¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (27 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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—¿Pedro? —interrumpió Santos, recordando de repente a la primera mujer que encontró en Alcahaz, la que le sirvió la cena y murió en sus brazos: ella le había llamado así, Pedro, y debía de estar ahora, todavía, en la cama, muerta bajo el cielo, creyendo engañada que aún duerme en sus brazos, en los de Pedro regresado. La anciana siguió el relato, que de nuevo se fundía con la narración que Santos creaba en su mente.

«Pedro era el marido de Angelita, y era uno de los más lanzados de entre los hombres del pueblo. Se acercó a preguntar a los recién llegados:

»—Salud, compañeros —dijo levantando el puño, inocente—. ¿Qué se os ofrece?

»—¿Quién es el responsable de los hombres del pueblo? —preguntó uno de los milicianos, sin quitarse el cigarrillo de la boca, tosco en sus gestos.

»—Un servidor: Pedro Cienfuegos.

»—Bien, compañero Pedro: necesitamos hombres. Los rebeldes se están haciendo fuertes en el sur de la provincia... Ha venido un par de columnas desde Córdoba para ayudarnos. Pero hay un problema inesperado: los cuatro o cinco de Falange de Lubrín, que huyeron del pueblo cuando lo tomamos, están actuando por la provincia, montados en sus coches. Anoche, para impedir que lleguen los nuestros, volaron con dinamita un puente de paso en la carretera nacional. Ya comprenderás la situación, compañero: tenemos que reconstruir el puente o preparar un vado para que pasen los nuestros, y tiene que hacerse inmediatamente, para que nuestros compañeros puedan llegar pronto a la zona sur, antes de que lo hagan los africanos.

»—No hay más que decir, compañero. Tendrás todos los hombres que hagan falta. Estábamos esperando a que nos llegase el momento, qué mejor que éste.

»—¿Cuántos hombres hay que puedan coger una herramienta?

»—Unos cuarenta... Los más viejos están fuertes, y no quieren ser menos... Y si se trata sólo de reconstruir un puente, y no hay peligro, pueden venir algunos niños, que echarán también una mano.

»—Todos entonces... El paso tiene que estar listo antes de que anochezca.

»—¿A qué esperamos entonces? —sonrió Pedro, mientras los hombres del pueblo se iban acercando al camión.

»Pronto, decenas de hombres se movilizaban, trayendo herramientas quienes tenían alguna que sirviera (“las azadas no sirven”, advirtió un miliciano, “sólo picos y palas, quien tenga. Si no, ya tenemos nosotros herramientas”). Las mujeres, asustadas, en las puertas de las casas, mirábamos la procesión de hombres, ancianos, jóvenes, niños, que corrían de un lado para otro, abrazaban a las mujeres, pronunciaban palabras tranquilizadoras. Estábamos nerviosas. En principio no había peligro alguno, se trataba sólo de un puente. En verdad nos despedimos más preocupadas por el calor de aquel agosto, que no invitaba a trabajar todo el día en un puente sin sombra, que por el riesgo que no parecía existir.

»—¿Cómo te vas a llevar al niño? —preguntaba una mujer a su marido, que tenía al niño sobre los hombros, el pequeño reía divertido, aquello era como un juego, la madre no tenía motivo para esa mirada de preocupación.

»—¡Que sí, mujer, que no pasa nada! Que donde vamos no hay peligro... Además, éste está fuerte ya, y nos echará una buena mano. ¿Verdad, chiquitín?

»El hombre se alejó con el niño a hombros, y subió al camión, a la parte trasera, donde ya había entrado una veintena de hombres, maridos, padres, hijos, hermanos; todos subieron al camión, llenos de una ilusión nueva, prolongación de las emociones de los últimos meses. Por fin, con todos los hombres a bordo, el camión se puso en marcha, salió despacio por la calle central, hasta el camino, levantando polvo. Algunos perros corrieron un tramo tras el camión, ladrando a sus dueños que marchaban, mientras las mujeres, en la entrada del pueblo, quedamos congeladas en un gesto de despedida, algunas niñas lloraban porque querían ir también con sus padres o hermanos.»

