¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (32 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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»—¿Por qué decidió salir cuando lo hizo, en el setenta, estando Franco vivo todavía?

»—Ya antes me había contado mi mujer lo de otros escondidos que habían salido, y no les había pasado ná, que no les pedían cuentas por lo de la guerra. Pero yo no me fiaba, ¿sabes? No por los guardias, no por la autoridad, que ni se acordaría de mí. No me fiaba de más de un cabrón de este pueblo, que no se habría olvidado y me la tendría jurada todavía. Y no es que tuviera miedo, sino que estos cabrones que te digo tenían y tienen poder, y son capaces de todo para joderme a mí y a mi familia. Así que no me di prisa en salir, sino que dejé pasar un poco de tiempo, ya ves tú, qué prisa iba a tener, después de treinta años qué más da uno más o dos. Cuando salí fue cuando murió el mayor de los cabrones de este pueblo, que en el infierno esté. Te hablo del hijo puta del Vélez, tú sabes quién era. Antes de la guerra era dueño de medio pueblo, pero ahora era dueño de todo y más. Y ése me la tenía jurada a mí, igual que a tu padre, lo sabes. Cuando se murió, me sentí contento como nunca en mucho tiempo. No sólo porque ya no tenía mucho que temer, sino porque yo le había sobrevivido, porque él se había muerto antes y yo iba a ser el que se cagara en su tumba. Vaya si lo hice, ¿no te lo crees? Una noche, cuando ya llevaba tiempo fuera, me fui tranquilo dando un paseo pa’l cementerio, entré, me eché un cigarrito delante de su tumba, cagándome en todos sus muertos de los que me acordaba (y los que veía en las lápidas con su apellido), y por fin eché la cagada. Como te lo cuento, una cagada enorme, de dos días que llevaba sin hacerlo. Encima de la tumba, qué placer, el hijo puta. Ni miedo me daba estar en el cementerio de noche, y si me hubiera dado miedo tanto mejor, más habría cagado, ¿sabes?

»—¿Qué pasó cuando salió?

»—No hace falta que te lo cuente, tú ya te lo imaginas. A lo primero, no me atrevía a salir a la calle. Salí del agujero pero me quedé todavía unas semanas encerrado en la casa. Me asomaba por la ventana, escondido, y veía que ése no era mi pueblo, me entraban ganas de volverme al hoyo. Por fin una noche salí, pero tarde, cuando estaban todos acostados. Di un paseo por el pueblo, no me había olvidado de ná, porque en tantos años encerrado te da tiempo de imaginar mucho, y yo había pensado cada detalle del pueblo, cada día. Me lo sabía de memoria. Después, un día salí a la calle por la mañana. Estuve paseando, desconfiado, pero nadie me reconocía. La mayoría eran niños o no habían nacido cuando yo me escondí. Y de los hombres, los más cercanos a mí estaban muertos, matados o se marcharon. Alguna vieja me miraba con ojos curiosos, pero era más porque no le sonaba mi cara y pensaba que era de fuera. Por fin, un viejo se me acercó y me reconoció, pero me saludó como si nada, como si me hubiera visto el día antes, cada día. Fui a buscar a los míos, a los pocos que quedaban. El encuentro fue emocionante, no sólo por tantos años, sino por sabernos vivos después de tanto sufrir: el que menos había estado en la cárcel no mucho menos tiempo que yo en el agujero, y le habían hecho de todo. Los antiguos compañeros eran hombres destrozados, restos humanos. Les habían hecho más daño que si los hubieran matado el primer día: les dieron cárcel, palizas. Les apartaron de todo, del trabajo, de sus casas, de lo poco que tenían. Los trataron durante años como apestados. Al final, ese mismo día, por la tarde, una pareja de guardias civiles, enterada por cualquiera, vino a casa y me llevó al cuartelillo. Pura rutina: comprobación de mi identidad, un par de hostias para que no me confiara, y una noche en el calabozo. Nada. Después de tanto tiempo, aquello era pura miga. Lo peor era en casa, con la familia. Imagínate: mis hijos, el chico tenía treinta y seis años, y el mayor se había ido, emigrado, a Cataluña. Ni me cono cían, claro. No era lo mismo tratarme por el agujero que ahora en persona. No había relación entre nosotros, éramos extraños. Con mi mujer más o menos. La primera noche, en la cama, con ella al lado, nos pusimos a llorar como tontos y así nos pasamos la noche entera. Luego, yo me sentía raro en todo lo que hacía. Los gestos más simples, los actos más cotidianos, todo era extraordinario, todo nuevo. El primer paseo por el campo, por la orilla del río. El primer vino en la taberna. El primer amanecer, la primera puesta de sol. El primer huevo frito. Tú no sabes lo que es un huevo frito, uno sólo, después de treinta años comiendo más que mal, fruta y verdura y poco más. Un huevo frito. Con la yema rojita, el pan mojado, los dedos manchados y te los chupas. Tú no te puedes hacer una idea.

