¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (3 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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»—¿Cree realmente que eso serviría para algo? —pregunté con firmeza, tratando de introducir algo de incertidumbre, para no dejarme arrastrar tan pronto por la atracción que todo aquello me provocaba ya.

»—Nadie debe dudar de que son realmente sus memorias autógrafas: él había expresado muchas veces, en público, su proyecto de escribirlas... Mucha gente lo sabe. Incluso un editor, amigo nuestro, se puso en contacto conmigo tras la muerte de mi marido... Quería publicar sus memorias, decía saber de la existencia de las mismas. Creía que estaban ya acabadas. Eso fue lo que me dio la idea... En unos meses podríamos tener las memorias completas, usted trabaja rápido, según me han dicho.

»—Perdone, pero debo insistir: ¿de qué serviría?

»—Serviría. Se lo he dicho antes: no hay pruebas de nada, es la palabra de mi marido contra la de los demás... Él no tuvo fuerza para levantar su palabra... Pero ahora sí... Ésta será su palabra... Usted escribirá sus memorias, creándole un pasado coherente y transparente, cierto, en el que no quepan ambigüedades, en el que no haya nada oscuro, eliminando sus errores. Si hubiese algo imposible de enterrar, lo justificaríamos de alguna manera, no es tan difícil, todo el mundo lo hace, usted lo sabe; usted ha escrito biografías por encargo absolutamente falsas, desmesuradas, increíbles a poco que se conozca al personaje retratado, gente despreciable que en sus libros aparece investida de grandeza o dignidad.

»Quedé unos segundos en silencio, fumando sólo por mantener ocupada la boca, detenido en las últimas palabras de la viuda, los libros más falsos, encargos vergonzosos que abundaban en mi historia reciente, mi propia zona de oscuridad.

»—No sé... Esto que usted me propone es distinto. Las acusaciones que hay sobre su marido son...

»—¿Es que le plantea algún tipo de conflicto moral? No puedo creerlo... No puedo creerlo conociendo las cosas que usted ha sido capaz de escribir para otras personas... ¿Tuvo entonces algún escrúpulo moral? ¿Por qué con mi marido va a ser diferente?

»—No me refiero a eso.

»—Eso espero, porque usted sabe lo que mi marido ha hecho por este país —la viuda se encendía al hablar, poseída por una rabia antes contenida; buscaba intimidarme con sus ojos cercanos, duros—. Piense que estoy actuando de la forma más honrada posible. Podía haber obrado de otra forma, y dedicarme a airear toda la basura que sé sobre muchos de los que han hundido nuestro nombre. Lo que mi marido hizo en aquellos años, al lado de lo que otros hicieron y ahora nadie recuerda, es insignificante. ¿Por qué entonces le ha tocado a mi marido? Yo se lo diré: porque hubo dinero de por medio, porque mi marido hizo aquello para enriquecerse. Otros se comportaron igual o peor, y no por dinero, sino por puro odio. ¿Es eso más disculpable? Pero no, no he querido actuar con rencor, porque mi marido no quiso hacerlo así... Ya le he dicho que él estaba muy arrepentido de todo aquello. Pero él ahora se encontraba en una posición de poder, muy bien situado, tenía más posibilidades que muchos otros... Por eso lo hundieron, por envidia, sus propios compañeros, rivales dentro de la misma casa, qué le parece.

»—¿Hasta dónde está dispuesta a llegar? —pregunté tras unos segundos en los que observé en silencio a la viuda, su respiración agitada, los puños cerrados, tal vez clavándose las uñas en la palma para evitar clavármelas a mí. Ella contestó en seguida, sin tiempo:

»—Hasta donde haga falta —cargó de gravedad sus palabras, y me miró a los ojos desde detrás de las frenadas lágrimas, con mirada vidriosa—. Su memoria debe quedar limpia, por completo.»

