Oscuros (34 page)

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Authors: Lauren Kate

BOOK: Oscuros
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Luce tembló al pensar de nuevo en Cam. La serpiente. El picnic. El collar. Se pasó la mano por el cuello desnudo, contenta de no llevarlo.

Él le pasó los dedos por el pelo, recorrió su mandíbula y los dejó descansar en el hueco de su cuello.

Ella suspiró, en la gloria.

—Lo que intento decirte es... supongo que yo también podría decir que estoy condenado, Luce. He estado condenado durante mucho, mucho tiempo. —Hablaba como si las palabras tuvieran un sabor amargo—. Una vez tomé una decisión, una decisión en la que creía... en la que todavía creo, aunque...

—No entiendo nada —Luce lo interrumpió sacudiendo la cabeza.

—Claro que no lo entiendes —dijo agachándose a su lado—. Y yo nunca he tenido demasiado éxito explicándotelo. —Se rascó la cabeza y bajó la voz, como si estuviera hablando consigo mismo—. Pero he de intentarlo. Así que ahí va.

—De acuerdo —contestó Luce. La estaba confundiendo, y apenas había dicho nada todavía, pero intentó fingir que estaba menos perdida de lo que en realidad estaba.

—Me enamoro —explicó cogiéndole las manos con fuerza—. Una y otra vez. Y siempre acaba de manera catastrófica.

«Una y otra vez.»

Esas palabras la pusieron enferma. Luce cerró los ojos y apartó las manos. Eso ya se lo había dicho, aquel día que estuvieron en el lago. Había vivido rupturas, había salido escaldado. ¿Qué razón había para que le viniera ahora con lo de esas chicas? Le había dolido entonces, e incluso le dolía más ahora, como un punzón agudo en las costillas. Él le estrechó los dedos.

—Mírame —le suplicó—. Aquí es cuando las cosas se ponen difíciles.

Ella abrió los ojos.

—La chica de la que me enamoro cada vez eres tú.

Luce había estado conteniendo la respiración, y quiso liberar el aire, pero lo que salió de su boca fue una risa aguda y cortante.

—Claro, Daniel —dijo, haciendo ademán de levantarse—. Guau, de verdad estás condenado, eso que dices suena terrible.

—Escucha. —La sentó de golpe con tal fuerza que le dolió el hombro. Sus ojos desprendieron un destello violeta, por lo que Luce dedujo que estaba enfadado. Pues bien, ella también lo estaba.

Daniel miró hacia arriba, hacia el dosel que formaban los melocotoneros, como si pidiera ayuda.

—Te lo ruego, déjame explicarme. —Le tembló la voz—. El problema no es que te quiera.

Ella respiró profundamente.

—Entonces, ¿cuál es?

Intentó escuchar, intentó ser fuerte y no sentirse herida. Daniel ya parecía suficientemente destrozado por los dos.

—Yo vivo eternamente —dijo.

Los árboles susurraron a su alrededor, y Luce vio un atisbo de sombra por el rabillo del ojo. No aquel remolino de oscuridad enfermizo y omnipresente de la noche anterior, sino un aviso. La sombra mantenía las distancias y bullía impasible en la esquina, pero estaba esperando.

Esperándola a ella. Luce sintió un profundo escalofrío que le heló los huesos. No pudo sustraerse a la sensación de que algo ominoso, negro como la noche, algo definitivo estaba preparándose.

—Lo siento —dijo mirando de nuevo a Daniel—. ¿Podrías... hummm, repetirlo?

—Tengo que vivir eternamente —repitió. Luce todavía estaba perdida, pero él siguió hablando, de sus labios brotaba un torrente de palabras—. Tengo que vivir, y ver a los niños nacer, crecer y enamorarse. Veo cómo ellos mismos tienen hijos y envejecen. Veo cómo mueren. Luce, estoy condenado a verlos una y otra vez. A todos, menos a ti.

