—Supongo que el frío no debe de resultarle ninguna novedad.
—La posibilidad de ver una princesa rusa es demasiado tentadora para que yo me resista ni un minuto más —dijo el viajero—. Mi padre sostuvo, en su juventud, junto con mi abuelo, algunas escaramuzas con los rusos, cuando querían instalarse en California antes que nosotros…, bueno, antes que los españoles. A veces me olvido de que mi padre vino a California bajo la bandera española, vivió algún tiempo bajo la mejicana, incluso vio ondear la bandera del Oso, o sea, la de la República de California, y murió bajo las barras y estrellas de la Unión. Pues sí, él me explicó que sostuvieron algunos encuentros con los rusos, a quienes tuvieron que empujar hacia el norte, convenciéndoles de que Alaska era lo ideal para ellos.
—La princesa es muy bella —dijo Borraleda—. No responde a la idea que tenemos de las rusas. Es tan delicada como una porcelana.
—Pues vayamos a verla —sonrió César.
Volvióse hacia el cochero de su vehículo y le encargó que entrara en la casa todo su equipaje y buscase luego una cochera donde instalarse hasta el momento de su regreso a San Francisco. Después subió al carruaje de Borraleda, a quien explicó:
—Le he contratado por quince días, aunque no espero estar tantos en Sacramento.
—Pero ¿no nos prometió…?
—Sí, sí; le prometí pasar dos o tres semanas; pero tengo muchas ocupaciones y no sé si podré quedarme tanto.
—Yo esperaba que nos acompañase un mes. Tenía muchas cosas que contarle…
—En una semana se pueden contar muchas más cosas de las que yo soy capaz de escuchar. Observo que Sacramento aún tiene más habitantes salvajes que civilizados. Sólo veo hombres con revólveres. Yo creí que, por lo menos en la capital del Estado, les impedirían ir así por las calles. La princesa rusa sacará una impresión muy desagradable de cuanto vea aquí. Y hablando de otra cosa, ¿no teme que no me dejen entrar en casa del gobernador?
—Yendo conmigo y, sobre todo, siendo usted quien es, nadie se atrevería a impedirle el paso. El apellido Echagüe es uno de los principales de California.
—Muchas gracias. Cierto que fuimos de los primeros en llegar. A veces he pensado que podría explotar políticamente mi apellido.
—Desde luego —replicó, no muy espontáneamente, Borraleda—. Siempre me ha extrañado su aversión a la política.
—Durante el tiempo que California fue de Méjico, los californianos consumimos toda nuestra ración de política. En los veinticuatro años escasos transcurridos desde que dejamos de ser españoles y pasamos a ser norteamericanos, vimos, o mejor dicho, vieron los que lo vieron, de los cuales aún quedan muchísimos, cómo un paraíso se convierte en un infierno. Las misiones fueron destruidas, aunque algún día sus ruinas serán levantadas de nuevo y respetadas como merecen. Se destruyeron para beneficiar a los indios, y los pocos indios que aún quedan sueñan con los tiempos en que los frailes se preocupaban de resolverles la vida, haciéndoles trabajar en lo más apropiado para ellos. Luego los liberaron y cuando los tuvieron libres, empezaron a exterminarlos. No, verdaderamente, no me interesa la política; pero eso no quiere decir que no esté dispuesto a apoyar con todas mis fuerzas a un californiano que, como usted, ha tomado tan a pecho la defensa de nuestros intereses.
Luis Borraleda no pudo disimular su satisfacción. No estaba muy seguro de conseguir el valioso apoyo de don César, y mucho menos de conseguirlo a los pocos minutos de su llegada a Sacramento.
—Daré una fiesta en su honor… —empezó.
—¡No, por Dios! —Pidió César—. No quiero fiestas. En Los Ángeles tengo que dar una cada mes y cuatro recepciones mensuales, o sea una cada semana. Con eso quedo más que harto de oír tonterías… Bueno, no he querido decir que en su fiesta se fueran a decir tonterías; pero…
—No se disculpe, don César, comprendo… Pero ya hemos llegado. Sospecho que somos de los últimos. Vea cuántos coches.
Por la ventanilla, Borraleda señaló un numeroso grupo de coches estacionados cerca de una hermosa residencia de piedra gris, ante la cual se detuvo el vehículo. Un portero vestido con gran elegancia acudió a abrir la portezuela y saludó con una profunda inclinación al diputado Borraleda y al caballero que le acompañaba, que fueron saludados otras tres veces al cruzar la puerta de la casa, al llegar al final de la amplia escalera de mármol y al penetrar en la enorme sala donde se hallaban los invitados.
La princesa Irina respondía físicamente a la descripción que Luis hiciera de ella, y el saludo con el cual correspondió al del «diputado don Luis Borraleda» y al del «prestigioso hacendado don César de Echagüe, de Los Ángeles», fue el de una legítima princesa de cutis de porcelana y ojos de azabache.
