Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
—No lo entiendo —Ana recuperó la mano, creando distancia—. Debe de ser un error... Será otro pueblo, una coincidencia. Los cuentos de mi madre no...
—Su madre ha estado allí —afirmó Santos, rotundo.
—¿En Alcahaz? —dudó ella.
—Sí; ella ha estado allí, seguro, por eso lo conoce. ¿De dónde es su madre?
—Bueno, en realidad no lo sé seguro... Nació en el campo, en una casa de labranza, por la sierra, pero se vino de joven a Lubrín...
—Su madre conoce Alcahaz. Estuvo allí, tal vez vivió incluso allí. Y se marchó. Por eso le contó el cuento, a partir de aquella realidad.
—Perdone, pero esto tiene poco sentido. Compréndame... Aparece usted, sin conocernos siquiera... De forma tan accidental... Y me cuenta esta historia de un pueblo que se llama también Alcahaz, en el que hay mujeres que están locas y hombres y no sé qué más. Estoy un poco confundida, no entiendo que...
—Su madre —interrumpió Santos, que veía una salida—. Ella... ¿Vive todavía?
—Sí... Ya le dije que vivo aún con ella...
* * *
Pues nada, que otra vez se nos había dormido el angelito. Lo dicho, un caso clínico de narcolepsia, no hacen falta más pruebas. Desde que llegó a la comarca se ha ido quedando dormido por los rincones, y ahora se nos vuelve a quedar frito en el coche, y encima sueña, vaya si sueña. No recuerdo ahora quién dijo que lo de contar sueños en una novela era algo que nunca debía hacerse, un error típico a evitar. En este caso, el autor utiliza la treta fácil del sueño, de la duermevela, para, tras una ya cansina digresión a vueltas de nuevo con la matraca del sueño y la realidad —otra vez la «mecánica onírica», esta vez con toques esotéricos, pues insinúa que tal vez hasta el futuro aparece en los sueños—, insertar bajo apariencia de sueño un descarado flashback, de una explicitud informativa demasiado obvia
.
En una novela deberían estar prohibidos dos verbos: soñar y pensar. Es el recurso más socorrido para el autor que quiere introducir información por la vía rápida: hace que el personaje sueñe, o hace que piense casi en voz alta, de manera que cuando un personaje, como el nuestro, piensa algo, simplemente busca que el lector lo piense a su vez; o cuando de repente recuerda algo, es una forma simple de recordárselo de paso al lector, por si se despista
.
Después, una vez de vuelta a Lubrín, a ese sur indolente donde el conserje del ayuntamiento duerme a pierna suelta ya desde las nueve de la mañana (ni se despierta cuando Santos es arrastrado hasta la calle) y los funcionarios siguen de tertulia, y donde los guardias civiles son muy guardias civiles, se llaman Ramiro y tienen rasgos lombrosianos (cabeza chata, nariz rotunda, bigote corto y, por si fuera poco, caminar «algo zambo»). Una vez de vuelta a Lubrín, como decíamos, se produce el gran encuentro tan esperado, en el que el voltaje de la novela subirá varios grados. Ya lo avisamos capítulos atrás, que era inminente. Y por fin está aquí: ella
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En efecto, el ángel redentor hace entrada en escena. Una mujer madura y atractiva, liberada e independiente —lo cual se manifiesta en ese toque canalla de quien se toma una ginebra a las nueve de la mañana, ahí es nada—, que cual enviado del cielo rescata a nuestro hombre, no sólo del percance sufrido, sino de su vida toda, de sí mismo, del dolor del mundo, de su pasado. Parece que la mujer en la novela española, cuando no recibe un protagonismo en clave «literatura femenina», es a menudo reducida a un papel secundario y funcional, mera comparsa. En este caso, como en tantos, es la sanadora y el amor que ya no se esperaba encontrar. Es el momento en que los autores introducen el factor «romance», la historia de amor que no puede faltar en ninguna novela, y que en un relato de viaje personal como éste sólo puede tener un componente de liberación
