—Ya lo sé. Pagó usted un billete de cien dólares. Tenga la bondad de darme la carta o…
El chasquido del percutor del revólver que empuñaba
El Coyote
terminó significativamente su frase. Kennedy sacó lentamente el papel y se lo tendió al enmascarado.
—Desdóblelo para que vea si me engaña o no —ordenó
El Coyote
.
Kennedy obedeció, mostrando la carta pegada sobre el papel. Luego, atendiendo a un ademán del
Coyote
, la volvió a doblar y se la entregó, mientras mentalmente se felicitaba por haberla leído las suficientes veces para que todas sus palabras quedaran perfectamente grabadas en su memoria.
Cuando hubo guardado el documento,
El Coyote
ordenó a Kennedy.
—Vuélvase de espaldas; pero antes deme su pañuelo.
—¿Qué va a hacer?
—Me repugna la idea de golpearle en la cabeza con mi revólver. Sé de muchos casos en que un hombre ha muerto de un golpe así, debido a tener la tapa del cerebro muy delgada; pero si usted prefiere que en lugar de amordazarle y atarle, le dé un buen golpe…
Kennedy interrumpió al Coyote tendiéndole un pañuelo y volviéndose de espaldas. En brevísimo tiempo,
El Coyote
le amordazó y con unos cordeles le ató de pies y manos, dejándole en un rincón del coche, mientras él abría la portezuela. A pesar de que el coche marchaba a bastante velocidad saltó a la calle y cerró silenciosamente.
Cuando el cochero se detuvo ante el Hotel Emporium y el conserje del establecimiento acudió a abrir la portezuela, el asombro de los dos fue infinito al ver al importante señor Kennedy hecho un fardo en un ángulo del coche. Y su estupefacción aún fue mayor cuando al proponerle avisar a la policía de Sacramento, el señor Kennedy les dio diez dólares a cada uno y les hizo prometer que olvidarían lo que acababan de ver.
Odile Garson sentíase casi feliz. Su mayor ambición había sido siempre tener una casa, vivir rodeada de lujo, ser servida por criados, tener una doncella, portarse como una verdadera princesa. Al fin lo había conseguido. No en París, ni en Londres, ni en Viena, sino en Sacramento, una ciudad que, veinte años antes, era casi un poblado lleno de polvo y de mineros que iban en busca de oro.
—Es lo mejor, a falta de lo que yo deseaba —murmuró.
Estaba en su tocador. Se había cambiado el traje de terciopelo de seda por el camisón de dormir, cubriéndolo con un vaporoso salto de cama. En aquellos momentos estaba ocupada en deshacerse el complicado peinado, dejando la cabeza libre de la tiranía de los rizos, peinetas y horquillas.
Con toda la cabellera, que de tan negra parecía azulada, suelta sobre la espalda, Odile abandonó el tocador y pasó a su dormitorio. Por la entreabierta ventana entraba una tenue luz y un suave airecito nocturno, que llegaba cargado de aroma de rosas blancas.
Odile se detuvo ante la ventana. La habitación estaba a oscuras. Al reflejarse en el cuerpo de Odile y en el salto de cama que vestía, la luz de la luna nimbaba a la joven, dándole un aspecto etéreo e irreal.
—Parece usted una ninfa del bosque.
Odile volvióse, asustada. Sus ojos, anegados por la fría luz lunar, sólo vieron tinieblas.
—¿Quién está ahí? —preguntó, lamentando no tener un arma al alcance de su mano.
—¿No me recuerda?
—¡
El Coyote
!
—Sí; pero no se mueva de donde está. ¡Quisiera ser pintor para poder reproducirla tal como la veo! Parece el astro nocturno materializado en mujer. Por su propio bien desearía que fuese así.
—¿La luna que baja a la tierra a turbar a los hombres? —preguntó Odile.
—No, sólo la luna, pura y lejana, llevando la paz a los cerebros atormentados por las luchas que se riñen durante el día.
—¿Puedo apartarme de la ventana?
—Sí, princesa; pero no encienda ninguna luz.
—¿Por qué? ¿Ha olvidado su antifaz?
—No, pero me siento más seguro así.
—¿Me tiene miedo?
—Soy tan vanidoso que sólo tengo miedo de mí mismo. Especialmente cuando estoy con usted.
—¿Dónde aprendió a decir cosas tan bonitas, señor
Coyote
?
—En la universidad de sus ojos.
—¿Por eso no quiere verlos?
—Tal vez. No olvide que son unas armas muy peligrosas… hasta para
El Coyote
. Por eso me defiendo con las tinieblas.
—¡Qué raro es usted! ¿De veras no está enamorado de mí?
—De veras.
—Entonces, ¿a qué ha venido?
—Quería verla, y como hoy no me han dejado entrar en la fiesta…
—Si me hubiese pedido una invitación, se la hubiera enviado. ¿Qué ha hecho durante toda la noche?
—He esperado.
—¿A que yo estuviera sola?
—Sí; pero también he esperado a que se fuese el señor Kennedy.
