¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (10 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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A
PÉNDICE A LA PRIMERA PARTE
ALGUNAS OPINIONES
SOBRE GONZALO MARIÑAS
I

—Gonzalo Mariñas era un cabrón. Lo fue seguramente toda su vida, y lo seguirá siendo donde quiera que haya ido a parar después de muerto, ojalá que al infierno más puto —el hombre hablaba sin detener su trabajo, claveteando la suela de una bota de piel. Sentado en un pequeño cajón, encogido en su labor, quedaba enmarcado por las paredes bajas del taller, que era una especie de cueva de ladrillo en un semisótano. El hombre parecía un ser reducido en su celda, un hombrecillo de formas quebradas, huesos limitados, frente chata. Al ponerse en pie, sin soltar la bota en reparación, su cabeza tocaba la bombilla floja que salpicaba de luz el taller, y a mis ojos pareció más alto de repente, crecido. Tenía la piel oscurecida, más por las horas de trabajo en el sótano que por causa del exceso de sol, la oscuridad mancha tanto como la luz solar, castiga de la misma forma las pieles obreras, les da ese tono trigueño lleno de grietas, más sucio que bronceado. Su carne dura parecía rezumar el mismo hedor de cuero viejo que asfixiaba el taller entero, el reducido espacio saturado de trastos, de herramientas inútiles, de zamarras y bolsos de cuero gastado, botas impares, descabaladas por las estanterías de madera oscura, hebillas colgadas de una percha, correas recomidas del tiempo. Al entrar, llegado de la calle, quedé atrapado por la falta de luz y el olor insano, el aire cerrado del taller donde aquel pequeño hombre claveteaba una bota vieja y sin par, una bota que no sería tal vez de nadie, falto de clientes y encargos como parecía, prolongando su labor de clavasuelas en un intento de crear su propia rutina, esquivar la miseria o el aburrimiento.

—Un cabrón. Si no, ya me dirá usted cómo llamaría a un hijoputa como Gonzalo Mariñas, que renunció a su propio hermano, cuando podía haberlo salvado. ¿No lo sabía usted? ¿No? Viene usted diciendo que está investigando sobre ese perro malnacido, y ni siquiera conoce una de sus mayores perrerías: que vendió a su hermano, que lo negó en vez de salvarlo cuando pudo. Hijo de puta. Ahora se dicen muchas cosas de él, cuentan en la prensa cosas muy sucias. Yo leo algún periódico de vez en cuando, números atrasados que cojo en algún banco de la Plaza Nueva. Y me he enterado así de lo que cuentan de él, todas esas villanías que hizo. Pero no dicen nada de lo de mi padre que era su hermano; no dicen nada de su mayor canallada, la traición a su propia sangre, qué le parece a usted —el remendón, nervioso en los gestos, encendió medio cigarrillo desboquillado que infectó el rincón de un humo áspero, que se mezclaba con el cuero viejo para dejar en el aire un perfume desolado, irrespirable.