La anciana quedó ahora callada un instante, respirando con dificultad, agotada. Ana había apagado el televisor y abierto la ventana: la luz del día mostraba el interior humilde de la casa, el rostro encogido de la madre, que siguió hablando, jadeando:

—Los hombres no regresaron esa tarde como esperábamos. Tampoco al día siguiente, ni al otro. Ninguno de los hombres regresó jamás. Estuvimos esperando una semana, negando que aquello hubiera sido una despedida definitiva, sin tener noticias, inventando excusas, que se había alargado el trabajo del puente y no tenían manera de decírnoslo, que había peligro y aguardaban a que éste pasara para regresar..., hasta que, en Lubrín, supimos que los habían matado, a todos. Pero nunca supimos con certeza más que eso, ni el lugar ni cómo murieron, nunca vimos sus cadáveres, ni sus tumbas. Nada. La muerte fue sólo un anuncio, una palabra, un mal sueño de agosto —la anciana quedó una vez más transida, recuperando algún rostro perdido en aquel verano, su padre, un hermano, tal vez un posible noviazgo aplazado para siempre por el inicio de la guerra, rostros todos que quedarían en algún lugar con la boca y los ojos llenos de tierra, cubiertos de la misma tierra que da frutos y se sacude con un latido repetido de tantos cadáveres que nadie sabe, que nadie (o casi nadie) recuerda ya.

—¿Y Mariñas? —preguntó Santos—. ¿Fue él responsable de aquello?

—Sí... Parece que él lo preparó todo: una trampa, unos falsos milicianos que eran en realidad pistoleros suyos, un puente que no existía, un fusilamiento en cualquier aparte de la carretera, nada más que eso. Una venganza contra el pueblo, por lo de la casa, por lo de Andrés, por lo de las tierras, por su propio odio que no sé de dónde sacaría: matar a todos los hombres, padres, maridos, hijos. Matar al pueblo. Pero sólo a los hombres; a las mujeres no: al principio pensé que por compasión, por algún escrúpulo. Después comprendí que no: era sólo una forma más de crueldad, abandonarnos con el recuerdo, con la esperanza de aquel día, sin saber.

La mujer quedó ahora suspendida en un tierno llanto, abrazada a su hija. Santos insistió, con la voz atorada en la garganta:

—¿Fue entonces cuando comenzó la...? Bueno... La espera... La desesperación —Santos intentó adjetivar lo que había visto en Alcahaz, la demencia de tantos años.

—Se refiere a la locura... Llámela por su nombre, no tema. Aquello no era desesperación, no sólo eso. Era locura, brutal e inacabable locura. Pero no comenzó entonces, sino algún tiempo después.

* * *

Llegamos en este capítulo a una de las piedras de toque de la novela. Como tantas narraciones sobre la guerra civil, ésta muestra un episodio de represión con el que se intenta representar la brutalidad de la guerra, en clave de denuncia. En este caso, la matanza de cuarenta hombres y niños de un mismo pueblo, Alcahaz. Bien. Matanzas similares hubo muchas. En algunas localidades andaluzas se contaron por cientos las viudas y huérfanos. La represión fue sistemática, incluso en pueblos donde no había habido combates ni incidentes «castigables». En algunos lugares hubo fusilamientos masivos durante toda la guerra y siguieron hasta los primeros años cuarenta. Son decenas de miles de asesinados en toda España. Se podrían escoger muchos ejemplos válidos en funciones representativas para una novela. Lo hemos visto en otras ficciones, donde se relatan hechos similares, con el mismo propósito
.

Sin embargo, muchas de esas novelas cojean en un punto: la explicación de las causas. Y eso es lo que le ocurre a esta novela. Para comprender la matanza, nos metemos en el terreno de las venganzas personales, el odio acumulado, el cainismo, el rencor, los ajustes de cuentas pendientes. Los hombres de Alcahaz no son asesinados por ser republicanos, ni comunistas, ni anarquistas, ni sindicalistas, ni de izquierda. Tampoco por haber apoyado a la República, ni por haber hecho una huelga, pedir trabajo o tierras. Son asesinados por una venganza personal, la de un cacique que busca castigar el incendio de su casa, la humillación sufrida. Grave error de tantos relatos sobre la guerra civil, y que enlaza con la peligrosa cita de Max Aub que antes comentamos
.

