Oscuros (4 page)

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Authors: Lauren Kate

BOOK: Oscuros
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—Así pues, ¿qué te pasó? —preguntó mirando al suelo.

—¿Recuerdas que yo no te he presionado cuando no has dicho ni mu sobre por qué te han metido aquí? —le preguntó Arriane enarcando las cejas.

Luce asintió.

Arriane señaló las tijeras con un gesto.

—Que quede bien por detrás, ¿vale? Quiero estar muy guapa, tan guapa como tú.

Aunque le hiciese exactamente el mismo corte, Arriane solo podría llegar a convertirse en una versión diluida de Luce. Mientras Luce intentaba dejar lo más igualado posible el primer corte de pelo de su vida, Arriane profundizaba en los detalles de la vida cotidiana en Espada & Cruz.

—Ese bloque de celdas de allí es Augustine. Es donde celebramos los llamados «eventos sociales» los miércoles por la noche. Y también donde damos todas las clases —dijo señalando una construcción del color de unos dientes amarillentos que albergaba dos edificios, a la derecha de la residencia. Parecían diseñados por el mismo sádico que había engendrado a Pauline. Era totalmente cuadrado y parecía una fortaleza, cercado con el mismo alambre de púas y las mismas ventanas con barrotes. Una neblina gris que parecía artificial cubría las paredes como si fuera musgo, impidiendo ver si había alguien allí dentro.

—Quedas advertida —continuó Arriane—: vas a odiar las clases que te darán aquí. No serías humana si no lo hicieras.

—¿Por qué? ¿Qué tienen de malo? —preguntó Luce. Quizá a Arriane no le gustaba el colegio en general. Las uñas esmaltadas de negro, los ojos pintados de negro, el bolso negro que solo parecía lo bastante grande para guardar la navaja suiza, no le daban precisamente aspecto de intelectual.

—Las clases son la muerte —dijo Arriane—. Peor: las clases te dejan como muerto. De los ochenta chavales que hay aquí, diría que solo quedan tres que sigan vivos. —Alzó la vista—. Y no es que sirvan de mucho, la verdad...

Aquello no sonaba muy prometedor, pero a Luce le había llamado la atención un detalle que había mencionado Arriane.

—¿Solo hay ochenta alumnos en toda la escuela?

El verano antes de su ingreso en Dover, Luce había estudiado con detenimiento el manual para futuros estudiantes y memorizó todas las estadísticas. Pero todo cuanto sabía hasta el momento de Espada & Cruz la había sorprendido, y se dio cuenta de que había entrado en aquel reformatorio completamente desinformada.

Arriane asintió, y sin querer Luce le cortó de un tijeretazo un mechón que pensaba dejar. Glups. Con suerte, Arriane no se daría cuenta, o a lo mejor solo pensaría que era atrevido.

—Ocho clases, diez chavales cada una. Enseguida acabas sabiendo qué clase de mierda pringa a cada uno de ellos —dijo Arriane—. Y viceversa.

—Supongo —convino Luce mientras se mordía el labio. Arriane estaba de broma, pero Luce se preguntó si estaría sentada allí con ella dedicándole aquella simpática sonrisa a sus ojos azul pastel si supiera con pelos y señales cuál era su historia personal. Cuanto más tiempo consiguiera mantener oculto su pasado, mejor.

—Y será mejor que evites los casos complicados.

—¿Casos complicados?

—Los que llevan las pulseras de localización —dijo Arriane—. Más o menos una tercera parte de los estudiantes.

—Y ellos son quienes...

—Mejor no tener problemas con ellos. Hazme caso.

—Vale, ¿y qué han hecho?

Aunque Luce quería que su historia fuera un secreto, tampoco le gustaba que Arriane la tratara como si fuera una boba. Fuera lo que fuera lo que habían hecho los otros no podía ser mucho peor que lo que todo el mundo le decía que había hecho ella. ¿O sí? Después de todo, no sabía casi nada de aquellas personas ni de aquel lugar. Solo con pensar en las posibles causas de su internamiento, sentía un miedo frío y gris atenazándole la boca del estómago.

—Bueno, ya sabes —dijo arrastrando las palabras—. Instigaron o participaron en actos terroristas, descuartizaron a sus padres y los tostaron en el horno... —Se volvió y le guiñó un ojo a Luce.

—Venga ya, no digas chorradas —repuso Luce.

—Lo digo en serio. Esos psicópatas están mucho más controlados que el resto de los chiflados de aquí. Los llamamos «los grilletes».

A Luce le resultó gracioso el tono dramático con que lo pronunció.

—El corte de pelo ya está —dijo, y pasó las manos por el cabello de Arriane para atusarlo un poco. De hecho, había quedado bastante bien.

—Perfecto —dijo Arriane.

Se volvió para ponerse frente a Luce. Cuando se pasó la mano por el cabello, los antebrazos sobresalieron por las mangas del jersey negro, y Luce vio que llevaba una pulsera en ambas muñecas: una negra con hileras de tachuelas plateadas, y otra que parecía más... mecánica. Arriane se fijó en su mirada y levantó las cejas diabólicamente.

