¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (33 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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—Las cosas no son tan sencillas, Antonio —intervino Ana por primera vez, apenada por la mujer que comenzaba de nuevo el llanto—: ella no le engañaba sin más, como usted cree... Ella... No puede usted culparla así...

—¿Cómo sino? Me ha tenido encerrado durante cuarenta años con su engaño. Yo, por lo que ella me contaba, creía el pueblo normal, lleno de vida... Sin hombres, claro, pero vivo... Y ya ve...

—Ella lo hacía para protegerle... Tendría miedo a que se lo llevaran a usted, como a los demás hombres...

—Pero, señorita: eso se puede entender un año, cinco, diez, veinte años... Pero cuarenta años... Yo ya ni sabía en qué año estábamos, cuánto tiempo pasaba... No sabía el día o la noche... Cuando me han dicho ustedes que estamos en 1977... Yo, ahí dentro, echaba mis cálculos, y pensé que habían pasado menos años... Ella tampoco me decía la verdad en eso... Yo creía, contando las cosechas que ella me decía, creía que estábamos todavía en el cincuenta y tanto, o en el sesenta como mucho... Qué tontería...

Quedaron unos segundos en silencio, Santos y Ana evitando mirar al hombre destrozado, que miraría a su mujer fijamente, dudando si abrazarla o golpearla, tanto tiempo engañado, temiendo por su vida cuando en verdad no había ningún peligro, nadie le buscaba para matarle. Ahora mismo, todavía estaba poseído de la conmoción inicial, pero cuando pasaran unas horas o un par de días... Entonces comprendería la gravedad de lo ocurrido, el haber perdido la vida entera metido en un agujero por el excesivo recelo de su mujer, tal vez por la locura de ella, algo que aún no estaba muy claro. Un hombre hace o deja de hacer tantas cosas en veinte, en treinta... En cuarenta años. Sólo le quedaba morir, o encerrarse de nuevo en el agujero, viejo y consumido como había salido de allí. ¿Qué haría con su mujer, de la que no conocía con certeza su locura, si era tal o no? Ella no hablaba, por lo que no conocían su verdadero estado mental. En opinión de Santos —y así se lo comentó a Ana cuando dejaron Alcahaz—, la mujer se volvió loca mucho antes que sus vecinas, en el principio. Cuando viera que todos los hombres habían muerto, pensaría que iban a volver a por el suyo, que se había salvado, y decidió mantenerlo escondido, porque sólo de esa forma se salvaría, toda vez que, si nadie lo veía por las calles, nadie echaría cuentas de si murieron todos los hombres o alguno se salvó. Con el tiempo, esto sólo sería posible con el engaño. Un engaño que fue acrecentando, contándole cada día historias falsas de la vida de un pueblo que en realidad se estaba despoblando y hundiendo en la locura, poco a poco, como una grieta que lo engullera todo. De esta forma, el miedo de la mujer se convirtió en obsesión, y después en demencia, en alguna forma de esquizofrenia o delirio. La única manera de mantener vivo a su marido, para ella, era conservarlo oculto, y haría lo que fuera para ello. Hasta engañarle. De lo que no estaba seguro Santos era del tipo de locura, si ella finalmente había caído en la demencia colectiva, si también repetía la vida del pueblo y pensaba con las demás que los hombres volverían o si —y ésta era la opinión de Ana, para la que no había locura sino amor— la mujer conocía la locura de sus vecinas y se limitó a seguirles la corriente, actuando como ellas, participando desafecta en la locura porque se veía obligada a quedarse en el pueblo a toda costa para así conservar vivo a su marido. Pero todo esto lo discutieron Santos y Ana más tarde, mientras cenaban en un bar triste de Lubrín, y el vino creaba la primera intimidad. Ahora estaban todavía en la casa de Alcahaz, y era Santos el que hablaba:

—Díganos, Antonio: ¿cómo pudo salvarse usted? Todos los hombres murieron, lo sabe.

