran discípula. Lo mismo le pasaría a Anne si su salud se lo permitiese; estoy segura de que habría tocado deliciosamente. ¿Cómo va Georgiana, Darcy?

Darcy hizo un cordial elogio de lo adelantada que iba su hermana.

––Me alegro mucho de que me des tan buenas noticias ––dijo lady Catherine––, y te ruego que le digas de mi parte que si no practica mucho, no mejorará nada.

––Le aseguro que no necesita que se lo advierta. Practica constantemente.

––Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré que no lo descuide. Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada sin una práctica constante. Muchas veces le he dicho a la señorita Bennet que nunca tocará verdaderamente bien si no practica más; y aunque la señora Collins no tiene piano, la señorita Bennet será muy bien acogida, como le he dicho a menudo, si viene a Rosings todos los días para tocar el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. En esa parte de la casa no molestará a nadie.

Darcy pareció un poco avergonzado de la mala educación de su tía, y no contestó.

Cuando acabaron de tomar el café, el coronel Fitzwilliam recordó a Elizabeth que le había prometido tocar, y la joven se sentó en seguida al piano. El coronel puso su silla a su lado. Lady Catherine escuchó la mitad de la canción y luego siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que Darcy la dejó y dirigiéndose con su habitual cautela hacia el piano, se colocó de modo que pudiese ver el rostro de la hermosa intérprete. Elizabeth reparó en lo que hacía y a la primera pausa oportuna se volvió hacia él con una amplia sonrisa y le dijo:

––¿Pretende atemorizarme, viniendo a escucharme con esa seriedad? Yo no me asusto, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de terquedad en mí, que nunca me permite que me intimide nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta intimidarme.

––No le diré que se ha equivocado ––repuso Darcy–– porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerla lo bastante para saber que se complace a veces en sustentar opiniones que de hecho no son suyas.

Elizabeth se rió abiertamente ante esa descripción de sí misma, y dijo al coronel Fitzwilliam:

––Su primo pretende darle a usted una linda idea de mí enseñándole a no creer palabra de cuanto yo le diga. Me desola encontrarme con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy. Realmente, señor Darcy, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas malas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que es también muy indiscreto, pues esto me podría inducir a desquitarme y saldrían a relucir cosas que escandalizarían a sus parientes.

––No le––tengo miedo ––dijo él sonriente.

––Dígame, por favor, de qué le acusa ––exclamó el coronel Fitzwilliam––. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños.

––Se lo diré, pero prepárese a oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que le vi fue en un baile, y en ese baile, ¿qué cree usted que hizo? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los caballeros, y más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede negarlo.

––No tenía el honor de conocer a ninguna de las damas de la reunión, a no ser las que me acompañaban.

––Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado... Bueno, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes.

––Puede que me habría juzgado mejor ––añadió Darcy–– si hubiese solicitado que me presentaran. Pero no sirvo para darme a conocer a extraños.

––Vamos a preguntarle a su primo por qué es así ––dijo Elizabeth sin dirigirse más que al coronel Fitzwilliam––. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a desconocidos?

––Puede contestar yo mismo a esta pregunta ––replicó Fitzwilliam–– sin interrogar a Darcy. Eso es porque no quiere tomarse la molestia.

––Reconozco ––dijo Darcy–– que no tengo la habilidad que otros poseen de conversar fácilmente con las personas que jamás he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como se acostumbra.

––Mis dedos ––repuso Elizabeth–– no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean capaces, como los de cualquier otra mujer, de tocar perfectamente.

Darcy sonrió y le dijo:

––Tiene usted toda la razón. Ha empleado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros toca ante desconocidos.

Lady Catherine les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Elizabeth se puso a tocar de nuevo. Lady Catherine se acercó y después de escucharla durante unos minutos, dijo a Darcy:

––La señorita Bennet no tocaría mal si practicase más y si hubiese disfrutado de las ventajas de un buen profesor de Londres. Sabe lo que es teclear, aunque su gusto no es como el de Anne. Anne habría sido una pianista maravillosa si su salud le hubiese permitido aprender.

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