—Tenía los ojos vidriosos, y su voz se convirtió en un susurro—. Tú no puedes enamorarte...

—Pero... —lo interrumpió susurrando a su vez—. Yo... me he enamorado.

—No puedes tener hijos y envejecer, Luce.

—¿Por qué no?

—Apareces de nuevo cada diecisiete años.

—Por favor...

—Y nos encontramos. Siempre nos encontramos, de alguna forma siempre acabamos juntos, no importa adónde vaya, no importa cuánto intente alejarme de ti. No importa. Tú siempre me encuentras.

Había bajado la vista hasta sus puños cerrados, como si quisiera golpear algo, incapaz de levantar los ojos.

—Y cada vez que nos encontramos, te enamoras de mí...

—Daniel...

—Puedo intentar resistirme, o alejarme, o tratar con todas mis fuerzas de no responderte, pero eso no cambia nada. Tú te enamoras de mí y yo me enamoro de ti.

—¿Y es que eso es tan terrible?

—Te mata.

—¡Basta! —gritó—. ¿Qué te propones? ¿Asustarme para que me vaya?

—No —resopló—. De todas formas, no funcionaría.

—Si no quieres estar conmigo... —dijo ella deseando que todo fuera una broma pesada, un discurso de ruptura para acabar ton todos los discursos de ruptura, pero no la verdad. Aquello no podía ser la verdad—... seguramente habrá alguna historia más verosímil.

—Sé que no puedes creerme. Y esa es la razón por la que no te lo podía decir hasta ahora, cuando debo decírtelo. Porque pensaba que entendía las reglas y... nos besamos, y ahora no entiendo nada.

Las palabras que pronunció la noche anterior le vinieron de golpe a la cabeza: «No sé cómo pararlo. No sé qué hacer».

—Porque me besaste.

Él asintió.

—Me besaste y, después de hacerlo, estabas sorprendido.

Daniel asintió de nuevo, un poco avergonzado.

—Me besaste —prosiguió Luce, buscando la forma de atar todos los cabos—, ¿y pensaste que no iba a sobrevivir?

—Sí, basándome en experiencias previas —dijo con voz ronca.

—Eso es una locura.

—Pero no tiene que ver con el beso de esta vez, sino con lo que significa. En algunas vidas podemos besarnos, pero en la mayoría no, —Le acarició la mejilla, y Luce no pudo evitar que le gustara—. He de decir que prefiero las vidas en las que podemos besarnos. —Miró al suelo—. Aunque luego, el hecho de perderte sea mucho más duro.

Luce quería enfadarse con él, por inventarse aquella historia tan rocambolesca cuando deberían estar abrazados como lapas. Pero había algo, una especie de comezón, que le decía que no se apartara de Daniel ahora, que se quedara allí e intentara escuchar todo cuanto pudiera.

—Cuando me «¿pierdes» —dijo ella, notando el peso de aquella palabra cuando salió de sus labios—, ¿de qué forma sucede? ¿Y por qué?

—Depende de ti, de cuánto puedes ver de nuestro pasado, de lo bien que me hayas llegado a conocer. —Movió las manos con las palmas hacia arriba—. Sé que esto suena muy...

—¿Increíble?

Él sonrió.

—Iba a decir vago. Pero intento no esconderte nada. Es un tema muy, muy delicado. A veces, en el pasado, el mero hecho de contarte esto...

Luce esperó con atención a que Daniel dijera algo, pero no lo hizo.

—¿Me ha matado?

—Iba a decir «me ha roto el corazón».

Era evidente que todo aquello le causaba dolor, y Luce quería consolarlo. Se sintió atraída hacia él, había algo en su interior que la empujaba hacia delante, pero no pudo. Fue entonces cuando tuvo la certeza de que Daniel sabía lo del resplandor violeta, y que no era ajeno al fenómeno.

—¿Qué eres? —preguntó—. Algún tipo de...

