—Sí. Debían encontrarle a usted encerrado dentro de la habitación, con el cadáver de Lola Amor y el revólver que se utilizó para matarla. Las investigaciones policíacas sólo hubieran servido para revelar cosas desagradables acerca de usted y de Lola.
—¿Y qué pasará ahora? —preguntó Luis.
—El capitán Farrell, de los Vigilantes, dirá a todos que él sorprendió a los asesinos.
—¿Y luego? Esos hombres hablarán. Todo se descubrirá…
—Aguarde.
El Coyote
había entreabierto la puerta de la habitación y dirigió una mirada al pasillo. El capitán Farrell estaba bajando ya la escalera precedido por los asesinos. En la puerta de la habitación 120 se agolparon los curiosos.
—Pronto se resolverá todo —dijo
El Coyote
, tras cerrar la puerta, yendo hacia la ventana—. Lola Amor era muy popular. Su asesinato enfurecerá a los que la apreciaban. No me extrañaría… Mire, ya salen. El capitán Farrell debiera haber venido con más gente. Está solo contra la turba. Y es una turba enardecida… Vea.
Luis se acercó a la ventana. Desde la calle subía el furioso bramido de la gente. Todos sabían ya quién había muerto y se pedía una justicia rápida.
Un solo hombre se enfrentaba con aquella multitud.
—¡Paso! —gritaba Farrell.
Pero la muralla que se levantaba ante él no sólo no se doblegaba, sino que estaba ya rodeándole. Los dos presos gritaban, tratando de decir algo; pero el clamor de la muchedumbre era tan grande que sus voces quedaban ahogadas por él.
De pronto, Farrell se vio separado de sus prisioneros, que fueron arrastrados hasta debajo de un farol. Dos cuerdas fueron pasadas por el brazo de hierro y un minuto más tarde los dos cuerpos se balanceaban al extremo de aquellas cuerdas.
Farrell se había apartado. Sus propios hombres, mezclados entre la multitud habían lanzado la voz de la justicia rápida, sin intervención de jueces ni jurado: Se sentía culpable de una ilegalidad pero comprendía las razones que impulsaron al
Coyote
a solicitar una justicia así. Aunque con su silencio favorecían al verdadero culpable,
El Coyote
había ordenado aquel silencio en beneficio de un inocente, que sería el más perjudicado de todos.
Cuando Luis Borraleda se volvió para interrogar al
Coyote
se encontró solo en la habitación. El enmascarado había desaparecido.
*****
La noticia del linchamiento de los de asesinos corrió por todo San Francisco y alcanzó a Vic Kennedy cuando éste salía del restaurante. A toda prisa corrió hacia el hotel Prisco y pudo ver, desde lejos, la muestra de la justicia de Lynch. Un sudor frío le bañó el cuerpo. Aquellos hombres… eran sus cómplices.
Corrió hacia su hotel, subió a su habitación y apenas entró en ella comprendió que ya no quedaba nada. La luz estaba encendida, y su equipaje violentado. Y sobre la mesa se veía un papel con esta inscripción:
Me he llevado las pruebas que usted guardaba. Es inútil que trate de obtener otras, pues yo cuidaré de que no pueda hacerlo, destruyendo para ello los originales de los archivos de Monterrey. Esta vez ha perdido.
EL COYOTE.
—¡
El Coyote
! —Murmuró Kennedy—. ¡Otra vez!
Le sería imposible conseguir otras partidas de nacimiento y documentos que demostraran que Lola Amor había sido, en realidad, Elena Osorio de Gámiz, madre de la esposa de Borraleda. Pero…
—Aún me queda Irina —murmuró—. Con ella te hundiré, Borraleda. Y también a ti, señor
Coyote
.
*****
En aquellos momentos un hombre se encaramaba a un vagón lleno de traviesas para el tendido de una vía férrea. Eran casi las dos y la locomotora que debía arrastrar los dos vagones hasta Sacramento se hallaba a punto de partir. El maquinista creyó, por un momento, haber visto una sombra en el último vagón; pero no quiso molestarse en bajar a comprobar si sus ojos le habían engañado o no, y como ya era la hora indicada para la salida, soltó los frenos y emprendió el regreso a Sacramento.
Sentado entre las traviesas,
El Coyote
respiró profundamente. Por muy poco hubiera tenido que quedarse en San Francisco y volver a Sacramento en el mismo tren en que harían el viaje Luis Borraleda y su esposa, a quienes no le habría sido fácil explicar su presencia allí, cuando todos le creían en la capital de California.
El tren corría ya a través de las densas tinieblas de aquella noche sin luna, y arrullado por el traqueteo del vagón,
El Coyote
se durmió plácidamente, no despertándose hasta que, con las primeras luces del día, el tren empezó a reducir su marcha a la entrada de la estación de Sacramento.
