¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (6 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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—¡Lárguese de este pueblo y no vuelva nunca más! —te grita el administrativo, sujetado ahora sí por sus compañeros, que le impiden dar cumplimiento a su deseo de bajar las escaleras y patearte en el suelo, ante la mirada del guardia civil que en la puerta del cuartel os mira sin interés—. ¡No queremos aquí ningún Mariñas! ¡Malnacidos!

Los funcionarios, a empujones, se llevan al airado compañero de vuelta al interior, dejando los últimos insultos suspendidos en el aire de la plaza. Los ancianos miran asombrados; las mujeres murmuran escandalizadas mientras salen de misa. Esperas unos segundos antes de levantarte: la espalda dolorida, el cuello rígido, un codo magullado. Te sacudes las ropas, recuperas tu chaqueta que quedó caída junto a la puerta, en el suelo, y que te colocas bajo el sol que desaparecerá en pocas horas tras la cresta de la sierra, los canchales ya en sombra. Un funcionario cualquiera sale del interior con tu cartera, que te entrega para en seguida volver al interior, sin una palabra de disculpa o despedida.

* * *

El ruralismo del autor se desata en este capítulo. El paseo por el pueblo, con su descripción de tipos, convierte la localidad de Lubrín en un belén, donde cada lugareño representa su papel, estático a los ojos del narrador, que los recorre como una idealizada postal de «pueblo del sur». Un pueblo donde todos dormitan, todos con la camisa abierta, atontados de calor y de siesta. Un pueblo donde los ancianos, o están seniles o están dormidos en los bancos. Donde las mujeres van de luto, visitan las iglesias, o ríen en bata en las puertas de las casas mientras tiran cubos de agua. Sin olvidar esa lavandera que, a las cuatro de la tarde y mientras todos se hunden en la siesta, se coloca en la orilla del riachuelo (que líneas después se queda con menos agua y ya sólo es regato) a frotar sus trapos contra una tabla para que nuestro protagonista la vea, inmóvil en su belenístico perfil. Un pueblo donde los niños, pobres pero felices, juegan con pelotas de trapo, persiguen a los gatos (que son viejos, como los perros flacos y cojos), lanzan piedras a todo bicho viviente y se tumban junto al río a gritar formas de nube. Es decir, ellos también, los niños, en su papel belenista de niños de campo. Un pueblo donde todo se cierra con postigos y celosías, o cortinas de tiras de caucho para las moscas (que por fin aparecieron), donde no hay actividad alguna, todos dormitan o se sientan ociosos en las puertas, y donde sin embargo el ayuntamiento está insólitamente abierto por la tarde, y en funcionamiento. Atentos al detalle: un ayuntamiento trabajando por la tarde, abierto al público, en España, en un pueblo de ese sur indolente, y en plena Semana Santa (pues se habla de «las procesiones religiosas de la tarde»). Ahí es nada, todo un ayuntamiento abierto para el capricho del autor, que para cuadrar el tiempo del re lato hace comparecer a todo el cuerpo de funcionarios municipales en esa tarde de siesta. Pero es que además, en este pueblo donde nadie trabaja (pues los funcionarios están de tertulia, el conserje está aturdido de siesta y atiende con desgana, y el guardia civil del cuartelillo ni mueve un dedo cuando presencia el linchamiento del forastero en la puerta del ayuntamiento), el único que trabaja, el administrativo municipal, lo hace de forma lenta y torpe, embrutecido como el resto; escribe en una máquina de escribir «con cuatro dedos, lento», y apunta el nombre de Mariñas «con letra recta», «en un trozo de papel» (suponemos que con un carboncillo mordido), repitiendo «las sílabas en voz alta al escribirlas». ¿Se imaginan la escena? El tipo escribiendo despacito, «con letra recta», y diciendo en voz alta «Gon-za-lo Ma-ri-ñas». Es decir, casi analfabeto, como si acabase de aprender a escribir
.