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Como si la mera mención a un personaje femenino no bastase para que cualquier lector, habituado a estas convenciones narrativas, atase cabos y adivinase el inminente romance, nuestro autor insiste en dejarnos algunos elementos que apuntan al flechazo fatal: así, tras las miradas de complicidad de la cafetería, nuestro ángel redentor salva al agredido Santos, le toca la frente mientras está en el suelo, le coloca el cuello de la camisa, lo levanta, lo lleva del brazo hasta su casa, le cura la nariz, le limpia la sangre, le sujeta la cabeza hundiéndole los dedos en la nuca, le acaricia la nariz, le aprieta la mano, mantiene con él un diálogo de coqueteo, un «juego de seducción», se buscan los ojos... El autor parece relamerse en estas páginas, con prisa por ofrecernos unas escenitas de amor (incluso eróticas, horror), y así nos va ambientando con tanto detalle, para que todos nos demos cuenta ya de que aquí hay «tomate». Se comprueba una vez más que en una ficción no pueden cruzarse un hombre y una mujer sin enamorarse. Pues eso, que el flechazo está servido, aunque sea un plato un tanto precocinado y pasado por el microondas
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Al entrar en la casa de la madre de Ana —una construcción no muy antigua, típica de aquellas tierras, con tejado bajo y un gran patio de geranios y gitanillas en el centro—, la oscuridad del pasillo —todas las ventanas cerradas con celosía— les veló la mirada, viniendo como venían con los ojos llenos de sol. Santos buscó, por instinto, el brazo cercano de Ana, y ella le tomó de la mano hasta entrar en una habitación, tibio contacto de las dos manos en la oscuridad. Pasaron a un salón también en penumbra, tan sólo iluminado por la luz irreal de un televisor encendido, que calcaba de gris la estancia, los muebles: una mesa camilla en el centro, un par de sillones de orejera, un aparador, un chinero vacío y macetas por todas partes. En una mecedora en el centro, como un mueble más, inmóvil, la madre, anciana y pequeña, con la cara pintada de la luz azulina del televisor, los ojos cerrados en sueño. El televisor, sin sonido, mostraba imágenes de cualquier película antigua.
—Madre —susurró Ana, acariciando el pelo recogido de la anciana—. Madre... Se ha quedado dormida —dijo a Santos, en baja voz—. Se sienta frente al televisor y se hipnotiza... Siempre se acaba durmiendo... En verdad no le interesan los programas, apenas los escucha, sólo le gusta ver a la gente moverse ahí dentro, como ella dice.
—¿Qué pasa? —habló fastidiada la madre, llegada desde el sueño, mirando a Santos sin mucha extrañeza, como si su presencia en el salón fuese una continuación del sueño interrumpido.
—Madre... Este hombre es Julián Santos.
—Sí, Julián Santos —dijo la madre, natural—; claro que me acuerdo de él... ¿Cómo estás, hijo?
—Bien, señora, gracias —sonrió Santos al despiste de la mujer.
—Madre; usted no lo conoce... Julián acaba de llegar al pueblo.
—¿Es de la provincia? —preguntó la anciana, que miraba ahora con desconfianza a Santos, y se colocó unas pequeñas gafas para escrutarlo.
—No, madre; viene de Madrid.
—De Madrid... —la mujer hizo una señal a Ana para que se acercara, y le susurró al oído, aunque pudo oírlo Santos: «¿Es tu novio? Está muy canijo, verdad...»
—No, madre. Es sólo un amigo... Quiere preguntarle algo.
—Siéntese, joven; no se quede ahí de pie.
—Gracias, señora —respondió cortés Santos, mientras se sentaba en un sillón, a la derecha de la madre.
—Es muy educado —dijo la mujer en baja voz—: ¿De verdad no es tu novio, niña? —Ana hizo una señal a su madre para que guardara silencio y escuchara a Santos. Éste comenzó:
—Escuche, señora... Quería saber... Preguntarle algo —dudaba cómo iniciar su difícil pesquisa.
—Ande, no tenga tanto misterio —intervino la madre—. ¿Quiere usted casarse con mi hija? ¿Es eso lo que quiere decirme? No le dé vergüenza, joven, ande —Ana miró a su madre con dulzura, y sonrió después a Santos, que entendió la con fusión.