* * *

Bien, puestos a construir una historia previsible por habitual (la búsqueda, el misterio de la guerra civil, etc.), ya contamos como sostén con otro tópico literario de graciosa tradición: el escritor negro, seguramente novelista frustrado (todo llegará, ya verán), con hechuras de perdedor —pronto aparecerá el bogartiano whisky con hielo sobre el escritorio, junto al cenicero desbordado, se ve venir—, con algún conflicto existencial, sin lugar propio en el mundo, desengañado y cínico, al que una viuda rica hace el «insólito» encargo de escribir las memorias de su difunto cabroncete
.

En este caso, sin embargo, la propuesta se resiente de una debilidad argumental que lastra la verosimilitud. No sabemos por qué el autor ha escogido la fecha de 1977 para situar el relato. Tal vez tenga que ver con algún ajuste temporal que impediría retrasar la acción, o quizás es una pretensión revisionista sobre la entonces naciente transición. Sea como sea, lo cierto es que resulta muy improbable, y por supuesto inverosímil, que en 1976 (pues si la entrevista con la viuda tiene lugar en enero del 77, los hechos referidos son del año anterior, 1976) fuese nadie a pedir cuentas a nadie por hechos oscuros de la guerra civil o la represión de posguerra, como apunta el narrador. Menos aún que esas denuncias apareciesen «en algunos periódicos», con insistencia, durante meses, como si en 1976, sólo meses después de muerto el dictador, sin que ni siquiera hubiese aparecido en escena el transicionero Suárez, pudiese salir en público cualquier información relacionada con la represión de guerra y posguerra. Y que para más abundar basasen su gravedad en que «hubo dinero de por medio, porque mi marido hizo aquello para enriquecerse», cuando precisamente son los aspectos económicos —la represión convertida en expolio, en saqueo— los menos conocidos de la guerra y posguerra, sobre los que no se ha construido acusación alguna, ni ahora ni mucho menos en 1976, con el cadáver aún caliente del dictador y la dictadura a pleno rendimiento aún, sin ser todavía «el régimen anterior», como la llama el narrador en cierto momento. Que esas acusaciones dejasen a alguien fuera de juego político es una broma, pero que encima le condujesen al suicidio (¿un suicidio por honor? ¿Alguien se ha suicidado en España alguna vez por honor?), es ya de risa
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Otro punto débil a destacar en este capítulo es la construcción del personaje de la viuda. El autor debe de pensar (no sin razón) que un carácter así da mucho juego, y se aplica en darle atributos, pero con poca fortuna. Primero, por la presentación architópica de la rica viuda, espléndida en su luto, soberbia, con la que incluso nos tememos alguna tensión erótica según avance la novela (esperemos que no, que no nos castiguen con una escenita de esas en que la viuda ve al escritor mercenario sentado en el despacho de su marido y lo quiere confundir con su finado y hace que la posea...). Pero sobre todo porque el autor confunde la caracterización literaria con un desmesurado detallismo, resultado de una mala asimilación de cierta tradición realista, y que le lleva, desde la creencia de que un personaje se muestra en sus gestos, a la sobreactuación, a la teatralidad, a la afectación continua
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Así, con la pretensión de dibujarnos a una señora que oscila entre la rabia y la neurosis, y desde esa seguridad de que son los gestos los que hablan por sí solos, nos topamos con una viuda que, aparte de ser aristocráticamente flaca y de manos delgadas «de dedos agudos y venas azuladas», despliega en unos pocos minutos de conversación tal exageración de posturas, movimientos, expresiones y tics, que suponemos a su interlocutor agotado tras presenciar ese huracán de gestos sobreactuados. Ya digo, en apenas unos minutos que debe de durar el encuentro relatado, la viuda saluda, se sienta, se levanta, camina lentamente hacia el balcón, aparta el visillo con gestos precisos (sic), vuelve los ojos hacia los tejados o el cielo neutro, aprieta el visillo con la mano, se vuelve rápida, se adelanta unos pasos, toma el paquete de tabaco, sacude bruscamente la cajetilla hasta sacar un cigarrillo, lo enciende con prisa, desata madejas de humo por la nariz, da dos caladas rápidas, toma de las estanterías una fotografía que observa a la luz del balcón, se sienta de nuevo en el tresillo, acuesta las manos sobre las piernas, da nuevas caladas al cigarrillo que coge con dedos temblones, se deshila en un llanto lento, demorado, apenas lacrimoso, apresa la falda con dedos rígidos, agacha la cabeza y fija los ojos en algún punto del suelo, toma con rabia la mano de su interlocutor, le clava las uñas, agita enérgica la otra mano, levanta la voz excitada, aprieta en los dedos cualquier cosa que agarre, la falda, el cojín, los cigarrillos desmenuzados, serena sus gestos, se alisa la falda, se acerca al escritorio, abre un cajón, saca varios cuadernos, se enciende al hablar poseída por una rabia antes contenida, busca intimidar al interlocutor con sus ojos cercanos y duros, se le agita la respiración, cierra los puños, se clava las uñas en la palma para evitar clavárselas a su interlocutor, carga de gravedad sus palabras, mira a los ojos desde detrás de las lágrimas, con mirada vidriosa
...

