¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (34 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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* * *

Sucedió lo que nos temíamos. Lo esperable en tantas novelas similares. Lo que suelen hacer los autores para no
decepcionar
las expectativas de los lectores. Lo maravilloso. El recurso a lo maravilloso. A lo entrañablemente maravilloso. Ya vimos algún indicio, aunque controlado, en el capítulo en que se proponían unas memorias de Mariñas. Ya entonces señalamos la querencia de muchos autores (en correspondencia a la reconocible preferencia de los lectores) por incluir en sus novelas elementos extraordinarios, asombrosas historias secundarias, para ganar la complicidad del lector pinchándole en su músculo más blandito, más vulnerable. Ese afán por introducir personajes y vivencias que, a ojos del lector, sean «inolvidables», «novelescos» en su acepción más popular, lo que sólo pasa en las novelas
.

Tras aquella tentativa inicial, que no se desmadró, ahora el autor sí opta por lanzarse por el barranco de lo extraordinario, de lo maravilloso. Y se despeña, claro
.

En efecto, el autor recurre, para ilustrar el pasado de Santos, a construir una de esas historias humanas a la vez que insólitas, un personaje para el recuerdo, entrañable y extraordinario: ese abuelito rural, sabio y autodidacta, que se sabe de memoria el
Quijote
, continuador de una saga familiar de fahrenheitianos memorizadores de libros, tan increíble como innecesaria —por cierto, también el padre de Mariñas decía memorizar la enciclopedia—. Así tenemos ya presente el elemento fabuloso que satisfaga al lector más acomodado, y para ablandarlo del todo, se añade otro elemento que no puede faltar en toda narración que quiera presentarse como un bocado tierno y sabroso, fácil de comer: el niño, el protagonismo infantil, el enternecedor niño, recurso propio del cine familiar y de la literatura falta de recursos argumentales, que recurre al niño, a la inocencia, la fascinación del mundo visto por sus ojos, la educación sentimental, la entrada al mundo adulto... Así, ya tenemos la historia extraordinaria (los memorizadores de libros), el abuelo y el niño, todo en un entorno rural y de posguerra. Sólo nos falta una mascota, un perrillo gracioso o un pajarraco amaestrado, para que terminemos de componer una bonita foto en sepia
.

De esta manera, el pasado oscuro de Santos toma un color reconocible, significativo, con voluntad de ser representativo de la tragedia española, a partir de unos cuantos elementos tópicos: el padre revolucionario, la madre sufridora, el niño inocente a través de cuyos cándidos ojos vemos la guerra y la represión, el abuelo mágico... En ciertas líneas se aprecia el esfuerzo del autor por provocar con un par de adjetivos la sonrisa enternecida del lector, ante ese niño que se limpia los churretes con la manga y llora porque quiere leer un libro, o ante ese anciano que al emborracharse recita el memorable discurso de don Quijote ante los cabreros
.

Aparte de la facilidad y la caída en lugares demasiado transitados, esta elección de materiales presenta otros dos inconvenientes. Uno de tipo argumental, histórico, por cuanto hace que sea el niño, inocente, ignorante, el que desencadene la tragedia, como si hiciese falta ese golpe de azar y candidez para que la guardia civil liquidase a un grupo de guerrilleros (no necesitaban seguir a un niño travieso; se apoyaban más bien en chivatazos, traiciones, emboscadas, confesiones bajo tortura, batidas de caza...). El segundo inconveniente es de tipo formal: lanzado por la pendiente de lo blandito, el autor recurre a un lenguaje en consecuencia, impostado de preciosismo, para poner la piel de gallina al lector ya vencido. Así, el capítulo se hincha con imágenes que se pretenden bellas, pero cuyo fulgor es más bien de bisutería: los rifles son «cayados brillantes de luna», los guerrilleros son «imposibles pastores» y «cuerpos hechos de noche», el abuelo se apoya en el niño como en un «báculo despeinado», al pequeño al caerse le quedan las «rodillas descosidas por los mordiscos de la tierra helada», y nos encontramos unos «charcos de luz» (que recuperan esa tradición de fotoliteratura que ya comentamos páginas atrás), y un «reflejo plateado de la luna en los olivos» que, aparte de imagen literariamente más que amortizada, nos suena haber leído ya en esta misma novela (en efecto, «la luna restregada en la hojarasca plateada», en el capítulo de memorias de Mariñas, de manera que tanto el narrador como el protagonista —cuando escribía las falsas memorias— usan idéntico lenguaje «bonito»). Lo mismo que los «dientes de piano» del anciano, expresión que al autor le parecerá afortunada, pues la aplicó en los mismos términos al niño de Lubrín que iba en bicicleta y que Santos recogió en su coche en el tercer capítulo
.

