Durante unos diez o doce minutos el desconocido paseó de mesa en mesa, probó suerte en los dados y ganó; apostó tres veces al faro y salió dos veces vencedor.
Entretanto, su atención estaba especialmente fija en la mujer que, vistiendo un hermoso traje de terciopelo negro y adornada con gran profusión de joyas, paseaba por el salón, cambiando saludos con los que en él se encontraban. Aunque no representaba más de cuarenta años y aun éstos muy bien llevados, se sabía positivamente que tenía nueve o diez más; pero nadie negaba a Lola una belleza extraordinaria. De haber querido, aquella mujer hubiese encontrado a más de un hombre dispuesto a cometer por ella las máximas locuras. Sin embargo, en todo San Francisco Lola disfrutaba de la fama de ser una mujer decente que trataba de olvidar y hacer olvidar su pasado y el hecho de que fuera propietaria de una casa de juego y de algo más.
Personajes importantes, tanto en la política como en los negocios, decían de ella que era toda una señora con quien se podía discutir tanto de los problemas económicos, como de los políticos e intelectuales. Había leído las obras cumbres de la literatura universal, conocía el lugar exacto que ocupaba cada país en la superficie de la tierra, sabía al dedillo las cotizaciones de bolsa y era, en resumen, una mujer con quien resultaba delicioso hablar.
—¡Es una lástima que no podamos recibirla en nuestras casas! —decían muchos hombres, reconociendo luego que su discreción había impedido a Lola intentar, siquiera, valerse de sus indudables influencias para salir de su ambiente y escalar otros lugares que ella se reconocía vedados.
En cambio, Lola hacía el bien a manos llenas, y hubiera sido difícil encontrar a otra mujer más popular en todo San Francisco.
Aquella noche también ella se fijó en el caballero que por sus cabellos blancos parecía un anciano, aunque lo desmentía con lo firme de su paso y lo erguido de su porte. Hubo un momento en que las miradas de ambos se cruzaron y el caballero se inclinó ligeramente, saludándola.
Luego fue hacia ella y, besando su mano, murmuró:
—¿Podría concederme unos minutos de charla en privado?
Lola quedó sorprendida por la petición. Había observado al desconocido y se había dado cuenta de que en sus breves contactos con la fortuna había salido ampliamente beneficiado. Por regla general, sólo recibía peticiones como aquella cuando alguno de sus clientes, habiendo perdido todo el dinero que llevaba encima, necesitaba recurrir a su crédito.
—Soy don Leopoldo de las Heras —siguió el caballero, fijándose por primera vez en el blanquísimo mechón de cabellos que dividía diagonalmente en dos la negra cabellera de Lola.
—No recuerdo… —replicó la mujer—; pero… si me dice para qué desea hablarme…
—Sólo se lo puedo decir en privado, señora. En este lugar hay demasiados oídos ansiosos de escuchar…
—Bien… Sígame. Entraremos a mi despacho. Si es alguna cuestión de dinero…
—No, no. Afortunadamente para mí, no se trata de cuestiones de dinero. Aunque, para usted, sería preferible que así fuese.
—¿Por qué dice eso? —Preguntó, alarmada, Lola—. ¿Es que me trae alguna mala noticia?
—Son noticias de Sacramento… y no son buenas, desde luego.
Ahora fue Lola quien tuvo prisa por llegar al despacho. En cuanto los dos estuvieron dentro de la habitación, cerró la puerta y, apoyándose de espaldas en ella, preguntó a su visitante:
—¿Qué noticias me trae?
—Por favor, siéntese, señora —pidió Leopoldo de las Heras, hablando en español—. Tenemos mucho que hablar.
Lola dejóse caer en un sofá. El despacho estaba amueblado con gran lujo, y los cortinajes y alfombras apagaban el sonido de las voces, impidiendo que desde fuera nadie pudiese oír ni una palabra de lo que se decía dentro.
—Le traigo una carta —siguió el hombre—. Es del señor Borraleda.
—¿Le envía él? —preguntó la mujer, tendiendo la mano hacia el hombre, a pesar de que éste no había hecho intención de sacar la carta que decía traer.
—En cierto modo sí, y en cierto modo no.
—No le entiendo.
—Es muy sencillo. El señor Borraleda escribió para usted una carta, en respuesta a otra suya que recibió.
Lola no replicó. Por sus ojos pasó una llamarada de sospecha.
—Soy un amigo —siguió el hombre—. Tengo su carta. El señor Borraleda la hizo pedazos; pero alguien la recogió, los fue pegando y reconstruyó la nota. Véala.
El hombre sacó un papel, lo desdobló y se lo mostró a Lola, aunque manteniéndolo fuera de su alcance.
—Esta es la carta que usted envió. El señor Borraleda fue muy descuidado: sólo la rasgó. Alguien se entretuvo en reunir los pedazos, que vendió por la módica suma de cien dólares a otra persona, que pensaba obtener unos beneficios mucho mayores.
—¿De esa carta? —preguntó, burlonamente, la mujer.