Vamos, que si la conversación dura un minuto más veríamos suspiros y sofocos decimonónicos, y hasta un oportuno desmayo o indisposición momentánea de la que se repondría con un pañuelo mojado en colonia y un abanico que agitaría con rabia mientras caminaría de un extremo a otro de la habitación con los esperables ojos inyectados en sangre —expresión esta última que, pese a su carácter manido, todavía es encontrable en novelas de nuestros días, y sin que su uso sea irónico. Los personajes sobreactuados, convulsos, afectados, son muy habituales en la novela actual, por esa mala digestión del realismo que hace que en ocasiones se prime un detallismo fotográfico mal encaminado, puesto que no equivale a mostrar una fotografía, sino a contarnos una fotografía, cosa bien distinta. Ya Chesterton se mofaba hace un siglo de estas maneras literarias, cuando escribía, referido a uno de sus personajes: «a la luz creciente de la mañana, los matices de la tez del doctor, de la tela de su traje, parecían también crecer de un modo increíble, adquiriendo esa desmedida importancia que tienen en las novelas realistas». Y sin embargo, seguimos cayendo en ello
.

En el caso de la viuda, no nos quedemos en sus gestos. También su discurso es teatral, también sus palabras suenan a impostadas. Desde la solemnidad de algunas expresiones que se pretenden decididas y rabiosas (con ese imperativo párrafo final que suponemos pronunciado con el ceño arrugado y enseñando los dientes mientras destroza el tresillo con las uñas), hasta esa risible interrupción subrayada con puntos suspensivos: «Es fácil entender que mi marido eligiera el sui... La muerte forzada...», que esperamos pronunciada con prolongado parpadeo y respiración profunda mientras contrae los glúteos y algunos músculos más
.

Del capítulo, que no tiene desperdicio, nos quedamos también con algún tópico cinematográfico («las buenas historias» que «suelen empezar en una llamada de teléfono que quiebra alguna tarde tediosa de enero», dicho por el autor sin asomo de parodia) y un par de cursilerías menores (esa viuda «nacida del balcón», o esa expresión pop de la «lucha de paraguas en las aceras»)
.