Entre todos, el cantinero atontado de sueño (y que habla con monosílabos llenos del acento de la tierra), los ancianos seniles que bostezan dormijosos y pronuncian palabras en voz baja, el guardia civil (que, como todo el pueblo, lleva también la camisa abierta), la decorativa lavandera del río, los niños corriendo felices (y gritando formas de nubes, no lo olviden, qué bonito), el funcionario iletrado, las beatas saliendo de misa, todos habitantes de un villorrio donde no faltan las fuentes alegres, las iglesias con campanarios de cigüeñas y los kioscos de música románticamente abandonados al otoño; construyen esta idea de pueblo, de cartón piedra, una postal bucólica que se canta en esa frase triunfal: «pueblos de este sur donde el tiempo se demora sin daño»
.

Un pueblo que, por ignorancia del autor de la geografía política de este país, dice ser «el único pueblo de la comarca», como si existiesen comarcas de un solo pueblo, como si una comarca no fuese precisamente una agrupación de varios pueblos
.

VIII

«En el despacho de Mariñas, con la noche ya tras las ventanas, la helada de final de febrero sacudía los cristales. En la habitación oscurecida, el flexo creaba un pozo de luz en los papeles extendidos sobre la mesa, en los cuadernos abiertos, con anotaciones rápidas en los márgenes. Durante esos meses, dedicaba a diario más de doce horas, desde la mañana hasta la noche, a rehacer la falsa vida del difunto. A pesar de las muchas horas empleadas, los días pasaban y yo era incapaz de seguir adelante en aquel trabajo, comenzaba a considerar la posibilidad de renunciar, desbordado por la magnitud del encargo, por su inutilidad acaso. No obstante, cada día estaba más atrapado, más atraído por la oscuridad del período a modificar, por mi propia oscuridad doblegada. Desde que llegaba a aquella casa —temprano en la mañana con disciplina de funcionario o de enamorado—, junto al café que la joven sirvienta me servía en taza delicada comenzaba a leer papeles, notas del difunto, borradores que nunca llegó a concretar, manuscritos vacuos, documentos y certificados de propiedad, un epistolario bien datado y, sobre todo, cientos de recortes de prensa que la viuda había coleccionado durante años y pegado en las páginas de un álbum viejo, como un dudoso retrato familiar a partir de pequeños titulares, fotografías borrosas, entrevistas, columnas de prensa y artículos firmados por Mariñas. Aquel material era perfecto para seguir, sin vacíos, la ascendente carrera política del viejo propietario.

»Ignorando los datos que en meses anteriores habían aparecido en prensa provocando su caída y muerte —y que en realidad, excepto los supuestos crímenes que se insinuaban, decían bien poco sobre su actividad política en la primera posguerra, secretario provincial del Movimiento, alcalde a ratos, gobernador civil, nada extraño, como cualquiera de los vencedores de la guerra—, dejando de lado la época más oscura, la carrera de Mariñas resultaba cuando menos sorprendente, por su discontinuidad y sus quiebros, que parecían obedecer más a un astuto oportunismo que a flexibilidad política. Diputado por la CEDA en la República en el 33, miembro activo de la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas —un discreto eufemismo para designar al grupo de caciques unidos contra todo intento de reforma agraria de la República que pudiese socavar sus privilegios. Tras la guerra —y durante ella—, aparte los cargos conocidos, y que no tuvieron realmente continuidad en el tiempo, se abre una depresión oscura de la que Mariñas resurge quince años después como un resplandor súbito: un meritorio empresario andaluz, prosperando en la villa y corte, y que en los años sesenta ya era uno de los hombres fuertes de entre los sectores reformistas, que mantenía en tribunas de prensa posturas de suave y ambigua crítica que le costaron más de una censura, e iniciaba acercamientos lentos a la oposición interior y exterior, aunque siempre desde una diplomacia en las palabras y en los gestos que limitaba su progresiva e inevitable enemistad con el régimen, jugador a dos bandas mientras pudo. En pocos años ya era un monárquico repentino y ferviente, sosegado defensor del sistema parlamentario británico en conferencias públicas, y situado en un difícil plano de equidistancia que lo mismo le servía para ser solicitado en algún movimiento de la oposición más moderada, como para servir al régimen dulcemente en el consejo de administración de cualquier empresa pública o institución. Su monarquismo tampoco tenía complejos o preferencia, y pasó rápidamente del donjuanismo absoluto —influencia de sus primeros contactos con la templada Unión Española de Satrústegui— a ser uno de los mayores validos del príncipe heredero en pocos años. Inevitablemente, su relación con el régimen se fue deteriorando ya a principios de los setenta, a medida que los movimientos debían ser más claros, toda vez que el sistema entraba en su fase final y había que estar bien colocado para el día siguiente. A Mariñas su relativa radicalización no le ocasionó más problema que su tranquilo cese como consejero en una empresa pública en la que permanecía, y cierto ostracismo por parte de la caverna del régimen, con la que no obstante mantenía vínculos económicos en su condición de propietario. Ya desde la muerte de Franco su actividad se disparó, y perdió todo complejo para sentarse junto a quien hiciera falta.