Yo había llegado el día anterior a Sevilla, después de conducir desde Madrid sin detenerme más que para el almuerzo en cualquier cantina de pueblo. Sevilla era el primer destino para mi investigación, donde planeaba entrevistar a distintas personas que habían conocido a Mariñas en los años más oscuros y me podrían dar alguna información, si es que la tenían, a menos que todos hubieran cegado una década de sus vidas, todos ocultamos algo, ese pasado negado que nos es común. La marcha de Madrid, en busca de Alcahaz, se había convertido en un nuevo impulso para mi trabajo. Salir del despacho por una semana, alejarme de la viuda, me llenaba de una energía que yo confundía con la inexistente voluntad por continuar el trabajo. Fue así como, aprovechando el viaje de búsqueda, planifiqué un recorrido por los lugares de la vida de Mariñas, en la esperanza de extraer algo de los años oscuros, para reconstruirlos ya falsos. Mi primera parada era Sevilla, donde llegué ya con la luna. Tras pasar la noche en una fría habitación de un hostal cercano a la catedral, comencé mis pesquisas temprano, con el amanecer. Paseé ligeramente por la ciudad casi dormida, sintiendo el frescor de las calles mojadas de la madrugada, reconociendo la soledad en las plazas, donde los primeros automóviles pronto molestarían. Intentaba atrapar acaso, en las calles viejas, un resto de la vida joven de Mariñas, del tiempo que residió en la capital andaluza, de los meses que pasó durante el servicio militar, en el regimiento de caballería, así como las distintas ocasiones en que visitó la capital por alguno de sus negocios. Desayuné sin ganas y me dirigí temprano a mi primer destino: la casa de Valentín Luque, un viejo amigo de Mariñas: habían coincidido en el servicio militar a orillas del Guadalquivir, en el 29, y desde entonces les unió una liviana amistad, más apoyada en la distancia que en el trato frecuente, como tantas otras amistades cuya fragilidad desconocemos y que se derrumbarían de no ser por la demora en el tiempo. Así pasé toda la mañana charlando amistosamente con el anciano Luque, y fue durante el almuerzo —servido en una soleada terraza que volcaba sus flores sobre un jardín modesto— cuando conocí, por las palabras del anciano, la existencia del sobrino de Gonzalo Mariñas, un familiar inesperado, de quien la viuda Mariñas no me había hablado.

—¿No sabía usted de su existencia? —dijo el viejo señorito, mientras jugaba con los bordes del pañuelo que le envolvía el cuello—. Creo que se llama Alonso, como su padre; Alonso Mariñas. Usted sabrá que Alonso, el hermano de Gonzalo, murió en los primeros días de la guerra, aquí, en Sevilla. Era socialista o algo parecido, según dicen. El niño tendría tres o cuatro años cuando murió el padre, y se quedó solo con la madre. Alonso hijo tendrá ya más de cuarenta años. Tenía un pequeño taller, de reparación de calzado y esas cosas, por la calle Tetuán; no sé si seguirá, hace mucho que no paso por allí. Vaya usted y visítelo, aunque me temo que poco le contará de su tío Gonzalo, pues no creo que llegara siquiera a conocerlo. Pero a lo mejor tiene algo, no sé, fotografías o correspondencia de su padre, cualquier cosa que le sirva.

—Él pudo salvar a mi padre, lo tenía en sus manos, pero no quiso —sentado en un banquillo cojo, escuché con dificultad las palabras del zapatero, confundido en la maraña de tiniebla, de olores (cuero, sudor, tabaco duro, soledad, si es que huele)—. «Quizás no habría servido de nada aunque lo hubiese salvado entonces, porque mi padre era terco, y hubiera seguido luchando hasta que lo hubieran matado. No se hubiera quedado parado, con la sangría que hicieron aquí esos perros. Pero no, Gonzalo ni siquiera lo intentó, para no comprometerse. Yo en verdad no recuerdo nada de lo que le cuento, porque yo no tenía más de tres años cuando sucedió. Pero mi madre lo recordó todo, y no pasó un solo día de su vida en que no se acordara de su marido que pudo vivir si ese Caín hubiera querido salvarle. Hasta el día de su muerte, y de eso hace ya más de veinte años, mi madre se acordó de aquel día, de ese malnacido que era también de nuestra familia, fíese usted de su propia sangre. Por eso, cuando me enteré de que Gonzalo Mariñas había muerto, no crea que me alegré, porque ningún cristiano se alegra de la muerte de nadie; pero no sentí ninguna pena, nada. Ese cabrón nunca fue mi familia, nunca.