Pero sobre todo podemos avistar ya, por adelantado, la inminencia de un personaje central: ella. Ella, ella, ella. No podía fallar en un relato de viajes y descubrimientos, con viaje interior y descubrimiento de uno mismo incluidos, no podía faltar el amor, y el autor nos lo adelanta ya desde estas primeras páginas, nos anuncia que aparecerá una mujer, a la que suponemos un perfil redentor, salvadora del náufrago. No es la viuda, claro, sino esa apuntada «otra persona, que a fecha de hoy todavía no ha aparecido pero que lo hará pronto, y a la que seguramente interesará tu historia, tu vida, todo». Todo viaje acaba por conducir, aparte de a la verdad interior, a una mujer, que según la tradición de la literatura universal es la mujer que salva al perdido, es su nueva oportunidad, el destino final, la curación de todos sus males
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V

Recuerdas ahora —sin pensar en ello, el recuerdo surge involuntario— la conversación inicial con la viuda, como advertencia de todo lo que vino después, desde que aceptaste aquel trabajo no porque resultara imposible negarse —la viuda tenía razón, qué escrúpulos morales podías argumentar después de más de diez años haciendo tantos trabajos despreciables, poniendo tu pulida retórica al servicio de cualquiera que pagase lo suficiente, tarifas fijadas según se tratara de discurso, artículo de prensa, libro: unas palabras del funcionario de turno, un ingenioso pregón de fiestas de pueblo, una tribuna de prensa oportunista, una florida biografía para mayor gloria del señor tal o del monseñor cual, o incluso, en cierta ocasión, aunque sin resultado, un discurso breve para el mismísimo Jefe de Estado, Caudillo de España, Jefe Nacional del Movimiento y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, aunque en realidad nunca llegó a leerlo para tu tranquilidad, no les gustó a los funcionarios tu prosa, o no confiaban en ti lo suficiente. Empezaron siendo trabajos ocasionales, una manera de completar un mermado sueldo de profesor de bachillerato, una oportunidad ofrecida por cierto Director General de Educación que por azar supo de tu buena pluma y decidió beneficiarse de tu anónimo trabajo para mayor gloria propia. Trabajos menores que fueron creciendo, en cantidad e importancia, y que terminaron por convertirse en una ocupación de diez años, una incómoda profesión que preferías mantener clandestina a los ojos de tus compañeros, quién pensaría que tú. Pero no fue ése el motivo que te llevó a aceptar un nuevo trabajo, inventar la vida de un miserable más. Tampoco aceptaste por dinero —aunque no estuvieras entonces, precisamente, en una situación desahogada, callados de repente la mayor parte de tus potenciales clientes, desconfiados los nuevos. No; en verdad aceptaste porque te seducía desde el plano personal, no lo niegues; porque te interesaba igual que te interesa ahora, cuando recorres con el automóvil el mismo territorio de hace horas, acompañado por un niño adulterado que fuma a tu lado sin muchas ganas de hablar, con los ojos perdidos en el paisaje, fascinado quizás por las nuevas formas que surgen desde la velocidad del automóvil, un paisaje tantas veces contemplado, nunca con la fugacidad de ahora: los quiebros del campo, los surcos que se diluyen al paso del coche, la sierra que se acerca a paso ligero, el horizonte sereno que tú miras sobre la carretera, las formas todas que tienen siempre restos del paisaje de tu propia infancia, aquel paisaje tan distinto a éste pero igualmente desolado en los mapas del recuerdo. Te interesaba el trabajo, no por novedad o curiosidad: te interesaba como alguna vez te interesó un cuerpo que sabías prohibido; te interesaba como siempre te interesó cualquier oportunidad que tuviste para hacer algo que pusiera en peligro tu estabilidad, que te arrancase del tedio del momento; te interesaba, lo sabes, porque te situaba en un inopinado abismo, una grieta en tu propio pasado. «Hay demasiada gente que no habitó los años cuarenta, años oscuros, más aún para quienes los eliminaron de su pasado», había dicho la viuda sin emoción, y dónde estaban tus años cuarenta, tu infancia de guerra y posguerra, cuál tu pasado que ahora recuperabas en la grieta abierta, oportuna, en las pocas páginas dejadas por el difunto Mariñas y que evitaban hablar de una época que parece haber existido aunque nadie la recuerde ya; tu propio pasado que recuperabas en las fotografías encontradas en los cajones del elegante despacho del suicidado —fotografías amarilleadas que mostraban hombres sonrientes aunque hambrientos, campesinos idénticos a los de tu infancia, paisajes ajenos que la memoria iguala.