—Muy sencillo: yo era un cobarde. No se sorprenda, yo era un jodido cobarde. Por eso no me había atrevido a salir de ese agujero en todo este tiempo, ni habría salido si no hubieran llegado ustedes. Por esa misma cobardía no me monté en el camión aquel día, y preferí esconderme. Cuando llegó el camión, y empezaron a llamar a los hombres, yo me quedé en casa, escondido en el corral. No sé si me echaron de menos, pero al fin se fueron sin mí... Y eso me salvó, aunque a cambio tuviera que hacer este agujero en la pared y esconderme, convencido de que los asesinos me echarían de menos entre los cadáveres y regresarían a por mí.

—¿Usted supo que se trataba de una trampa?

—No, por favor. Soy cobarde, pero no miserable; de haberlo sabido, habría alertado a los hombres a tiempo. No... Yo también me creí lo del puente ese, lo de los falsos milicianos. Pero me escondí; era un cobarde y no me atrevía a ir, tenía miedo de la guerra. Desde que nos llevó a todos la guardia civil, por lo de quemar la casa de Mariñas; desde entonces yo era un cobarde... Por las palizas que nos dieron aquellos días, usted no lo imagina... El tiempo que pasamos en la cárcel, los golpes que nos dieron... Me quedó de entonces un miedo enorme en el cuerpo. La sola idea de participar en la guerra, aunque sólo fuera para construir un maldito puente, me aterraba. Sólo de pensar que nos cogerían presos los nacionales y nos machacarían de nuevo, se me helaba la sangre, me paralizaba. Los hombres del pueblo no, ellos esperaban el camión, querían luchar, hacer su revolución. Yo no. Por eso me escondí en cuanto vi llegar el camión con tantas banderas... Banderas negras anunciando muerte, no sé cómo no se dieron cuenta... Yo me quedé escondido un par de días, para que las demás mujeres no me vieran y no dijeran que yo era un cobarde. Cuando se supo que habían sido asesinados, el miedo fue aún mayor. Ya le he dicho que estaba convencido de que vendrían también a por mí, que no perdonarían ni a un cobarde. Cuando los soldados nacionales pasaron por el pueblo, unos días después, para aprovisionarse de camino a Córdoba y reclutar hombres, yo ya estaba escondido en el agujero ese. Y ya no volví a salir, hasta hoy.

* * *

La novela adopta en este capítulo un tono de reportaje, en línea con una cierta función social de la misma: recuperar la memoria de los vencidos, objetivo loable y al que se aplican muchas narraciones de los últimos años. Muchas de ellas confirman que las buenas intenciones no garantizan un buen resultado literario, y en demasiadas ocasiones las ficciones sobre la guerra civil caen en recreaciones emocionantes y solidarias, pero de pobre calidad literaria —con lo que se acaba resintiendo hasta esa buena intención inicial, que pierde fuerza. En este caso nuestro autor aplica esa función social con los llamados «topos», uno de los dramas de la guerra y la posguerra, no demasiado conocido hoy. Así, el texto se mueve en un registro periodístico en el que sin embargo el autor se infiltra desde la compasión y la adhesión política, pues participa de esa épica emotiva de los vencidos, a los que parece querer rendir homenaje en este capítulo
.

Es evidente que el autor estuvo manejando documentación al respecto. Seguramente se leyó algún libro (imaginamos que el clásico
Los topos
, de Torbado y Leguineche) y consultó la hemeroteca, acumulando una serie de notas con información sobre aquellos casos de hombres ocultos durante décadas. Y luego le pasó lo que a tantos autores: que cuando ya casi han terminado la novela, miran el montón de papeles sobre su escritorio, los cuadernos llenos de apuntes, y se lamentan de desperdiciar un material tan interesante y que tantas horas de documentación les ha costado recopilar. Si a ese lamento le ofreces como coartada una motivación honrosa (la de recuperar la memoria de los vencidos), ya nuestro autor pierde el miedo a abultar la novela, a introducir materiales cuya pertinencia sea cuestionable. ¿Pues cómo me voy a dejar fuera todo esto de los topos? Adentro con ello
.

