¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (11 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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II

—Gonzalo Mariñas era una gran persona, vaya eso por delante. Lo fue toda su vida. Un hombre íntegro, de fuertes convicciones, de una notable lucidez moral. Así que vaya quitándose de la cabeza todo lo que le ha contado ese zascandil, que no tiene más que tonterías en el poco cerebro que le queda después de tantos años metido en ese taller. Sí, es cierto que Mariñas se alojó en mi casa durante los primeros días del alzamiento: el campo no era muy seguro, ya se lo imagina, con tanto bárbaro como había quemando casas, iglesias y lo que pillasen cerca; así que le ofrecí mi casa. Pero es imposible que hiciera algo así con su propio hermano, que lo negara y no lo salvara. Si hubiera sabido, habría intercedido por él, claro que sí, no le quepa duda. Gonzalo era una buena persona; no puedo creer que hiciera eso, como no puedo creer que hiciera nada de lo que se cuenta, todo eso que ha aparecido en los periódicos, y que no es más que basura política, ¿se da cuenta? Son todo mentiras para hundirle, para quitarle de en medio, todo son intereses políticos. Él era un hombre importante, y tenía muchos enemigos. Y son esos mismos los que han difundido tantas patrañas, los que han acabado con él.

El anciano Luque se humedeció el cuello y las sienes con un pañuelo mojado en agua de colonia, que envió al aire de la estancia un perfume fresco, tan distinto de la atmósfera rocosa del taller donde quedó el indignado zapatero, enredado en sus trabajos interminables y sin provecho. Después de concluir la entrevista con el sobrino negado de Mariñas, decidí volver a la casa de Valentín Luque, con quien ya había conversado esa misma mañana, y de quien me había despedido con propósito de no regresar. Sin embargo, a las siete de la tarde, tras la visita al taller de la calle Tetuán, volví a entrar en el caserón de la avenida de La Palmera, que al crepúsculo ofrecía un aspecto decadente, con sus vidrieras polvorientas apenas reteniendo el último sol. Sorprendí a Luque en una siesta tardía, propia de jubilado, de la que el anciano surgió despeinado y con el rostro crispado, envuelto en una ridícula bata china que le caía grande.

Durante la entrevista matutina, el anciano vestía un traje elegante aunque pasado, como un novio antiguo, con su chaqueta ceñida y el pañuelo asomando por el bolsillo, el escaso pelo peinado con brillos. En todo momento apareció, durante esa primera entrevista, poseído por un íntimo propósito de causar gran impresión al entrevistador llegado de Madrid, de aparecer a mis ojos como un exquisito dandi de principios de siglo, en realidad un remedo burdo de lo que debió de ser años atrás, ahora a todas luces venido a menos —en lo físico, sostenido por un cuerpo enfermo y menguado; y en lo material, habitante solo de una casa enorme y casi abandonada, en la que no parecía haber personal de servicio—. El anciano hablaba limitado por su propia impostura, sobreactuando en cada gesto, intentando transmitir una ensoñación de artista incomprendido, de seductor Bradomín en sus últimas horas, del poeta que pretendió ser y que probablemente nunca fue —como profesor de literatura, yo tenía el suficiente conocimiento de autores y obras como para confirmar que ese tal Valentín Luque no era un poeta, acaso en la intimidad, como tantos—. De hecho, buena parte de la entrevista de la mañana se perdió en hablar de él mismo. Ignorando las preguntas sobre Mariñas, se ofrecía a sí mismo como un ser digno de atención, recreaba con detalle su propio pasado, su grandeza perseguida, su concepción exquisita de la vida, su sensibilidad enfermiza ante el mundo. No me sorprendí cuando, al final de la entrevista, el anciano se interesó por mi trabajo de escribiente a sueldo, de mercenario de las letras, y pretendió con rodeos que me comprometiera a escribir su pronta biografía que, según el viejo se presentaba a sí mismo, sería más bien una hagiografía.

