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Authors: Lauren Kate

Oscuros

BOOK: Oscuros
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Helstone, Inglaterra, 1854. Es noche oscura y dos jóvenes conversan en una remota casa de campo. Se sienten irresistiblemente atraídos el uno por el otro, pero él insiste en que no pueden estar juntos. Ella ignora sus adevertencias y se arroja a sus brazos. Cuando se besan, una furiosa llamarada lo inunda todo... Así empieza Ángeles Caídos, pero el origen de esta historia se remonta, en realidad, a miles de años atrás.

Lauren Kate

Oscuros

ePUB v1.3

Eibisi
 
08.07.12

A mi familia,

con gratitud y amor.

Pero han cerrado el paraiso a cal y canto...

Debemos dar una vuelta al mundo

para ver si se han dejado abierta una puerta trasera.

HEINRICH VON KLEIST

Sobre el teatro de marionetas

En el principio

Helston (Inglaterra), septiembre de 1854

A
l filo de la medianoche acabó de dar forma a los ojos. Tenían una mirada felina, entre atrevida y confusa, desconcertante. Sí, aquellos eran sus ojos, coronados por una frente fina y elegante, a pocos centímetros de una cascada de cabello negro.

Alejó un poco el papel para valorar sus progresos. Era difícil dibujarla sin tenerla delante, pero, por otra parte, nunca habría podido hacerlo en su presencia, porque desde que llegó de Londres (no, desde la primera vez que la vio) había procurado guardar siempre las distancias.

Pero ella cada día se le acercaba más, y a él cada día le resultaba más difícil resistirse. Por eso iba a marcharse por la mañana, a la India, a América, no lo sabía ni le importaba, porque en cualquier otro lugar las cosas serían más fáciles que allí.

Se inclinó de nuevo sobre el dibujo y suspiró mientras difuminaba con el pulgar el carboncillo para perfeccionar el mohín del carnoso labio inferior. Ese trozo de papel inerte no era más que un impostor cruel, pero también la única forma de poder llevársela consigo.

Luego, irguiéndose en la silla tapizada en cuero de la biblioteca, sintió aquel roce cálido y familiar en la nuca.

Era ella.

Su sola proximidad le proporcionaba una sensación extraordinaria, como el calor que desprende un tronco cuando se resquebraja en la chimenea y va reduciéndose a cenizas. Lo sabía sin tener que volverse: ella estaba allí. Escondió el retrato entre el fajo de papeles que tenía en el regazo; de ella, sin embargo, no iba a poder esconderse tan fácilmente.

Miró hacia el sofá de color marfil que había al fondo del salón, donde apenas unas horas antes ella, con un vestido de seda rosa y algo rezagada de los demás invitados, se había levantado súbitamente para aplaudir a la hija mayor del anfitrión, que acababa de interpretar una pieza al clavicordio de forma magistral. Miró hacia el otro lado de la estancia, al mismo lugar donde el día anterior se le había acercado sigilosamente con un ramo de peonías salvajes en las manos. Ella aún creía que la atracción que sentía por él era inocente, que el hecho de que se encontraran tan a menudo bajo la pérgola era solo... una feliz coincidencia. ¡Había sido tan ingenua! Pese a ello, él nunca la sacaría de su error: solo él debía cargar con el peso del secreto.

Se levantó, dejó los bocetos en la silla de cuero y se dio media vuelta. Y allí estaba ella, apoyada contra la cortina de terciopelo escarlata con un sencillo vestido blanco. El pelo se le había destrenzado, y su mirada era la misma que él había esbozado tantas veces, pero sus mejillas parecían arder. ¿Estaba enfadada? ¿Avergonzada? Ansiaba saberlo, pero no podía preguntárselo.

—¿Qué haces aquí?

Captó la aspereza involuntaria en su propia voz y lamentó que ella nunca fuera a comprender a qué se debía.