El problema es que, en el caso de esta novela, tal inclusión no deja de tener consecuencias. Ya comentamos antes cómo había que pasar el algodón de lo verosímil con más insistencia desde el momento en que el autor no había escogido una clave «fantástica», sino un realismo con aspecto de crónica, anclado en lo histórico, en lo comprobable. Este capítulo no hace más que insistir en ese realismo, ahora periodístico, por lo que cuanto más verosímiles resultan ciertos elementos, más increíbles se presentan otros, y la historia de la locura colectiva va perdiendo fuerza. Pese a ello, concederemos algo al autor: la guerra civil, la posguerra, están llenas de historias inverosímiles y sin embargo perfectamente ciertas. La propia historia de los topos. Si no fuera porque nos la han documentado en otras ocasiones, y estamos informados de ello, ¿nos lo creeríamos si alguien nos contase la historia de un hombre que se pasa treinta y tantos años escondido en un desván? ¿No la rechazaríamos por inverosímil? Como la de los topos, hay muchas otras historias reales cuya crueldad e inhumanidad —o, al contrario, cuya ejemplaridad humana— resultan tan increíbles que acaban engrosando ese territorio de leyenda que se teje en torno a la guerra civil, donde en ocasiones parecen hasta reproducirse mitos antiguos. Es el caso, por ejemplo, de varias versiones actualizadas de la legendaria Mariana Pineda, que este lector ha oído contar en varios sitios como sucedidos allí durante la guerra, según las cuales una joven había sido acusada de haber bordado una bandera republicana, y por ello represaliada brutalmente. Pues esa condición casi de leyenda puede ser el único amarre que le quede al autor para que traguemos la historia de las locas enjauladas: el propio carácter inverosímil de tantas peripecias humanas durante la guerra
.

El autor coloca en escena a dos topos, el de la entrevista y el de Alcahaz. En cuanto al primero, vemos el recurso otra vez a un coloquialismo de bajo vuelo (el texto lleno de expresiones chabacanas, tacos, «a lo primero», «el Jesús», pá, ná, etc.). En cuanto al segundo topo, una vez más sobreactúa dentro de esa densidad emocional que el autor quiere dar a los personajes. Su propia mujer, Lola, en el capítulo anterior apretaba los puños al hablar y lloraba pataleando en el suelo. El marido, Antonio, abre los ojos al máximo cuando habla, y le tiembla la mandíbula cada poco tiempo
.

El autor vuelve a recurrir a las recapitulaciones aclaratorias, cuando Santos, Ana y el propio narrador (que ya no se esconde en el pensamiento o en el sueño) valoran las distintas explicaciones posibles del caso del topo alcahaceño y su demente esposa
.

Recojamos, por último, unas pocas expresiones de lirismo hinchado, a sumar a las acumuladas hasta ahora: unos «cuerpos oscurecidos de sombra», esas «noches iguales al día, días como la noche más larga», la «geografía de los desaparecidos», o unas «quebradas de la noche» que nos suena haber leído ya en otro momento de la novela
.

B
REVE APÉNDICE A LA TERCERA PARTE
LA MALAMEMORIA DE SANTOS

* * *

La división del libro no deja de ser un tanto pretenciosa, propia de un autor que cree que hasta con la numeración de las páginas debería ser original, epatante. Así, ya hemos visto un prólogo que en realidad era «Casi un prólogo». Hemos leído un «Apéndice a la primera parte», y ahora nos encontramos un «Breve apéndice a la tercera parte». En fin, muy original todo ello
.

