El visitante era un nombre de mediana estatura, delgado, de frente muy despejada, que era lo único hermoso de su figura, cabello escaso, ojos oscuros e inexpresivos, boca de labios finísimos y nariz ligeramente aguileña. Sus manos eran largas y pálidas.
—No quiero dejar en usted la impresión de que soy un hombre incorrecto y desconocedor de las más elementales reglas de cortesía —dijo—. No obstante, el motivo de mi visita me impide que hablemos bajo el signo de una mentira. Por lo tanto, señorita Garson, permítame que no emplee con usted el tratamiento de princesa.
—¿Acaso vio usted la escultura de Rocher? —preguntó Odile.
—¿Rocher…? ¿Quién es ese hombre? —preguntó el visitante.
—Nadie —sonrió Odile—. Murió hace tiempo.
—Entonces, ¿por qué me ha preguntado…?
—Para saber si la había visto —interrumpió Odile—. Nada más. Continúe, señor…
—Víctor Kennedy —respondió el visitante.
—¿El famoso Vic Kennedy? —preguntó Odile.
—Para servirla. Hubiera preferido guardar el incógnito; pero como ha de pasar usted aquí algún tiempo, no habría tardado en reconocerme. Prefiero que, desde el primer momento, hablemos sin disfraces.
—Como usted quiera, señor Kennedy —sonrió Odile—. Continúe hablando.
—La persona que le aconsejó que viniera a California, lo hizo aconsejada, a su vez, por mí. Yo he sido quien ha facilitado su visita a esta tierra y el único que conoce su verdadera identidad.
Odile estuvo a punto de replicar que, por desgracia para ella, su identidad era conocida por alguien más; pero se abstuvo de hacerlo por adivinar que si Víctor Kennedy se enteraba de que
El Coyote
también estaba en el secreto, su interés por ella desaparecería como por ensalmo.
—Eso me hace pensar que me necesita, señor Kennedy —dijo Odile.
—Sí, la necesito, y me alegro de que no me haya hecho perder el tiempo tratando de conservar el hermoso disfraz de princesa rusa.
—Sé cuándo conviene entregar las armas y renunciar a la lucha —replicó Odile—. He oído decir que el que sabe entregarse a tiempo recibe mejores condiciones que el que sigue luchando hasta el fin.
—En su caso será así —dijo Kennedy—. Como ya conoce mi nombre, sabrá, también, que el motivo de mi visita sólo puede ser político.
—Temo no estar muy fuerte en política californiana, señor diputado.
—No importa. Usted ha visto hoy al gobernador de California: ¿qué le ha parecido?
—Muy simpático. ¿Por qué?
—Dentro de seis meses no será ya gobernador.
—¿Piensan matarle?
—No. Pero terminará el plazo de su mandato y otro será elegido en su lugar.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—Un momento. No se precipite. Por ahora son dos los que piensan disputarse, en las elecciones para gobernador, el puesto que se dejará vacante. Uno de los candidatos es mi jefe. El otro es nuestro rival. Se trata de un californiano y, por lo tanto, de un hombre que goza de todas las simpatías del pueblo de California. Tendrá muchos votos. Honradamente, nuestro partido no puede asegurar que su candidato sea elegido. El californiano es peligroso.
—¿Por qué no lo hacen… eliminar? —preguntó Odile.
—Porque entonces las simpatías de los electores se volcarían sobre nuestros contrarios. El partido rival aún no ha elegido de derecho a su representante. Los partidos deben nombrar a un candidato. Si éste acepta, debe presentarse a las elecciones en nombre de su partido. Dentro de cuatro meses los dos partidos principales presentarán sus candidatos. Cuando llegue ese momento queremos tener una cuerda alrededor del cuello de nuestro adversario.
—¡Qué horror! —Exclamó Odile—. ¿Le quieren ahorcar?
—Políticamente, sí. Le queremos ahorcar, destruir, aniquilar. Pero no antes de que acepte ser el candidato, sino después, cuando falten tres o cuatro días para las elecciones.
—Le aseguro que no entiendo nada —dijo Odile.
—Ese hombre, o sea nuestro rival, se ha enamorado de usted.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo esperábamos. Es un hombre que anhela encontrar una mujer inteligente que le comprenda, que esté a su altura. Y eso es lo que ha visto en usted, además de ver a la mujer más hermosa que ha pisado las tierras de California. Hoy, en la fiesta del gobernador, le hemos estado observando. Y hasta un ciego hubiese leído en sus ojos.
—Entonces yo soy algo más que ciega, porque no he notado nada.
—Porque usted tenía que atender a muchos y no podía concentrar su atención. De lo contrario hubiera visto lo que vimos nosotros.
—Prosiga. ¿Qué más?
—Ese hombre se ha enamorado de usted. Si usted le demuestra cierto interés, le felicita por sus discursos políticos y le hace comprender que es el hombre más admirable que ha visto en su vida, caerá a sus pies y… esto es lo más importante. COMPROMETERÁ SU REPUTACIÓN. Le escribirá cartas, hará el loco y pondrá en sus manos tantas pruebas contra él que, si se sacan a relucir en el momento oportuno, le hundiremos políticamente.