—Sí. Y de la que escribió el señor Borraleda como respuesta. Estoy seguro de que esta última debe de ser una carta muy interesante.
—¿La tiene y no la ha leído?
—No. Soy muy discreto en lo que se refiere a la correspondencia privada entre una dama y un caballero.
—¿Qué relaciones cree usted que existen entre el señor Borraleda y yo? —preguntó Lola.
—Estoy seguro de que son unas relaciones muy… interesantes.
—Eso no es contestar.
—Permítame leer la carta y podré replicarle con más detalle.
—Usted dice tenerla, ¿no?
—Sí. Pero está destinada a usted.
Al decir esto, el hombre tendió a Lola la carta que Borraleda le escribiera dos días antes. Estaba aún lacrada y no se advertía en ella ninguna señal de que hubiera sido abierta. Lola permaneció unos segundos mirándola, como sin atreverse a abrirla. Por fin, con una plegadera que cogió de encima de la mesa, la abrió, sacando el papel que iba dentro. Desde antes de empezar a leerla la mujer estaba muy pálida; pero su palidez se acentuó a medida que iba leyendo.
—Tome —dijo, por último, tendiendo la carta al hombre—. Puede leerla, No contiene nada importante para nadie.
Leopoldo de las Heras tomó el papel y leyó en voz alta, como si quisiera que Lola se diese cuenta de que leía exactamente lo que decía:
Por Dios Lola, no compliques las cosas con tu intransigencia. Nuestro secreto debe continuar en pie. Isabel no sabe nada No quieras destrozar su vida contándole la verdad. Te prometo que el día que se inaugure el teatro de la Ópera de San Francisco asistiremos. Adquiere tu misma las entradas y podrás verla; pero te suplico que no digas nada. Todos sufriríamos si te abandonara la paciencia que hasta ahora has tenido.
No quiero ser cruel; pero ya sabes que no debes hablar. Tú serías una de las más perjudicadas.
LUIS BORRALEDA.
—Es una carta de un hombre a su amante, ¿no?
—No —replicó cansadamente Lola, en cuyo rostro se estaba acusando por momentos su edad.
—Sin embargo, lo parece. En manos de un desaprensivo podría colocar a Luis Borraleda en una situación peligrosa; al menos políticamente. Y si se la enseñaba a Isabel, ella nunca creería que se tratara, tan sólo, de la carta de Luis Borraleda a su…, madre política, ¿verdad, señora Gámiz?
Hasta aquel momento la palidez de Lola no había sido nada en comparación con la que entonces arrebató de su rostro hasta la más leve huella de sangre.
—¿Qué ha dicho? —preguntó con voz estrangulada—. ¿Qué me ha llamado?
—Señora de Gámiz, esposa de don Claudio Gámiz, de Monterrey.
—Elena Osorio de Gámiz murió hace veinte años.
—¡Pero en seguida nació Lola, y luego Lola Amor!
—¡Dios mío! Pero… ¡si eso no es verdad!
—Es verdad, Elena Osorio. Fue un escándalo terrible y usted no se atrevió a conservar su nombre.
—¿Lo recuerda usted?
—Yo era entonces demasiado joven para poder recordarlo ahora —replicó don Leopoldo de las Heras, olvidándose, sin duda, de su aspecto físico y de que no era lógico que un hombre que representaba más de sesenta años considerara que veinticinco años antes era muy joven. Luego continuó, sin que Lola demostrase haber advertido la contradicción—. Pero he oído hablar bastante de ello. Su marido dijo que usted había muerto. Todos fingieron creerlo. Aunque parezca mentira, Isabel Gámiz no se ha enterado aún de la verdad; pero don Claudio, antes de que su hija se casara, se lo contó todo al futuro esposo, y él vino a verla a usted para suplicarle que no diera ningún escándalo.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé todo, señora; y lo que ignoro me lo imagino.
—¿Quién es usted, en realidad?
Leopoldo de las Heras sonrió burlonamente. Luego, mirando la carta que aún tenía entre las manos y la que Lola había escrito a Luis Borraleda, comentó:
—Sería mejor quemarlas.
Sin esperar la respuesta de la mujer acercóse al pequeño hogar, donde no ardía ninguna leña, y tiró a él las dos cartas, después de prenderles fuego en la llama de una de las velas que ardían en un candelabro de siete brazos. Cuando las llamas se hubieron consumido después de recorrer todo el papel, el hombre deshizo con el pie los quemados restos.
—Así está mejor —dijo, volviéndose hacia Lola—. Y créame, señora, olvide usted a su hija, porque no puede hacerle ningún bien, y en cambio, involuntariamente, puede causarle mucho daño.
—Sólo quisiera verla un momento.
—¿Para sufrir más al no poder acercarse a ella ni decirle que es usted su madre? Es preferible que no haga ni diga nada. Olvídese de la carta. Lo mejor sería que se marchara usted de San Francisco. Hay muchos lugares en el mundo donde podrá encontrar paz para su espíritu.
—Aún no me ha dicho quién es usted. ¿Por qué se interesa tanto por nosotros?
—Porque soy un incorregible entrometido que nunca escarmentará.