La conversación primera con la viuda fue el inicio de los siguientes meses: muchas horas que pasarías desde ese momento encerrado en el despacho de la calle Velázquez, leyendo papeles maltratados por el tiempo, correspondencias antiguas, documentos lejanos; ocupado en inventar, paso a paso, una vida que a veces era de Mariñas pero que podía ser también la tuya. Reconstruías momentos, situaciones que no habían existido nunca y que podías perfectamente rellenar con tu propia vida, aunque no fuese ése el trabajo que la señora esperaba de ti. Así pasaron varios meses, fiel a tu nueva rutina: saludabas cada mañana a la viuda antes de encerrarte en el despacho; mentías cuando ella te preguntaba al final del día por tus progresos en el trabajo; tomabas cada tarde el café que la sirvienta te traía puntual; al morzabais en la oscuridad del enorme comedor, la viuda y tú en una mesa demasiado grande para dos comensales, con cubiertos siempre colocados para invitados que nunca llegarían. Así pasaron tres meses, hasta que llegó el viaje, la necesidad de buscar este pueblo que aparecía sólo esbozado en fotografías viejas, nombrado en pocas cartas de papel perfumado, apenas citado en documentos de propiedad, aludido en alguna página escrita por el difunto, y desaparecido de repente de todas las demás cartas y documentos en los que parecía haber sido borrado con una cuchilla que raspase el papel, como un intento por hacer desaparecer de todas partes un pueblo que también desaparecería de los mapas, arrancado por otras cuchillas, quizás la misma. Surgió así este viaje que para ti, inevitablemente, era algo más que un viaje de trabajo, más que una búsqueda de un lugar que nadie conocía, que los registros oficiales ignoraban y que sólo aparecía en los mapas antiguos; más que todo eso, más que un viaje al pasado de Mariñas era una excursión a tu propio pasado bosquejado ahora en la sierra del fondo, en los campos dejados de arado, en tu paisaje de cuarenta años atrás, aunque no sea éste, aunque el verdadero territorio de tu infancia se sitúe a muchos kilómetros de esta carretera, de esta provincia abandonada, de este niño que no es niño mientras fuma y no habla.

El niño, los ojos hacia el campo, te muestra sólo un perfil que podría ser también tu perfil de aquellos años, tu propia mirada emocionada hacia la tierra, tu cuerpo, también poco crecido y desordenado en aquellos días, las ropas pobres aunque dignas, la sensación nueva de montar en un automóvil por primera vez. Pero, a diferencia de aquel niño que fuiste y que subió a un automóvil en un difícil día de hace casi cuarenta años, este otro chico de hoy que fuma a tu lado carece de incertidumbre, él sabe adónde va, sabe que vuelve del campo a su pueblo acompañado de un hombre que busca un lugar de turbio nombre. Pero tú no, tú no sabías nada cuando aquel día montaste en el automóvil que también tenía matrícula de Madrid; tú no ibas en una bicicleta de vuelta al pueblo, y el hombre que conducía el coche no buscaba un lugar ignoto, sino que venía a por ti. Él no cogió tu inexistente bicicleta para meterla en el maletero, sino tu pequeña maleta sin cierres donde llevabas la poca ropa que podía tener un niño en aquellos años y en aquella tierra; aquel forastero te pasó una mano amistosa por la cabeza, por el pelo mal cortado, y te subió en el coche que pronto se alejó del pueblo, que corrió por la carretera para mostrarte los campos como nunca los habías visto, rápidos, retrasados, descolocados en la despedida. Aquel extraño no te dio un cigarrillo, por supuesto, aunque fumaba mientras te hablaba, contándote repetidas historias, cosas de la capital, maravillas de Madrid con las que esperaba impresionar la emoción de un extremeño de sólo seis años. Tú no dijiste una sola palabra durante el viaje, estabas demasiado asustado e incierto, todavía reciente la marcha de tu madre, ya tu padre olvidado. Tú no hablaste pero él sí, el hombre no dejó de hablar durante el viaje, amparado en una familiaridad en los gestos, en un parentesco que tú desconocías hasta entonces; no dejó de hablar hasta llegar a Madrid, hasta que el automóvil entró por la Cuesta de San Vicente, con el sol en su ocaso restallando por última vez la fachada del Palacio Real («mira, ése es el Palacio Real... Es grande, ¿verdad? Ya te traeré a que lo veas un día»), las calles enormes y llenas todavía de escombros, reciente la entrada de los vencedores en la ciudad, los edificios arañados de tanto bombardeo, la ciudad sometida, habitada por miles de hombres y mujeres que vagaban sin nada por las calles; la imagen fija de la devastación que habías visto repetida en cada pueblo que el automóvil atravesaba de camino a Madrid, las familias frente a sus casas sin techo ni puertas, como si en vez de una guerra hubiera pasado por el lugar una peste milenaria, una enfermedad de destrucción.