Poca información pude obtener esa mañana acerca de Mariñas: breves relatos de la vida en común que Luque tuvo con Mariñas, pasajes de su amistad dilatados en la narración mediante una obsesiva predilección por el lenguaje enfático, la voz engolada, la retórica cargada de innecesarios adjetivos, como tratando en todo momento de demostrar su dominio de la lengua, su lirismo espontáneo. Se entretuvo durante más de una hora en rememorar, sin ahorrar detalle, los días que compartieron, el difunto y él, durante el servicio militar que realizaron en el regimiento de caballería de la capital sevillana, el mismo año de la Exposición Iberoamericana: sus paseos a caballo por las márgenes del río, a galope tierno, los caballos asfixiados del agosto que rendía la ciudad, el sudor que abrillantaba sus pieles, las moscas zumbando en los juncos, todo ese tipo de detalles que en nada sirven para enriquecer la narración y sí para extraviar la atención del oyente, como era mi caso, distraído en contemplar las paredes y techos de la casa, las molduras descoloridas, los espejos sucios, el paso de los años que destrozaba lentamente la casa hasta apagar su esplendor pasado. Idéntico estilo utilizó para narrarme los paseos nocturnos de los dos jóvenes oficiales por las calles estrechas de Santa Cruz, la cal todavía caliente de sol, las plazuelas con fuentes que refrescan el aire, la soledad rota por alguna guitarra en mesones para extranjeros, el ruido de chicharras que trabajan la noche, descripción completa del momento que, probablemente, tendría más de invención que de memoria, puesto que era imposible que, por muy intensos que fuesen aquellos tiempos, el anciano retuviera en la memoria tanta exactitud.

Sin embargo, lo que por la mañana había sido exceso y discurso hueco, por la tarde, sorprendido y crispado el anciano en la siesta interrumpida, se convirtió en un discurso conciso, la mera información que yo requería, incomodado ahora el viejo por mi presencia, deseando mi pronta partida, olvidado incluso de su propósito de biografía gloriosa. De esta forma, al atardecer obtuve en una hora lo que no pude en seis por la mañana:

—Evidentemente, Mariñas tuvo su parte de responsabilidad en aquellos tiempos, no lo pongo en duda. Pero tampoco lo critico: él tenía un interés realmente sincero por el futuro de nuestro país, y se unió al alzamiento porque ésa era la única opción posible, la única honrada, si me lo permite.

—La única posible para sus intereses —interrumpí. Yo solía colocarme en posición neutral, pero ahora me había sentido ligeramente molesto por la valoración que de aquellos sucesos hacía Luque.

—Perdone, joven: no voy a entrar a discutir con usted valores ideológicos que con toda seguridad no compartimos. Simplemente seré amable y atenderé a sus preguntas, porque sé que todo es en favor de la memoria de Gonzalo. Sólo le digo que él hizo lo que debía, o lo que pensó que era mejor. Como mi padre, que también secundó y sostuvo el alzamiento, y lo hizo desde su nobleza y su amor desinteresado a la patria, ¿entiende? Mi padre tenía buenas relaciones con Gonzalo, tanto personales como de comercio, y estuvieron muy unidos en aquellos días difíciles para todos. ¿Qué esperaba? ¿Que se pusieran del lado de los comunistas? No, no había otra opción. Y acertaron, a la vista están los resultados.

—¿Qué hizo Mariñas durante la guerra? —pregunté, cada vez más fastidiado por el discurso del que con razón seguía siendo llamado señorito en la ciudad.

—Bueno, hizo de todo, no sabría decirle con precisión. Estuvo entre Sevilla y Granada, creo. Regresó a sus explotaciones en cuanto fueron recuperadas, y comenzó de nuevo a llevar adelante sus empresas. Era un hombre de negocios, usted ya lo sabe.

—¿Le contó algo sobre su participación más..., digamos más comprometida, en la guerra?

—¿A qué se refiere? —dudó Luque, mientras se peinaba con los dedos.

—Quiero decir que... Bueno, usted conoce todo lo que se ha dicho de Mariñas últimamente, la gravedad de las acusaciones. ¿Estaba usted al corriente de las actividades de Mariñas?