—No, no es eso. Quería saber si usted conoce un pueblo... Se llama Alcahaz... ¿Lo conoce? —Santos fue directo, sin rodeos, y parpadeó a continuación con lentitud, como si no quisiera ver la sorpresa de la mujer al escuchar ese nombre. La anciana quedó un momento callada, escondiendo su estremecimiento, aunque dejó escapar un leve brillo en sus ojos que para Santos fueron, en esos momentos, unos ojos manchados de la misma angustia que la mirada de las mujeres de Alcahaz, las que lo vieron marchar sin remedio. No obstante, la madre se mostró serena:
—¿Alcahaz? Sí, claro... El de los cuentos... ¿Te acuerdas, hija?... A mi Anita, cuando era niña, le asustaban mucho esas historias de...
—No hablo de cuentos, señora —se sorprendió Santos de su tono seco, recto—. Alcahaz existe, ¿verdad?
—No le entiendo, joven, ¿qué quiere decir?
—Yo he estado en Alcahaz... Ayer mismo.
La madre quedó, ahora sí, sobrecogida, con la palabra detenida en el borde de la boca, quizás una negación, tal vez un grito o una risa loca. Ana miró a Santos, temerosa del imprevisto daño que sus palabras provocaran en la anciana mujer, a la que los ojos se le iban poblando de llanto, la boca le temblaba ligeramente.
—¿Qué ocurre, madre? ¿Conoce usted Alcahaz? —Ana se agachó junto a la mecedora de la madre.
—Ese pueblo... No existe... No existió nunca... Nos lo inventamos —su voz era apagada, floja.
—Sí existe. Yo he estado allí —afirmó Santos, incapaz de mostrarse prudente, decidido a que Alcahaz no fuera negado ni una sola vez más ante él.
—Díselo tú, hija —imploró la madre, tomando la mano de su hija, la mano templada que unos minutos antes estuvo entre los dedos de Santos, furtiva en la penumbra del pasillo. «Cuéntale lo de los cuentos que yo te contaba cuando eras niña... Ese...»
—Yo he estado en Alcahaz, señora —insistió Santos, mirando al fondo de los ojos grises de la mujer, donde se adivinaba un pellizco de miedo—. Alcahaz existe: tiene una calle central ancha, con casas pequeñas y blancas a ambos lados... Y una iglesia al fondo, pequeña, de ladrillo. Detrás de la iglesia hay unas pocas casas en semicírculo, y una fuente de bomba.
—No existe, no existe, es mentira —lívida, la madre apretaba la mano de su hija.
—Alcahaz existe... Y las mujeres de negro... Usted lo sabe, porque estuvo allí, ¿verdad?
La anciana se levantó, más ágil de lo que parecía por sus años y su cuerpo encogido. Salió deprisa del salón y se perdió en la penumbra caliente del pasillo. Ana, entristecida de repente, encendió un cigarrillo y miró a Santos, que intentaba una disculpa: «Perdone... No quería provocar una situación así... Yo...» Ana le hizo una señal con la mano para que no insistiera, todo estaba bien, sólo que su madre estaba un poco cansada, se había excitado demasiado al hablar. La madre regresó, un minuto después, enjugándose las primeras lágrimas en un pañuelo doblado. Quedó de pie junto a Santos, y le ofreció un papel con la mano temblona, un papel que Santos tomó y acercó a la luz plomiza del televisor. Reconoció al momento la fotografía, más desgastada que la que él guardaba en la cartera: Gonzalo Mariñas, joven y elegante, montado en el caballo, con el sombrero campesino ladeado, y a su alrededor una treintena de hombres, muy juntos, los niños entre las piernas, apretados para salir en la fotografía, con esa expresión de superstición en la mirada, común a los que eran fotografiados por primera vez, supersticiones que decían que la cámara te roba el alma en cada retrato. Santos sacó de su cartera la fotografía que traía de Madrid, la encontrada en un libro de la biblioteca de Mariñas, y que era idéntica a la que trajo la anciana. La comparó a la luz y se la ofreció entonces a la señora, que se colocó las gafas y la miró sin sorpresa.
—No es extraño —dijo ella, más tranquila ahora—. Mariñas traía un fotógrafo de la capital un par de veces al año, hacía retratos a todos los hombres del pueblo y después regalaba uno a cada familia. Debe haber muchas como ésa, si es que alguien las conservó.