—«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor»; ¿te lo crees ahora? —sonrió el anciano, con dientes de piano viejo, abandonando la pose solemne que adoptaba para el recitado, brazos en jarras, barbilla adelantada, vista al cielo, teatrero.

—Eso no dice nada —protestó el niño, con las manos en los bolsillos al caminar, como un cuerpo tan envejecido en pocos años—; todo el mundo se sabe esa primera frase. Yo también me la sabré algún día.

—Pero yo me lo sé todo; el libro entero, de principio a fin, desde el «En un lugar de la Mancha», hasta el «Vale».

—Eso es imposible.

—¿Por qué? —preguntó el mayor, pasando la mano por el pelo crespo del niño—. Sólo hay que leerlo muchas veces, un día y otro durante años, y así te lo aprendes.

—Pero el libro es muy gordo; tiene muchas palabras, no me lo creo.

—Pues mi padre, que es tu bisabuelo, se sabía el Antiguo Testamento de memoria, desde el Génesis hasta donde acabe. Y mi abuelo, que es el bisabuelo de tu padre y es tu tatarabuelo, recitaba de principio a fin el
Poema de mio Cid
, sin perder un verso. Tú seguirás la tradición y también tendrás que aprenderte alguno; así que ve eligiendo el libro ya. Cuanto antes empieces, antes terminarás.

—¿Y mi padre? ¿Se aprendió algún libro? —preguntó el niño con un brillo manso en los ojos. Se habían detenido en una breve terraza del monte, desde la cual se dominaba todo el pueblo. La imagen del padre apareció fugaz como un animal que huyera por la sierra a la noche.

—¿Tu padre? —murmuró con malestar el abuelo—. Tu padre, que es mi hijo y que es el nieto de mi padre, era un cabezón. Siempre lo ha sido; y lo será todavía, si la noche loca de la sierra no le ha deshecho el cerebro. La sierra vuelve locos a los hombres, ya verás —el anciano se sentó sobre una piedra roma y sacó el librillo para preparar un cigarro con dedos temblones. Las hebras morenas se le escapaban de los dedos.

—Déjeme a mí, abuelo —dijo el niño tomando el papelillo y la bolsa de picadura.

—Pero tú quieres saber si tu padre se ha aprendido algún libro, como yo y como mi padre que es tu bisabuelo, y mi abuelo que es tu tatarabuelo y así todos. Se puede decir que lo hizo, aunque en verdad no. Ya te he dicho que tu padre era y es un cabezón. Él no podía aprenderse el
Quijote
, como hice yo; o el Antiguo Testamento, como hizo mi padre que es tu bisabuelo. No. Él tenía que ser más listo que todos. Mira que hay libros; pues no. Él tenía que ser más especial. De verdad que me alegro de que se haya tenido que escapar por la sierra.

—¿Por qué? —preguntó inocente el niño, que tenía ya lágrimas asomando en los ojos, como cada vez que hablaban del padre.

—Porque así se le olvida lo poco que había llegado a aprender de esos libros y periódicos que leía. La noche en la sierra, solo, te llena la cabeza de cosas extrañas, de locura. Se le acabarán cayendo todas las palabras aprendidas como trocitos. Así se le quitan todas esas tonterías y podemos vivir en paz, como todo el mundo.

—Pero hay muchos hombres como mi padre, escondidos en la sierra —susurró el niño, como conjurando una presencia noctívaga, decenas de hombres caminando por la cresta de la montaña, usando los rifles como cayados brillantes de luna, imposibles pastores caminando torcidos, cuerpos hechos de noche.

—Todos tienen las mismas tonterías que tu padre.

—¿También se aprendieron el mismo libro?

—Sí, seguro. Sólo dicen tonterías, y las sacan de esos periódicos y esos libros alemanes o rusos o lo que sean.

Comenzaron el descenso hacia el pueblo. El abuelo, con paso corvado, se apoyaba en la cabeza del niño, báculo despeinado. En la boca el cigarro, torpemente liado por el niño, las brasas descolgadas del papel despegado. El niño, adulterado de guerra, con las manos en los bolsillos siempre, gesto imitado de tantos hombres.

