Había transcurrido una semana desde que hablara con
El Coyote
, y aunque su propósito de deshacerse del establecimiento era más firme que nunca, en lo de marcharse de San Francisco y no ver jamás a Isabel, estaba ya mucho menos firme. En aquellos siete días había recordado hasta los menores detalles de su vida pasada.
Su matrimonio con Claudio Gámiz no fue afortunado ni acertado. Claudio le llevaba doce años; pero en realidad era como si tuviera cuarenta más. Estaba acostumbrado a mirar la vida desde un punto de vista excesivamente severo. Consideraba innecesarios todos los placeres, por pequeños que fueran, ya que si tan pequeños eran carecían de valor, y si, por el contrario, eran grandes, resultaban peligrosos, y así chocó en seguida con las ansias de vivir de su mujer. Al principio la trató como a una niña rebelde, o sea paternalmente. Luego quiso imponerse y el resultado fue peor. La hacienda de Monterrey, que tan hermosa era para todos, se convirtió para Elena en una odiosa cárcel, de la que estaba ansiando huir.
El nacimiento de Isabel fue un freno en sus anhelos. Durante cuatro años, la niña lo fue todo para ella; pero cuando se acercaba el quinto cumpleaños de la chiquilla, Claudio Gámiz expresó su firme convicción de que se estaba educando peligrosamente a la niña, y un día ésta fue enviada a Méjico para que allí comenzara sus estudios.
En aquel momento Edmond Blunt llegó a Monterrey. Aún no estaba confirmada la ocupación norteamericana. Edmond Blunt pertenecía a los exploradores del ejército, y su trabajo tenía cierta relación con el espionaje. Cuando se cruzó con Elena, que se disponía a entrar en la iglesia de la misión de San Carlos, Edmond Blunt decidió que la joven era mucho más interesante que los problemas de Fremont, Kearny y de todos los otros caudillos norteamericanos, de quienes se olvidó en seguida para dedicar toda su atención a la mujer más hermosa que había visto jamás en toda su larga existencia.
Edmond Blunt había llegado a la vida de Elena en un momento crucial. La encontró debatiéndose entre dudas y deseos, y lo que resultó fue inevitable. Todas sus pequeñas desazones, sus insignificantes problemas, se habían agrandado a causa de la ausencia de su hija, y Elena no supo medir la importancia del paso que iba a dar.
—Estaba deseando causar una molestia o una humillación a Claudio —murmuró ahora, al ver con más claridad el verdadero motivo de su fuga con Edmond—. Creí que le odiaba y quise vengarme de la única forma en que podía hacerlo. ¡Estaba tan orgulloso de su buen nombre! Le horrorizaba tanto un escándalo tejido en torno a su persona, que al darme cuenta de que con sólo que le abandonase por otro, conseguiría humillar toda su grandeza, no pude resistir la tentación de hacerlo, sin comprender que al destrozarle a él me destrozaba yo.
Casi en el mismo instante de dar el paso definitivo, Elena comenzó a arrepentirse de él; pero se encontró lanzada ya en una caída tan vertiginosa que no pudo detenerse. Cuando se empezó a dar cuenta de que se había convertido en un paria y de que ninguno de los que antes fueron sus amigos querían perdonarle su culpa, ya era tarde. Si a Claudio Gámiz le causó mucho daño, a ella se lo produjo mucho mayor.
Tal vez fue el desprecio lo que le impulsó a aceptar la idea de Blunt de establecerse en San Francisco.
¡Pobre Edmond Blunt! Nadie le recordaba ya en California. Había demostrado con ella una infinita paciencia; perdonándole todos sus ataques de nervios, convirtiéndose, con el tiempo, en un amigo que se esforzaba en hacerle olvidar que en una época había tratado de ser algo más y… lo había conseguido.
Un día, doce años antes, un hombre entró en su casa en los momentos en que estaban interrumpidos los juegos de azar. Se había presentado ceremoniosamente, mientras dirigía desaprobadoras miradas a su alrededor. Era Luis Borraleda, de Monterrey. Más tarde, en el despacho, expuso a Elena, que entonces ya se llamaba Lola Amor, el motivo de su visita. Parecía como si las palabras que entonces se pronunciaron estuviesen aún llenas de vida en aquella estancia.
—El motivo de mi visita es de gran importancia —había dicho Borraleda.
Ella le había mirado interrogante. Entonces era muy hermosa, y en su negra cabellera aún no había ningún cabello blanco.
—Se trata de Isabel Gámiz… de su hija —había continuado el visitante—. Estamos prometidos y voy a casarme con ella.
Elena se había sobresaltado al oír aquello. ¿Casarse Isabel? ¡Pero si no era más que una niña!
Fue entonces cuando se dio cuenta del curso de los años. La niña que había nacido cuando ella tenía diecinueve años era ya una mujer e iba a casarse. Y durante todo aquel tiempo ella la había imaginado niña, tal como la viera por última vez. ¡Y ya era una mujer! Ya no necesitaba a su madre. Al contrario, la consideraba mucho menos necesaria que a aquel muchacho de veintiocho o veintinueve años que estaba haciendo un gran esfuerzo por conservar la serenidad.