—Gonzalo Mariñas vivió en aquel pueblo, en Alcahaz, ¿no?
—No exactamente —la madre se sentó de vuelta a la mecedora y habló sin temblor ya—; Mariñas era dueño de casi todas las tierras de la zona... Y tenía una casa grande en el pueblo, en Alcahaz, una casa de patios y salones como todavía no he visto otra igual. Pero iba poco por allí... Mientras vivió su padre fue distinto, porque don Miguel no era malo en verdad, y sí vivía algunas temporadas en aquella casa, con su hija, una muchacha encantadora, preciosa, que se hacía querer. Entonces, también Gonzalo se portaba bien... Era cuando nos hacía las fotografías esas, y organizaba verbenas en el pueblo, al final de la cosecha... Después murió don Miguel, y la hija se marchó para no volver. Gonzalo, que lo heredaba todo, se marchó también de aquella casa, a vivir a Granada, creo, y a otras casas que tenía en la región. Descuidó las tierras por completo, pero eso sí, no se olvidaba de cobrarnos por cultivar en ellas... Se creía dueño no sólo de las tierras, sino del pueblo entero, de las gentes. Varias veces al año venía a la casa del padre, deshabitada aunque cuidada por dos guardeses. Venía con gente de la capital, de Sevilla incluso; gente importante, a lo que parece, con coches grandes y trajes de mucha pluma, ya me entiende. Hacían fiestas en la casa durante dos o tres noches, con música que llenaba el pueblo entero. Después se marchaban y ya no volvían hasta muchos meses después, para una nueva fiesta. Así fue hasta cuando la guerra, bueno, hasta un poco antes de la guerra, cuando lo de Andrés y la niña.
—¿Qué pasó entonces? —Santos se había sentado, también Ana, y escuchaban el relato de la madre.
—Ya le he dicho que se creía el dueño del pueblo... Y de la gente... Creía que éramos propiedad suya, como los olivares, las cosechas o la ermita que construyó su padre; pensaba que podía utilizarnos a su antojo.
La anciana inició en ese momento, con tono cansino, un relato amplio de lo sucedido en aquellos años, probablemente en 1934 o 1935, cuando lo de Andrés y la niña, había dicho como adelanto. Santos, mientras escuchaba, relacionaba lo narrado con lo ya conocido de Alcahaz, recuperando ahora las casas, la calle del pueblo, los nombres que escuchó; de forma que no atendía a palabras ni a frases, sino que iba reconstruyendo la historia mentalmente a medida que era narrada, como en un nuevo sueño. La mujer hablaba de forma sucinta, parca en detalles, y era Santos el que, en su imaginación, añadía al relato los adjetivos, las palabras adecuadas, las casas, la sierra como decorado de fondo, la campana de la iglesia sonando a ratos.
«Cuando Andrés entró aquella noche en su casa, una de las primeras del pueblo, su mujer, joven y algo gruesa desde el último parto del que no se recuperó —y de eso hacía ya casi trece años—, cortaba verduras en un cubo que sujetaba sobre las rodillas, sentada junto al fuego, única luz que repartía sombras por la estancia. Andrés, como una sombra más, entró en la sala con los ojos preocupados. Era un hombre ya maduro, de construcción fuerte, los hombros recios aunque algo encogidos, la piel soleada de campo, las manos nerviosas, de dedos largos que siempre tenían que sujetar algo, un cigarrillo liado, una herramienta, un terrón de campo, unas habas que masticar.
»—¿La has encontrado? —preguntó la mujer, soltando el cuchillo y las verduras.
»—No... Nadie la ha visto en toda la tarde —respondió Andrés, mientras abría una alacena de la que sacó una vieja escopeta, de cachas plateadas aunque ya sucias. Se llenó los bolsillos de cartuchos rojos, y puso dos en el cargador del arma, que crujió con un chasquido de oscuros presagios.
»—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó ella asustada, sabiendo lo que iba a ocurrir, preguntando sólo como una única esperanza de influir sobre su marido, para que dejara el arma y se sentara junto al fuego a esperar, aunque no hubiera nada que esperar.