—Yo quiero empezar ya a aprender mi libro —dijo el niño cuando ya estaban en la pequeña plaza del pueblo, donde las puertas y postigos estaban cerrados aún de siesta, pocos hombres sentados a la sombra de un castaño canijo. Los guardias, bajo el pórtico del ayuntamiento, preparaban los caballos para una nueva batida, y el metal de los rifles llenaba de brillos la tarde.

—Primero tienes que elegir el libro, ¿o lo tienes ya? —el muchacho se encogió de hombros y sonrió—. «Vale; pues vete a casa y lo vas escogiendo. Ya hablaremos luego. Dile a tu madre que llego para la cena, que voy a saludar a algunos vecinos.»

El niño se alejó corriendo, con su leve cojera más de hambre que de deformidad, o de las dos cosas. Pasó junto a las pocas casas que permanecían derruidas todavía en el centro del pueblo, como un museo de la guerra, de aquella guerra que pasó fúgida y que continuaba en otras tierras, según decían. En su carrera, el niño se cruzó con algunos niños que apedreaban sin puntería a dos perros enganchados en cópula, y que le invitaron a ir hasta el río a jugar; pero él dijo que no y siguió corriendo hasta casa.

Cuando llegó a la casa, su madre estaba sentada en una silla de la cocina, remendando algún trapo y repartiendo por la casa restos de zarzuela malcantada. El niño atravesó el pasillo, sin saludar a la madre, y llegó hasta el trastero donde, sobre un modesto ropero, se amontonaban apenas diez libros. Sin atender siquiera a los títulos dorados sobre el lomo, el niño tomó uno a uno los libros y los fue sopesando en la mano derecha, como evaluando el conocimiento en kilogramos. Decepcionado, porque todos los libros le parecían demasiado pequeños como para dedicar la vida entera a ellos, buscó a su madre en la cocina donde el sol vespertino era ya casi una ausencia tras las ventanas. La madre, encogida en la silla, cosía y la penumbra le obligaba a acercar mucho el trapo a los ojos.

—Ya sabes que ésos son los únicos libros que hay en casa —dijo la madre con desgana, y el niño no podía ver sus labios moviéndose en lo oscuro, como si la voz saliera de todo el cuerpo pequeño.

—Pero... ¿y los libros de padre? Los libros gordos que había antes.

—No digas tonterías —la madre tomó la mano del niño y la apretó con fuerza, clavándole el dedal metálico en la palma mientras hablaba con crispación: «ésos son los únicos libros que hay en esta casa. Y que no te oiga yo por ahí diciendo que había más libros en esta casa. ¿Te has enterado? —el niño asintió con la cabeza, mudo, el dedal hundido en la carne caliente de la mano—. Además, ¿para qué quieres un libro gordo, si casi no sabes leer?».

—Para aprendérmelo de memoria. Como el abuelo y el padre del abuelo que es mi bisabuelo, y el abuelo de mi abuelo que es mi no sé qué. Y como mi padre.

—¿Para aprendértelo? ¿Esa tontería te ha contado tu abuelo? No le hagas caso, miente.

—No es verdad —protestó el niño, tirando de la mano hasta liberarla, y se miró la carne roja, la señal del dedal como una marca vegetal hundida—. Él se sabe el
Quijote
; me dijo algunos trozos.

—Eso es lo que va diciendo a todo el mundo. Así los engaña, como engañó a tu padre. Se aprovecha de que la gente no lee, que nadie ha leído el
Quijote
. Y así él suelta tres frasecitas que se sabe de memoria, y otras cuantas que se inventa, y todo el mundo se cree que se sabe el
Quijote
entero. Las mismas tonterías que le metió a tu padre en la cabeza, y por eso tu padre ha acabado escondiéndose en la sierra. Porque se aprendía esos libros alemanes o rusos o lo que sean, e iba hablando más de la cuenta por las tabernas y los campos. Una cosa es ir soltando esas aventuritas de caballeros que cuenta tu abuelo; y otra muy distinta lo que tu padre iba gritando. Y en tiempos de guerra hay que estar calladito, ya lo sabes. Si no, acabas en la sierra, como los animales.

