Otra lucha / El final de la lucha (17 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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Durante varios minutos las letras de la carta danzaron locamente ante los ojos de Borraleda. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué nueva canallada se había cometido con él?

Bruscamente se puso en pie y salió del despacho, subió de tres en tres los escalones y precipitóse en el cuarto de Isabel. Estaba vacío y la cama no mostraba señales de que se hubiese dormido en ella. Un armario estaba abierto y en el suelo se veían algunas prendas de ropa. Otras asomaban por uno de los cajones de la cómoda.

Luis salió del aposento y corrió a registrar los otros cuartos de la casa; pero en ninguno de ellos encontró ni rastro de Isabel. Y cuando al fin, tras una interminable búsqueda, se dejó caer en un sillón del vestíbulo, una sola campanada extendió sus metálicos ecos por toda la casa. ¡La una de la madrugada!

Cinco horas antes había insultado cruelmente a Isabel. Había hecho lo posible por abrir entre ella y él un profundo abismo, y ahora… ahora estaba anhelando salvar aquel abismo, salvar a Isabel, pedirle perdón… y, sobre todo, arrancarla de las manos de sus enemigos políticos, que otra vez le habían asestado un terrible golpe.

De pronto, Borraleda recordó a Irina. En su casa había quedado Kennedy, el culpable de todas sus desgracias.

Corriendo, Luis entró de nuevo en el despacho. De un cajón sacó otro revólver, comprobó que estaba cargado y, guardándolo en un bolsillo, salió de su casa en dirección a la de Irina.

Recorrió la distancia que le separaba de ella en menos de veinte minutos. Cuando llegó, vio que brillaban luces en el primer piso.

Empuñando el revólver, empujó la puerta principal, que estaba abierta. Sin que nadie le impidiera el paso, subió al salón; pero ni en él, ni en ninguna de las otras habitaciones, encontró a ningún ser viviente. Irina Petrovna, u Odile Garson, había desaparecido, llevándose todo su equipaje. Y con ella habían desaparecido también Víctor Kennedy, el mayordomo y…
El Coyote
.

Luis Borraleda dejóse caer en el sillón cuyo respaldo conservaba la huella del cuchillo del
Coyote
, y escondiendo el rostro entre las manos, se esforzó en llorar; pero aunque su garganta estaba llena de lágrimas, sus ojos permanecieron abrasadoramente secos, en tanto que el corazón le latía violentamente, como anhelando romper la cárcel en que estaba encerrado.

Capítulo VI: Una princesa se va de Sacramento

Cuando Luis Borraleda salió de la casa de Irina para vagar por las calles de Sacramento, hasta decidirse a volver a su hogar,
El Coyote
enfundó su cuchillo y, acercándose a Kennedy, procedió a atarlo sólo con otro de los gruesos cordones de las cortinas. Cuando lo tuvo bien sujeto, dirigióse a Irina, anunciando:

—Creo que, después de esto, lo mejor será que ponga tierra entre usted y el señor Kennedy.

—Supongo que será lo más prudente —respondió la joven—. ¿Adónde le parece que podría marchar?

—Pasemos a su cuarto y le haré algunas sugerencias —replicó
El Coyote
—. Si hablásemos delante del señor Kennedy, seguramente nos expondríamos a que la hiciese seguir por alguno de sus rufianes.

Dejando al mayordomo y a Kennedy en el salón, Irina y
El Coyote
pasaron al cuarto de la joven. Ésta, volviéndose hacia el enmascarado, dijo:

—Ha llegado usted muy oportuno.

—Estaba prevenido del riesgo a que usted se exponía, Irina, y he querido salvarla.

—¿Cómo supo lo que iba a ocurrir?

—A raíz de nuestra última entrevista asistí, muy bien escondido, a otra entre Kennedy y sus compinches. En ella Kennedy mencionó el hecho de que en esta casa tenía cómplices que, en un momento dado, entrarían en acción para rescatar el dinero que pensaba pagarle por sus servicios. Ya le previne hace tiempo que no estaba usted preparada para luchar con serpientes.