La princesa Irina comentó que su abuelo había hecho una larga visita a Los Ángeles. De no haber sido tan cortés, don César le habría comunicado que su propio abuelo fue uno de los que contribuyeron a que la visita no fuera permanente. En lugar de eso, expresó su deseo de que la princesa visitara la ciudad de Los Ángeles para ofrecerle un alojamiento mejor del que debió de encontrar el príncipe.
—No le aconsejo que vaya allí —dijo otro de los invitados, dirigiéndose en francés a la princesa—. A pesar de su nombre celestial, Los Ángeles es un pequeño infierno, con un demonio mayor.
—¿Qué demonio es ése? —preguntó la joven.
—
El Coyote
—respondió el que había hablado—. Es un terrible bandido que lleva siempre dos revólveres y dispara con una puntería diabólica.
—¿Un bandido romántico? —Preguntó Irina—. ¡Cuánto me gustaría verlo!
—Si me visita usted le prometo que conseguiré que
El Coyote
se presente ante sus ojos —dijo don César.
—¿Le conoce? —preguntó la joven.
—Nadie le conoce —dijo Luis Borraleda—. Va enmascarado y en el secreto de su identidad está su fuerza. Pero como don César es persona muy influyente, sin duda podrá convencer al
Coyote
para que se presente ante usted.
—Siempre y cuando le prometa que no le tenderemos ninguna trampa —sonrió don César—. ¿Qué le haría usted si lo tuviese en sus manos?
La princesa sonrió y, como abstraída, replicó:
—Me gustaría besarle en los labios… y luego hacerlo azotar hasta que cayera muerto.
—Si le digo eso al
Coyote
, de fijo que no se dejará ver —declaró don César.
—¿De veras cree que no querría comprar con su vida un beso? —preguntó la princesa.
—En todo caso, antes tendría que verla a usted —dijo don César—. Tal vez entonces considerara que una vida es muy poco a cambio de un beso de tan hermosos labios.
—Desde que he nacido, jamás había oído un cumplido tan bello, don César —sonrió Irina—. Una de mis abuelas se enamoró de un bandido tártaro. Era muy famoso y muy cruel. Al fin, lo capturaron, pero no en nombre del emperador, sino por orden de mi abuela. Lo llevaron ante ella y, loca de amor, lo besó. Y para que ninguna otra mujer pudiese besarlo, ni él pudiese decir quién le había besado, lo hizo azotar hasta que murió. También él dijo que el pago era muy poco.
—Le comunicaré al
Coyote
sus pensamientos e intenciones, y no le extrañe si alguna vez recibe su visita.
La llegada de un nuevo grupo de invitados obligó a Borraleda y a don César a alejarse de la princesa. Cuando estuvieron a cierta distancia, Luis, que no apartaba la vista de la extranjera, murmuró:
—¡Qué hermosa mujer! ¡Y qué inteligente!
—¿No la encuentra un poco salvaje? —preguntó, burlonamente, don César.
—Es emocionante. En ella se ve vibrar la compleja alma rusa.
Don César miró de reojo a su amigo y, de pronto, se encontró compadeciendo a Isabel Gámiz de Borraleda. Si llegaban a enfrentarse la princesa rusa, educada para ser capaz de azotar a un tártaro, y la dama californiana, que odiaba las violencias, la segunda tendría que salir derrotada en el encuentro.
—Amigo Borraleda —dijo de pronto, arrancando a Luis de la contemplación de la princesa—. He observado que los hombres importantes o muy inteligentes se enamoran de las mujeres interesantes y cultísimas, y a excepción de los que, además de ser inteligentes, son también tontos, se casan con las mujeres vulgares.
—Es verdad —replicó Borraleda—. Pero no estoy de acuerdo en lo que insinúa de que sólo los tontos se casan con las mujeres interesantes. Creo que los tontos son los que se casan con una mujer vulgar.
—Está usted en un error. Por regla general, y salvo rarísimas excepciones, el matrimonio entre un hombre inteligente y una mujer interesante, o también inteligente, es un fracaso. Cuando se produce el choque, éste tiene efecto entre dos potencias fuertes, o sea entre dos objetos duros. En cambio, cuando la inteligencia del hombre choca contra la mediocridad de la mujer, no ocurre nada malo, al menos para el hombre. Su potencia arrolla a la mujer vulgar, que queda convencida de la suprema sabiduría del esposo, lo cual no tiene nada de desagradable para el marido. En cambio, he visto alguna vez cómo una mujer inteligente… Bueno, inteligente, no, porque una mujer verdaderamente inteligente no trata de demostrar que lo es. La dama a quien me refiero era culta, tenía una visión muy clara de ciertas cosas, y en alguna de dichas cosas su visión era más acertada que la de su marido. Y créame, al varón nunca le gusta que la hembra le demuestre que es un tonto. A nadie le gustaría. Por eso, las mujeres de nuestra raza son ideales.
—¿No admira a la princesa?