El niño salió corriendo de la casa, a la calle casi nocturna, con los ojos borrosos de rabia. Sabía que su madre le mentía. A pesar de su corta edad, el niño comprendía que si su padre andaba escondido por la sierra no era sólo por hablar más de la cuenta, sino por muchas otras cosas que el niño no sabría nombrar pero sí recordaba en imágenes: los primeros días de la guerra, los más confusos, y su padre que recorría el pueblo con una pistola metida en el cinturón de soga, acompañado por otros del sindicato, llegaban a las casas de la parte alta del pueblo para sacar a los hombres que eran llevados a empujones hasta el edificio bajo de la escuela. Los automóviles, que no le pertenecían, y que a los ojos del niño estaban asociados a la opulencia de unos pocos, y en los que Herminio Santos, con los mismos compañeros y armas, recorría los cortijos de alrededor sólo para comprobar que los propietarios habían huido a Portugal. La presencia de las armas —que no se dispararon en tantos días—, los autos que casi no sabía conducir, los empujones y detenciones a los que antes fueron los únicos que en el pueblo empujaban y detenían desde siempre, demasiadas cosas a las que, por supuesto, habría que añadir las palabras que recordaba la madre, palabras dichas por el padre desde el balcón del ayuntamiento o subido en el capó de un auto, palabras de un hombre que sustituía su pobre retórica con una pasión suficiente para hacerse entender.

El niño llegó a la plaza del pueblo y entró en la cantina donde encontraría a su abuelo. En el mostrador, varios campesinos de piel soleada, algún manijero ocioso, una pareja de guardias con los capotes puestos, y su abuelo, mal acodado en la madera, tomando un vino y recitando para nadie que le escuchara: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a los que los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra ventura tanto se estima, se obtuviese sin esfuerzo alguno... Si no porque en aquel tiempo no existían estas palabras de tuyo y mío...»

—Vale, vale... Te pongo otro vino y te callas de una vez, viejo —sonrió el dueño de la cantina, llenando el vaso de vino calentón.

—Pero bueno, niño, ¿qué te pasa que lloras así? —rio el abuelo acercándose al niño, prendiéndolo entero de su aliento hueco.

—Es mi madre... No me deja libros... No quiere que me aprenda ningún libro como usted o mi padre o su padre que es mi bisabuelo o su abuelo que es mi no sé qué...

—Tu tatarabuelo —habló el anciano, que intentaba esconder la risa ante el niño que llora—. A ver, cuéntame qué ha pasado.

—Mi madre dice que usted es un mentiroso, que en verdad no se sabe el
Quijote
y que mi padre es un animal y que... —el niño perdió la palabra y escogió el llanto de nuevo.

—Así que eso dice tu madre... ¿Y tú qué crees? ¿Piensas que soy un mentiroso? ¿Que no me sé el
Quijote
?

—Sí se lo sabe... Y yo me quiero aprender también un libro, como mi padre y...

—No te preocupes. Yo te dejaré el
Quijote
y te lo aprenderás igual que yo. A mí me falla la memoria ya, y tú podrás decirme las partes que me olvide.

—Pero mi madre... —musitó el niño, limpiándose los churretes de la cara en la manga.

—Tu madre no tiene nada que decirte; tú sólo tienes que hacerle caso a tu padre, a nadie más que a tu padre. Y él seguro que te autoriza cuando se lo digas, cómo no.

—Pues voy a preguntárselo —gritó el niño, y salió del bar, a la calle ya anochecida, todavía rabioso, y corrió por los charcos de luz de los pocos faroles.