—¿Y sabía que hoy debía yo entregar las pruebas contra Borraleda? —inquirió Irina.

—Sí. El mismo día en que asistí a la conversación entre Kennedy y sus cómplices tuve antes el gusto de escuchar otra conversación entre usted y él. Usted iba dispuesta a abandonar este trabajo; pero Kennedy la habló a tiempo de las pruebas que tenía contra usted, obligándola a callar sus buenas intenciones.

—Debe usted de haberse burlado de mí, ¿no? —preguntó Irina, bajando la cabeza.

—Al contrario. Me agradan las mujeres valientes, y usted lo es.

—¡Bah! No soy más que una pobre mujer.

—Aunque usted tal vez no lo crea, ése es uno de los títulos mejores que puede presentar una mujer. Esta noche ha estado magnífica.

—¿Por qué?

—Porque ha corrido un gran riesgo y ha tenido el valor de mostrarse ruin ante un hombre que estaba muy enamorado de usted. Hay muy pocas personas capaces de hacer una cosa así.

—¿Qué quiere decir? —Preguntó Irina, mirando ansiosamente al
Coyote
—. No he hecho nada.

—Sí que ha hecho algo. En primer lugar, usted citó a Borraleda sabiendo que cuando él llegara la encontraría discutiendo con Kennedy.

—¿Por qué iba a saberlo? —preguntó Irina, tratando de aparentar una gran inocencia.

—Usted citó a Borraleda a la misma hora en que sabía que el señor Kennedy estaría en su casa.

—Fue una coincidencia. Yo ignoraba que el señor Kennedy pensara visitarme.

—En estos momentos es muy mala mentirosa. Usted citó hace ya bastante tiempo al señor Kennedy, prometiendo entregarle las cartas de Borraleda. Por lo tanto, debía esperarle esta noche; y en el caso de que no se hubiese acordado y la visita del señor Kennedy la hubiera sorprendido, habría podido cerrar la puerta con el cerrojo y evitar que Borraleda entrase en la casa y escuchara su conversación con Kennedy. Si el señor Borraleda no hubiera escuchado esa conversación, aún continuaría enamorado de usted.

Durante varios minutos Irina permaneció silenciosa, con la mirada perdida en un punto vago. Al fin, sin mirar al
Coyote
, murmuró:

—Debe de considerar estúpida mi conducta.

—No. Se considera estúpido sólo aquello que no se comprende. Y yo la comprendo a usted muy bien.

—No puede comprenderme.

—Sí. Estoy seguro de que la comprendo, y la admiro.

—Era el único medio de curar a Borraleda —replicó Irina—. Creía estar enamorado de mí, porque sólo yo demostraba comprensión e interés por sus asuntos políticos. Quise que escuchara mi conversación con Kennedy. Supuse que al darse cuenta de lo que yo había hecho, reaccionaría.

—Pero ninguna otra mujer hubiese tenido el valor de aparecer ante un hombre enamorado de ella como una vulgar aventurera.

Dirigiendo una profunda y triste mirada al
Coyote
, Irina replicó:

—Eso no es difícil cuando no se está enamorada de ese hombre y… y en cambio se tiene la esperanza de que el hombre a quien se ama comprenda toda la verdad. Cuando realizamos un gran sacrificio, generalmente lo hacemos con el fin de obtener un beneficio moral o material mucho mayor.

—¿Y si el sacrificio llega a resultar inútil? —preguntó, suavemente,
El Coyote
.

Irina respiró muy hondo y luego replicó, sencillamente:

—Creo que un día le dije que yo sé perder… Pero ahora le diré que hasta el fin no me doy por vencida.

—Antes me dijo que era usted una pobre mujer. ¿Por qué abandonó su ambiente? En él habría sido, seguramente, mucho más dichosa.

—Tenía ambiciones.

—¿Las ha realizado?

