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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (14 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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Irina miró fríamente a Kennedy.

—Creo que sí —dijo—. La firma falsificada no es la de los cheques, sino la de las cartas que se enviaron desde Sitka.

—Claro; pero como las cartas falsas iban acompañadas de dinero que ahora se está retirando mediante una firma que no es la misma… todos darán más crédito a la primera firma. Se comprobará que usted no es la princesa, y como de ella no existe ningún rastro, es posible que se sospeche que usted la ha asesinado para robarle el dinero que envió desde Sitka.

—Muy ingenioso. Se falsifica mi firma y ahora resultará que todos creerán que la firma falsificada es la mía, o sea la legítima.

—Y es muy de lamentar que usted no pueda presentar documentos probatorios de su principado ruso. Con esas pruebas todo se aclararía; pero sin ellas… Sin ellas se expone a muy serios disgustos.

—Supongo que usted ya debe de haber cuidado de guardar los cheques que yo he firmado y que el Banco le habrá enviado para su comprobación.

—En efecto. Como su agente de negocios, me he tomado esa molestia, y quedaré terriblemente sorprendido si llego a descubrir que la firma de los cheques no es la misma que aparece en la correspondencia de la princesa que estaba en Alaska. ¿No es cierto que esta historia resulta muy interesante?

—Sí; aunque la precaución me parece excesiva.

—Lo único que nunca resulta excesivo son las precauciones, señorita. Siempre es preferible que le sobren a uno unas cuantas. Mas, ¿por qué cree que son excesivas?

—Porque indican sospechas acerca de mi fidelidad al plan trazado.

—De ninguna manera —replicó Kennedy—. Estoy seguro de que si durante cuatro días no ha querido hablar con el señor Borraleda, ha sido con objeto de inflamar su pasión. ¿No era eso lo que venía a decirme?

—Sí, eso mismo.

—¿Y cuándo cree que podrá entregarnos las pruebas de los deslices del señor Borraleda?

—¿Cuándo las necesitan?

—Cinco días antes de las elecciones. ¿Las tendremos?

—Sí.

—¿Las traerá usted aquí?

—No.

—¿Cómo? —preguntó, sorprendido, Kennedy.

Irina paseó una aburrida mirada por el techo.

—Todos nosotros somos muy desconfiados. ¿No es cierto? Ustedes se tomaron la molestia de falsificar unas firmas, para asegurarse de que yo, dejándome llevar de la inconstancia femenina, no llegase a cometer el error de abandonar este buen negocio, ¿no?

—En efecto. Queríamos tener algo que la obligase a seguir hasta el fin, en el improbable caso de que usted desistiera de ganarse la fortunita que le hemos ofrecido. Por eso tenemos los cheques que tanto la comprometen y que serán sacados a relucir si usted intenta escapar de Sacramento. Pero seguramente no será preciso recurrir a esos extremos.

—No, no lo será; pero si quieren tener las cartas que me ha escrito y que me irá escribiendo el señor Borraleda, vayan a buscarlas a mi casa, con el dinero prometido y… con todos los cheques firmados por mí. No olviden ninguno.

—No los olvidaremos si tiene a su debido tiempo las pruebas que necesitamos contra Borraleda. Cinco días antes de las elecciones iremos a buscar esas pruebas, le llevaremos el dinero y podrá usted marcharse a otros lugares más hermosos.

Irina se puso en pie. Dominando su nerviosismo, dijo, sonriendo:

—He tenido un placer en comprobar su inteligencia, señor Kennedy, aunque ya tenía referencias de ella. Alguien me contó aquello de que usted quiso cargarle un muerto al señor Borraleda, con el desagradable resultado de que los culpables fueron linchados sin tener tiempo de decir ni una palabra.

—¿Quién le ha dicho eso? —gritó Kennedy, avanzando hacia la princesa.

—Tal vez me lo haya dicho
El Coyote
. Todo el mundo habla de él y no sería extraño que él hablase algunas veces conmigo.

—¡Bah! —Rió Kennedy—. ¡
El Coyote
! ¡No es más que un mito!

Pero, a pesar de sus esfuerzos, no pudo dominar un leve temblor de su voz; un temblor que desmentía lo que acababa de decir acerca del mito del
Coyote
.

*****

Cuando Irina hubo salido de la habitación abrióse una puerta y dos hombres fueron hacia Kennedy.

—¿Qué significa esto? —preguntó uno de ellos.

—A esa mujer le ha ocurrido algo —dijo Kennedy—. Quería abandonar su trabajo. Eso era lo que venía a decir. Se habrá enamorado de Borraleda y empezará a sentir repulgos de conciencia. ¡Es lo malo de trabajar con mujeres!

—Pero, sabiendo a lo que se expone, no nos hará traición —dijo uno de los recién llegados.

—No nos hará traición —replicó Kennedy—. Pero de todas formas tendremos que vigilarla.

—No vamos a poder evitar el tenerle que dar los cien mil dólares —dijo el otro hombre.