»—¿Cree entonces que ha merecido la pena?

»—Estoy vivo, ¿no? Algo es algo. Otros no han tenido mi suerte. Si tu padre hubiera hecho lo mismo, y se hubiera escondido en lugar de correr pa’ la sierra, igual estaba vivo todavía. Aunque a él lo hubieran buscado más que a mí, porque él sí que era un buen pájaro, con la guerra que dio a más de uno, ¿verdad? Además de estar vivo, he tenido la suerte de sobrevivir al hijo puta más grande de todos los hijos puta que en el mundo han sido. Franco, claro. Cuando salí del hoyo, todavía tuve que esperar cinco años hasta que se murió. Pensaba que me moriría yo antes, y me angustiaba. Parecía que no se moriría nunca. Y se murió, el cabrón que en el infierno más hondo esté y bien que se queme. Y aquí estoy yo, ná más que esperando que me llegue la hora. Te diré una cosa: el agujero, ya lo has visto, está todavía como lo dejé al salir. Algunos días, aunque te parezca raro, me meto en él y paso la noche ahí metido. No sé por qué, pero lo hago. Todos tenemos manías, ¿no? Pues la mía es ese hoyo.»

Cuando consiguieron retirar por completo el armario de cocina —Santos y Ana empujaban, mientras la anciana Lola permanecía en una silla, encogida en llanto—, quedó al descubierto un boquete en la pared, un cuadrado abierto en el ladrillo, de poco más de medio metro de lado. Asomó entonces una cabeza pequeña, muy avejentada, de aspecto oscuro, barbirrucio, los ojos apretados ante la mínima luz de la cocina. Antes de que retiraran el armario, se observaba una separación de apenas quince centímetros entre éste y la pared, y a través de ese mínimo hueco se había comunicado la mujer con su marido durante años, y le había suministrado lo necesario. Santos arrancó algunos ladrillos que se deshacían en arcilla cansada, aunque resultaba innecesario, por cuanto el anciano era pequeño y magro, con los huesos marcados por todo el cuerpo. Ayudado por Santos, el hombre salió con dificultad, como si se fuera a quebrar en cualquier momento, todo él fragilidad. Al colocarlo en el suelo, mal se tenía en pie, y se sentó en una silla, junto a su mujer, que lejos de mostrar alegría continuaba llorando con la cara oculta entre las manos. El hombre, con las ropas consumidas y falto de un zapato, oliendo a cerrado y a sudor condensado, pasó una mano canija por la cabeza cenizosa de su mujer, para después toser con dureza, acostumbrado quizás al aire negro del interior, desbordado ahora de aire limpio.

—¿Está... Están seguros de que no hay peligro? —preguntó el hombre, desconfiado, con la escopeta apoyada en la pared junto a él—. ¿Y si vienen de repente? Nunca se sabe...

—Nadie va a venir —sentenció Santos.

—No sé... ¿Por qué está tan seguro de ello, joven? Esa puta guerra se cobró tantas vidas, ha crecido tanto el odio... Siempre hay alguien que...

—Escuche, Antonio —Santos se detuvo, miró con tristeza a Ana, que ya comprendía la situación. Miró también a la mujer, que se deshacía sin lágrimas. Sacó un cigarrillo antes de hablar. Ofreció uno a Antonio, que lo recibió con fuerte tos en las caladas. Habló entonces al hombre viejo, al topo inesperado: «Nadie va a venir a buscarle. Nadie. La guerra... La guerra terminó hace muchos, muchos años... Y Franco está muerto. Todo aquello ya pasó. Ahora no hay nada que temer, ¿entendido?»