—No; las sigo teniendo.

—Ahora ha ganado una pequeña fortuna.

—Es que ahora mis ambiciones han cambiado. Ya no son tan sólo en el aspecto del dinero.

Se hizo un nuevo silencio, porque Irina aguardaba, anhelante, la respuesta del
Coyote
. Al fin, éste murmuró:

—Tengo mucho trabajo que hacer, Irina. Necesito ir solo. Siempre solo.

—Una amiga fiel sería una gran ayuda… Y no estorbaría.

—Correría mis propios riesgos y el saberla en peligro me haría débil. Lo importante, ahora, es que usted se marche de Sacramento.

—¿Adónde puedo ir?

—Diríjase a la misión de San Juan de Capistrano y pregunte por fray Jacinto. Dígale que va de mi parte. Allí estará segura.

—¿No puedo serle útil?

—Ya no; pero si se queda aquí correrá peligro. Kennedy no es de los que perdonan una traición.

—¿Por qué no le mata? —preguntó, sencillamente, Irina.

—Porque no soy un criminal. No podría asesinar a un hombre indefenso, por mucho que ese hombre mereciera la muerte.

—En cambio, si él pudiese, le suprimiría sin ningún remordimiento.

—Desde luego; pero él es un canalla y yo no.

—Entonces… ¿debo marchar a Capistrano?

—Sí.

—¿Y hasta cuándo debo permanecer en la misión?

—Hasta que yo vaya a decirle que el peligro ha pasado.

—¿Irá usted mismo?

—Sí.

—Entonces le esperaré.

Irina estaba muy cerca del
Coyote
y lentamente levantó la cabeza hacia él. La luz de la lámpara encontró espejos en sus pupilas y en sus labios.
El Coyote
pareció un momento como hechizado por aquellos reflejos, que se apagaron cuando su cabeza se interpuso entre la luz y el rostro de Irina. La respiración de la mujer era imperceptible. Por la ventana entraba el aroma de las flores, que sólo parecen tenerlo de noche.

Por un momento, Irina creyó haber vencido.

Pero luego, conservando aún en los labios el sabor del aliento de la mujer,
El Coyote
murmuró, con voz algo temblorosa:

—Sólo tendrías al hombre, Irina.

—No me importa —musitó ella.

—Sí te importaría; porque tú deseas mucho más. Crees que éste es el mejor camino para conseguirlo; pero mi corazón no podría ser para ti.

—¿Existe otra… mujer?

—Existen dos mujeres. Una murió hace muchos años. Y… otra que desde entonces ha aguardado sin pedir nunca nada.

—¿Es más hermosa que yo?

—No. Tú eres la más hermosa que se ha cruzado en mi camino. Y siempre te recordaré así.

—No te pido nada —insistió Irina—. No te haré reproches. Vivamos unos días felices y… no me importa el porvenir. Ya has ayudado bastante a Borraleda. Le allanaste el camino que él mismo se estropeó. Acompáñame hasta Méjico. Y cuando nos separemos no lloraré ni te pediré nada más. Con la felicidad que me hayas dado tendré más que suficiente para vivir toda una vida. Consideraré que no he perdido nada.

—¿Qué sabes de mí, chiquilla? —Replicó
El Coyote
, cogiendo las manos de Irina—. ¡Si ni siquiera conoces el rostro que se oculta detrás de mi antifaz!

—Hay rostros descubiertos que son máscaras mucho más impenetrables que ese trocito de tela negra que tú llevas. Te adivino. Sé cómo eres, y eso es lo que me importa. Eres como yo te deseo, como yo te he deseado siempre. Desde mucho antes de conocerte.

—Es tarde, Irina. Debes marcharte. No quiero que te ocurra nada, y si permaneces aquí te matarán. Dentro de media hora llegara un coche que te conducirá directamente a Capistrano. El cochero es de confianza. El viaje es largo y monótono; pero cada legua que vayas dejando atrás aumentará tu seguridad.