—Claro que lo evitaremos —dijo Kennedy—. Ni por un momento se me ha ocurrido pagarle esa suma. Sería una locura.

—¿Cómo se las compondrá?

—Ahora ella tiene las cartas escondidas. No las sacará de su escondite hasta que vea el dinero. Entonces lo hará y las entregará a cambio de los cien mil dólares; pero en cuanto yo haya salido con las cartas, aparecerá alguien que le quitará el dinero.

—¿Quién?

—No olviden que toda la servidumbre de la princesa Irina ha sido contratado por mí. Yo sé a quién he contratado.

—Es usted un genio, Kennedy —dijo uno de los dos hombres—. Todo lo tiene previsto. Ha sido una lástima que fracasara el plan de San Francisco. Era perfecto.

—Nos confiamos demasiado —dijo Kennedy.

—¿No será verdad lo de que
El Coyote
interviene? —preguntó, con evidente inquietud, uno de los otros.

—Claro que no lo es —mintió Kennedy—. ¿Para qué iba a meterse
El Coyote
en nuestros asuntos políticos?

—Al fin y al cabo,
El Coyote
es californiano y ha de sentir interés por el triunfo de su compatriota —dijo uno de los dos hombres.

—Al
Coyote
no le interesa la política —dijo Kennedy. Y cogiendo del brazo a los dos, salió de la estancia.

Al cabo de un minuto, cuando ya se hubieron apagado sus pasos, abrióse otra puertecita y apareció un rostro cubierto por un negro antifaz. Después de asegurarse de que la estancia estaba vacía, el enmascarado acabó de abrir la puerta y, saliendo del cuartito, cerró tras él, cruzo la estancia, abrió una de las ventanas y desapareció por ella sin dejar el menor rastro que pudiera indicar a Víctor Kennedy que
El Coyote
había escuchado su conversación con Irina y con sus dos compañeros en el comité electoral de Walter Dun.

Capítulo IV: Las angustias de Isabel Gámiz de Borraleda

El mundo entero vacilaba en torno a ella. No era posible lo que un momento antes le había dicho su marido. No; no era posible. Doce años de matrimonio borrados, de pronto, por una horrible declaración. Isabel no podía creerlo.

Luis le había hablado con una serenidad inaudita, como si fuera un juez dictando sentencia contra un odioso asesino. Su rostro había permanecido impasible. ¡Odiosamente impasible!

Isabel escondió el rostro entre las manos y, al fin, pudo romper en el deseado llanto, que hasta entonces le había resultado esquivo. Sus violentos sollozos llenaron la habitación. Jamás se hubiese atrevido a llorar de aquella forma ante su marido, ni mucho menos delante de gente extraña. Por fortuna, la casa estaba vacía. Los criados habían salido. Luis Borraleda les hizo marchar para evitar que pudiesen enterarse de nada. Era una atención que debía agradecerle; pero al recordarla, Isabel lloró con más fuerza entre guturales hipidos, mientras las lágrimas, desbordadas, corrían entre sus dedos, goteando sobre la negra falda de su traje. Debía de estar horrible; pero no le importaba. Por una vez le tenía sin cuidado el aspecto de su rostro, enrojecido por el llanto. No obstante, se alegraba de que Luis se hubiese marchado. A Luis le repugnaban las lágrimas. Cuando, al principio de su matrimonio, ella había llorado por motivos que él juzgó baladíes, su reacción fue siempre opuesta a la que Isabel juzgaba lógica. Por eso no había llorado ante él; por lo menos le evitaría un recuerdo molesto. Además, tampoco quería oír las frías palabras de consuelo que Luis hubiera pronunciado. ¡Esto era lo más irritante! Oírle hablar con forzada ternura que no disimulaba su molestia.

El reloj del vestíbulo dio lentamente diez campanadas, que sonaron huecas y metálicas y cuyos ecos extendiéronse por toda la casa.

De pronto, Isabel se dio cuenta de que había estado contando las campanadas una a una. Al comprender que eran realmente las diez de la noche, sintióse invadida por un súbito asombro.

¿Las diez? Aquella horrible escena había tenido lugar cuando aquel mismo reloj dio las ocho. También entonces ella, con el corazón lleno de angustia, halló un extraño placer en contar una a una aquellas ocho campanadas que marcaban el final de su dicha. La felicidad había empezado a las diez de una mañana de primavera, en Monterrey, y terminaba definitivamente a las ocho de una noche de principios de verano, en Sacramento, doce años más tarde.

Pero ¿cómo era posible que hubiesen transcurrido dos horas desde que Luis pronunció aquellas terribles palabras? Ella hubiese jurado que no transcurrieron más de quince minutos. O acaso menos. Además, no había oído dar las nueve. No… no eran las diez. Todo lo más, serían las nueve. Debía de haber contado mal.

Apartó lentamente el rostro de entre las manos y sintió que las lágrimas se habían helado sobre sus mejillas. Con el dorso de la mano limpió el llanto que enturbiaba sus ojos y un grito de espanto brotó de su garganta. Luego preguntó:

—¿Qué hace usted aquí?