»Sin embargo, ni la abundante información de que dispuse sobre el perfil político de Mariñas, ni la soporífera descripción que de su infancia y juventud hacía el propietario en sus iniciales memorias —que tuve que volver a escribir por completo—, me resultaban suficientes: cada vez que me sentaba ante la máquina de escribir, e iniciaba alguna frase en primera persona, fijando fechas y lugares, no podía evitar, tras pocas líneas, escribir en verdadera primera persona, no en la fingida de Mariñas, sino en la mía de verdad, aportando al escrito sensaciones propias, extraídas de un recuerdo común, mezclado con la vida del fenecido. La falta de datos, de cualquier información verdaderamente útil acerca de los años sombreados, me incapacitaba para escribir ese período sin llenarlo todo de mi propio pasado, igualmente oscurecido en la memoria y que empujaba por salir en cada momento —todo mi miedo, mi propia culpa, de aquellos años borrados de la memoria individual y de la colectiva, en este ejercicio de amnesia a que todos nos obligamos.

»Me dediqué, por tanto, a dilatar en el tiempo la investigación inicial antes de comenzar la escritura: buscaba datos de cualquier tipo, necesarios o no; lo que provocaba la pronta desesperación de la viuda, que sólo podía medir mis progresos por el número de folios que yo no escribía. Esto hacía que ella, ansiosa por completar las memorias, por restituir en lo posible el buen nombre de su marido y vengarse a su manera de los autores de la afrenta, rastreara el desván de la casa, cada armario, cada cajón, para con frecuencia, en esos primeros días, entrar en el despacho con alguna caja de cartón blando, normalmente una caja grande de zapatos atada con cordones, que dejaba sobre la mesa y abría para mostrarme un interior de nuevas cuartillas, manuscritos, sobres, fotografías, similares a las que ya habían salido de otras cajas anteriores, a veces las mismas cajas, guardadas y vueltas a sacar.

»—Probablemente esto le resulte útil. Ha permanecido en el trastero desde que vivimos en Madrid, en este piso. Todo pertenece a la juventud de mi marido, creo. Algunas cartas, papeles de trabajo, y también fotografías. Échele un vistazo, puede interesarle —y salía del despacho con las últimas palabras, arrastrando el cansancio de su traje negro, la conciencia cada vez mayor de que su plan estaba llamado a fracasar, que tal vez yo no era la persona adecuada para el trabajo.

»Yo cogía la caja y, como las anteriores, la volcaba sobre la mesa, sin apartar los papeles y cuadernos, cubiertos ahora por más papeles y más cuadernos, aumentando la altura de la mesa, un mullido lecho de papel sobre el que a veces me quedaba dormido, la cabeza hundida entre los brazos, los ojos irritados de sueño y por la poca luz del flexo, el cansancio de los días, de no poder con este trabajo.