—Todo eso es falso, ya se lo he dicho —protestó ahora Luque, incómodo, encendido de rabia—. Mariñas se limitó a hacer lo que tenía que hacer, a cumplir con su deber como español, y punto. Comprenda también que era una guerra, eran circunstancias excepcionales. Pero no, él nunca cometió ninguna atrocidad. Era bueno, ya se lo he dicho. Y era mi amigo: me habría contado cualquier cosa así; nadie puede hacer algo así y mantenerlo en silencio, la culpa sería muy grande, el remordimiento insoportable.

—¿Y qué hizo Mariñas después de la guerra?

—Dedicarse a sus negocios, claro. Bueno, también tuvo algunos cargos políticos. No sé exactamente de qué; alcalde o presidente de algo, no estoy seguro. Ya le dije esta mañana que nunca me interesaron esas cuestiones, yo me mantenía al margen de la política y asuntos similares. Lo que en verdad me interesaba entonces, y me sigue interesando más que ninguna otra cosa, es la poesía, la creación poética, ya se lo conté. Le enseñaré ahora unos poemas míos, seguro que le gustan. Se los podrá llevar, y así se va haciendo una idea de cómo soy; eso le ayudará cuando empiece a escribir mi vida —ahora el anciano estaba más sosegado, confiado de nuevo en el forastero—. Pero no, nunca me interesaron esas cosas de política. Y hoy en día menos que nunca, ya ve usted, con tanto partido que aparece ahora, tanta sopa de letras que ni Dios entiende, y tanto fantoche que no sabe ni dónde está. Ya sabe usted, a río revuelto... Y pescadores no faltan, nunca.

* * *

Ya en el anterior capítulo se insinuaba algún rasgo de un nuevo personaje, el señorito andaluz anciano y venido a menos. Valentín Luque, amigo de juventud de Mariñas, y cuyo pañuelo al cuello ya presagiaba lo que nos encontramos en este capítulo: el retrato consabido del viejo señorito amanerado y bufonesco, un arlequín plano que vive en un «caserón» de «aspecto decadente», viste un traje de «novio antiguo» con pañuelo en el bolsillo, o una «ridícula bata china», mientras se humedece el cuello y las sienes «con un pañuelo mojado en agua de colonia», y se interesa por la poesía. El propio autor es consciente de su condición caricaturesca, al referirse a su pretensión de parecer un «dandi», o la mención al «seductor Bradomín en sus últimas horas», y sin embargo no evita el tópico, acaso cómodo en él
.

Pero esto es lo de menos, frente a otro problema mayor de este capítulo: la contraargumentación fraudulenta. Expliquémonos. El autor finge recurrir al dialogismo, por el que una heterofonía de personajes retrata al protagonista Mariñas desde lo que conocieron de él. Sin embargo, este recurso se plantea según una trampa habitual: el autor finge una objetividad apoyada en la multiplicidad de puntos de vista, pero tales puntos de vista son elegidos según un juicio previo. Mariñas es malo, malísimo, y sólo puede ser acusado (por el zapatero, antes) o defendido de manera que la propia defensa ya sea otra forma de acusación; esto es, que el personaje encargado de defenderlo sea tan culpable como el defendido, y de sus palabras se intuya más una disculpa endeble que una aclaración. Es lo que ocurre con el personaje de Valentín Luque que, encargado de salvar el nombre de Mariñas, incurre en el habitual discurso autodenigratorio, por el que el autor hace hablar a un indeseable para que con sus propias palabras se retrate, se descalifique. Luque aparece como un despreciable señorito fascistoide, y de su defensa de Mariñas el lector obtiene más sospechas —incluso más certezas— del carácter maléfico de éste. Lo hace además con un discurso inverosímil, retórico, de fascista de zarzuela, que habla de «su nobleza y su amor desinteresado a la patria», o de «cumplir con su deber como español», frases que confortan al lector, que se siente tranquilo al identificar sin problema al fascista como un tipo de una pieza, granítico, enfático, insalvable, fácilmente reconocible y aislable. Así, la defensa de Mariñas no puede ser otra que la de «era un buen español» y «se limitó a hacer lo que tenía que hacer», «y punto», y con eso está todo dicho. Culpable
.