Con estos planteamientos, no ha de extrañar que todo el relato esté puesto al servicio de esos propósitos fascinantes. Desde el retrato campechano y sensible del abuelo —que por supuesto fuma cigarrillos de picadura— hasta la presentación de la madre como una figurita de museo de costumbres rurales —sentada en una silla de cocina, encogida, cosiendo sin luz y tarareando zarzuelas—, pasando por otro recorrido turístico por el acartonado pueblo —con esos niños que ya se cansaron de perseguir gatos y gritar formas de nube, y ahora apedrean perros en cópula, ese padre con «cinturón de soga» y que se llama Herminio siguiendo el santoral; esos guardias con capote acodados en la cantina, y ese decorativo «manijero» que completa el retablo, pues ambienta más un manijero, con su graciosa jota, que un vulgar capataz
.

Directamente del Moleskine caen sobre la página un par de adjetivos de alta poesía: noctívaga y fúgida, perfectamente intercambiables en la página, de ahí su pertinencia
.

C
UARTA PARTE
DONDE SE RELATAN OTROS HECHOS QUE ALLÍ TUVIERON LUGAR

* * *

En la caprichosa titulación de los capítulos de la novela no podía faltar un guiño clásico, a la manera cervantina. Ahí queda
.

I

V
IERNES
, 8
DE ABRIL DE
1977

La furgoneta —un modelo de hacía varios años, color verde oliva— se acercó lenta por el camino, hasta detenerse en la misma terraza de la montaña desde la que Santos y Ana miraban el pueblo el día anterior. A una indicación de Santos, el conductor, un guardia civil joven y barbón, detuvo el auto al borde del barranco y los pasajeros salieron uno a uno: Santos, Ana, su madre, dos guardias civiles, el alcalde de Lubrín, un médico talludo y dos mujeres ancianas más, que viajaban todos apretados en la furgoneta y llenos de desconfianza. Ahora, cuando al bajar del auto vieron el pueblo allí abajo, destrozado al pie del barranco, la desconfianza cedió y todos quedaron mudos, evitando mirarse unos a otros para no tener que decir nada, todo era demasiado evidente.

—Entonces es cierto que el pueblo existe —susurró para sí mismo el alcalde, un hombre de mediana edad, craso y sin cuello, encerrado en un traje azul oscuro y portando un sombrero anacrónico. Cuando horas antes por la mañana, Santos, tras entrar en el ayuntamiento de Lubrín sin ser visto por los agresivos funcionarios, pudo entrevistarse con el alcalde, éste no creía sus palabras. Sentados en un despacho soleado y pobremente decorado, el regidor fumaba un cigarro con boquilla roja mientras escuchaba, incrédulo, las palabras del hombre que había llegado desde Madrid buscando no se sabía qué, y que aseguraba haber encontrado un pueblo abandonado en el que malvivían unas mujeres afectadas por una extraña demencia.

—Escuche —había dicho entonces el alcalde, jugando en la mesa con un cortaplumas—: todo eso que usted me cuenta... Comprenda que desconfíe... Yo mismo no llevo más que quince años en este pueblo, la mitad de ellos como alcalde. Pero conozco bastante la zona, toda la comarca... Me cuesta creer que ese pueblo exista, no sé... Y esas mujeres, locas como usted dice, y tan ancianas... ¿Cómo se supone que han sobrevivido tanto tiempo en esas condiciones?

—Ya se lo he dicho —dijo impaciente Santos, que minutos antes había extendido sobre la mesa algunas fotografías y el mapa de carreteras antiguo, abierto, señalado con bolígrafo el nombre de Alcahaz—. Ya le he explicado que esas mujeres mantienen los cultivos, y algunos animales. Pocos y mal, pero eso tienen.

—No sé, no sé... Tal vez debería dirigirse al gobernador de la provincia... No sé si yo...