—Creo que… he sido derrotada —murmuró Irina.

La luz volvía a mirarse en sus ojos y en sus labios; pero ahora también se reflejaba en unas lágrimas que se acumulaban en los ojos y que de pronto se desbordaron por las aterciopeladas mejillas, rodando velozmente hasta detenerse en las comisuras de los labios.

Pero
El Coyote
no quiso verlas. De haber reconocido que Irina estaba llorando no hubiera podido mantener su victoria y hubiera sido, al fin, vencido por la más débil y, a la vez, más fuerte de las armas de la mujer.

Cuando Irina hubo terminado de hacer su equipaje, se acercó al
Coyote
y le tendió una carta.

—Es la más comprometedora de todas —explicó—. La tuve oculta por temor a que, al fin, Kennedy consiguiera apoderarse de las otras. Esta es casi la única que podría perjudicar de verdad a Borraleda.

El Coyote
guardó la carta en un bolsillo y se inclinó para besar la mano de Irina; pero la joven le apretó con fuerza los dedos y tiró de ellos hacia arriba. Cuando
El Coyote
siguió con la mirada el movimiento de la mano de Irina, vio sus labios entreabiertos y leyó la petición de aquellos hermosos ojos.

Sólo vaciló un instante; luego soltó suavemente los dedos que le aprisionaba Irina e inclinándose ante ella murmuró:

—Buenas noches, princesa. El coche llegará muy pronto. Al marcharse, mi criado pondrá en libertad a Kennedy y al otro.

Pero Irina no le escuchaba. Sentía una terrible opresión en la garganta y hubiese querido odiar a aquel hombre que la rechazaba y la humillaba; pero no podía hacerlo. No podría odiarle jamás.

Capítulo VII: El corazón de Luis Borraleda

Al día siguiente nadie pudo conseguir ni un minuto del tiempo de Luis Borraleda. En cuanto se hizo de día salió de casa y fue a visitar a su banquero.

—Necesito todo mi dinero. Absolutamente todo —pidió—. Doscientos veinticinco mil dólares en billetes de banco.

—Pero ¿tan de prisa? —preguntó, asombrado, el banquero.

—Sí, inmediatamente.

—¿Para qué necesita usted ese capital? ¿Es por… motivos políticos?

Luis Borraleda no había proyectado ninguna respuesta para esta posible pregunta. Ni siquiera pensó que se le podría interrogar acerca del motivo que le impulsaba a retirar del Banco la casi totalidad de su fortuna. Sin embargo, la sugerencia del banquero le pareció excelente y la utilizó sin vacilar.

—Sí, sí. Es para mi campaña electoral.

—Ya está terminándose —dijo el banquero—. Dentro de cuatro días California le elegirá gobernador.

—Acaso elija a mi rival.

—No, no. Tiene usted todas las simpatías del pueblo, Borraleda. Incluso alguien me ha dicho que
El Coyote
es uno de sus propagandistas más acérrimos.

—¡Bah…!, será un rumor sin fundamento —replicó Borraleda.

—Puede. Pero lo que es indudable es que disfruta usted de muchas simpatías. Pasado mañana tiene que dar su último discurso electoral. Con él cerrará su campaña. Y, a la mañana siguiente, a votar todos…

—Claro… claro. Pero no se entretenga. Necesito el dinero.

—Voy a disponerlo —dijo el banquero—. Excúseme si le dejo solo unos minutos.

Borraleda no hubiera sabido expresar la alegría que le producía el quedarse solo; porque en aquellos últimos momentos había comprendido todo el alcance de la trampa de sus enemigos. Al hacerle ir a Dos Ríos le impedían hallarse presente en Sacramento para pronunciar su último discurso electoral. Por muy de prisa que lograra hacer el viaje no conseguiría estar de vuelta hasta el anochecer del día de las elecciones. Y si no pronunciaba su discurso, el no hacerlo se interpretaría como una renuncia al cargo.

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