—Aquello es Lubrín —dice ahora el niño a tu lado con voz endurecida de tabaco, y señala con el cigarrillo un grupo de casas en lo alto de una loma que se convierten, cuando el coche remonta una vaguada, en un pueblo entero, blanco bajo el sol del mediodía, el pueblo más grande de los que has visto en los últimos kilómetros, aunque probablemente también habitado por hombres ociosos en las puertas de las casas, que te verán llegar con no poca hostilidad.

—Parece un pueblo grande —dices, por responder algo.

—Bueno, antes era más grande... Pero muchos se fueron ya, por la emigración y esas cosas, ya sabe. Por eso ahora hay muchos viejos y pocos hombres que trabajen. Bueno, aunque hubiera más hombres, tampoco habría trabajo para hacer. Esta tierra no da para mucho, se lo imagina. Pare aquí ya, en la gasolinera... Yo vivo ahí al lado, en la entrada del pueblo.

Detienes el coche en la gasolinera, una pequeña construcción de ladrillo desnudo, prolongada en un frágil sombrajo. Ayudas al muchacho a sacar su bicicleta, y te despides de él regalándole lo que te queda del paquete de cigarrillos, y él te lo agradece con una sonrisa de pocos dientes y muchas mellas, dientes aún pequeños, asomando ya en los huecos. El niño se aleja montado en su bicicleta, con el chirriar de los pedales duros. Te acercas a la caseta de la gasolinera. Tienes hambre, deberías buscar un sitio donde almorzar, pero no quieres demorar mucho la búsqueda que te trae hasta aquí. En la puerta de la caseta, bajo el sombrajo, sentado en una silla, un anciano dormita, con la boca entreabierta, resoplando con dificultad. Tus pisadas crujen en la arenilla, él despierta y te observa con unos ojos venidos del sueño o del recuerdo; te mira como si fueses una parte más, un personaje natural de su sueño acabado o de su recuerdo anegado.

—Buenos días —dices con una sonrisa, dispuesto a iniciar un nuevo intercambio de frases idéntico a los anteriores. Al menos el lugareño no te muestra aún desconfianza.

—¿Viene usted de Madrid? —te pregunta, leyendo la matrícula del coche, los ojos arrugados y la cabeza adelantada.

—Sí. Estoy buscando un pueblo... Quizás usted sepa...

—Yo estuve una vez en Madrid, cuando era joven —el anciano habla sin escuchar tus últimas palabras, te interrumpe, entorna los ojos y mira a la carretera como si bastase recorrer unos metros por ella para encontrar Madrid tras una loma, los edificios llenando el campo, el ruido de coches a lo lejos—. Yo era muy joven entonces... Las casas enormes... Las calles llenas de luz... La gente... Algunas mujeres... Por las noches a veces... —el hombre murmura palabras sin conexión, sin intención de hacerse entender, simplemente pone voz a sus recuerdos, nombra las calles para recuperar en mente alguna imagen de la Gran Vía de noche, los letreros luminosos, las risas de gente que salen de los bares. El hombre queda en silencio, melancólico, y entrecierra los ojos para rendirse voluntario al sueño, como una garantía de Madrid, real, cierto.