Porque, por supuesto, hubo en la guerra civil asesinatos por rencor, por cuentas pendientes. Muchos. Pero sobre todo hubo, desde el bando sublevado, una política de exterminio por motivos ideológicos, la decisión de eliminar físicamente al enemigo político. Explicar la represión en clave de venganza es una forma de exculpar, de rebajar responsabilidades, mediante la disolución de la responsabilidad principal (la de Franco y los suyos) en una multitud de pequeñas responsabilidades individuales, privadas. La guerra, la represión, como acumulación de rencores personales. Y no fue eso, no sólo eso, no principalmente eso. Pero siempre será más fácil, más cómodo, y más efectista, contar la guerra en términos de venganzas personales, de odio privado, antes que de políticas de exterminio, de fascismo, que eran también venganza, pero una venganza institucional, estatal, una «política de la venganza», en expresión de Paul Preston
.

El autor, además, cae en el esquematismo, el reduccionismo, el juego maniqueo. Opone, como tantos otros, el buenismo, la épica ilusionante, la emoción de los campesinos, idealistas, solidarios, justicieros —de hecho el autor se entusiasma al embellecer las ocupaciones de fincas, esos hombres trabajando una tierra dura «como una piel curtida de viejos animales». Los campesinos, dentro de ese tipismo zoológico, son muy campesinos, muy de época, y se llaman Pedro Cienfuegos, que es un nombre tan epónimo como el del guardia Ramiro
.

Como decíamos, opone esa idealización con la maldad sin fisuras del cacique Mariñas, que es una mala bestia que se recrea en su protervidad. Así, el relato del incidente en la fiesta, con la hija del tal Andrés, nos pinta, además de una escena previsible, un retrato de Mariñas que es tan malo malísimo que hasta sobreactúa en su maldad. Es un malo de película, de mala película. Lo que se dice un villano. Un terrorífico Barbazul que secuestra y viola a las niñas del pueblo. Un ogro que da miedo desde su castillo-mansión, donde organiza orgías para los potentados de la capital mientras esquilma y mata de hambre a los campesinos de sus tierras, de los que se cree el dueño. Un salvaje que gusta de «la carne fresca», que se encapricha de una niñita y se la lleva a su castillo, donde la degusta como un «preciado caldo». Un implacable villano que no mueve una ceja cuando le sorprenden en su villanía. Al contrario, se muestra chulesco, impasible, semidesnudo y descalzo, con la botella en la mano de la que ofrece un trago al ultrajado padre. Después se apoya en la barandilla, donde fuma altanero. Por último, ante el padre que busca limpiar su honor, el barbazulesco Mariñas desciende la escalera sonriente, y hasta se abrocha los puños de la camisa «sin preocupación». Por supuesto, no tiembla ante el cañón de una escopeta, y no tarda más de dos días en cobrarse la cabeza del osado campesino
.

Una vez más, el mal. No los intereses, no el enfrentamiento social, no el fanatismo ideológico. No, el mal. Nos quedamos más tranquilos pensando que hay hombres malos, malísimos, porque son identificables en su maldad, son descriptibles, son controlables, podemos imaginarlos. Es más fácil eso que concebir otro tipo de actitudes. Llegados a este punto, la novela se desprende de la posible carga política, y opta, como tantas novelas de tema guerra civil, por la vía sentimental, por la «humanización» del relato. Ya no es una cuestión de enfrentamiento entre progreso y reacción, entre revolución y fascismo, entre republicanos y franquistas. Ya es más una cuestión de hombres malos y hombres buenos, de un hombre lleno de odio que quiere vengarse
...

Por otra parte, continúa la insistencia del autor en «sugerirnos» que entre Santos y Ana hay asunto, por si no nos hemos dado cuenta de cómo se ha despertado la chispa del amor entre ambos. Así, nuestros protagonistas no dejan de magrearse, se agarran del brazo, se toman de la mano. Un hacer manitas que, por si nos ha pasado desapercibido en tanto que flirteo, nos es presentado como «tibio contacto de las dos manos en la oscuridad», o «mano templada que unos minutos antes estuvo entre los dedos de Santos, furtiva en la penumbra del pasillo». Le ha faltado describir el cosquilleo de toboganes que les da en la barriga cuando se cogen de la mano, y cuya omisión puede hacer que algún lector se despiste y piense que se dan la mano castamente
.