Cuando el jefe de estación y los que tenían que descargar los vagones llegaron junto a éstos, no encontraron el menor rastro que indicara que en aquel tren había viajado
El Coyote
.
Luis Borraleda dejóse caer en el sillón, frente a su mesa de trabajo, y escondió el rostro entre las manos. Acababa de regresar de San Francisco y aún no había conseguido borrar de sus ojos la terrible visión del crimen de que habían querido hacerle responsable. No podía creer que existiesen en el mundo seres capaces de asesinar a una mujer con el único objeto de hundir a un rival político.
—De no haber sido por
El Coyote
…
Una y otra vez repetíase estas palabras y su imaginación le mostraba claramente lo que habría sido de él de no intervenir tan oportunamente el enmascarado.
En este momento abrióse la puerta del despacho y don César de Echagüe entró en la estancia, ahogando un bostezo.
—¿Qué tal, amigo Borraleda? —Saludó, tendiendo la mano al dueño de la casa—. Me ha advertido el criado que acababa usted de llegar…
—Sí. Hemos venido en el expreso de San Francisco —replicó Borraleda—. Me han dicho, hace un rato, que llegó usted ayer y que aún no se había levantado.
—Es verdad. Sacramento posee unas condiciones maravillosas para el sueño. En ningún lugar del mundo duermo tan bien como aquí. Anoche anduve buscando otro alojamiento; luego, al fin, volví a su casa. ¿Qué tal fue la inauguración de la ópera?
—Muy… bien —replicó Borraleda, tratando de parecer interesado en lo que se le preguntaba, cuando, en realidad, su imaginación estaba muy lejos de la ópera y de cuanto en ella ocurrió.
—¿Se divirtió Isabel? —continuó preguntando don César.
—Sí… mucho. Le gustó mucho.
—Yo debí haber ido; pero me disgusta tener que saludar continuamente a personas a quienes no recuerdo haber visto nunca y que, sin embargo, me dirigen sonrisas como si estuviesen convencidas de que yo las debía recordar.
—Comprendo… es muy desagradable.
—Parece usted cansado —siguió César, como si no advirtiese los evidentes deseos del dueño de la casa de quedarse solo.
—Un poco —replicó Borraleda—. El viaje hasta Sacramento es muy pesado.
—¿Ocurrió algo interesante? —preguntó César, sentándose en un sillón.
—Mataron a…
—¿A quién? —preguntó César, sonriendo ante la brusca interrupción de su interlocutor.
—A… a una mujer. A la dueña de una casa de juego… Y luego el público linchó a sus asesinos.
—Vivimos una época de violencias —suspiró César—. Algún día nuestros nietos se asombrarán de las cosas que ocurrieron en California… Y hasta puede que lamenten no haber vivido en tan interesantes tiempos. En cambio, yo preferiría haber nacido unos años más tarde…
—Don César —interrumpió Borraleda, que durante los últimos segundos no había prestado la menor atención a lo que decía su huésped—. Quisiera hacerle una pregunta.
—Usted dirá. ¿De qué se trata?
—¿Conoce al
Coyote
?
—¡Por Dios! ¿Otra vez
El Coyote
? ¿Le anda usted buscando?
—¿No le conoce?
—Pues… la verdad es que no le conozco personalmente. Le he visto varias veces, conozco muchas de sus hazañas o lo que sean; pero, aunque le debo algunos favores y algunas molestias, nunca he tenido el gusto de tratarle íntimamente.
—¿Le considera un bandido o un hombre de bien?
Don César hizo un gesto vago.
—No tengo grandes quejas de su comportamiento conmigo; creo que no es mala persona; pero a veces pienso que se preocupa demasiado por los asuntos que no le importan.
—¿Qué quiere decir?
—Que
El Coyote
tiene el vicio de hacer favores a quien no se los pide, y a veces eso molesta.
—A mí me ha hecho un gran favor que no le pedí y por el cual le estoy agradecido.
—¿De veras, don Luis?
—Sí. Y quisiera darle personalmente las gracias, porque no tuve tiempo de hacerlo. Pero… ¿dónde podría encontrarlo?
César se encogió de hombros.
—Seguramente se le presentará en un momento oportuno o inoportuno. Ésa es su especialidad. Por mi parte, prefiero estar lejos de él. Donde está
El Coyote
siempre ocurren cosas desagradables.
En aquel momento llamaron a la puerta y entró el criado con una carta. Un tenue e inconfundible perfume extendióse por la habitación.
—¿Me permite, don César? —preguntó Borraleda, cogiendo ansiosamente la carta.
El hacendado se puso en pie.