Odile contuvo difícilmente una exclamación de asombro y se alegró de que la oscuridad impidiera al
Coyote
advertir su turbación.
—¿Le tenía elegido como víctima?
—Sí. Le he quitado una carta.
—¿Una carta muy importante?
—Tal vez.
—Bien; parece que ya ha olvidado el decirme cosas bonitas. ¿Por qué no continúa como antes? Me gusta oírle.
—¿Qué placer halla usted en unas palabras que, apenas pronunciadas, mueren para siempre o, en todo caso, sólo quedan convertidas en un recuerdo? ¿No preferiría un collar de brillantes?
—Prefiero un recuerdo, porque así sólo yo puedo disfrutar de él. ¿Por qué no se quita el antifaz y deja que le conozca?
—Porque perdería todo el encanto que puedo tener para usted. Sería el verso transformado en prosa.
—Y además, podría sentir tentaciones de denunciarle, ¿no?
—Desde luego. ¿Quién le ha proporcionado esta casa?
—¿Y si no le contesto?
—Pues quizá continúe ignorando quién le paga el alquiler, sus trajes, sus criados y sus lujos.
—¿Siente celos?
—No.
—Eso quiere decir que no está enamorado de mí.
—Ya le he dicho que no lo estoy, y añadiré que si es un enamorado el que le ha proporcionado todo este lujo, debe de tratarse de un pobre loco.
—¿Por qué?
—Porque quiere comprar el amor, que es algo que no se compra. El que recurre a estos medios me recuerda a un actor que pagaba para que unos cuantos le aplaudieran siempre que salía al escenario. Murió añorando un aplauso legítimo.
—Me gustaría que viniera usted todas las noches a verme.
—Una noche encontraría a unos cuantos tártaros esperándome para azotarme hasta la muerte en beneficio de las emociones de una princesa.
—No soy princesa.
—Pero es mujer, y una mujer peligrosísima. ¿Qué le ha propuesto Kennedy?
—El señor Kennedy no es más que un simple conocido. No siento ningún interés por él.
—Puede que no sienta interés romántico; pero… fue el señor Kennedy quien contrató a sus criados, a su cochero, y por último, él es el propietario de esta casa, aunque trata de disimularlo muy bien.
—¿Cómo lo sabe? ¿No ha dicho hace un momento que…?
—He visto que está usted leyendo los dramas de Calderón.
—¿Eh?
—¿No lo conocía?
—No; pero…
—Sí; he encontrado entre las páginas de ese tomo una rosa medio seca. ¿Guarda aún en ella el beso que le robé?
—Pregúnteselo a la rosa.
—Ya se lo he preguntado.
—¿Y qué le ha dicho?
—Que usted le había robado el beso y el aroma. En efecto, ya no lo tiene.
—Es una rosa indiscreta. Mañana la tiraré al jardín.
—Es usted muy ingrata; pero volviendo a los dramas de Calderón: hay uno en el cual se dice una gran verdad: la de que el traidor ya no es necesario cuando la traición pasó.
—No le entiendo.
—Kennedy se deshará de usted con la misma indiferencia con que usted piensa deshacerse de la rosa. En cuanto no la necesite, la tirará lejos. Le habrá quitado el aroma…
—Olvida que las rosas tienen espinas y que, según cómo se manejan, pinchan.
—Los hombres como Kennedy usan tijeras de acero, y frente a ellos, a pesar de sus espinas, la rosa siempre pierde.
—¿A qué vienen todos estos rodeos?
—Quiero advertirle que corre usted un grave peligro, Odile. Está jugando con fuego y puede quemarse.
—Sabré defenderme. No soy una mujer débil.
—Ha aprendido usted a defenderse de los leones, pero no se da cuenta de que se ha metido en un nido de víboras. Y contra las víboras de nada sirven las defensas destinadas a rechazar a los leones. Si me dice qué le ha encargado Kennedy, la ayudaré a salvarse.
—Prefiero no decírselo.
—¿Por qué?
—Porque, si realmente se interesa por mí, tendrá que vigilarme mucho, protegerme y estar siempre a mi lado.
—Temo que no podré hacerlo y que usted va a pagar muy caro su error. Adiós.
—Adiós, no, señor
Coyote
. Hasta la vista.
Odile Garson quedó inmóvil, escuchando el rumor de los pasos del
Coyote
, que se iban alejando. De pronto se dio cuenta de que ya no los oía y se sintió infinitamente sola. Y, sin saber por qué, se echó a llorar. Luego, levantándose de la cama sobre la que se había tendido, cogió el libro a que se había referido
El Coyote
y lo tiró por la ventana al jardín, donde cayó abierto. El aire fue volviendo sus hojas hasta apoderarse de la rosa, cuyos pétalos repartió por todos los senderos. Cuando Odile bajó a recuperarlos sólo encontró el tallo. Lo metió de nuevo entre las páginas del libro y regresó a su habitación. Creía que iba a tardar mucho en dormirse; mas de pronto se encontró flotando entre la luz de la luna y comprendió que estaba soñando.