—He venido a ayudarla, señora —replicó el enmascarado, desde el sillón que ocupaba frente a Isabel.

—¿Por dónde ha entrado?

—Por la cocina —respondió el hombre, inclinándose ligeramente.

Isabel le miró, hipnotizada. Fijóse en su sombrero, en su oscuro traje, en sus altas botas y grandes espuelas, todo ello de tipo mejicano; en el delgado rostro, en el bigote, en el antifaz y en los dos revólveres que captaban todos los reflejos de la luz de la estancia.

—¿Quién es usted? —preguntó al fin, presintiendo, no obstante, la contestación.


El Coyote
, señora.

Isabel permaneció callada durante unos instantes. Después, haciendo esfuerzos por parecer serena, inquirió:

—¿A qué ha venido a esta casa?

—Ya se lo dije antes. He venido a ayudarla.

—No necesito su ayuda; pero, de todas formas, agradezco su buena intención.

—Opino que está en un error al creer que mi ayuda no le es necesaria; pero estoy seguro de poderle demostrar su equivocación. ¿Por qué llora?

En lugar de responder, Isabel preguntó:

—¿Cuándo entró en esta casa?

—Un momento antes de las nueve. Cuando usted lloraba con mayor desconsuelo.

—¿Entró porque me oyó llorar?

—No. Venía a ayudarla porque presentía lo que le estaba ocurriendo.

—Si adivina el motivo de mi llanto ¿por qué me pregunta?…

—Adivinar no quiere decir tener la seguridad. Cuénteme lo que le sucede. Su esposo cree que no la ama, ¿verdad?

—No me quiere.

—¿Está enamorado de otra mujer?

—Sí.

—¿Y quiere dejarla a usted?

—Sí.

—¿Ha pronunciado, acaso, la palabra divorcio?

—Sí.

—Eso es algo inconcebible en California. Hasta los norteamericanos que se instalan aquí vacilan antes de recurrir a esos extremos. El divorcio es una solución que no cabe en ninguna imaginación sensata. Incluso en el Este se emplea muy poco y, desde luego, ninguna familia acomodada ni distinguida recurre a él.

—Luis está dispuesto a divorciarse de mí.

—Eso le quitará los votos de todos los californianos.

—No se hará nada hasta después de las elecciones.

—¿Quiere eso decir que el señor Borraleda piensa evitar el escándalo hasta después de verse sólidamente instalado en su puesto de gobernador?

Isabel movió negativamente la cabeza.

—No. Precisamente por eso me lo ha dicho ahora, a fin de darme tiempo a destruir su carrera política con el escándalo.

—¿Y qué piensa usted hacer?

Isabel se encogió de hombros.

—No deseo perjudicarle —dijo.

—¿Se merece Luis Borraleda tanta magnanimidad? —preguntó
El Coyote
.

—No importa. Lo único que deseo es no causarle ningún daño.

—¿Aún le ama?

—Prometí amarle y respetarle durante toda mi vida. Sólo profeso una religión, y esa religión me niega el derecho de desunir lo que Dios unió. En mi conciencia yo seré, hasta que la muerte nos separe, la esposa de Luis Borraleda. No me importa lo que él decida, ni lo que él haga. Su propia conciencia será su mejor juez.

—¿Por qué no me cuenta todo lo ocurrido?

—Porque eso sólo nos importa a Luis y a mí. Y si él quiso que nadie lo supiera antes de tiempo…

—Usted ya ha descubierto una gran parte de ese secreto. ¿Por qué no me revela el resto?

—No.

—Señora: soy un amigo y quiero ayudarla; pero más que ayudarla a usted me interesa ayudar a Luis Borraleda. En estos momentos su esposo lamenta con toda su alma haberle hablado antes de tiempo. Si se hubiese contenido o hubiera dejado para mañana su revelación, ahora podría volver a su lado y sentirse feliz.

—¿Por qué dice eso?

—Porque lo sé. Luis es un hombre honrado. Creyó estar enamorado de otra mujer que supo hacer ver que le comprendía. Comprometióse con ella; pero no definitivamente. Esta noche se iba a realizar el compromiso definitivo. Recibió la llave de la casa de esa mujer e iba a dirigirse a su lado. No pensaba volver a esta casa en toda la noche. La infidelidad se iba a consumar, al fin. Por eso habló. Por eso le dijo que pensaba divorciarse de usted. Es demasiado honrado para vivir como marido infiel. Pero han ocurrido tantas cosas en las dos horas transcurridas desde que se marchó… Si usted supiera algunas de ellas… Pero lo importante es que Luis no ha dejado de amarla.

—¿A pesar de que se marchó de aquí para ir en busca de los brazos de otra mujer? —preguntó Isabel.

—A pesar de eso.

—Si realmente me ama… y conste que no lo creo, ¿por qué no ha vuelto?

—Porque teme no ser recibido por usted. Se da cuenta de que ha hecho algo muy grave.

—¿Y le envía a usted para pedirme perdón?

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