»—¿Tú qué crees? —preguntó él, colgándose la escopeta del hombro—. Voy a la casa, a por ese cabrón de Mariñas.
»—¿Crees que él...?
»—¿Quién sino? Ese malnacido le tenía el ojo echado a la niña desde que era pequeña, le gusta la carne fresca, el hijo de mil putas... Tenía que haberme dado cuenta antes... Hoy tiene una fiesta, con gente de la capital.
»—Pero la niña no iría allí, con esa gente que... —susurró la mujer, invocando la inocencia de la niña, el cuerpo pequeño, ya casi de mujer, a falta de un hervor más.
»—Claro que no... Pero se la ha llevado a la fuerza, ese hijo de perra —dijo él, mientras salía de la casa.
»—Pero no puedes presentarte así —dijo ella para nadie, ya su marido marchado.
»De la casa de Mariñas, al fondo del pueblo, tras las últimas construcciones, nacía la música de una pequeña orquesta venida de la capital, suficiente para llenar el pueblo con polcas de ritmo conocido. De todas las ventanas en la planta baja salía luz, y a través de los cristales empañados de respiración se adivinaban perfiles de bailantes, mujeres borrachas, hombres cojeando de alcohol, risas y voces al compás de la música, que se confundían en el exterior con la lluvia que, repentina, levantaba con goterones gordos el polvo de las calles y repicaba como dedos nerviosos en el techo de los automóviles aparcados alrededor. Cuando Andrés entró en la casa —la ropa y la barba empapadas, la escopeta en la mano, brillante de lluvia, la mirada de desprecio pero también de miedo—, los invitados, todos elegantes, algunos disfrazados con antifaces de papel charol, miraron al recién llegado como una atracción más de la fiesta, una muestra de tipismo local que el anfitrión ofrecía a sus convidados, una diversión inesperada y bienvenida. Lo rodearon con sus risas, mientras alguna mujer ebria se agarraba a él y lo movía en baile. Uno de los sirvientes, con librea anacrónica, salió al paso sin soltar la bandeja.
»—¿Qué haces aquí? ¿Estás loco? Tú no puedes entrar aquí, Andrés, ya lo sabes...
»—¿Dónde está mi hija?
»—¿Qué haces con esa escopeta? No te das cuenta de que...
»—¿Dónde está mi hija? —gritó de nuevo Andrés, repitiendo el grito varias veces, hasta confundir su voz con las risas y la música de la orquesta que iniciaba ahora un pasodoble, mientras la gente bailaba alrededor del hombre armado, haciéndole muecas o empujándole. Con un golpe de la culata de la escopeta, Andrés tiró todas las botellas que había sobre un mostrador, y el sonido de los cristales al romperse contra el suelo de madera impuso el silencio en el salón, la orquesta cesó en su ejecución, los invitados se detuvieron y callaron, con gesto de fastidio, mirando a Andrés con ojos torcidos de ginebra, tambaleándose algunos, sus cuerpos habituados al baile y que no se tienen en pie cuando están quietos sobre suelo firme. Andrés, con el rostro descompuesto, avanzó entre los invitados, que se apartaban ahora a su paso, asustados tal vez, empujados aquellos que no se apartaban a tiempo. El campesino dio varias vueltas por el salón silencioso, hasta que, enfurecido —o queriendo aparentar furia, asustado como estaba—, arrojó al suelo una mesa llena de copas y platos con restos de pastel, que al caer dieron nueva música a la fiesta, la de los cristales y porcelanas al quebrarse. Encendido, y envalentonado por el silencio que había provocado en el salón, subió la escalera que llegaba al piso superior, y comenzó a abrir dormitorios, golpeando con la escopeta las puertas. Por fin, una puerta al fondo del pasillo se abrió. Salió al pasillo Mariñas, con el rostro calamocano en sonrisa, el pecho desnudo, los pies descalzos y el pantalón sólo a medias abrochado y sujeto por un tirante, con una botella de licor en la mano. Dio un trago sin dejar de mirar a Andrés, sonriendo grosero. Andrés se acercó hasta quedar frente a él, tan cercanos, atreviéndose por primera vez en muchos años a sostenerle la mirada, porque ahora era él quien tenía la escopeta.