»Entre la correspondencia de Mariñas no encontré muchas novedades, aunque sí material suficiente para reconstruir su evolución ideológica desde mediados de los años cincuenta. Sus contactos, primero tímidos, con algunos disidentes del régimen, con los miembros más moderados del exilio; su cada vez más frecuente intercambio epistolar con las principales figuras políticas, a las que sabía seducir para conseguir su favor. Al contemplar juntas las cartas que recibía de los distintos personajes con quienes se carteó, resultaba más patente aún su habilidad para la intriga, la imagen tan diferente que de sí mismo sabía dar dependiendo del carácter del personaje, todo un maestro de las máscaras, dotado de discreto ingenio para situarse en el centro de los acontecimientos, llenando de calculada ambigüedad sus palabras cuando se dirigía a cualquier miembro de las familias más cerradas del régimen, con quienes se permitía coquetear si era necesario, siempre sin comprometerse del todo.

»De la correspondencia perteneciente a los años anteriores de la guerra, en cambio, salía una imagen bien distinta de quien con el tiempo sería un dechado de moderación. Durante la República, Mariñas se cartea fundamentalmente con otros propietarios como él, con los que planifica el derrumbe del incómodo régimen, el bloqueo de toda medida reformista, la recaudación de fondos para acciones drásticas, la constitución de asociaciones y partidos de propietarios. Su correspondencia, conforme se acerca la guerra, adquiere un cariz de premonición; su lenguaje, encendido aunque hermético, permite adivinar su participación en el alzamiento, al menos en lo que a la financiación del mismo hace referencia, nada extraordinario por otra parte, sabida su condición de terrateniente en esos años.

»Y nada más. Desde el alzamiento militar de julio, hasta ya mediados los años cincuenta, toda correspondencia de Mariñas había desaparecido, no sé si destruida en su afán por ocultar el pasado, o simplemente inexistente. Se iniciaba ahí la grieta, la tiniebla de más de quince años en los que, aparte los breves cargos desempeñados tras la guerra, Gonzalo Mariñas fue sólo un nombre que alguien pronunciaría, cuándo, dónde, para qué.»

«Siempre al final de la tarde, agotado, desistía de seguir leyendo: me dedicaba entonces a mirar las muchas fotografías dejadas por la viuda. Imágenes antiguas en las que aparecía siempre Gonzalo Mariñas en episodios de su vida conocida: como un niño grueso, en un forzado retrato familiar. Como un adolescente que va creciendo en cada fotografía, ordenadas en orden cronológico. Como un joven adelgazado, vestido de uniforme oscuro y botas brillantes, teniente del regimiento de caballería de Sevilla, montando un caballo blanco, en actitud ecuestre, casi estatua, soberbio. En las últimas fotografías de aquellos años anteriores a la guerra aparecía aún joven, retratado en cada una de sus fincas, que visitaba vistiendo ropa de campo, aunque sin perder la elegancia que los hombres ricos conservan aun con harapos. Un sombrero de paja, gracioso, de lado, ensombrecía el rostro alargado, certero en las formas, la mirada siempre encendida, como una energía por desbordar, una juventud sin arder aún. Alrededor de él, y sobre un paisaje indefinido, una veintena de campesinos que sonríen con respeto o miedo, todos muy flacos, Mariñas en el centro, fuerte, algo grueso, sano.

»Mientras observaba las fotografías, con la noche ya instalada en los balcones, se abría la puerta del despacho y entraba un cuerpo, lleno de oscuridad primero, acercándose al campo de luz del flexo, donde surgían unos pies pequeños que subían piernas canijas y falda plisada, anacrónico uniforme de criada, delantal blanquísimo, pecho escaso, hombros estrechos y por fin una cabeza de pelo recogido en moño, cara de niña recién despierta, sonrisa perpetua, adolescente en sus gestos. Cada noche me traía una bandeja con algo de cena, un plato caliente y un poco de vino que yo agradecía, pocos minutos antes de marcharme de la casa sacudiéndome por las escaleras los restos de Mariñas.