La madre de Ana es otro vodevilesco personaje, como lo es su casa, puro decorado teatral, en el que no falta un «chinero», mueble que ya apareció páginas atrás, al comentar la destrucción de Alcahaz. El chinero debe de ser un mueble que ya quemaba en el Moleskine del autor, que estaba deseando encontrar una casa antigua donde colocar su chinero, ahí bien plantado, con sus platos y sus porcelanas. La madre de Ana, como decíamos, se presenta vodevilesca, atolondrada y un poco sorda, más bien senil, pensando en los novios de su hija. Sin embargo, y previo detallismo psicológico (le brillan los ojos, le tiembla la boca), sufre una transformación, y la vieja gagá se lanza a narrar los sucesos de Alcahaz con envidiable pericia narrativa. No vale el truco fácil de decir que «el relato se fundía con la narración que Santos creaba en su mente», o que él añadía «los adjetivos, las palabras adecuadas...». El autor nos ha soltado una anciana relatora y ni se ha molestado en caracterizarla en su habla, para qué. Como mucho, obliga a la señora a decir «detenieron», para que no olvidemos que es vieja, pobre y de pueblo
.

III

«Fue muy duro, imagínese: de un día para otro pierdes a tus seres queridos, tu padre, tu hermano, quizás tu marido o tu novio, un hijo. Y ni siquiera lo sabes con certeza, te lo dicen pero tú puedes elegir entre creerlo o no creerlo, ya que no hay una tumba donde llorar y dejar flores, no hay cadáver que velar, no hay pruebas ni certificado médico. Nada. Sólo la muerte contada, alguien que en Lubrín comenta, sin intención, “dicen por ahí que mataron a todos los hombres de Alcahaz, junto al viejo cementerio”. Yo estuve allí, en el viejo cementerio de la carretera. Y no encontré nada: ni una tumba, ni restos de sangre, de ropa, de algo. Sólo, en una de las paredes, algunos agujeros en la piedra hechos por lo que podía ser el impacto de una bala. Pero podía no serlo. En la sede de la CNT no sabían nada, ellos no habían mandado ningún camión ni sabían nada de ningún puente. Nadie podía demostrarnos que habían muerto, que no volverían ya, que aquella despedida inocente fue un adiós para siempre. Como tampoco podían demostrarnos que estaban vivos. En esa situación, entiéndalo, es fácil la locura. No como una forma de desesperanza, sino todo lo contrario: la locura como esperanza, como ilusión: entregarte a una locura en la que sigas pensando que los hombres volverán hoy o mañana a más tardar, porque hay tantas pruebas de que estén vivos como de que hayan muerto. ¿Entiende?»

(la anciana se frotó los ojos con un pañuelo, un gesto acostumbrado, porque ni lágrimas le quedaban. Llevaban más de dos horas metidos en aquel salón; ella hablaba, Ana y Santos escuchaban.)

«Al principio intentamos sobreponernos, qué remedio, aceptar la pérdida de los queridos. Resignarnos y continuar la vida, sacar adelante el pueblo, nuestros hogares, las hijas, lo poco que quedase. Lo más sensato hubiera sido marcharnos de Alcahaz en ese momento, aunque no tuviésemos dónde ir. Pero decidimos quedarnos a pesar de todo, tal vez respondiendo —aunque nadie lo confesaba— a un último latido de esperanza, de que todo hubiese sido un error, de que volverían pronto los que marcharon en el camión. Así pasamos varios meses, llenas de tristeza, claro, pero enteras, nos creíamos fuertes, nos apoyábamos unas en las otras, llorábamos a escondidas para que las demás no se contagiasen de la pena, evitábamos cualquier referencia a los hombres, hablar de lo ocurrido, aunque a solas cada una pasaba, pasábamos, nuestro particular hundimiento. Era terrible, tenías que presentarte fuerte, llena de vida, porque el desfallecimiento de una traería el de las demás, en cadena. El luto era la única señal de nuestra condición de viudas y huérfanas. Seguimos trabajando como toda la vida, sacamos adelante la cosecha de ese año, la vendimos en el pueblo. Las tierras seguían siendo nuestras porque Mariñas no volvió ya, no sé bien por qué, no por miedo ni vergüenza, estaría más ocupado en su guerra. La guerra. La guerra no llegaba a Alcahaz, estábamos apartadas de todo. En todo el tiempo que duró, lo más que llegó la guerra allí fue en forma de aquel condenado camión. Por lo demás, en Lubrín, cuando íbamos a vender lo poco que teníamos que vender, se escuchaban algunos comentarios, noticias exageradas, pero de una guerra que no era nuestra, que podía estar sucediendo en cualquier país, no en el nuestro, nunca en Alcahaz, que ya había sido destruido de alguna manera. Así pasaron varios meses hasta que, al final del invierno, llegó la locura. No crea, no llegó como un viento de tormenta, fuerte, no. Fue algo pausado, con el tiempo, lenta e imparable, como una peste desconocida o una crecida de río que lo fue inundando todo sin remedio.