—Perdone... Estoy buscando un pueblo... Se llama... —aunque lo intentas, tus palabras sólo consiguen que abra los ojos y te mire para seguir la enumeración de sus recuerdos, como si tú fueses un testigo recién llegado de Madrid con la sola misión de confirmar que él estuvo allí también:

—Eso fue hace mucho tiempo... Antes de la guerra... ¿Conoce usted la calle de Valverde, cerca de la Gran Vía? —respondes con un gesto afirmativo, apenas un parpadeo que asiente—. Quizás conozca usted a una mujer... Se llama Carla —dice el hombre, y cierra un poco los ojos sólo para recuperar la imagen perdida de alguna mujer que ya no podrá recordar, pero que inventará con los rasgos de cualquier otra mujer, la memoria no precisa de ese tipo de exactitudes.

—No, no creo que la conozca —dices con impaciencia.

—No... Eso fue hace mucho tiempo.

El durmiente vuelve a entornar los párpados, exige el sueño inmediato, la reparación de lo perdido. Tú, recién llegado, ya te sientes intruso también en este pueblo, como en los anteriores. No obstante insistes:

—Tal vez usted pueda ayudarme —el viejo abre los ojos y te mira, sin hablar, lo cual ya es un éxito—. El pueblo que busco se llama Alcahaz... ¿Lo conoce?

—No... No lo conozco... —el hombre adopta una expresión indefinida, entre la tristeza y el cansancio de los años.

—Sin embargo en mi mapa aparece... Y cerca de aquí, de Lubrín —añades, aunque él ya no te escucha, hundido de nuevo en la somnolencia del sol de mediodía que gotea desde las cañas del chamizo. Te dispones a marchar cuando del interior de la precaria construcción de ladrillo sale un hombre, algo mayor que tú, el rostro arrasado del tiempo y el sol. El calor temprano de este abril le abre la camisa y muestra un pecho escaso. Te mira sin sorpresa, con ojos de reproche, mientras habla deprisa, atropellado:

—¿Qué se le ha perdido en Alcahaz? —en sus palabras, agresivas, hay una inmediata invitación a abandonar el pueblo, la región, la búsqueda toda.

—¿Lo conoce usted?

—No he dicho que lo conozca —responde acercándose a ti, buscando la intimidación en la proximidad del cuerpo.

—Sin embargo habla de él como si... —el hombre no te deja acabar la frase:

—No encontrará nada allí... Ese pueblo no existe.

El hombre vuelve al interior de la caseta, con gesto hosco, y apoya la mano en el hombro del anciano, que se vuelca sobresaltado desde el sueño, que te mira como un hecho nuevo, dispuesto tal vez a reiniciar la conversación acabada; mira la matrícula de tu automóvil con el recuerdo de Madrid manchándole la boca. Deberías irte de allí, es tiempo perdido.

—¿Viene usted de Madrid?

Antes de marchar, contemplas un instante al anciano con ternura, quedas atrapado sin remedio por el miedo que siempre nos provoca un hombre senil, la incapacidad de mirar a sus ojos perdidos sin reflejarnos a la vez en ellos, sabedores de que en nuestra vejez seremos nosotros los que miraremos desde esos ojos al recién llegado, nosotros quienes hablaremos sin escuchar, contando historias del recuerdo, reales o falseadas por el tiempo, despertando cada mañana sin saber ni importarnos si estamos en el día presente de Lubrín o en el Madrid de treinta o cuarenta años atrás, en el sueño o en el amanecer, solos en la cama o creyéndonos acompañados por un cuerpo ya extinguido.

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