»A mi padre lo cogieron prisionero a los pocos días del dieciocho de julio. Ya sabe usted que en Sevilla los nacionales tomaron la ciudad muy pronto. Mi padre, con los del partido, resistió tres días en Triana, hasta que llegaron tropas de África y entraron a saco en el barrio. Aquello fue una carnicería: los legionarios mataban a los hombres según los cogían, con el pincho de la bayoneta incluso, para no gastar tantas balas, y dejaban los cuerpos en las aceras, para que todos lo vieran y temieran. Imagínese, en pleno julio sevillano, lo pronto que se pudre un cadáver. A mi padre, sin embargo, lo cogieron prisionero, vivo, porque él tenía un cargo en el partido a nivel provincial, no sé si lo sabe. Lo reservaron para fusilarlo al día siguiente, junto a muchos otros que habían cogido, concejales, algún diputado, secretarios de partido, gente del sindicato, todo el que era rojo o lo parecía. Al amanecer del día siguiente lo fusilaron, sin perdón, sin que su hermano Gonzalo moviera un dedo por salvarlo.»

—¿Gonzalo Mariñas sabía que su hermano estaba prisionero y que iba a ser fusilado? —pregunté, apenas levantando la voz que resonaba en las paredes bajas del taller.

—Claro que lo sabía. El muy cabrón estaba en Sevilla desde días antes del alzamiento, porque conocía la fecha, me imagino, ya que él fue de los que dieron dinero, todo el que hiciera falta para el golpe militar. No se sentiría muy seguro en el campo, en sus tierras, así que se instaló aquí, en Sevilla, en la casa de un señorito amigo, el hijo de la familia Luque, unos industriales de los más rancios de la ciudad. Cuando cogieron preso a mi padre, alguien, de entre los militares o los falangistas de la ciudad, cualquier capitoste facha, leyó el apellido Mariñas en la lista de prisioneros, y corrió a visitar a Gonzalo, antes de que provocaran una desgracia en uno de los suyos, de los más fieles. Pero él lo negó, vaya si lo negó. Me imagino la situación: estaría en el salón en sombras de la casa Luque, tomando un vino blanco, abanicándose porque eran unos días pegajosos, de calor y de tanta sangre. Entonces entraría el capitoste con la lista de prisioneros en la mano, y le preguntaría, Gonzalo, ¿tienes un hermano o un primo en Sevilla? Probablemente Gonzalo vaciló unos segundos, sin dejar de abanicarse, evaluando la pregunta con su jodida frialdad, ajeno a los vínculos de la sangre. «Mira esta lista —le diría el recién llegado—, entre los prisioneros que vamos a fusilar mañana hay un Mariñas, Alonso Mariñas. He pensado que tal vez sería familia tuya, y en ese caso lo excluiríamos.» Gonzalo bebería un sorbo de su vino, se rascaría la sien con el abanico, simulando un pensamiento demorado que en verdad no necesitaba, porque su respuesta no podía ser otra: «no, no es familia mía, es una casualidad, supongo». El capitoste, relajado, sonreiría y diría en voz baja «lo suponía; sólo quería estar seguro»; y ese «lo suponía» sería el que confirmara a Gonzalo en su postura, en su negación del hermano, porque en aquellos días Gonzalo estaba muy bien situado, y así lo demostró en los años siguientes, con los favores que obtuvo, cobrándose con creces su generosa aportación a los fascistas. Debió de pensar que si intercedía por su hermano, si reconocía tener un familiar rojo, su posición se podría ver cuestionada, y correría el riesgo de perder preeminencia. Qué carajos pasaría por el cerebro de ese perro, que parecía no pensar, cabrón.

—Sin embargo —interrumpí mientras tomaba apuntes cifrados en un pequeño cuaderno—, Mariñas dejó escritas algunas notas sobre su vida de aquellos años, una especie de memorias, en las que afirma que hizo lo posible por interceder en favor de su hermano cuando supo que estaba preso, pero que por más que lo intentó, ni siquiera pudo encontrar su cadáver para enterrarlo. No puedo afirmar ni dudar de la sinceridad de sus escritos, pero parecía realmente apenado con la pérdida de su hermano.