—¿Quién es usted? —preguntó, con mayor firmeza, la mujer.
—Ya le he dicho…
—Usted no es un viejo. Ese disfraz… Dígame quién es. De lo contrario no haré caso a ninguna de sus indicaciones y, ocurra lo que ocurra, seguiré adelante.
El hombre acarició el brazo del sillón. Después miró a Lola y comprendió que sus excitados nervios le impedían razonar serenamente. Y como el peligro era demasiado grande, se puso en pie, fue hasta la mesa escritorio y, tomando un papel, trazó un rápido dibujo que tendió a Lola Amor, preguntando:
—¿Lo ha visto alguna vez?
En la hoja de papel se veía tan sólo una cabeza de lobo. Sin embargo, Lola comprendió en seguida.
—¿
El Coyote
?
—Sí.
—Pero… ése no es su verdadero aspecto.
—No. Es uno más de mis disfraces.
—He oído hablar mucho de usted —murmuró Lola—. Le he admirado muchísimo. Nunca creí verle ante mí.
—Espero que hará lo que le he pedido.
—Lo haré. Venderé esta casa y me marcharé a Europa o a otro lugar. Hace tiempo que tengo todo el dinero necesario para vivir. Si he permanecido aquí ha sido sólo porque… aún tenía esperanzas. Buenas noches, señor
Coyote
.
—Buenas noches, señora.
El hombre fue hacia la puerta, la abrió y saliendo fuera cruzó la sala de juego, recogiendo en el guardarropa todo cuanto había dejado en él. En el mismo coche en que había llegado, alejóse para siempre del «Templo de la Fortuna y del Amor», que se encontraba en el apogeo de su nocturna animación.
Cuando Víctor Kennedy descendió del tren que desde Sacramento le había conducido a San Francisco, vio en seguida a su secretario. Frank Eliot acudió a su encuentro, y por la alegría que brillaba en su rostro, Kennedy comprendió que la misión que le había encargado había sido cumplida con toda fortuna.
—¿Qué has descubierto? —preguntó cuando se hubieron instalado en el coche que debía llevarlos al hotel.
—La cosa más sorprendente que pueda usted imaginar —replicóle Eliot—. Pero es preferible que aguardemos a estar en el hotel. Allí hablaremos con más libertad.
En cuanto los dos hombres estuvieron en la habitación de Kennedy y se hubieron asegurado de que no podían oírles, Eliot empezó.
—Ya sé quién es Lola Amor.
—¿Quién es?
—No se llama Lola, ni Amor. Su verdadero nombre es Elena Osorio…
Eliot hizo una pausa destinada expresamente a aumentar el interés de su jefe.
—Sigue. No conozco a ninguna Elena Osorio.
—Es que, además de Osorio tiene derecho a llevar el apellido de su marido, o sea el de Gámiz. Elena Osorio de Gámiz.
—Gámiz —murmuró Kennedy, mientras un escalofrío corría por su cuerpo—. Así es como se llamaba de soltera…
—Sí: Isabel de Borraleda, o sea la esposa de don Luis. Se llamaba de soltera Isabel Gámiz, y es hija de Lola Amor.
—¿Has encontrado pruebas?
—Sí. La partida de nacimiento y de bautismo. Las conseguí en Monterrey.
A Kennedy le temblaban las manos cuando cogió los documentos que le tendía su secretario.
—¡Es nuestro! —exclamó triunfalmente—. Cuando los electores sepan que Luis Borraleda está emparentado con Lola Amor… ¡Está hundido! Le derrotaremos y le hundiremos políticamente. No me extrañaría que se pegara un tiro, porque cuando se sepa la verdad todos huirán de él.
—Además, está lo relativo a Edmond Blunt, el amante de Lola… —dijo Eliot—. He conseguido muchos datos. Todo está aquí. He gastado ocho mil dólares, pero me han servido bien y con rapidez.
—Cincuenta mil aún serían pocos —interrumpió Kennedy—. Dámelo todo. Estoy deseando conocer los detalles. ¿Te das cuenta? Luis Borraleda, el candidato a gobernador de California, hijo político de la dueña de una casa de juego y de un burdel. ¿Cómo ha pensado alguna vez en llegar a gobernador? ¡Está loco! Arrastraremos su nombre por el barro y lo sacaremos tan sucio, que nuestros adversarios se van a dar una prisa enorme en hacer olvidar a todo el mundo que alguna vez pensaron en Borraleda como candidato para el cargo de gobernador de California.
Kennedy calló un momento. Luego, como si reflexionara en voz alta, agregó:
—Y ni la ayuda del
Coyote
le salvará.
*****
Elena Osorio había dado ya la noticia: Quería vender su establecimiento y estaba dispuesta a aceptar la primera oferta interesante que se le hiciera. Aunque sin ella el «Templo de la Fortuna y del Amor» perdería un sesenta por ciento de atractivo, siempre quedaría un cuarenta por ciento suficiente para hacer de él un buen negocio; por ello habían empezado ya a llegar ofertas que hasta entonces Lola Amor había encontrado indignas de su atención.