—¿Qué dice? ¿De qué me habla? ¿Es eso cierto? —el hombre, atónito, abría los ojos al máximo. Levantó la barbilla de su mujer y le miró la cara, recorrida de llanto—. ¿Has oído eso, Lola? Todo acabó ya... No tenemos nada que temer... Ya no tendré que volver al agujero... Ahora viviremos tranquilos, los dos, para siempre.

El hombre, muy nervioso, abrazaba a su mujer con la poca fuerza que tenía y gemía de emoción, sonriendo a Santos, besando la frente de la anciana. Aún insistió a Santos, que intercambiaba con Ana miradas de desolación:

—¿Están seguros de lo que dicen? Esto es... Esto es lo más grande... Hay que celebrarlo, claro que sí... Pero bueno... ¿No está la gente del pueblo celebrándolo? No oigo la fiesta ahí fuera. ¿Es que no lo saben todavía? Lola, cariño, vámonos a la calle a celebrarlo... Quiero ver el sol, la gente, la calle —levantó a su mujer en brazos, ella escondía los ojos—. Vamos, palomita... Ya se acabó todo... A comenzar de nuevo la vida...

El hombre, eufórico, soltó a su mujer casi tirándola, estrechó la mano a Santos, besó a Ana como si fuera su hija, apretándola en los brazos con lágrimas de alegría, todo de un patetismo lúgubre, como un mal actor de una película barata. Tomó a su mujer de la mano y tiró de ella hacia fuera, hacia la calle donde, según gritaba, deberían estar ya todos celebrándolo, ellos tenían que ir también, era un día grande. La mujer se resistía, muda, pero era arrastrada por la euforia de su marido.

Al salir a la calle, el sol casi ausente hizo más soportable el desengaño. Las primeras sombras del lubricán hacían más fácil la primera visión del pueblo para el hombre, la desolación de las casas era levemente disimulada en el crepúsculo. Tirando de su mujer, se plantó en la mitad de la calle. Cegado por el mínimo sol, se tapó los ojos un instante, y poco a poco fue apartando la mano, abriendo los ojos despacio, con una sonrisa, mientras su mujer se arrodillaba y continuaba el llanto desde el suelo. El desengaño llegó pronto: donde esperaba encontrar una calle idéntica a la del recuerdo, alisada con grava y recorrida por naranjos como columnas, sólo vio un camino polvoriento, escombrado, sin más vegetación que los matojos que entraban y salían de las casas. Donde las casas blanquísimas, de cal como espejo, tan sólo los restos de las paredes, la piedra podrida, las vigas asomando como ramas sin fruto. Soltó la mano de la mujer, que se desplomó en el suelo sin peso. Dio unos pasos alrededor, mirando con ojos asustados tanta destrucción, sin entender nada, tal vez pensando que un último coletazo de la guerra terminada había asolado el pueblo segundos antes. Durante tantos años, él habría conservado una imagen que esperaba contrastar con la realidad. Para él, la sorpresa era como la de quien sale un momento del dormitorio y entra en el baño, y al volver al dormitorio, unos segundos después, todo está destruido, sin haber escuchado ruido alguno, sin aviso. Para él, los cuarenta años encerrado a oscuras habían sido como esos segundos: nada podía haber cambiado, no tenía sentido esa calle embarrada, esos tejados derrumbados, esa ausencia de vida alrededor. Miró a la puerta de su propia casa, ruinosa, donde estaban Santos y Ana, sobrecogidos, sin saber qué decir, sin poder contestar a las preguntas que el resucitado hacía sin hablar.