»Al principio, en los primeros días, la locura era difícil de entender como tal, porque se confundía con la desesperación, con la tristeza que todas guardábamos. El que alguna mujer desvariase en un momento dado no tenía el mayor misterio: qué se puede esperar de alguien que lo ha perdido todo sin esperarlo, que se ha quedado sola en el mundo, con suerte le queda una hija, o nadie, como era mi caso. Yo era joven, tenía poco más de veinte años, y sólo tenía en el mundo a mi padre, y se lo llevó el camión, la guerra mentirosa, la muerte. La locura, decía, llegó despacito, pequeña, confundida en la tristeza, escondida en las formas de engaño que practicábamos para sobrevivir. Usted sabe cómo es la gente. Como decía mi pobre marido, que no era tonto y sabía hablar bien: todo el mundo intenta engañarse para vivir, todos nos inventamos una realidad propia frente a un mundo que no podemos soportar. Así fue como llegó la locura, en el momento en que alguna mujer, destrozada, no supo —o no quiso— diferenciar el ensueño de la realidad, el pasado del presente, la ilusión de la mentira. Algún día, dos mujeres del pueblo —tal vez yo era una de ellas, no importa— caminábamos por la calle central, con los cestos para ir al trabajo de la mañana, y nos deteníamos en la puerta de la casa de otra mujer, con la que íbamos juntas todas las mañanas a lo del campo:

(de nuevo, la narración era tamizada al gusto de Santos, que la recordaría tiempo después no con las palabras exactas de la anciana, sino con un discurso más complejo, la memoria no precisa de exactitudes:)

»—¡Angelita! —grité yo desde la puerta, hacia el interior de la casa de Angelita, la de Pedro. Repetí el grito de llamada un par de veces, sin obtener respuesta alguna.

»—Deja; se habrá ido ya a lo de las gallinas —dijo la otra mujer, comenzando a andar, alejándose de la casa sin respuesta.

»—Ve tú pa’lante, que ahora te alcanzo —respondí, y entré en la casa de Angelita mientras la otra se marchaba al corral. El interior estaba entreverado de sol y sombra, perfumado acaso de flores silvestres, ese olor fresco de las casas de pueblo (y Santos, al escuchar el relato, no podría evitar recordar la casa de Angelita, la mujer que le confundió con el marido marchado y murió en sus brazos, la casa como él la había conocido cuarenta años después, nada de frescor, todo abandonado y derruido). Una vez dentro, en el zaguán, dejé el cesto en el suelo y avancé por el pasillo, hasta cruzar el primer patio de geranios. Del fondo de la casa, recibí con el aire el tono familiar de una copla cantada con delicadeza,
ojos verdes, verdes como el trigo verde y el verde, verde limón
, y seguí andando hasta cruzar el segundo patio, atraída ahora sí por la canción, hacía tantos meses que no se escuchaba una canción en Alcahaz, tantos meses de luto como mordaza,
y el verde, verde limón
, hasta llegar a la cocina, donde la canción en voz de mujer se confundiría en el aire con el olor pegajoso de la miel caliente, del pan frito en la sartén. Angelita, ajena a mi llegada, cocinaba mientras canturreaba con alegría,
verdes como el trigo verde
, la estrofa repetida.

»—Ángela... —murmuré, sorprendida por la jovialidad de mi amiga.

»—Ay, mujer —exclamó la cocinera cantante, sin perder la sonrisa—, que no te había sentido entrar...

»—¿Estás bien, Ángela?