—No tengo mucho tiempo, me marcho mañana a Madrid... Usted no pierde nada, confíe en mí. Venga esta tarde hasta allí, serán sólo unas horas, por favor. De lo contrario, avisaré a la prensa y todo se sabrá pronto. Sería una gran noticia. Pero no creo que le convenga esa solución, ¿verdad?

Al salir del ayuntamiento, una vez convenidos con el alcalde los términos de la expedición vespertina —irían esa tarde, en una furgoneta de la guardia civil, pura precaución—, Santos acudió a reunirse con Ana en la cafetería del primer encuentro. Pidió una ginebra y esperó su llegada. Se distrajo observando el transcurrir de la vida en la plaza, mientras sentía el cansancio como oleadas en la cabeza. El día anterior, tras regresar a Lubrín desde Alcahaz, apenas pudo descansar. Después de dejar a Antonio, el topo, y su compungida mujer en un hospital de la capital donde recibirían la atención necesaria, llegaron a Lubrín ya tarde en la noche. Santos acompañó a Ana hasta la casa de la madre, donde ella le despidió con un beso breve en la mejilla. Ya en el hotel, apenas pudo dormir tres horas. Aunque traía sueño acumulado de varias noches, todo lo sucedido en los últimos días se le amontonaba sobre la cama: el pueblo tan terrible, las mujeres hinchadas de una locura antigua, su propio pasado regresado a golpes, e incluso Ana, como una presencia deseada de repente. Ahora, en la cafetería, por la mañana, se frotaba los ojos para vencer el sueño. Pronto llegó ella, con el pelo aún mojado de la ducha reciente.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó ella, encendiendo un cigarrillo. Bebió un sorbo de la copa de Santos, ya la confianza instalada entre ellos, dulce.

—Sí... En cuanto le amenacé con traer periodistas y montar un escándalo, todo fueron facilidades, aunque todavía no me cree. Saldremos esta tarde para Alcahaz, en una furgoneta de la guardia civil, con dos agentes: debe de creer que las mujeres son peligrosas, no sé. Vendrá con nosotros un médico, por lo que pueda pasar. Hemos acordado también que mañana llegará un autobús desde la capital, y así podremos recogerlas a todas.

—Mi madre vendrá con nosotros... Y otras dos mujeres: las únicas que quedan vivas de entre las que dejaron Alcahaz. Imagínate: mi madre les contó todo ayer, y una de ellas sufrió un desmayo que casi se parte la crisma al caer. Han aceptado venir, se lo deben a esas pobres mujeres, dicen. Creo que se sienten culpables, también mi madre de alguna manera.

—No sé... Todo va a resultar demasiado dramático, tanta gente, muchas emociones... Ni siquiera sabemos cómo reaccionarán las que están en Alcahaz. Ellas, en verdad, esperarán hoy el regreso de los hombres con más certeza que nunca, después de haber visto a Antonio ayer. Ya veremos qué ocurre.

—¿Has dormido bien esta noche? —preguntó ella, sonriendo.

—No, no muy bien. Estaba cansado pero no podía dejar de pensar ni un solo instante... Son tantas cosas... —apenas hacía un día que se conocían, y todo estaba lleno de una cercanía que turbaba a Santos, que se sentía bien junto a ella, con un sentimiento que se situaba entre la seguridad y el sonrojo, poseído de ese tierno vértigo que nos sacude en la proximidad de la persona deseada, como calambres o muerdos flojos en el estómago.

Por la tarde, a la hora convenida, se pusieron en marcha hacia Alcahaz, en silencio todos, porque nadie estaba seguro de nada. Tan sólo las mujeres ancianas, la madre de Ana y las otras dos, lanzaban de vez en cuando un suspiro que era inicio de un nuevo llanto. Santos, sentado en el asiento del copiloto, junto al joven guardia que conducía, miraba en el espejo retrovisor a los pasajeros en los asientos traseros, que conformaban una extraña expedición, todos mirando hacia la sierra, unos con desconfianza —el alcalde, el médico, los guardias—, otras con miedo o memoria lejana —Ana, su madre, las dos mujeres, últimas vecinas que habían guardado el secreto de Alcahaz durante casi medio siglo, y que hasta ayer estarían confiadas en irse a la tumba con él, o acaso ya olvidadas de todo, el olvido es una elección en el fondo. Cuando, tras desviarse de la carretera principal, atravesaban el tramo de camino borrado, la furgoneta, demasiado pesada por la carga, hundió una rueda en el barro, por lo que tuvieron que bajar todos y recorrer a pie los cien metros de campo, hasta alcanzar el camino, cuya visión comenzó a derrumbar la desconfianza en quienes la mantenían. Después de media hora de subida por la sierra, a punto de salirse del camino varias veces la furgoneta por la torpeza del conductor, divisaban el pueblo desde la terraza, detenidos.