En el capítulo se hace, por último, un par de consideraciones sobre la forma que tiene Luque de contar sus recuerdos, que algún lector malicioso podría querer aplicar a la propia escritura de la novela, al menos en ciertos pasajes anteriores: «el lenguaje enfático, la voz engolada, la retórica cargada de innecesarios adjetivos, como tratando en todo momento de demostrar su dominio de la lengua, su lirismo espontáneo». Ya digo, algún lector malicioso lo pensará
.

III

—Gonzalo Mariñas fue, durante muchos años, un ser fantasmal, una presencia incómoda, un nombre que no se podía pronunciar entre estos muros. Si ha muerto ya, ruego a Dios por el perdón de su alma. Pero lo hago porque me obligan mis votos religiosos; si no fuera por eso, le aseguro que no lo haría, y que Dios me disculpe si el rencor me dispone contra ese hombre, que en paz descanse. Gonzalo Mariñas no tuvo consideración con su propia hermana, no le importó en realidad lo que ella sufriera o no —la mujer, empequeñecida en su hábito oscuro y algo raído, respiró profundamente, con las manos apoyadas en las rodillas, antes de continuar hablando: «usted no conoce la historia, supongo. Ni siquiera Gonzalo Mariñas la conocería por completo, por cuanto no creo que supiera de la muerte de su hermana, hace tantos años. Ni de cuánta culpa en esa muerte temprana le correspondía a él».

Impaciente de pronto, agobiado por el fuerte olor de lejía que apresaba la habitación, hice ademán de sacar un cigarrillo pero una mirada de la monja me frenó, tendría que esperar hasta el final de la conversación para fumar en el exterior. La entrevista tenía lugar en el interior de una habitación pequeña, que parecía más una antigua celda que la sala de visitas que habían simulado las religiosas con un sofá estrecho y dos sillas, nada más, las paredes desnudas de piedra. Un doblar de campanas, breve, quebró apenas la tarde, que se deshacía final tras los ventanales abocinados. La mujer, una religiosa que tendría unos setenta años aunque parecía terriblemente anciana, de la edad de la tierra, respiró con avaricia y continuó hablando:

—Carmen, o Carmencita, como la llamaba su hermano Gonzalo, fingiendo un cariño del que carecía; Carmencita llegó aquí, la primera vez, creo que en el 29 o el 30, no recuerdo exactamente la fecha. Llegó desfallecida: había huido de su casa al anochecer, y había caminado durante toda la noche y el alba, hasta el mediodía en que llegó a esta puerta. Imagínese, una muchacha débil como fue ella siempre, y llevando eso en el vientre, ya me entiende usted. La acogimos, por supuesto, aunque sin saber, porque estuvo dos días sin decir palabra: no traía miedo sino vergüenza, porque debió de pensar que nosotras sabríamos algo, que la expulsaríamos cuando adivináramos no ya su vientre hinchado, que era entonces más que evidente, sino la oscura semilla de origen. Tardó unas semanas aún en recuperar la calma, hasta que pensó que ya nunca la encontrarían, que su hermano o su padre cesarían en la búsqueda que habrían emprendido. La pobre Carmencita, llegó a sentirse tan protegida aquí, pensando que nunca volvería a la casa, que no la encontrarían ya.