Luis Borraleda terminó de escribir, metió el pliego de papel en el sobre y lo lacró con todo cuidado. Hecha esta importante operación, jugueteó unos momentos con la carta. Mirando a Miguel Pozos, uno de sus criados de mayor confianza, dijo pensativo:
—Ten mucho cuidado con esta carta. Entrégala a mano y asegúrate de que no cae en poder de otra persona. Harás el viaje a caballo. Ya sé que es molesto; pero lo considero más seguro que ir en tren.
—Desde luego, señor —replicó Miguel Pozos—. Haré el viaje a caballo.
—Cuando llegues a tu destino entra y acércate a una de las mesas de juego, sacas el dinero y cuéntalo. Después ve a la caja como para cambiarlo por fichas, y si está sola le entregas los billetes y el sobre. Ella lo comprenderá y te dará unas cuantas fichas. Tómalas, ve a jugar y cuando te queden diez o doce fichas vuelve a la caja a cambiarlas por dinero. Recibirás lo mismo que entregaste y… la contestación. Sal de la casa y vuelve aquí utilizando el mismo sistema. Si en algún momento vieras que existía el peligro de que la carta cayera en manos ajenas, destrúyela lo más totalmente que puedas.
Al terminar de hablar, Borraleda tendió a su criado unos billetes de banco y un revólver de corto cañón, indicando:
—Esto te servirá para defenderte.
Pozos guardó el dinero y el arma. No le gustaba la idea de necesitar un revólver para defender algo tan sin importancia como una carta. Cuando se concede más valor a un papel escrito que a una cantidad de dinero, es que semejante papel es peligroso, y… Miguel Pozos se encontró pronto con la garganta seca y una gran debilidad en las rodillas. Con un terrible vacío en el estómago, unido a las anteriores impresiones, salió del despacho de su jefe y marchó a su habitación a arreglarse para el viaje.
Luis Borraleda, al quedar solo, se puso de pie y se pasó una mano por la frente. Estaba cansado; pero más moral que físicamente. ¿Por qué no podía un hombre huir a complicaciones que ni siquiera eran suyas? De pronto se encontró pensando en su huésped. Don César era un hombre feliz. En aquellos momentos estaba beatíficamente dormido, sin que le apurase ningún problema moral ni material. Además, como no tenía ambiciones, podía marcharse de los sitios en que no se encontraba bien sin el temor de que su partida fuera tenida en cuenta. Así lo había hecho aquella noche, yéndose de casa de la princesa en cuanto el aburrimiento le dominó.
—¡Ojalá pudiera yo sentir alguna vez aburrimiento! —murmuró Borraleda mientras subía hacia sus aposentos.
En aquellos instantes se abría la ventana de su despacho y un hombre entraba en él. La oscuridad impedía que se le viera el rostro; pero él debía de conocer muy bien todos los rincones de aquella estancia, pues desde la ventana fue sin ninguna vacilación hasta la mesa y sentóse en el mismo sillón que había ocupado antes Luis Borraleda. Abrió un cajón, tomó una hoja de papel y, a oscuras, escribió algo en ella con una pluma. Mientras se secaba lo escrito, el misterioso visitante tomó un sobre y escribió un nombre y una dirección, luego metió en él la carta, engomó el sobre y, tras encender una velita, procedió a lacrarlo.
La luz de la velita, al proyectarse contra el rostro del hombre, reveló la inconfundible máscara del
Coyote
. Un momento más tarde se apagaba la vela y el enmascarado abandonaba por la ventana el despacho de Luis Borraleda.
*****
Miguel Pozos acabó de atarse las botas de montar, cogió la manta que debía protegerle del frío nocturno, y después de ponerse el sombrero salió de su cuarto. Se detuvo un segundo, asaltado por la sospecha de haber visto una sombra moverse al final del pasillo. Al cabo se convenció de que debía de tratarse de un error o de un producto de su imaginación y marchó hacia la puerta.
Tenía que cruzar el jardín trasero hasta llegar a la cuadra donde estaban los caballos, y aún preocupado por lo que había creído ver, anduvo con grandes precauciones. Esperaba haber salvado todos los peligros cuando, al ir a entrar en la cuadra, sintió contra su espalda el duro contacto del cañón de un revólver mientras una voz le ordenaba bajito:
—Quieto, a menos que quieras llevarte un buen disgusto.
El atribulado Pozos quedó inmóvil, como si el revólver hubiera sido una varita mágica que le hubiese convertido en piedra. Entretanto, la mano del que le había detenido comenzó a registrarle los bolsillos.
—Haces mal en ir con un arma, si no sabes utilizarla —dijo el desconocido, despojando a Pozos de su revólver y tirándolo al suelo. Luego, al encontrar la carta sellada, se la quitó, preguntando—: ¿Qué significa esto?
—No sé…, es una carta —tartamudeó el criado, del todo convencido de que aquella misiva le traería muy mala suerte.