—¿Y quiere que yo haga eso?
—Sí. A cambio de sus servicios recibirá usted mil dólares semanales y alojamiento gratuito en una magnífica casa que estará a su disposición. Además, el día en que nos entregue los documentos que necesitamos le daremos cincuenta mil dólares.
—Son muy generosos.
—Pensábamos gastar un cuarto de millón en propaganda —sonrió Kennedy—. De esta manera nos ahorraremos más de cien mil y los resultados serán mucho más contundentes.
—No creí que las luchas políticas fuesen tan… enconadas.
—Lo son, señorita Garson. Supongo que acepta nuestra proposición.
—¿Mil dólares semanales, casa puesta y un premio al final? Me parece bien. Imagino que los gastos de la casa estarán cubiertos, ¿no?
—Desde la comida hasta los criados. Todo se pagará sin que usted necesite desembolsar ni un centavo. Será un alojamiento digno de una princesa.
—¿Y si fracasara? —preguntó Odile.
—Entonces perdería usted los cincuenta mil dólares; pero no su asignación semanal.
—Gracias. ¿Puede decirme a quién he de cautivar con mis… hechizos?
—A don Luis Borraleda.
—No recuerdo…
—Le fue presentado hoy en casa del gobernador, al mismo tiempo que don César de Echagüe, aquel caballero de Los Ángeles de quien, según comentario de usted, partió el más bello cumplido que ha llegado a sus oídos.
—¡Ah, sí! Ya recuerdo…
Odile quedó silenciosa unos instantes y al fin dijo:
—Puede que tenga razón. Siempre que le miré encontré sus ojos fijos en los míos. Pero… ¿es soltero?
—No. Está casado. Por eso necesitamos un escándalo…
—Un momento. Un escándalo arruinaría mi nombre. Ya no podría volver a ser la princesa Irina.
—No siga, señorita Garson —sonrió Kennedy—. Desde el principio estaba temiendo esto; pero ya venía preparado. ¿Cree que cien mil dólares cubrirán los perjuicios del escándalo?
—Sí. Cien mil, además de la casa y de la asignación.
—Conforme. Es usted muy inteligente.
—No más que usted, señor Kennedy. Buenas noches.
—Buenas noches, princesa. Mañana a las once vendrá un coche a recoger su equipaje para trasladarlo a la casa que usted ha alquilado para vivir en ella durante su estancia en Sacramento.
—Muchas gracias. Adiós.
Vic Kennedy saludó con fría cortesía a Odile y salió del cuarto, cruzó el pasillo y entró en otra habitación donde le aguardaban dos hombres.
—¿Qué? —preguntaron ansiosamente.
—Todo ha ido bien —replicó Kennedy—. Acepta. Pide cien mil dólares por entregarnos las pruebas; pero si llega a conseguirlas podríamos pagar hasta medio millón y aún saldríamos beneficiados.
—Entonces —dijo uno de los hombres—, Walter Dunn será elegido gobernador.
—Desde luego, será elegido —declaró Kennedy.
Y cuando estuvo solo en su dormitorio, por haberse marchado los otros, clavó la mirada en el techo y murmuró:
—A menos que Walter Dunn se vea también envuelto en un escándalo, en cuyo caso… ¿qué mejor candidato que el famoso Vic Kennedy?
Sonriendo, Kennedy quitóse la levita y se dispuso a pasar tranquilamente la noche en el Hotel Emporium. En aquellos momentos sentíase plenamente satisfecho de sí mismo.
—¿En qué está usted pensando, Isabel?
La esposa de Luis Borraleda se arrancó de sus reflexiones y luchó un momento por captar el sentido de las palabras que había pronunciado don César. Al fin, ya muy lejos, la alcanzó.
—Pues… no sé… —murmuró—. No sé qué contestar.
—¿No pensaba?
—Tal vez no.
—¿Por qué le soy antipático, Isabel? —preguntó don César, que, por primera vez desde que Isabel le conocía, hacía una pregunta directa y, por lo tanto, difícil de contestar.
—No me es usted antipático, don César.
—Hace cuatro días que estoy en su casa, señora, y tendría que ser ciego para no haberme dado cuenta de lo que usted opina de mí.
—Supongo que debe de creer que mi opinión acerca de usted se halla por debajo de la propia opinión que usted se concede, pues de lo contrario no se quejaría.
—En la mujer inteligente, el hacer demostración de que lo es resulta un error.
—En cambio en el hombre resulta una perfección, ¿verdad?
—¿Ha viajado usted por el Este?
—Alguna vez, don César. Sé que Boston es una ciudad y no un palo mal pronunciado, y que Chicago está en el Norte y no en Europa.
—Siempre mordiente. Mal sistema. ¿Ha visto alguna función de circo?
—Varias; pero no me gustan.
—¿Conoce la leyenda que rodea a los payasos?
—Es posible que conozca alguna de las muchas leyendas que circulan acerca de ellos. ¿A cuál se refiere usted?