—Te lo he dicho —prosiguió—. Unos jodidos psicópatas. —Sonrió—. Vamos, te enseñaré lo que queda.

Luce no tenía muchas más opciones. Descendió por las gradas detrás de Arriane, agachándose cada vez que algún buitre volaba peligrosamente bajo. Arriane, que parecía no darse cuenta, señaló la iglesia revestida de líquenes que se encontraba a la derecha del campo.

—Por allí está nuestro gimnasio vanguardista —dijo imitando el tono nasal de los guías turísticos—. Sí, sí, para quien no está acostumbrado parece una iglesia, y antes lo era. Espada & Cruz constituye una especie de infierno arquitectónico de segunda mano. Hace algunos años, irrumpió un psiquiatra demente y calisténico que se dedicó a despotricar contra los adolescentes sobremedicados que arruinaban la sociedad. Puso un montón de pasta y transformaron la iglesia en un gimnasio. Ahora las autoridades piensan que podemos desahogar nuestras «frustraciones» de una «forma natural y productiva».

Luce gruñó. Siempre había detestado la clase de gimnasia.

—Veo que pensamos igual —se lamentó Arriane—: la entrenadora Diante es el deeemooonio.

Mientras Luce corría para alcanzarla, examinó el resto del recinto. El patio interior de Dover estaba tan bien cuidado, lleno de árboles podados con esmero y distribuidos armónicamente, que, en comparación, parecía que se hubieran olvidado de Espada & Cruz y la hubieran abandonado en medio de una ciénaga. Unos sauces llorones descolgaban sus ramas hasta el suelo, el kudzu crecía por las paredes como una sábana, y a cada dos pasos se hundían en el fango.

Y no era solo el aspecto de aquel lugar. Cada vez que respiraba aquel aire húmedo era como si se le clavara en los pulmones. El mero hecho de respirar en Espada & Cruz la hacía sentirse como si se hundiera en arenas movedizas.

—Al parecer, los arquitectos tuvieron serios problemas para modernizar el estilo de los edificios de la antigua academia militar, y el resultado fue una mezcla de penitenciaría y de zona de torturas medieval. Y sin jardinero —dijo Arriane mientras

se sacudía los restos de limo que se habían adherido a sus botas de combate—. Asqueroso. Ah, allí está el cementerio.

Luce miró hacia donde apuntaba el dedo de Arriane, a la izquierda del patio, justo después de la residencia. Un manto de niebla aún más espeso se cernía sobre la parcela de tierra amurallada. Un frondoso robledal circundaba tres de sus lados. No se podía ver el cementerio propiamente dicho, que parecía hundido bajo la superficie de la tierra, pero se podía oler la putrefacción y se oía el coro de cigarras que zumbaban en los árboles. Por un instante le pareció ver el temblor de las sombras, pero parpadeó y las sombras desaparecieron.

—¿Eso es un cementerio?

—Pssse. Todo esto antes había sido una academia militar, en los tiempos de la Guerra Civil, y allí es donde enterraban a los muertos. Es superespeluznante. Y
Dioz
—añadió Arriane con un falso acento del sur—, apesta al séptimo cielo —dicho lo cual, le guiñó un ojo a Luce—. Solemos ir mucho por esa parte.

Luce miró a Arriane para ver si bromeaba, pero Arriane se encogió de hombros.

—Vale, vale, solo fuimos una vez, y después de pillar una buena turca.

Vaya, aquella era una palabra que Luce podía reconocer.

—¡Ajá! —exclamó Arriane—. He visto cómo se te ha encendido una luz. Así que hay alguien en casa. Bueno, querida Luce, puede que hayas ido a las fiestas del internado, pero nunca has visto cómo se lo montan los de un reformatorio.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó Luce, intentando soslayar el hecho de que en Dover nunca había asistido a una gran fiesta.

—Ya lo verás. —Arriane se detuvo y miró a Luce—. Pásate esta noche y podrás comprobarlo, ¿vale? —Inesperadamente, le cogió la mano—. ¿Lo prometes?

—Yo pensaba que habías dicho que debía mantenerme alejada de los casos complicados —dijo Luce con ironía.

—Regla número dos: ¡no me hagas caso! —respondió Arriane riéndose y moviendo la cabeza—. ¡Estoy oficialmente loca!

Empezó a correr otra vez, y Luce la siguió.

—¡Espera! ¿Cuál era la regla número uno?

—¡Mantente alerta!

Cuando dieron la vuelta a la esquina del bloque de color ceniza donde estaban las aulas Arriane frenó en seco y derrapó.

—Rollo tranquilo —dijo.

—Tranquilo —repitió Luce.

Los demás estudiantes se apiñaban alrededor de la densa arboleda de kudzus frente al Augustine. Nadie parecía especialmente contento de estar fuera, pero tampoco aparentaban ganas de entrar.

En Dover no había algo parecido a unas normas de vestimenta, así que Luce no estaba acostumbrada a la uniformidad que esta confería a los estudiantes. Pero, incluso aunque todos llevasen los mismos vaqueros negros, la camiseta negra de cuello alto y mangas largas, y el jersey negro sobre los hombros o anudado en la cintura, seguían apreciándose diferencias sustanciales en la forma de personalizarla.