—Vago por la tierra, y en el fondo siempre sé que voy a encontrarte. Solía buscarte, pero luego, cuando empecé a esconderme de ti, del desengaño que era inevitable, fuiste tú la que comenzó a buscarme. No tardé en darme cuenta de que siempre volvías cada diecisiete años.

Luce había cumplido los diecisiete a finales de agosto, dos semanas antes de ingresar en Espada & Cruz. Había sido una celebración triste, solo Luce, sus padres y un pastel precocinado. No hubo velas, por si acaso. ¿Y qué ocurría con su familia? ¿También aparecían cada diecisiete años?

—No es tiempo suficiente para que superara la última vez —dijo—. Pero sí que basta para que baje la guardia de nuevo.

—¿Así que sabías que yo iba a llegar? —inquirió dubitativa.

Él estaba muy serio, pero Luce aún no podía creerlo. No quería creerlo.

Daniel negó con la cabeza.

—No sé qué día apareces, no funciona así. ¿No te acuerdas de cómo reaccioné el día en que nos vimos? —Él miró hacia arriba, como si él mismo estuviera recordando—. Cada vez, durante los primeros segundos, me siento eufórico y me olvido de todo. Luego lo recuerdo.

—Sí —dijo ella lentamente—. Me sonreíste y luego... ¿es por eso por lo que me hiciste aquel gesto con el dedo?

Él frunció el ceño.

—Pero si eso ocurre cada diecisiete años, como dices, tú sabías que yo iba a venir. De alguna forma, lo sabías.

—No es fácil, Luce.

—Te vi ese día antes de que tú me vieras. Estabas fuera del Agustine, riéndote con Roland, y os estabais riendo tanto que a mí me entraron celos. Si tú sabes todo eso, Daniel, si eres tan listo que puedes predecir cuándo voy a venir y cuándo voy a morir, y lo difícil que esa va a ser para ti, ¿cómo podías reírte así? No te creo —dijo con un temblor en la voz—. No me creo nada de todo esto.

Daniel le secó con suavidad una lágrima con el pulgar.

—Es una pregunta estupenda, Luce. Me encanta que me la hagas, y ojalá pudiera responderla. Solo puedo decirte esto: la única forma de sobrevivir a la eternidad es siendo capaz de valorar cada momento. Eso era lo único que estaba haciendo.

—Eternidad —repitió Luce—. Otra cosa que no puedo entender.

—No importa. Ya no podría reír más de esa forma. Tan pronto como apareces, me siento abrumado.

—Lo que dices no tiene ningún sentido —repuso.

Sentía la necesidad de irse antes de que oscureciera demasiado. Pero la historia de Daniel era tan absurda. Durante todo el tiempo que había pasada en Espada & Cruz, Luce casi llegó a creer que estaba loca, pero su demencia no era nada comparada con la de Daniel.

—No hay un manual para explicarle todo este... asunto a la chica a la que amas —se quejó pasándose la mano por el pelo—. Lo hago lo mejor que puedo. Quiero que me creas, Luce. ¿Qué más puedo hacer?

—Explícame otra cosa —repuso con amargura—. Invéntate una excusa más creíble.

—Tú misma dijiste que sentías como si ya me conocieras. Intenté negarlo mientras pude porque sabía que iba a pasar esto.

—Sí, sentía que te conocía de alguna parte, claro —dijo, y su voz expresaba un atisbo de miedo—. Del centro comercial, o del campamento de verano o algo así. No de una vida anterior —Negó con la cabeza—. No, no puedo creerlo.

Se tapó los oídos.

Daniel le retiró las manos.