—Es increíble —repitió el alcalde—. Un pueblo aquí, escondido, tan cerca de Lubrín, y nadie lo sabía.

—Sí lo sabían, alcalde —comentó la madre de Ana—. Demasiada gente en el pueblo lo sabía, lo sabíamos. Pero todos callábamos.

—Pero... ¿Por qué?

—Ya lo entenderá, alcalde. Cuando estemos allí —dijo Santos, mientras entraban de vuelta a la furgoneta para completar los últimos metros.

El vehículo se detuvo a pocos metros del pueblo, junto al cartel con el nombre borrado de óxido, donde aún estaban las huellas del auto de Santos, de sus dos visitas. Bajaron todos de la furgoneta y, muy juntos entre ellos, como helados de repente, comenzaron a caminar, siguiendo a Santos y Ana. Llegaron hasta la mitad de la calle, donde Santos les hizo una seña para que esperaran, después de mirar su reloj. Se marchó solo hacia delante, en dirección a la iglesia, donde entró con decisión, desapareciendo en la oscuridad del interior. Los hombres y mujeres quedaron en mitad de la calle, recogidos y apretados como un solo cuerpo, mirando a todo con espanto, las casas abiertas al viento, la imagen fría del desastre. Todos en silencio, como temiendo despertar a los fantasmales habitantes de aquel báratro perdido. La madre de Ana y las otras dos mujeres mirarían con ojos nublados las que fueron sus casas, hoy propiedad de la vegetación y el aire.

Después de un minuto, Santos salió de la iglesia. Tras él, fueron saliendo las mujeres ancianas, una a una y temblando de nervios, mirando a los recién llegados, con los ojos arrugados para reconocer a alguien. Los visitantes, a su vez, forzaban los ojos espantados, sin moverse aún, observando a las mujeres como una empobrecida procesión de ánimas, un ejército de calaveras amortajadas. Las ancianas de negro quedaron quietas, delante del templo, apretadas todas entre ellas, sin moverse tampoco. Así quedaron durante al menos dos minutos: dos grupos humanos enfrentados, temiendo unos de otros, marcando las distancias. Santos, en la mitad del trayecto entre los dos grupos, como un eslabón deshecho.

Por fin, la madre de Ana y las dos acompañantes, que apenas lloraban ya de ojos secos, agarradas del brazo entre ellas y temblando, se acercaron despacio hacia el grupo de sus antiguas vecinas, que las verían acercarse y por fin las reconocerían, sin entender nada, confundidas en su locura, mirando a la vez a los guardias civiles como un claro presagio de lo que les iba a ser anunciado. Las mujeres llegaron hasta el grupo, y se miraron unas a otras. Por fin, una de las de Alcahaz preguntó a las recién llegadas, a las que reconocería por algún rasgo no desvanecido del tiempo:

—¿Qué sucede, Amparo? ¿Les ha ocurrido algo a los hombres?

Amparo, madre de Ana, incapaz de frenar el temblor de su boca, cerró los ojos y tragó el llanto. Las mujeres, comprendiendo su expresión y su silencio, se miraron unas a otras, con ojos arrasados, como regresadas de la locura y de la oscuridad de muchos años. Comenzaron a abrazar a las recién llegadas, llorando en aullidos; maldecían la guerra que se llevó a los hombres, a los maridos e hijos; hablaban en susurros con palabras repetidas, se besaban en desaliento, todas apretadas entre ellas, como un único cuerpo informe y negro que se sacudía en el llanto. Los guardias, desconocedores de la función que desempeñaban en aquel drama improvisado —como portadores de la mala nueva, a ojos de aquellas mujeres—, fumaban sin entender nada. El médico, que sí comprendía, y que tal vez sabía o había escuchado alguna vez la historia en Lubrín —la historia real o la de niños, son la misma—, no pudo evitar tampoco un llanto de rabia. El alcalde, aturdido y desconcertado, permanecía con los brazos extendidos y las palmas de las manos hacia el cielo, como creando un gran interrogante con el cuerpo, o queriendo abrazarlo todo, el pueblo descalabrado, las mujeres solas, el llanto general, la desesperanza.