»—Le he preparado algo de cena, señor. No puede usted estar todo el día trabajando aquí, sin comer nada —decía cada noche la muchacha, como si fuese una novedad mi enclaustramiento en el despacho. Sonreía con su boca de leche y se marchaba tímida.

»—Espera un momento —le dije en una ocasión cuando se marchaba—. Ven, acércate —ella, obediente, buena chica, venía hasta la mesa, divertida y curiosa, sabiendo que de mí no saldría un reproche como los de la exigente viuda—. Dime, ¿cómo te llamas?

»—Teresa, señor —respondió ella con aplicación.

»—No me llames señor. Me llamo Julián.

»—Como quiera, señor —niña educada en muchos años de servicio a la señora, que seguramente escogía siempre sirvientas muy jóvenes, casi niñas, fáciles de domeñar, y que despediría en cuanto advirtiera los primeros vicios.

»—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en esta casa?

»—Cuatro años, señor... Señor Julián.

»—Entonces conocías bien al señor.

»—¿Se refiere al señor Gonzalo? Sí, claro. Le conocía bien —su cara se iluminó, sonriente en el recuerdo del difunto.

»—¿Cómo te trataba el señor Gonzalo? —pregunté yo, iniciando un interrogatorio sin intención, simplemente por llenar el tiempo que faltaba para mi marcha, por seguir escuchando la voz delgada de la muchacha mientras cenaba.

»—¿Cómo me trataba? —la niña se mecía en las piernas, las manos recogidas en el regazo. Miraba al suelo, tímida, como descubierta en una travesura, demorándose al contestar—: Bueno... Era muy bueno conmigo... Muy bueno...

»—¿Muy bueno? ¿Cuánto de bueno? —pregunté yo, con tono pícaro, malicioso, adivinado ya el origen de la vergüenza de la muchacha, su sonrojo en las mejillas al hablar.

»—Muy muy bueno —respondió la muchacha, y se tapó en seguida la boca con las manos para contener una carcajada fina. Corrió hacia la puerta entre risas, tal vez en la oscuridad creía que yo era Mariñas y que jugaría como entonces a atraparla y sentarla en mis rodillas para darle besos cortos y tocarle los pechos bajo la blusa, como si nada hubiese cambiado en esa casa, como si el hombre que se sentaba cada día en el despacho de Mariñas, que se fumaba los cigarrillos franceses de Mariñas con la misma devoción con la que él lo hacía, que utilizaba la pluma del ya difunto para escribir en los cuadernos de Mariñas, que miraba a la sirvienta joven con la misma mezcla de ternura y confuso deseo que tenía Mariñas en los ojos; como si ese hombre, que era yo, fuese en verdad un fiel trasunto de Mariñas, el propio Mariñas regresado, nunca marchado.

»—Perdone, señora —mientras salía corriendo y riendo, la niña se tropezó con la viuda Mariñas, que permanecía detenida en la puerta abierta, escondida en la oscuridad, naciendo a mi luz al acercarse a la mesa, la risa de la niña ya borrada en el pasillo.

»—Me alegra comprobar —empezó la viuda con voz dura— que se ha tomado usted muy en serio el trabajo de investigar a fondo toda la vida de mi marido... Incluidos sus caprichos, por lo que he podido ver.

»—Fue usted quien me pidió que lo averiguara todo, ¿no? —respondí con insolencia.

»—No me refería a lo que yo ya conozco... Y menos a sus escarceos con una criada adolescente —ahora su voz era sólida, profunda; intentaba, con esas palabras, reprocharme al mismo tiempo los escasos avances de mi trabajo.

»—No se preocupe; eso no aparecerá en sus memorias —respondí a la defensiva, arrepentido en pocos segundos de mi innecesario sarcasmo—. Disculpe si la he ofendido. No era mi intención, créame. Es sólo que...

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