Agotado, me froté los párpados, descansando en el brillo de los fosfenos, en la penumbra caliente. Había conducido durante horas, desde que dejé Sevilla al amanecer. La noche anterior apenas había dormido, en el hostal helado, aturdido por no sabía qué presentimientos de desgracia: no de desgracia próxima, venidera; sino pasada, una fatalidad anclada en muchos años atrás, oculta en la desmemoria, y que me correspondía desvelar ahora. Con el amanecer dejé la capital, y marché hacia Linares, un pueblo no incluido en mi inicial plan de viaje. Fue Luque quien, durante la entrevista del día anterior, me descubrió la existencia del convento donde había quedado encerrada la hermana de Mariñas tantos años atrás. Me lo descubrió como antes me había descubierto la existencia del sobrino, el hijo del hermano fusilado y previamente negado por Mariñas. Mientras cruzaba la provincia jienense, las sierras chatas de Córdoba y Jaén sacudidas de olivar a los lados de la carretera, sentía la inminencia de lo funesto, un turbio pasado en el que me sumergía y que en verdad quería ignorar, porque todos los pasados son comunes, y la investigación de Mariñas se prendía cada vez más de jirones de mi mala memoria.

Llegué a media mañana a Linares, donde encontré pronto el convento, una construcción bastante ruinosa, cerrada al mundo en puertas y ventanas. Las paredes estaban sucias por algún torpe intento de ocultar las pintadas que todavía se adivinaban bajo la cal, letras enormes de color oscuro y que recuperaban las mismas palabras de tantas otras iglesias, fachadas de ayuntamientos y cuarteles a lo largo del país,
amnistía, libertad, trabajo
. Recordé un instante la noticia leída meses atrás en algún periódico, el suceso reciente que ahora no sabría situar exactamente, tal vez en Jaén o quizás en Granada o Almería, en cualquier pueblo del sur, quizás un suceso repetido en tantos pueblos que no aparecerían en los periódicos —como Alcahaz, que a duras penas figuraba en un mapa antiguo. El suceso daba cuenta de cómo un muchacho —acaso un jornalero de piel restallada como tantos que había visto desde el coche al cruzar pueblos idénticos— había recibido los disparos mortales de un guardia civil que le sorprendió haciendo pintadas en una fachada, pintadas como éstas. El cansancio acumulado jugaba con mi mala memoria, y me convencía de que el pueblo de la noticia, del suceso, era Linares, que era esa misma fachada ahora encalada la que ocultaba las pintadas y posiblemente la sangre del muchacho, salpicada tras los disparos cercanos del guardia, disparos que apenas perturbarían la quietud del convento cerrado al mundo.

Aparqué el auto en la plaza frente al convento, y tuve que rodear por completo el edificio hasta dar con una puerta abierta, o más bien una puerta quebrada, que daba paso a un pequeño huerto olvidado de cultivos. Entré en silencio, y me detuve al alcanzar el claustro primero, sintiéndome inevitablemente intruso en un espacio que parecía abandonado desde hacía muchos años. Al fondo de una galería apareció una monja, amortajada de negro profundo, y que desapareció por un pasillo al verme. Decidí seguirla, hasta que encontré por fin un refectorio soleado, en el que las mesas habían sido apartadas contra la pared, y el polvo vencía en todas partes. Una puerta se abrió con ruido y dio entrada a la monja envejecida, que se acercó a mí, al forastero o intruso, con paso corto, mientras un par de hermanas se asomaban curiosas por la puerta entreabierta.

—Disculpe el aspecto desastrado de todo, pero es que nos estamos trasladando. Nos obligan a dejar el edificio: dicen que está cayéndose a trozos y que no tiene ya arreglo, pero en verdad parece que hay un soterrado interés por construir casas en esta zona. Ya ve, el pueblo crece, muchos emigrantes están regresando, y no hay suficientes casas. Así que lo mejor es echar a unas pobres monjas, qué valor —la mujer dudó un momento, como creyendo reconocer mi rostro—. Usted perdone... ¿Viene del ayuntamiento?

—No, hermana —respondí, sin saber cómo dirigirme a la religiosa, hermana o madre o señora—. En realidad no soy de aquí, estoy buscando a una mujer... A una religiosa de este convento.