Tal y como habían acordado antes de llegar, para no causar una grave conmoción en unas mujeres que habían perdido la razón mucho tiempo atrás, optaron por dar unas explicaciones no del todo ciertas. Así, contaron la desaparición de los hombres como algo que hubiera sucedido esa misma mañana, no cuarenta años atrás. Era inútil, en esas circunstancias, intentar explicar la verdad a quienes habían renunciado a ella y la habían sustituido por su propia verdad. Había que confiar en que el tratamiento psiquiátrico, que recibirían a partir del día siguiente, obrara el milagro de devolverles el seso. Todo debía hacerse muy despacio. Si es que existía remedio.

Cuando dejaron el pueblo, casi anochecido, quedaron las ancianas recogidas en sus ruinosas casas en duelo, y sus sollozos, saliendo por los tejados y paredes melladas, se levantaban sobre el pueblo como imposibles sonidos animales que alcanzaran la sierra. Los visitantes, de vuelta en la furgoneta, pasaron la hora de viaje hasta Lubrín en completo silencio, tan sólo se escuchaba el llanto suave de Amparo como una prolongación del gemido allí dejado para la noche.

* * *

Capítulo de transición, que sirve sin embargo como resumen de buena parte de lo observado hasta ahora en nuestra lectura crítica, pues aquí hay un poco de cada
.

Así, vemos una vez más la sobreactuación melodramática de los personajes, para que el lector entienda la magnitud de la tragedia. Cuando se produce el encuentro en el pueblo, todos tiemblan, lloran, gritan. Amparo, con el habitual «temblor de su boca», «cerró los ojos y tragó el llanto». Las ancianas locas, «con ojos arrasados», se abrazan, lloran «en aullidos», hablan «en susurros con palabras repetidas», se besan «en desaliento», se aprietan, sacudidas. El médico llora «de rabia», pero el mejor es el alcalde, cuyo desconcierto intenta caracterizar el autor colocándolo en medio de la calle en una postura que, cree el autor, expresa su pasmo: «con los brazos extendidos y las palmas de las manos hacia el cielo, como creando un gran interrogante con el cuerpo, o queriendo abrazarlo todo». Haga la prueba el lector de colocarse en tal posición, y mire a ver qué resulta. Ande, ande, haga la prueba, en serio: póngase de pie, extienda los brazos y ponga las palmas hacia arriba. Adopte también una expresión dramática. Qué bonita estatua
.

Vemos también, en este capítulo, cómo el crescendo romántico camina sin tregua hasta el estallido final, que esperamos cercano, a la vuelta de un par de páginas. De las manitas de capítulos anteriores pasamos ahora al «beso breve en la mejilla», a la aparición de ella —«presencia deseada de repente»— con el pelo seductoramente mojado «de la ducha reciente» (huy, huy, qué de sugerencias picantonas), y además le da un sorbo a la copa de él, sin pedir permiso. Una copa de ginebra, claro, pues entre ellos el autor ha establecido esa camaradería del alcohol y el tabaco, esas ginebras que se beben a cada rato, dentro de una cierta estética del fracaso que los presenta como atractivos lobos esteparios, dos almas gemelas, dos cantos rodados que de vuelta de todo se han encontrado al fin. Algo propio de un autor del que ya dijimos que seguramente no sabe ni tragarse el humo (y de ahí su mitificación literaria del tabaco), y del que ahora apostamos a que no sería capaz de dar un sorbo a una ginebra sin que le diesen arcadas. Pero lo mejor de todo: ¿recuerdan cómo, páginas atrás, a propósito de ese apasionante crescendo erótico-amoroso, bromeábamos con que a la explicitud del relato sólo le faltaba describir el cosquilleo de toboganes en la barriga? ¡Pues aquí está! ¡A los enamorados, cuando están juntos, les dan «como calambres o muerdos flojos en el estómago»
!

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