»—Claro, hija, qué preguntas —dijo Ángela, limpiándose las manos en el delantal, levantando una pequeña nube de harina al sacudirse.

»—¿No vienes al campo hoy? —pregunté con gravedad, contrariada todavía por la actitud de Ángela. El hecho de que disimuláramos nuestra pena no quiere decir que dejáramos espacio para la alegría, que estaba desterrada del pueblo para siempre. De ahí mi sorpresa al ver a Ángela sonreír y cantar como nadie lo había hecho en Alcahaz en tantos meses.

»—Si te esperas un poco, igual voy —dijo la interpelada, chupándose un dedo pegajoso de azúcar—. En ná que termine estos pestiños, voy... Es que los quiero dejar ya hechos, para que estén fríos a la tarde, cuando vuelvan...

»—Cuando vuelvan —dije sin entender—: ¿Cuándo vuelva quién?

»—Ay, hija, qué preguntas —rio la cocinera, mientras amasaba un pestiño en la tabla—. Pues quién va a ser, los hombres —a continuación, me sonrió en complicidad y susurró como una confidencia: “Es que a Pedro le encantan los pestiños, ¿sabes? Le vuelven loco...”

»Quedé entonces unos segundos paralizada, muda, mirando a la mujer sin entender, la hilera de pestiños sobre la mesa, el aceite hirviendo en el fuego, Ángela iniciando de nuevo una copla en media voz, sonriendo,
era hermoso y rubio como la cerveza
, hasta que reaccioné, aún sin comprender: “¿De qué estás hablando?”

»—Que le gustan los pestiños... ¿Qué tiene eso de malo? —protestó Ángela, inocente, al tiempo que echaba trozos de masa al aceite chisporroteante.

»—¿Qué te pasa a ti ahora? —pregunté, tomando de los hombros a mi amiga y sacudiéndola con violencia, provocando la caída de un frasco de azúcar al suelo.

»—Ay, hija, a ti sí que te pasa algo —dijo Ángela, que se soltó y recogió el frasco del suelo—. “Ya me dirás; pues no estás tú hoy tonta ni ná, Amparo...”

»—Ángela... Los hombres... Tú sabes —comencé, sin saber qué decir, temerosa de la dureza de mis palabras, moderándome—: Tú sabes que Pedro no regresará...

»—No regresará a tiempo, bueno —me interrumpió Ángela—. Si no les da tiempo de terminar el puente hoy, llegarán mañana... No importa, los pestiños están más ricos de un día pa’ otro, ¿verdad?

»Ante esto, y prefiriendo no entender lo que sucedía, queriendo pensar que era sólo un trastorno pasajero, un mal despertar que sería olvidado a la tarde, salí de la casa acompañada por un estremecimiento, como huyendo de la primera locura, dejando atrás a la mujer que, consciente o no, arrastraba su copla repetida.

»Fue así como comenzó todo. Casi sin darnos cuenta, sin evitarlo: primero era alguna mujer que hablaba de los hombres como si estuviesen vivos y no tardarían en llegar, y las demás mujeres, por seguirle la corriente, no nos atreveríamos a contrariar a la delirante, convencidas nosotras —las sanas, por así decirlo— de que todo era algo transitorio, un síntoma más de normalización, que todo terminaría bien y saldríamos adelante. Poco a poco, otras mujeres, acaso las más débiles, las más desesperanzadas, que parecían seguir la corriente a las más locas, fueron asumiendo a su vez los mismos comportamientos, hasta hacerlos suyos, como contagiadas de la misma locura, una tras otra.

»Cada tarde, a la vuelta de las tareas del campo y los animales, íbamos todas a misa. A pesar de la fiebre revolucionaria que trajeron los hombres —y que se los llevó—, las mujeres nunca perdimos el hábito de ir a misa, más por costumbre o superstición que por sentimiento religioso. Después de la pérdida de los hombres, la misa quedó más justificada, como una forma de encontrarnos con los seres perdidos, de rezar por ellos, recogidas en silencio —y cada una, en nuestro interior endurecido, rezaríamos por su regreso, como una última esperanza de que alguno de ellos, acaso nuestro hombre, hubiera quedado vivo y estuviera en una cárcel hasta el final de la guerra, no habíamos visto sus cadáveres, teníamos derecho a esa tenue esperanza, cada día más imposible. En la iglesia, pequeña como era, no había párroco, pero cada tarde venía un cura desde Lubrín para dar la misa, a la que asistíamos todas las mujeres. Alguna tarde, días después de conocer lo de Angelita, salíamos todas después de la misa, enlutadas de forma uniforme, en silencio. Cuando yo salía, escuché cómo Luisa, la ya viuda de Paulino, hablaba con su hija pequeña:

»—Madre, me voy donde las vacas, con la Pili —gritó la niña al alejarse, a lo que la madre respondió:

»—Pero no tardes, hija: vente pronto para casa, que padre llegará en seguida.