—Perro... ¿Eso decía? Qué bien entonces, el hermanito preocupado... Qué pena que se haya muerto ya, porque si no podría usted preguntarle por qué, si estaba tan apenado, nunca visitó a mi madre cuando quedó viuda, ni nos ofreció jamás ayuda, sobrado como estaba, y con lo mal que lo pasamos: a mi madre no le daban trabajo en ninguna parte, por haber estado casada con un rojo, y tuvo que fregar suelos y escaleras de rodillas hasta que las manos se le hincharon para siempre y quedó postrada en cama hasta el día en que murió, con lo que yo me tuve que meter en este jodido taller, en esta cueva, cuando tenía sólo quince años. Mire si estaba apenado el señorito Mariñas, que renunció a nosotros como a su hermano, nunca existimos para él.

* * *

El personaje Mariñas se va definiendo, nos tememos, con los atributos del malo malísimo. Un lugar donde suele recaer la literatura sobre la guerra civil y posguerra, el deslumbramiento del mal, los personajes que actúan llevados por una perversidad sádica, lo que encubre otro tipo de motivaciones. Aunque desde el principio se ha insinuado el componente del interés económico, los crímenes con trasfondo pecuniario (de hecho, se insiste en lo ya tenido por inverosímil, eso de que «cuentan en la prensa cosas muy sucias [...], todas esas villanías que hizo»), ya empezamos a ver a un implacable y despiadado desalmado, un «Caín» que vende a su hermano y que paladea un vino blanco fresquito mientras niega su sangre
.

La pintura de personajes sigue siendo un poco desquiciada. De la idealización —aunque sea en negativo, es idealización— del mundo rural, del sur, de los ociosos descamisados, pasamos ahora a la idealización —igualmente negativa— del tipo obrero, con la presentación de un zapatero más embrutecido incluso que los lugareños de páginas atrás. Con el retrato de un lumpemproletario animalizado en su cueva se apuesta por una seudosolidaridad cómodamente compasiva, que pasa por la deshumanización total del retratado, propia del autor que ve al obrero como algo exótico. Nuestro zapatero sevillano es un «hombrecillo», un «pequeño hombre», «de formas quebradas, huesos limitados, frente chata» —vamos, más bien deforme, como sin desarrollar, tal vez des nutrido, o con poca capacidad craneal al menos, un
borderline
casi—, que trabaja —que hace como que trabaja más bien— en un taller como «cueva» o «celda», oscuro y pestoso, de paredes bajas, con una bombilla floja, desordenado y sucio. El tipo tiene una de esas «pieles obreras» que, como las pieles campesinas bordadas de sol que hemos visto antes, posee «ese tono trigueño lleno de grietas, más sucio que bronceado», y una «carne dura» que rezuma «el mismo hedor de cuero viejo». En efecto, una idealización obrerista de manual de zoología. Vencido y desarmado el realismo social, la clase trabajadora ha sido expulsada de la literatura, y se resigna a no ser representada más que desde esta idealización, como algo pintoresco que da olorcillo a las novelas
.

Para mejor caracterizar el espacio, dentro de esa torpeza que hemos visto al construir lo mismo un salón señorial que un apartamento canalla, el autor recurre a los olores, a una serie de sensaciones olfativas que, a fuerza de ser subrayadas y exageradas, acaban por anularse. Vamos, que de tanto decir que huele mal —a cuero viejo, aire cerrado, perfume desolado, irrespirable, cuero, sudor, tabaco duro, soledad—, acaba por no olernos a nada
.

Pero además está el habla del personaje obrero. Se busca un tono coloquial, incluso chabacano, propio de nuestro hombrecillo de frente chata y horas en la cueva, que blasfema constantemente y usa dichos y expresiones populares, pero que sin embargo toma de repente el tono del narrador para describirnos, con riqueza léxica y exquisitez gramatical, incluso literariamente, la escena de Mariñas tomando el vino blanco cuando le comunican la detención de su hermano. El remendón malhablado pasa sin transición a hablar con prosa novelesca y palabras cultas
.

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