—Precisamente iba a marcharme ya. Adiós. Me alegro de que la ópera fuese tan divertida.
Dejando a Luis Borraleda absorto en la lectura de la carta, César de Echagüe pasó al salón y de allí al comedor, donde Isabel Gámiz de Borraleda acababa de desayunar.
—¿Fue agradable la ópera? —preguntó César, después de saludar a la esposa de Borraleda.
—Todo lo agradable que puede ser una velada de ópera en un país tan salvaje como éste —respondió Isabel—. La noche fue amenizada con el asesinato de una mujer y con el linchamiento de sus asesinos.
—Ése es un fin de fiesta que hasta Londres envidiaría. Nosotros somos muy aficionados a desprestigiar lo nuestro y a alabar en cambio lo ajeno. ¿Le impresionó mucho el linchamiento?
Isabel movió la cabeza.
—No… ¿Por qué? Ni siquiera lo presencié.
Sentándose en un sillón de blancos mimbres, don César elevó la mirada en el polvillo que flotaba en un rayo de sol y preguntó:
—¿Por qué no es usted feliz, Isabel? ¿Qué le falta?
—No me falta nada, don César. Soy plenamente feliz.
—Miente usted muy torpemente —sonrió don César—. ¿Por qué no tiene confianza en un buen amigo?
—¿Dónde está ese buen amigo? —preguntó, duramente, Isabel.
—Es verdad —sonrió don César—. ¿Dónde debe de estar? —Miró a su alrededor, como buscándolo. Luego, suspirando, terminó—: Es difícil encontrar un buen amigo.
—A veces tengo la impresión de que me odia —murmuró, como abstraída, Isabel.
—¿Quién? ¿Yo?
—No, él: Luis.
—¡Ah! —replicó don César, arqueando, interrogador, una ceja.
—Ayer noche, cuando volvió… Estaba triste; me miraba como… como si yo tuviese la culpa.
—¿La culpa de qué?
—De su abatimiento, de su tristeza y hasta de su rencor.
—¿Cree que no la ama?
Isabel se encogió de hombros. Luego explicó, sencillamente:
—Lo temo.
—Sin duda debe de tener profundos motivos para portarse así —dijo César—. ¿Por qué no le habla?
—Porque me disgusta verle rehuir mis preguntas como si temiera que yo descubriese una terrible verdad.
—Tal vez lo tema, en efecto.
—¿Qué puedo yo descubrir?
—Acaso muchas cosas. Tal vez nada. ¿Qué supone usted?
—No supongo nada; pero noto que entre nosotros se está abriendo un abismo cada vez mayor. Él sólo vive para la política y a veces he notado que tiene miedo de que yo sea un obstáculo terrible en su vida política. ¿Qué cree que debo hacer?
—Eso tendría que preguntárselo a un buen amigo suyo.
—Creo que, a pesar de todo, usted lo es.
—¿A pesar de todo? —Don Cesar quiso saber—: ¿Qué es ese todo…?
Isabel se turbó visiblemente.
—Es que… a veces no he sentido simpatía por usted. Le he creído demasiado… demasiado indiferente. Tiene usted todo cuanto puede desear. La vida no ha puesto nunca dificultades materiales en su camino. Además, le he oído hablar tantas veces con escepticismo…
—El escepticismo es la defensa de los que somos lo bastante inteligentes para comprender la realidad de la vida. Ninguna ingratitud ni ningún suceso desagradable puede sorprendernos, porque de antemano los aguardamos. Pero si presentimos lo malo, también nos ocurre lo mismo con lo bueno y, en resumen, el escéptico es el que ha aprendido a conocer a los hombres tal como son, despojándolos de toda belleza y de toda maldad, es decir, viéndolos ni tan malos como algunos los imaginan, ni tan buenos como otros los presentan, o sea en su justo medio. Creo que su marido la quiere; pero también creo que usted ha cometido un error al considerar la política como un simple capricho de su esposo o como algo que sólo puede interesarle a él. Debiera haberse interesado usted por ella.
—¿Interesarme yo por la política? ¡Pero si es odiosa!
—Estoy de acuerdo con usted; pero su opinión no es la misma de Luis. Él no la considera odiosa.
—No sé qué placer puede encontrar en ella —dijo, despectivamente, Isabel.
—Yo jamás he podido comprender qué placer siente mi hermana, en Washington, recibiendo en su casa a una colección de señoras estúpidas que se pasan las horas charlando de tonterías; sin embargo, a mi hermana esas tonterías no se lo parecen, y si yo hubiese expresado mis opiniones me habría ganado la antipatía de Beatriz. Como la veo poco y deseo conservar su cariño, lo he pagado escuchando, durante varias horas, la vacía charla de aquellas damas.