»La niña se alejó a la carrera y yo, que había escuchado la conversación de la madre, me acerqué. No estaba muy extrañada, por cuanto la niña era pequeña y probablemente no supiera nada de la muerte de su padre, de todos los hombres, pues muchas mujeres que tenían hijas pequeñas optaron por no decir nada a las huérfanas, ocultarles la tragedia hasta que tuvieran edad para comprender tamaño disparate. No obstante, suspicaz, pregunté:

»—¿Por qué le has dicho eso a la niña?

»—Porque luego Paulino se enfada si la niña está fuera de casa tan tarde —respondió ella con naturalidad, lo cual me hizo comprender que Angelita, la de Pedro, ya no estaba sola en su demencia y sus coplas de ilusión.

»—Tú sabes que Paulino no volverá hoy —dije, apretándole los dedos en el brazo.

»—Ay, no sé... Decían que antes de la noche... Pero es verdad, igual no lo terminan hoy y tienen que quedarse en el puente hasta mañana... Mientras no les pase ná...

»—No volverán —dije, encogida de tristeza, por la locura de la mujer pero también por el recuerdo de los hombres—. Tú sabes que ellos...

»—Ay, mujer, qué mosca te ha picado a ti ahora —protestó la mujer, apartándose de mí, indignada—. Pues anda que estás tú buena... ¿No ves que no es ná más que un puente? Sólo eso. Ni siquiera están cerca del frente, no puede pasarles nada. Si tú estás preocupada, por lo menos cállate y no nos metas el miedo a las demás en el cuerpo.

»Luisa se alejó, irritada, y yo quedé junto a la puerta de la iglesia, conteniendo el llanto. Las demás vecinas iban saliendo del templo, pasaban junto a mí rozándome apenas, tal vez llevaban ya la locura prendida en sus lutos. El cura, un hombre bastante mayor, salió de la iglesia empujando la bicicleta con la que seguía viniendo de Lubrín cada tarde a pesar de la guerra y las amenazas de los anarquistas. Tenía una pesada bicicleta de hierro, en la que pedaleaba con la sotana remangada, sin pudor por sus piernas blancas y canijas. Me acerqué a él, necesitaba hablar, contarle a alguien lo que sabía:

»—Padre, perdone... Quería hablarle, es importante.

»—Dime, hija —sin detenerse, hablamos caminando por la calle, él empujando la bicicleta con prisa, por cuanto tenía que estar de vuelta en Lubrín para la misa de las ocho.

»—Verá usted... Están pasando cosas extrañas en el pueblo —comencé yo, sin saber muy bien cómo explicar algo de lo que no estaba muy segura—: algunas mujeres... Bueno, se comportan de forma.. No sé cómo explicárselo, padre... Dicen cosas que... Se comportan como si... Los hombres...

»—Hija mía —dijo él, apoyado en el sillín de la bicicleta—. ¿De qué te extrañas? Lo que ha ocurrido en este pueblo es terrible: de la noche a la mañana, todos los hombres desaparecen... Eso es muy difícil de asumir. Estas mujeres, todas, están destrozadas... Perdona... Quiero decir estáis, porque sé que tú también estás destrozada por la pérdida de tu padre, ese buen hombre que no hizo mal a nadie. Pero tú eres fuerte, hija, y te has sobrepuesto a la desgracia muy rápidamente... Eso es admirable, aunque sé que por dentro sigues hundida, es natural. No te extrañe que estas mujeres sufran aún... Es natural, tienes que tener paciencia. Pasará mucho tiempo antes de que la normalidad vuelva a este pueblo, si es que alguna vez vuelve. Mientras eso no ocurra, tienes que ayudar a las demás, hija mía.

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