—Y, aun así, en el fondo sabes que es verdad. —Le estrechó las rodillas y la miró fijamente a los ojos—. Lo sabías cuando subí contigo hasta la cima del Corcovado en Rio porque querías ver de cerca la estatua. Lo sabías cuando te llevé durante tres calurosos kilómetros hasta el río Jordán, después de que enfermaras a las afueras de Jerusalén. Te advertí de que no comieras todos aquellos dátiles. Lo sabías cuando fuiste mi enfermera en aquel hospital italiano durante la Primera Guerra Mundial y, antes de eso, cuando me escondí en tu sótano durante la purga que el Zar llevó a cabo en San Petersburgo. Cuando escalé la torreta de tu castillo en Escocia durante la Reforma, y cuando te hice bailar sin parar durante la celebración de la coronación del rey en Versalles. Eras la única mujer vestida de negro. También hubo lo de aquella colonia de artistas en Quintana Roo, y aquella marcha de protesta en Ciudad del Cabo, en la que pasamos la noche en comisaría. La apertura del Globe Theatre en Londres, donde tuvimos las mejores butacas. Y cuando mi barco se fue a pique en Tahití, tú estabas allí, igual que cuando estuve preso en Melbourne, cuando fui carterista en el Nîmes del siglo XVIII, y monje en el Tíbet. Aparecías en cualquier lugar, siempre, y tarde o temprano sentías las cosas que acabo de explicarte. Pero no vas a aceptar que lo que sientes pueda ser verdad.

Daniel se detuvo para tomar aire y miró más allá de ella, sin ver. Entonces extendió la mano, le apretó la rodilla y ella volvió a sentir de nuevo que le transmitía aquel fuego.

Luce cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos Daniel le tendía una peonia blanca perfecta. Casi resplandecía. Se volvió para ver de dónde la había cogido, cómo podía no haberse dado cuenta antes, pues por allí solo había malas hierbas y frutos podridos. Sostuvieron juntos la flor.

—Lo sabías cuando cogiste peonias blancas todos los días durante un mes aquel verano en Helston. ¿Te acuerdas de eso? —La miró, como si intentara ver en su interior—. No. —Suspiró—. Claro que no. Te envidio por eso.

Pero a medida que hablaba, Luce empezó a sentir calor por toda su piel, como si respondiera a unas palabras que su cerebro no podía reconocer. Había una parte en ella que ya no estaba segura de nada.

—Hago todas estas cosas —dijo Daniel acercándose a ella hasta que sus frentes se tocaron— porque tú eres mi amor, Lucinda. Para mí eres lo único que existe.

A Luce le temblaba el labio inferior y sus manos se quedaron flácidas entre las de Daniel. Los pétalos de la flor se deslizaron entra sus dedos y cayeron al suelo.

—Entonces, ¿por qué estás tan triste?

Todo aquello era demasiado, ni siquiera podía empezar a pensar en ello. Se apartó de Daniel, se levantó y se sacudió las hojas y la hierba de los tejanos. La cabeza le daba vueltas. ¿Había vivido... antes?

—Luce.

Ella se despidió con la mano.

—Creo que necesito ir a alguna parte sola y descansar.

Se apoyó en el melocotonero; se sentía débil.

—¿No te encuentras bien? —le preguntó Daniel, levantándose y cogiéndole la mano.

—No.

—Lo siento —Daniel suspiró—. No sé qué esperaba que pudiera suceder cuando te lo dijera. No debería...

Nunca habría dicho que alguna vez iba a necesitar un respiro de Daniel, pero en ese momento sentía que tenía que irse. La forma en que la estaba mirando, sabía que él esperaba que le dijera que se encontrarían más tarde, que hablarían largo y tendido, pero ya no estaba muy segura de que fuera una buena idea. Cuantas más cosas decía, más sentía que algo se despertaba en su interior... algo para lo que no sabía si estaba preparada. Ya no pensaba que estaba loca... y tampoco estaba segura de que Daniel lo estuviese. Para cualquier otra persona, su historia habría resultado cada vez más increíble a medida que avanzaba. Pero para Luce... no estaba segura, pero ¿y si las palabras de Daniel fueran respuestas que pudieran dar sentido a toda su vida? No podía saberlo, y sintió más miedo del que había sentido nunca.

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