—No... no podía dormir —balbució ella, mientras se dirigía hacia la chimenea y la silla—. He visto que había luz en tu habitación y luego... —vaciló antes de acabar la frase y bajó la mirada hacia sus manos— tu baúl en la puerta. ¿Te vas a alguna parte?

—Iba a decírtelo... —Se interrumpió.

No debía mentir. Nunca había pretendido que ella conociera sus planes. Decírselo solo empeoraría las cosas, y ya había dejado que llegaran demasiado lejos con la esperanza de que en esta ocasión fuera diferente.

Ella se le acercó un poco más y reparó en el cuaderno de bocetos.

—¿Estabas dibujándome?

El tono sorprendido de la pregunta le recordó que vivían en mundos separados por un abismo. Pese a todo el tiempo que habían pasado juntos en las últimas semanas, ella aún no había llegado a vislumbrar por qué, en verdad, se atraían el uno al otro.

Aquello era, cuando menos, lo mejor que podía hacer. Durante los últimos días, desde que decidió marcharse, había intentado distanciarse de ella, pero el esfuerzo le cansaba tanto que, cuando se encontraba a solas, tenía que rendirse al deseo reprimido de dibujarla. Había llenado las páginas del cuaderno con esbozos de su cuello arqueado, su clavícula de mármol, el abismo negro de su cabello.

Se volvió para mirar de nuevo el retrato, no porque le avergonzara que lo hubiera sorprendido dibujándola, sino por un motivo peor. Sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo al advertir que lo que ella había descubierto —lo que él realmente sentía— acabaría con ella. Tendría que haber sido más cuidadoso: siempre empezaba así.

—Leche templada con una cucharadita de melaza —murmuró, todavía de espaldas a ella. Luego añadió con un deje de tristeza—: Te ayudará a dormir.

—¿Cómo lo sabes? Vaya, es justo lo que mi madre acostumbraba...

—Lo sé —dijo, dándose la vuelta para mirarla.

Su asombro no le extrañó, pero no podía explicarle cómo lo sabía, ni confesarle cuántas veces él mismo le había dado aquel brebaje, cuando las sombras se acercaban a ellos, y cómo luego la había abrazado hasta sentir que se dormía en sus brazos.

Cuando su mano le tocó el hombro, tuvo la impresión de que le quemaba a través de la camisa y se quedó boquiabierto. Nunca antes se habían tocado en esta vida, y el primer contacto siempre lo dejaba sin aliento.

—Contéstame —susurró ella—. ¿Vas a marcharte?

—Sí.

—Entonces, llévame contigo —le espetó.

Justo en ese instante ella se dio cuenta de que contenía la respiración y se arrepentía de lo que acababa de decir. Notó cómo la progresión de sus emociones se manifestaba en la arruga que se le formaba entre los ojos: iba a sentirse impulsiva, desconcertada y luego avergonzada de su propio atrevimiento. Siempre hacía lo mismo, y demasiadas veces él había cometido el error de consolarla.

—No —musitó, porque recordaba... Siempre recordaba...—. Mi barco zarpa mañana. Si de verdad te importo, no digas ni una sola palabra más.

—Que si me importas... —repitió ella como para sí—. Yo te...

—No lo digas.

—Tengo que hacerlo. Te... te quiero, de eso no tengo la menor duda, y si te vas...

—Si me voy, tu vida estará a salvo.

Lo dijo poco a poco, intentando llegar a algún rincón de ella capaz de recordar algo. ¿O acaso no guardaba ninguno de esos recuerdos, acaso estos permanecían enterrados en alguna parte? Hay cosas más importantes que el amor. No lo entenderías, tienes que confiar en mí.

Su mirada se clavó en la de él. Retrocedió un paso y se cruzó de brazos. Aquello también era culpa de él: siempre que le hablaba con condescendencia, provocaba que emergiera su lado más rebelde.

—¿Me estás diciendo que hay cosas más importantes que esto? le preguntó con tono desafiante, al tiempo que le cogía las manos y se las llevaba al corazón.