—A la de que ríen mientras el corazón les sangra.
—Sí; pero no es más que un tópico.
—¿Por qué?
—Porque los dos payasos a quienes he conocido íntimamente carecían de corazón y por lo tanto mal podía sangrarles.
—Estoy de acuerdo en que sólo es un tópico; pero, en cambio, lo que sí es verdad es que la mujer que se defiende tras una coraza de ironías y de puyazos oculta un dolor. ¿Cuál es el suyo, Isabel?
—¿Por qué no sigue usted sacando cálculos por el estilo de los de hasta ahora? Puede que entonces consiga aclarar los misterios…
—Está bien —suspiró don César—. Puede seguir así. Pero el sistema es malo. Con vinagre se cazan menos moscas que con azúcar.
—Nunca le he creído una mosca, don César.
—Me gustan las mujeres valientes, Isabel. Usted lo es; mas para triunfar no basta ser valiente; además hay que tener una elevada dosis de astucia. La he observado y he observado también a su marido. Usted lo aleja de su lado.
—Estoy segura de que su hijo, cuando sea mayor, tendrá en usted un magnífico consejero. Por favor, no malgaste su cordura en una persona tan insignificante como yo. Resérvela para su hijo.
—Usted gana, Isabel. Perdone que la haya molestado tratando de ayudarla. Tal vez sea verdad aquello de que más vale el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, aunque en esta ocasión el loco soy yo.
Saludando con una breve reverencia, don César iba a salir del salón cuando Isabel le alcanzó, pidiéndole:
—Perdóneme, don César. He sido muy tonta y quizá le he ofendido gravemente. No me haga caso y no me pregunte nada. Ya sé que todo es mentira; pero prefiero hacer ver que así soy feliz.
César de Echagüe dio una suave palmada en la mano de la mujer y salió de la estancia. Aquella noche anunció que al día siguiente se marcharía de Sacramento.
—Pero volveré pronto —agregó al leer en los ojos de Isabel que ésta temía ser la causa de su marcha—. Dentro de dos meses aproximadamente estaré de nuevo aquí para pasar los días que faltan.
—Esta noche debemos asistir a una fiesta —le dijo Luis—. He sido invitado y se me ha pedido que le lleve a usted.
Más tarde, cuando se encontraron a solas, fumando en el salón, el dueño de la casa explicó, bajando la voz:
—La princesa quiere verle, don César. Dice que le fue usted muy simpático.
—Tendré que darle las gracias por el buen concepto que tiene de mí —dijo César—. Aunque, en realidad, me hubiese gustado más acostarme. Mañana me espera un viaje terrible.
—¿Volverá en coche a San Francisco?
—Claro. Lo tengo alquilado y no puedo dejarlo aquí.
—Seguramente sólo estará unas horas en la ciudad.
—Es posible que pase allí un par de días. Luego iré a reunirme con mi familia en mi rancho de las afueras de San Francisco y volveré a Los Ángeles. ¿Necesita algo de allí?
—No, no. Nada. Es que hoy he recibido una carta… Se trata de un asunto muy desagradable. Es de una mujer…
César de Echagüe arqueó significativamente una ceja y su huésped se apresuró a asegurar.
—No, no es lo que usted imagina. No se trata de nada mío; pero… es algo que también me atañe, aunque yo no quiera. Pero… No, decididamente, no.
—Perfectamente —sonrió César de Echagüe—. No insisto más.
—¿Eh? Pero si no he dicho nada…
—Por eso digo que no insisto en saber nada. Le prometo que aconsejaré a todos mis amigos que reúnan votos para usted. ¿Cuántos años hace que se casó con Isabel?
—Creo que doce. Ella tenía entonces dieciocho o diecisiete. ¿Por qué me lo pregunta?
—Los Gámiz vivían en Monterrey. ¿La conoció allí?
—Sí.
Sin darse cuenta, Luis Borraleda revivió mentalmente los ya lejanos días en que conoció a Isabel. ¡Qué distinta le había parecido en aquella época!
—Son ustedes una pareja ideal —dijo don César sin mirar a Borraleda.
—¿Qué entiende usted por eso? —preguntó el dueño de la casa.
—Pues… que los dos se aman.
—Sí… nos amamos —dijo, no muy convencido, Luis—. Pero ya es tarde y tenemos que arreglarnos para la fiesta. Va a ser de gran etiqueta. Allí estará Dunn, mi rival en la candidatura.
Cuando entraron en la hermosa casa de Irina, el numeroso grupo de coches que aguardaban fuera indicaba que no eran los primeros, y que otros muchos invitados habían llegado ya.
En efecto, el salón estaba casi lleno. Al entrar en él, Borraleda cambió algunos saludos con diversos invitados. De pronto se encontró frente a un hombre mucho más alto que él, muy fornido, cuyo rostro, enmarcado por una grísea y abundante cabellera, tenía cierto parecido con el de un león. A su lado se encontraba un hombre más bajo, más delgado, de manos pálidas y frías.