—La admiro como admiraría a un elefante de color azul celeste. Muy espectacular, muy raro, muy extraordinario; pero muy incómodo para tenerlo en una casa particular. El sitio de los elefantes azul celeste, si existe alguno, está en los parques zoológicos. Se les contempla desde lugar seguro, se les admira y luego vuelve uno a su casa y al llegar acaricia al perro, más vulgar, menos espectacular y notable; pero más cómodo y más fiel. Un elefante azul celeste al que se encerrara en una casa de dos pisos, siempre echaría de menos la gente que en el parque zoológico le contemplaba embobada.
—Si la princesa supiera que la ha comparado a un elefante azul celeste, le haría azotar, don César.
—Tal vez si yo fuera un bandido tártaro y en vez de estar en Sacramento nos halláramos en las estepas rusas; pero, afortunadamente, no es así. ¿A qué ha venido la princesa?
—Quiere visitar California. Y como son muy pocos los forasteros de sangre real que nos llegan…
—Claro, nos deshacemos de emoción. ¿Cómo se llama, además de Irina?
—Irina Petrovna, que, según mis vagos conocimientos, significa, Irina, hija de Pedro. Su apellido es Posof. Irina Petrovna… Posof. ¿Le interesa esa mujer?
—No. En absoluto. Y si no cree que mi ausencia puede ser mal interpretada, preferiría ir a su casa. Seguro de que su esposa ya ha arreglado mi cuarto.
—¿No quiere quedarse a comer?
—No. Mi estómago está tan agitado por el viaje, que seguramente no podría admitir ni un bocado.
Dando una palmada en la espalda de su amigo, don César escabullóse fuera del salón en el momento en que por la otra puerta entraba el gobernador, atrayendo hacia él la atención de todos, menos la de Luis Borraleda, que tenía la mirada fija en el hermosísimo rostro de Irina.
La princesa Irina Petrovna Posof entró en su habitación del hotel Emporium. Cerró la puerta y lanzó un suspiro de alivio. La jornada había sido de intensiva ocupación. Acercóse a la lámpara colocada en el centro del saloncito que, junto con un tocador y un dormitorio, constituía su morada en Sacramento, y levantó la mecha, llenando de luz la estancia. Se quitó la capa que la había defendido del relente y pensó un momento en las personas, algunas muy interesantes, que había conocido aquella tarde.
Los pensamientos de la princesa se interrumpieron bruscamente. Su mirada acababa de clavarse en la punta de una bota que asomaba por debajo de una de las cortinas de su alcoba. Era una bota masculina, que no tenía ninguna razón de estar allí, y encima de la cual, probablemente, se encontraría un hombre.
Irina no se alteró, ni lanzó ningún grito. Por el contrario, fue hacia una de sus maletas, la abrió, como si buscara alguna prenda de ropa, y de pronto, volviéndose hacia la cortina, ordenó, por encima del revólver que empuñaba:
—Salga usted de ahí.
Lo dijo sin violencia, pero con una voz tan firme que se advertía a la legua que su orden estaba respaldada por algo más que por su seguridad.
Una mano apartó la pesada cortina de terciopelo y apareció un hombre vestido a la moda mejicana, con el rostro cubierto por un negro antifaz.
—Buenas noches, princesa —saludó, inclinándose profundamente.
—¿Quién es usted? —Preguntó Irina—. ¿Qué hace aquí? ¡Conteste!
—Soy
El Coyote
—replicó el enmascarado—. He venido a besarla.
—¡No se mueva! —Irina hablaba con acerada firmeza. La mano que empuñaba el revólver no temblaba lo más mínimo—. Le he preguntado quién es usted. Conteste la verdad.
—La verdad es que soy
El Coyote
—sonrió el enmascarado—. Oí en la fiesta del gobernador cómo usted expresaba su deseo de conocerme y he venido. Un beso de sus labios y puede quedarse con mi vida.
—Le concedo un minuto para que salga de esta habitación y se marche —dijo Irina—. Y dé gracias a Dios por mi piedad.
—Eso es impropio de usted, princesa Posof —dijo el enmascarado—. ¿Echarme de su lado después de haberme ofrecido un beso? No, no. Yo soy un hombre de palabra, aunque sea un bandido, y en cuanto la oí decir lo que ofrecía a cambio de mi vida, no perdí un momento y vine al galope para estar aquí cuando usted llegara. Tome mi vida; pero antes deme un beso. Yo soy como aquel terrible tártaro a quien su abuela azotó hasta arrancarle la piel a tiras.
—Tiene aún medio minuto para escapar, señor
Coyote
.
—¡Pero si yo no quiero escapar, princesa! —replicó
El Coyote
. Yo quiero que me bese y luego me mate. ¿Cree que si no deseara eso hubiera venido? No, no. Béseme y luego saque el knut y azóteme como una hermosa princesa azotaría a un despreciable bandolero.
—¿Desde dónde oyó eso?
—Ya le dije que estaba en la fiesta del gobernador cuando usted pronunció aquellas hermosas y estremecedoras palabras relativas a mí. Me enamoré tan perdidamente de usted, que estuve a punto de caer a sus plantas y decirle «Irina Petrovna, bésame y mátame, porque si no lo haces moriré pensando en ti». En realidad, ya me han matado sus ojos. ¡Un beso!