¡Oh, cómo deseaba ser ella y no saber qué era lo que venía a continuación! O, al menos, ser más fuerte de lo que era y no dejarla avanzar un paso más. Si no la detenía, ella nunca aprendería y el pasado volvería a repetirse, torturándoles una y otra vez.

Aquel conocido calor de la piel bajo sus manos le hizo inclinar la cabeza hacia atrás y gemir: intentaba obviar cuán cerca estaba de ella, cuán irresistible era la sensación que le producía el roce de sus labios, cuán doloroso le resultaba que todo aquello tuviera que acabar... Pero ella le acariciaba los dedos con tal suavidad... Incluso podía percibir los latidos su corazón a través del fino vestido de algodón.

Sí, ella tenía razón: no había nada más importante que aquello. Nunca lo había habido. Estaba a punto de darse por vencido y abrazarla cuando, de repente, notó que ella lo miraba como si estuviera viendo un fantasma.

Lo apartó de sí y se llevó una mano a la frente.

—Qué sensación más extraña... —suspiró.

Oh, no... ¿Era ya demasiado tarde?

Sus ojos se entornaron hasta adoptar la forma de los que él había dibujado. Entonces se le acercó de nuevo con las manos sobre el pecho y los labios separados, expectante.

—Creerás que estoy loca, pero juraría que esto ya lo he vivido antes...

Sí, realmente era demasiado tarde. Alzó la vista, temblando, y empezó a percibir cómo la oscuridad descendía. Aprovechó la última oportunidad para abrazarla, para estrecharla entre sus brazos con fuerza, como había deseado hacer desde hacía semanas.

En el instante en que sus labios se fundieron, ya no hubo nada que hacer: ya no podían resistirse. El sabor a madreselva de su boca provocó en él una sensación de mareo. Cuanto más la estrechaba contra sí, más se le revolvía el estómago por la emoción y la agonía del momento. Sus lenguas se tocaron y el fuego estalló entre ambos, refulgiendo con cada caricia, con cada nuevo descubrimiento... aunque, en realidad, nada de todo aquello fuera nuevo.

La habitación tembló, y alrededor de ambos empezó a formarse un aura.

Ella no advirtió nada, no se dio cuenta de nada, nada existía más allá del beso.

Solo él sabía lo que iba a ocurrir, qué oscuras compañías estaban a punto de interrumpir su velada. Aunque una vez más fuera incapaz de alterar el curso de sus vidas, sabía lo que iba a ocurrir.

Las sombras empezaron a arremolinarse sobre sus cabezas, tan cerca que él podría haberlas tocado, tan cerca que se preguntó si alcanzaría a oír lo que susurraban. Observó cómo la nube pasaba frente a la cara de ella: por un instante, en sus ojos vio un destello de reconocimiento.

Después, ya no hubo nada: nada en absoluto.

1

Perfectos desconocidos

L
uce entró con diez minutos de retraso en el vestíbulo iluminado con luces fluorescentes de la escuela Espada y Cruz. Un guarda de torso corpulento y mejillas sonrosadas, con un portapapeles bajo el brazo, que parecía de hierro, ya estaba dando instrucciones, lo cual significaba que Luce volvía a ir a remolque.

—Así que, recordad: recetas, residencias y rojas —le espetó el guarda a un grupo de tres estudiantes que estaban de espaldas a Luce—. Si seguís estas reglas básicas, estaréis a salvo.

Luce no perdió tiempo y se unió al grupo. Aún no estaba segura de sí había cumplimentado bien aquel montón de documentos que le habían entregado, ni si el guarda de cabeza raspada que tenía delante era un hombre o una mujer, ni si alguien la ayudaría a llevar la enorme maleta que acarreaba, ni siquiera si sus padres iban a deshacerse de su querido Plymouth Fury en cuanto volvieran a casa.

Durante todo el verano la habían amenazado con venderlo, y ahora tenían un motivo que ni siquiera Luce podía rebatir: a ningún alumno se le permitía tener coche en la nueva escuela. Bueno, en el nuevo reformatorio, para ser exactos.

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