El abuelo, demasiado borracho, ni siquiera tomó en serio al niño, y siguió bebiendo tranquilo. Tampoco se enteró de cómo la pareja de guardias, que había escuchado la conversación, salía detrás del niño; y lo seguirían a paso rápido: el niño salió del pueblo, repitiendo el camino que cada tres noches hacía de madrugada con un paquete apretado bajo el abrigo, asustado de salir del pueblo a esas horas e iniciar el ascenso de la sierra, por medio de los huertos. Repetía ahora, en voz alta como un conjuro frente al miedo, la primera frase que ya había podido aprenderse, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, mientras se guiaba por el reflejo plateado de la luna en los olivos para hacer el largo recorrido ya conocido, hasta la cresta de la montaña donde encontrar, entre los roquedos, el grupo de hombres oscurecidos, sentados en torno a unas brasas sin luz, y que tomaban los rifles al escuchar los pasos imprevistos del niño.

—¿Qué haces aquí, nene? —preguntó una figura que en las sombras apenas tenía los rasgos de su padre—. Hoy no tenías que venir a traer nada... ¿Ha pasado algo?

—Quiero aprenderme un libro, padre. Como el abuelo y su padre que es mi bisabuelo y su abuelo que es mi no sé qué. Quiero aprenderme el
Quijote
y madre no me deja...

—¿Qué dices? No tenías que venir hoy... Pueden haberte seguido. ¿Lo sabe tu madre?

Los primeros disparos, como crujidos falsos de la noche, y la desbandada de hombres ensombrecidos y mudos a continuación, impidieron que el padre autorizara la memorización del
Quijote
. El niño, Julián, quedó tumbado, con la cara aplastada contra el barro duro, en la misma postura en que le había dejado el empujón de uno de los guardias que se adelantó corriendo, y disparó hacia la oscuridad de delante, hacia las sombras que huían. Otro guardia, al pasar, pisó sin querer la mano del niño semienterrada en el barro, la mano donde todavía se vería el moratón del dedal marcado por la madre como mal presagio no atendido. Así permaneció el niño un buen tiempo, escuchando los gritos y los disparos a lo lejos, como salidos de la tierra en la que hundía los ojos, las orejas, el cuerpo. Cuando se levantó, temblando todo el cuerpo, contempló la escena alrededor que, a la escasa luz de las brasas, tenía una irrealidad de sueños, del barro que aún se le metía en los ojos. Varios hombres habían quedado tumbados, como dormidos, algún cuerpo se retorcía, mientras en la lejanía continuaban los gritos de hombres, los crujidos o disparos.

Ni siquiera se detuvo a comprobar si alguno de aquellos hombres —durmientes o muertos— era su padre: corrió de vuelta al pueblo, tropezando en el descenso y sin mirar atrás, se levantaba rápido cada vez que caía, con las rodillas descosidas por los mordiscos de la tierra helada, dura; se enganchaba la ropa en las lanzas de olivo, corriendo como nunca había corrido, sin entender siquiera el motivo para el miedo, como quien huye de la noche.

Al llegar a su casa, la madre le recibió con un reproche cuando descubrió las ropas en jirones, las rodillas arañadas y la cara dibujada de barro. Julián no intentó una excusa, y aceptó la versión de la madre («Así que jugando a estas horas con los niños, ¿te parece bonito?, yo preocupada por lo tarde que era, y tú por ahí tirado, ya te habrás vuelto a pelear...») e incluso los zapatillazos en el trasero, que le sabrían a caricia tras la carrera por la sierra, los hombres inmóviles alrededor de la hoguera, los demás corriendo, unos perseguidos, otros persiguiendo. En la cama, minutos después, y con unas décimas de fiebre, aún le alcanzarían, desde el sueño, disparos lejanos y gritos como lamentos animales, que le acunarían en un dormir del que no querría salir.

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