Fue entonces cuando el topo, atraído por un rumor recién iniciado, volvió la mirada hacia la iglesia, de donde comenzaban a salir las mujeres, viejas de negro, con los ojos arrasados de locura, tal como habían salido atropelladas para perseguir a Santos un día antes. Ana se refugió en la espalda de su compañero, abrazada a él, asustada al encontrar por fin a las mujeres, sus lutos desarrapados, la demencia evidente en cada gesto. Antonio, en medio de la calle, las miró sin comprender nada, como una pieza más del desorden total que le rodeaba. Las mujeres, al ver a su vecino regresado, de la misma forma que cuando vieron a Santos la primera vez, comenzaron a caminar deprisa, cojeando alguna, corriendo la que podía, hacia el hombre que, paralizado, las vería acercarse sin reconocer en ellas a sus antiguas vecinas, que le rodearían y le tocarían como dudando de su tangibilidad, hablando todas a la vez, gritando sus preguntas repetidas:

—Por fin llegasteis; estábamos ya algo preocupadas...

—Antonio, ¿y los demás hombres?

—No oímos llegar el camión...

—¿Fue todo bien?

—¿Volvisteis todos sin problemas?

—Tardabais, y ya nos temíamos lo peor...

—Rezábamos por que no os ocurriera nada...

—¿Y mi marido, Antonio? ¿Está ya en casa?

—... rezábamos y no nos enteramos cuando llegó el camión...

—... se cuentan tantas cosas horribles de la guerra en la provincia...

—... gracias a Dios habéis vuelto sin problema...

Girando sobre sus pies, Antonio, agobiado de las manos que le agarraban y de las voces idénticas, monótonas, miraría los ojos de las mujeres, sin encontrar mucho resto de las mujeres que conoció. Miraría entonces a su mujer, que seguía recogida en el suelo, temblando en el llanto, ocultando el rostro.

—Antonio, ¿y mi marido?

—¿Volvisteis en el camión? No escuchamos el motor y...

—¿Por qué tardasteis tanto, si sólo era un puente?

—¿No estaríais demasiado cerca de los combates?

—Nos dijeron que la guerra estaba más cerca y...

Algo más tarde, después de que las mujeres se hubieran tranquilizado y hubieran marchado a sus casas para preparar las cenas de sus maridos, padres e hijos que pensaban próximos en el regreso —porque la presencia de Antonio así lo indicaba, y él no se había marchado huyendo como Pedro/Santos el día antes, no—; Santos, Ana, el propio Antonio y su mujer estaban sentados en silencio en la cocina de la casa, con el agujero abierto frente al topo, como una invitación a regresar a la madriguera, que de escondite podría pasar a ser nicho definitivo. El topo fumaba en silencio, con la mandíbula sacudida de nervios y los ojos húmedos de rabia, de incomprensión. Su mujer, en una silla alejada, con las manos en el regazo y la cabeza agachada, sin expresión en los ojos, como si hubiera muerto o renunciado a la vida por unos minutos, mostraba a las claras que, a diferencia de lo que Santos pensó en un principio, ella no era ajena a la locura, con la salvedad de que su insania era de otro color, fruto del miedo a perder a su marido como tantas otras perdieron a los suyos.

—Ustedes no pueden entenderlo —comenzó Antonio con voz lastimosa—. Son tantos años encerrado... ¿En qué año estamos?

—En 1977 —respondió Santos, en voz baja.

—¿1977? Entonces son más años de los que creía... Son —el hombre hizo rápidas cuentas con los dedos de ambas manos—... Son cuarenta y un años metido en ese agujero... Cuarenta y un años sin esperanza —miró ahora directamente a su mujer, y llenó de reproche sus palabras—. Cuarenta y un años engañado... Escuchando las historias que ella me contaba... Escuchando historias de una vida que era mentira, que no existía en el pueblo... Contándome cada tarde una vida, una rutina, que era imposible en un pueblo abandonado como éste... Pero yo no sabía... Yo creía lo que ella me decía: me contaba cualquier chisme, que se inventaba, claro, ahora lo sé. Por las tardes, hasta ayer mismo, me decía que se iba a Lubrín a vender algunos huevos y comprar otras cosas, y ya ve usted, en verdad las cuatro horas que estaba fuera las pasaría qué sé yo, sentada en la puerta de la casa, mirando al campo, o con esa pandilla de locas que quedan vivas. Me decía que los guardias civiles paseaban por el pueblo, que entraban a veces en la casa y le preguntaban por mí... Cuarenta y un años de miedo, de pensar que en cualquier momento llega rían y me matarían, y a ella también por esconderme.

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