—¿Te vas a casar con ella? —murmuró Elena.
—Sí…, señora.
—Llámame de tú. Vamos a ser familia. Cuéntame cómo es ahora Isabel. ¿Qué dice de mí? ¿Te envía ella?
—No. Isabel… no sabe nada de… ti. Cree que has muerto.
De nuevo había sentido Elena odio contra su marido. En aquel momento dejó de arrepentirse de lo que había hecho y lamentó no haber ensuciado más su apellido. ¿Cómo se atrevía el muy… a hacer creer a su hija que su madre había muerto?
—¡Eso no es justo! —Gritó, poniéndose en pie—. ¡No es justo!
—No se podía hacer otra cosa. Isabel estaba en Méjico, y cuando volvió resultó menos difícil decirle que habías muerto que explicarle todo lo ocurrido.
—Podían haberle dicho que yo… que yo… ¡Oh! —Durante unos minutos, Elena sintióse zarandeada violentamente, empujada de una reacción a otra. Al fin comprendió—. Claro… Sí, hubiera sido difícil. Pero… —miró interrogadora a Luis— ¿quién te ha dicho…?
—El señor Gámiz. Cuando le pedí la mano de Isabel me advirtió que antes de formalizar nada, era preferible que yo supiese la verdad, y sobre todo, que conociera tu existencia. Me contó lo ocurrido y me dijo dónde estabas. Por eso he venido.
Luego, torpemente, fue explicando sus sentimientos. Creía preferible que Isabel continuara sin enterarse de la existencia de su madre. El señor Gámiz también creía lo mismo. Isabel se había hecho ya a la idea de que su madre estaba muerta. Su resurrección la turbaría demasiado. Y en cuanto a él, le haría mucho daño que se supiera que estaba casado con la hija de Lola Amor. Arruinaría su carrera política, en la cual había dado ya, con éxito, los primeros pasos.
Al fin, Elena había aceptado. No diría nada. No trataría de poner trabas a la felicidad de su hija. El día en que se celebró la boda, precisamente en la misión de San Carlos, Elena estuvo allí. Nadie podía reconocerla. En cambio, ella pudo ver a su hija, al hombre que hasta trece años antes había sido su marido y a otros hombres y mujeres que se habían dicho amigos suyos y que tal vez en aquellos momentos estaban pensando en ella. También oyó el doblar de las campanas que doblaron la mañana en que conoció a Blunt.
Durante doce años más, después de la boda de Isabel, había luchado por olvidar y periódicamente se reconoció vencida. Siguió toda la carrera de Luis Borraleda y le abrumó siempre con peticiones de que le permitiera ver a su hija. Ya había muerto Claudio Gámiz y nadie se acordaba de la mujer que había sido su esposa; pero Luis Borraleda opuso siempre a las demandas de Elena el obstáculo de que la revelación de su verdadera identidad ocasionaría un grave trastorno a Isabel.
*****
De pronto, Elena tomó una decisión. Se marcharía de San Francisco; pero no sin antes ver a su hija. En la carta de Luis Borraleda, que le había entregado
El Coyote
, se le decía que enviase ella misma las entradas para la inauguración de la Ópera.
Aquella tarde fue al nuevo teatro. Apenas quedaban entradas; pero Lola era lo bastante importante para que se la atendiese antes que a otras personas, y un palco ya reservado le fue cedido, junto con una butaca de platea que quedaba estratégicamente situada con relación a aquel paleo.
Elena Osorio hizo todo esto sin sospechar que sus menores movimientos eran seguidos y anotados por Lucio Barrera y Frank Eliot.
*****
—¿Estáis seguros? —preguntó Kennedy cuando sus dos hombres le comunicaron el resultado de sus pesquisas.
—Sí, señor —contestó Eliot—. Ha adquirido un palco en la Ópera y, además, una butaca. El palco lo ha enviado en seguida a Sacramento, o sea a Borraleda.
—«Adquiere un palco. Yo, desde la platea, os veré» —recitó Kennedy, recordando la carta que Elena había escrito a su yerno—. Eso quiere decir que en la contestación, Borraleda daba su conformidad. Vendrán a San Francisco… y ahora podemos hacer algo más eficaz. Destruiremos a Borraleda.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Eliot.
—Escuchadme bien —replicó Kennedy—. Sé que ninguno de vosotros tiene grandes escrúpulos. ¿Queréis ganar cinco mil dólares cada uno?
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Eliot.
—Matar a alguien.
—¿Un crimen? —tartamudeó Lucio Barrera.
—Sí.
—Diez mil dólares —dijo Eliot.
—Está bien. Diez mil dólares para cada uno; pero no quiero errores. El plan que os daré tiene que ser seguido al pie de la letra.
—Desde luego. ¿A quién se ha de matar?
Vic Kennedy sonrió levemente.
—Morirán dos personas; pero las mataremos de un solo tiro. Sólo de un tiro.