—Huy, quedamos ya tan pocas aquí. Hace años que no entra ninguna novicia, y las que estábamos nos vamos muriendo. Como tardemos mucho en el traslado, no quedaremos ya ninguna para mudarnos, un problema menos. Pero perdóneme si hablo demasiado; nunca viene mucha gente por aquí. Además, yo he guardado durante veinte años un voto de silencio, y lo he tenido que romper recientemente, para hablar con todos esos caballeros que nos fuerzan al traslado. Y ya que lo he roto, aprovecho para hablar; una también es humana, ya me entiende.

—Estoy buscando a una mujer que ingresó aquí hace más de cuarenta años. Se llama Carmen; Carmen Mariñas.

Al escuchar el nombre, la monja no pudo esquivar un temblor y un brillo en los ojos que la delataron cuando trató de negar,
no recuerdo a ninguna hermana con ese nombre, tal vez se marchó hace muchos años
. Alertado por la reacción asustada de la superiora, decidí insistir, adelantando unos pasos: «Por favor, es importante para mí obtener esa información. Sólo quiero saber qué ha sido de ella, si sigue aquí. Me gustaría hablar con ella.»

Tras una nueva negación, que la priora no pudo sostener cuando dos lágrimas se descolgaron de sus ojos tanto tiempo secos, fui por fin conducido a la pequeña y austera sala de visitas, donde nos sentamos, y la mujer me narró lo que sabía. Me advirtió de entrada que Carmen, o Carmencita, como la llamaban su hermano Gonzalo y ellas mismas, había muerto muchos años atrás, tanto tiempo que casi ya no recordaba su rostro.

«No sé hasta dónde sabrá usted de la historia, pero le contaré todo lo que sé, porque mi memoria es frágil y yo misma tengo que recuperarlo todo desde el principio, para darle sentido al recuerdo. Por Carmencita supimos, cuando llegó esa primera vez al convento, la “relación especial”, por decirlo así, que ella tenía con su padre. El viejo Mariñas, el padre de Gonzalo y Carmencita, ya había enloquecido por esas fechas, y parece que en su locura confundía a su hija Carmencita con su esposa Carmen, a la que había perdido muchos años atrás. Es una historia muy confusa, yo no sé qué demencia poseía a ese hombre como para tomar a su hija por su esposa. Por lo visto, siempre fue un hombre violento, rabioso; y la demencia de sus últimos años le agravó su rabia, se tornó posesivo con la hija que creía esposa, como queriendo atraparla definitivamente para enmendar la pérdida de años atrás, como si la vida le diera una segunda oportunidad de retener a su mujer, encarnada ahora en su hija. Gonzalo, que era un par de años menor que Carmencita, se había hecho ya cargo de los negocios del padre, pues éste estaba incapacitado por la demencia para controlar las explotaciones. Es verdad que Gonzalo pasaba poco tiempo en la casa, pero él conocía de sobra la relación a la que el padre obligaba a la hija. Gonzalo lo sabía, y aun así la obligó a seguir en la casa, con el pretexto de que tenía que cuidar al padre enfermo. Él tenía dinero como para contratar el mejor equipo de enfermeras, pero no quiso, porque en verdad nunca le importó lo que le ocurriera a su hermana. Por eso cuando Carmencita huyó de la casa y se refugió aquí, en el convento, ella debió de pensar que su hermano no insistiría en buscarla por la provincia, pues le resultaba indiferente lo que sucediera con su hermana. Fue así que tuvo Carmencita, tal vez por primera vez en su vida, una existencia tranquila, aunque fue breve. Apenas cinco meses después, cuando la criatura ya había nacido y muerto a los pocos días de venir al mundo —cómo si no, estaba maldito antes de nacer, desde el momento de ser concebido, qué horror, Dios mío, pobre muchacha, pobre hombre loco su padre que no sabía lo que hacía—; entonces apareció su hermano, Gonzalo, que no había dejado de buscarla, presionado por su trastornado padre, que todavía era nominalmente propietario de todas las tierras, y amenazaba con privar de la herencia a su hijo si no le traía de vuelta a su esposa —a su hija, qué iba a saber ese pobre enfermo. Así fue que Gonzalo Mariñas, al que nada importaba más que asegurar su propiedad futura, después de rastrear la provincia encontró a su hermana, y no pudimos hacer nada por evitar que se la llevara, casi arrastrada, aunque ella no gritó ni lloró, como entregada a un destino implacable que sólo había podido demorar unos meses.»