De pie, con los brazos cruzados, un grupo de chicas tatuadas lucían brazaletes hasta el codo. Los pañuelos negros que llevaban en el pelo le recordaron a Luce una película sobre una banda de chicas motoristas. La alquiló porque pensó: «¿Qué es más flipante que una banda de motoristas formada solo por chicas?». En ese momento la mirada de Luce se topó con la de una de las chicas que se encontraban al otro lado del césped. Cuando Luce notó que aquellos ojos de gato pintados de negro se entrecerraban sin dejar de mirarla fijamente, apartó la vista de inmediato.

Un chico y una chica que iban cogidos de la mano se habían cosido una bandera pirata con lentejuelas en el dorso de sus jerséis negros. Cada dos por tres, uno de ellos se acercaba al otro para darle un beso en la sien, en el lóbulo de la oreja o en los ojos. Cuando se abrazaron, Luce pudo observar que ambos llevaban la pulsera con el dispositivo de localización. Parecían un poco brutos, pero era evidente que estaban muy enamorados. Cada vez que veía centellear el
piercing
que llevaban en la lengua, Luce sentía un pellizco de melancolía en el pecho.

Tras ellos, había un grupo de chicos rubios apoyados en la pared que llevaban el jersey puesto a pesar de que hacía calor. Todos llevaban camisas blancas tipo Oxford con el cuello almidonado y los pantalones negros les llegaban justo hasta los empeines de sus zapatos impecables. De todos los estudiantes del patio, estos eran lo más parecido a lo que Luce había visto en Dover. Pero al prestarles un poco más de atención, enseguida se dio cuenta de que eran distintos de los chicos a los que ella estaba acostumbrada. Chicos como Trevor.

Así, en grupo, aquellos tipos irradiaban una dureza especial, por la forma en que miraban. Era difícil de explicar, pero de repente Luce se dio cuenta de que, al igual que ella, todos en aquella escuela tenían un pasado. Todos, seguramente, tenían secretos que no querían compartir. Sin embargo, no sabía si eso la hacía sentirse más o menos sola.

Arriane notó que Luce estaba observando a los demás.

—Todos hacemos lo que podemos para sobrevivir —comentó con indiferencia—. Pero, por si aún no te habías fijado en los buitres volando bajo, te diré que este lugar apesta a muerte.

Se sentó en un banco que había bajo un sauce llorón y dio un golpecito a su lado para que Luce hiciera lo mismo.

Antes de sentarse, Luce apartó unas hojas mojadas que se habían movido, y en ese instante detectó otra violación de las normas de vestimenta.

Una violación de las normas de vestimenta muy atractiva.

Llevaba una bufanda de color rojo vivo enrollada al cuello. Aunque no hacía frío, también llevaba una chaqueta de cuero negro de motero, además del jersey negro. Quizá se debió a que aquella era la única mancha de color que había en todo el patio, pero el hecho es que Luce no podía mirar a ninguna otra parte. En comparación, todo lo demás palidecía, y durante un buen rato Luce se olvidó de dónde estaba.

Observó su cabello de un dorado intenso, la piel bronceada, las mejillas prominentes, las gafas de sol que le cubrían los ojos, la forma suave de sus labios. En todas las películas que había visto Luce, y en todos los libros que había leído, el pretendiente era alucinantemente guapo, pero con un pequeño defecto. Un diente mellado, un precioso mechón de pelo o una interesante cicatriz en la mejilla izquierda. Ella sabía por qué: si el héroe era «demasiado» perfecto corría el riesgo de ser inalcanzable. Pero, tanto si era inalcanzable como si no, Luce siempre había sentido debilidad por lo que era eminentemente bello. Como aquel chico.

Estaba apoyado en el edificio, con los brazos cruzados. Y, por una fracción de segundo, Luce se imaginó a sí misma entre sus brazos. Negó con la cabeza, pero la imagen siguió tan viva en su mente que casi se fue directa hacia él.

Era una locura, ¿no? Incluso en un colegio lleno de locos, Luce sabía perfectamente que aquella reacción instintiva era una insensatez. Ni siquiera lo conocía.

Estaba hablando con un chaval más bajo, con rastas y de sonrisa dentuda. Ambos estaban riendo a carcajadas, de una forma que a Luce le hizo sentirse celosa. Intentó recordar cuándo fue la última vez que había reído, de verdad, como ellos lo estaban haciendo.

—Ese es Daniel Grigori —dijo Arriane, que se inclinó hacia ella y le leyó la mente—. Me parece que a alguien le ha llamado la atención.

—Y a quién no —asintió Luce, un poco avergonzada por cómo había mirado a Arriane.

—Bueno, claro, si te gustan así.

—¿Y de qué otra forma te pueden gustar?

—El amigo de al lado es Roland —dijo Arriane señalando con un gesto al chico de las rastas—. Es simpático. Es de los que te pueden conseguir cosas, ya sabes.

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