César de Echagüe descendió del coche que le había conducido hasta allí y lentamente fue hasta la puerta de la casa de Luis Borraleda. La consternación que leyó en el rostro del mayordomo le hizo comprender que ocurría algo anormal.
—Buenos días. ¿No está don Luis? —preguntó.
—No, señor.
—Bien, le aguardaré… Supongo que la señora…
—El señor y la señora no están en Sacramento —declaró el criado—. Marcharon a San Francisco.
—¿Cuándo?
—Hace un par de horas. Van a asistir a la inauguración del teatro.
Don César se encogió resignadamente de hombros y replicó:
—Lo siento. Me instalaré en el hotel hasta que vuelvan…
—¡Oh, no, señor! —Protestó el mayordomo—. Don Luis se ofendería muchísimo. Sus habitaciones aún están preparadas. El señor volverá mañana.
—Bien, si no causo ningún trastorno…
—Ninguno, señor. Por favor, entre usted.
El mayordomo dio orden de que el equipaje del viajero fuese llevado a su habitación. Don César pasó, entretanto, al despacho, con la excusa de que necesitaba escribir unas cartas.
Una vez encerrado en el despacho de Luis Borraleda, César empezó a buscar por los cajones y carpetas de su amigo. Tardó veinte minutos en encontrar lo que necesitaba. Eran dos sobres dirigidos a Luis. Uno de ellos estaba vacío, el otro contenía esta carta:
Luis, recibí tu carta por un conducto muy seguro.
Te agradezco infinito que accedas a dejarme ver, aunque sólo sea de lejos, a Isabel. Te adjunto las entradas de vuestro palco. Yo estaré cerca. He vendido ya el establecimiento y al día siguiente de la inauguración de la Ópera me marcharé a Nueva York y no volveré a molestaros.
L.
—Bien —murmuró César de Echagüe—. Al fin, lo hizo.
Tomando el otro sobre lo examinó un momento. De pronto sus dedos se tensaron. La letra era idéntica a la de Elena Osorio, y el matasellos correspondía al día siguiente de aquel en que estaba fechada la carta que acababa de leer. ¿Qué significaban dos cartas tan inmediatas de la misma persona?
Don César examinó con todo cuidado el primer sobre. La fecha del matasellos era la misma de la carta. Luego no podía tratarse de una mala colocación del pliego de papel. Elena había escrito otra vez a Luis Borraleda y aquella segunda carta…
Afanosamente, don César empezó a buscar por los cajones y carpetas. Al cabo de una hora tuvo que darse por vencido.
De súbito volvió a coger los sobres y los comparó. Recordaba la letra de Elena Osorio y estaba seguro de que su mano había escrito el primero, mas en el segundo había algo que resultaba anormal.
Al fin don César advirtió lo que había de anormal en aquel sobre. En todos sus rasgos, las letras de los dos sobres eran exactas. Y también era exacta la colocación del nombre y dirección del destinatario. Y hasta el papel era idéntico; pero la tinta, no.
—Comprendo —murmuró, guardándose el sobre en un bolsillo—. Comprendo.
Se puso en pie y, sonriendo, agregó:
—Aunque no sé aún lo que comprendo.
Dejando la carta donde la había encontrado y procurando borrar todas las huellas de su registro, César salió del despacho. Un momento después subía a su habitación. De una maleta cuya cerradura era capaz de resistir a los esfuerzos del más diestro de los ladrones y cuya llave no se apartaba jamás de su persona, sacó un traje que nadie hubiera considerado lógico en poder de don César. Luego sacó un cinturón del que pendían dos pistoleras con sus correspondientes revólveres y una buena provisión de cartuchos, un sombrero y un antifaz. Todo ello lo metió en un maletín, junto con una gran cantidad de dinero.
—He decidido ir a ver a un amigo a quien hace tiempo que no he visto —anunció al mayordomo—. Tal vez no vuelva hasta mañana por la mañana. Por si acaso, no me aguarden. En este maletín llevo la ropa que necesito.
Salió a la calle y, sin esperar un coche, dirigióse a la estación.
—¿Cuándo sale el próximo tren para San Francisco? —preguntó al taquillera.
—Mañana —replicó el hombre—. Por hoy no saldrá ninguno más.
Don César alejóse, después de dar las gracias por las informaciones, y hallóse enfrentado ante un nuevo y difícil problema. Necesitaba ir lo antes posible a San Francisco y, a menos que ocurriera un milagro, no podría llegar a tiempo de evitar lo que temía.
—No olvides que tienes que estar de vuelta antes de la mañana. Tendrás vía libre y podrás sacarle a la locomotora toda la energía…
Don César se detuvo como herido por un rayo. El que había pronunciado aquellas palabras era el jefe de la estación, y el que iba a replicar era un hombretón vestido como los maquinistas, o sea con más abundancia de grasa y carbonilla que otra cosa.
—Marcharé dentro de veinte minutos, en cuanto la máquina esté en condiciones. A las dos de la madrugada saldré de San Francisco y traeré todas las traviesas que se necesitan.