La monja suspiró levemente, y se enjugó las lágrimas con un pañuelo blanco, moqueando sin remedio, sacudida por el recuerdo ahora recobrado, quizás velado durante muchos años, elegido el olvido. Yo, que ya no tomaba notas en el cuaderno, quedé en silencio, ligeramente aturdido por la narración, por el carácter de melodrama barato que adquiría la vida de Mariñas, su crueldad con sus hermanos, todo resultándome demasiado irreal, porque la crueldad, el mal en definitiva, siempre nos resultan imposibles, ficticios, de una ficción de novela romántica o de opereta pobre. La anciana superiora continuó el relato:

«Un año después de aquella primera fuga frustrada, Carmencita pudo regresar al convento, con nosotras. Unos días antes había muerto su padre, quien hasta el último momento, enfebrecido por la locura, retuvo a su hija junto a él, convencido de que se trataba de su esposa, regresada del mundo de los que marcharon. Pero la Carmencita que regresó al convento un año después no tenía nada de la muchacha que se refugió la primera vez. Esta vez ya no huía, sino que estaba finalmente vencida. El que huye tiene siempre la esperanza de una vida mejor; pero el que ha sido vencido, quien se ha resignado a la derrota —y Carmencita lo hizo, pues no trató de escapar más, y esperó a la muerte de su padre—, no encuentra ya resquicio a la esperanza, y eso era evidente en Carmencita, en su cuerpo de repente envejecido, sus ojos nublados para siempre, su rostro enajenado, su voz que no volvió a ser escuchada. No tenía mucho más de veinticinco años, pero parecía estar en la edad final, entregada ya al paso de los días hasta que la muerte le aliviara de todo peso. La muerte no tardó en llegar, porque ella se dejó morir, así como se lo cuento. Regresó al convento por inercia, porque a algún lugar tenía que ir, pero podía haberse dejado morir en cualquier sitio, en la cuneta de la carretera, en el campo entre olivos, en el lecho junto a su padre muerto que le retenía la mano en un último esfuerzo por no perderla. Nadie escuchó más su voz; se encerró en su celda, apenas salía al huerto, negaba los oficios religiosos, la comida, sólo para dejarse morir. Y no tuvo que esperar muchos años: pronto ganó la muerte.»

* * *

El capítulo no puede ser más desconcertante. El autor nos entrega, tal cual, un relato folletinesco, incluso de folletín de saldo. Y parece ser consciente de sus debilidades, pues él mismo se refiere al «carácter de melodrama barato», y a cómo la crueldad, el mal, «nos resultan imposibles, ficticios, de una ficción de novela romántica o de opereta pobre». Es consciente de ello, pero no lo evita, sino que graciosamente se pone la venda —la de antes de la herida, y la de los ojos que no quieren ver—. Y dando así por hecho, afirmando incluso, que este tipo de relatos son inverosímiles, pierde ya todo miedo de resultar increíble, y se lanza por el barranco del folletín más sonrojante, con hermano monstruoso, incesto padre-hija, embarazo maldito que acaba fatal, joven echada a perder y que se deja morir en un convento... Pero no sólo en el fondo, también en la forma, pues al relatarlo, el propio autor tropieza en maneras propias del dramón de más baja estofa, con esa monja que, al ser preguntada por Carmen Mariñas, «no pudo esquivar un temblor y un brillo en los ojos que la delataron», tras lo que «dos lágrimas se descolgaron de sus ojos tanto tiempo secos», y un poco más tarde «suspiró levemente, y se enjugó las lágrimas con un pañuelo blanco, moqueando sin remedio, sacudida por el recuerdo». Lo dicho, todo muy emocionante, imaginamos al lector con el corazón encogido ante tales momentos
.

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