¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (4 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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Subes al coche otra vez. Antes de arrancar, quedas un instante quieto, con las manos apretando el volante, algo mareado, los párpados golpeados de sueño, demasiados días de carretera y poco dormir, desde Madrid hasta esta región que te niega la búsqueda. Miras de reojo el mapa, extendido en el asiento de la derecha. Piensas —porque ahora, desde el cansancio, cada gesto es lento, precisa ser pensado previamente— tomar el mapa de nuevo, volver a dibujar caminos con el dedo, inventar carreteras que no existen. Piensas tomar un cigarrillo, el paquete que no encuentras, regalado al muchacho, no lo recuerdas. Piensas bajar del coche, arrancar el motor, entrar en el pueblo, marchar del pueblo, llegar a Alcahaz o a Madrid. No haces nada, las manos fijas en el volante todavía, la irrealidad mojándolo todo, el vértigo horizontal en la sien, el sueño que te envuelve, el calor brillante en las ventanas, los brazos lasos, la cabeza pesada. Piensas algo más, indefinido, antes de quedar dormido.

* * *

Aparte de su condición previsible dentro de la trama esperada, bastaría un par de insinuaciones para que nos quedase claro el fondo argumental de la novela: el proceso por el que, para Santos, una búsqueda inesperada se convierte en una indagación de su propio pasado, de su oscuridad; cómo la investigación emprendida le enfrenta con sus propias zonas de sombra. Sin embargo, el autor, que parece sentirse inseguro en su escritorio, tal vez teme que la idea no haya quedado suficientemente clara en el planteamiento inicial, o directamente piensa que los lectores (o parte de ellos) somos lentos de reflejos y podría pasarnos desapercibida la idea. Sólo así se entiende la insistencia en explicitar hasta agotarlo, en renunciar a la capacidad de sugerencia, y reiterar una y otra vez, con todas las letras, que este trabajo abría «una grieta en tu propio pasado», en «tus años cuarenta, tu infancia de guerra y posguerra», «tu pasado que ahora recuperabas en la grieta abierta», «tu propio pasado que recuperabas», «una vida que a veces era de Mariñas pero que podía ser también la tuya», «que podías perfectamente rellenar con tu propia vida», «este viaje que para ti, inevitablemente, era algo más que un viaje de trabajo», «una excursión a tu propio pasado»; y el niño recogido en la carretera que actúa como resorte y le hace recuperar su infancia, pues «podría ser también tu perfil de aquellos años»
...

Se insiste además en los clichés ruralistas, con esos repetidos «hombres ociosos en las puertas de las casas», el anciano senil que dormita bajo un sombrajo, el lugareño con «el rostro arrasado del tiempo y el sol», con la camisa abierta
.

Otro topos literario levantado a base de lecturas mal digeridas es, en efecto, la casa de la viuda, ese piso del barrio de Salamanca del que ya, en el capítulo anterior, se nos hizo una descripción museística, con sus pasillos oscurecidos y de techos altos, las habitaciones cerradas y oscurecidas (suponemos que con los muebles cubiertos por sábanas), y un despacho noble (o lo que el autor entiende por noble) a cuyo mobiliario sólo faltaba el tintero y la pluma de ganso. Y, por supuesto, la sirvienta uniformada. Ahora amplía el topos con ese inevitable comedor enorme, con la mesa siempre puesta «para invitados que nunca llegarían», y en el que comen en silencio los dos
.

Subrayemos, por último, la insistencia en el tabaco como recurso literario (se han fumado ya varios cartones en lo que llevamos de novela, incluyendo al niño de dientes de leche que debe de haber encendido uno tras otro en los pocos kilómetros de viaje), y en algunas expresiones relamidas que añadimos a la colección de cursilerías literarias: esos «mapas del recuerdo», ese «cuerpo que sabías prohibido», aquellos «papeles maltratados por el tiempo», unos campos «descolocados en la despedida», o cierto «cuerpo ya extinguido»
.

VI

«No hizo falta responder afirmativamente a la viuda, confirmarle con palabras que al día siguiente comenzaría a inventar la vida de su marido; no era necesario acordar unas condiciones, unos plazos, un dinero que ella me adelantaría pronto. Simplemente, al día siguiente de aquella primera cita —en la que nos despedimos con un “hasta luego” que serviría como inmediato contrato— regresé a la casa Mariñas, con mi cartera de piel bajo el brazo, llena de cuadernos en blanco aún. Aparcar el coche en Serrano, caminar despacio hasta el piso de la calle Velázquez, subir las escaleras con esfuerzo, ser recibido por la aniñada sirvienta, entrar en la oscuridad del pasillo, extender los cuadernos sobre la mesa del despacho, fueron todos desde el primer día gestos comunes, cotidianos, como si toda la vida hubiera seguido esa única rutina, como si aquélla fuese realmente mi casa, mi despacho, mi viuda. No negaré que eran unas sensaciones perfectas para comenzar el trabajo de meterme en el personaje de Mariñas, puesto que de eso se trataba: no era sólo la escritura de una vida supuesta, falsa, algo que ya había hecho varias veces en vergonzosas biografías de personajillos de la España oficial de los últimos años. Esta vez era algo distinto: escribir en primera persona sobre una vida ya acabada, ya completa, perfecta por tanto. Una tarea difícil, y así se lo hice saber a mi nueva clienta desde ese primer día de trabajo, cuando ella entró en el despacho, estando yo sentado en el sillón de cuero negro tras la mesa como se habría sentado cada mañana durante décadas el ya marchito Mariñas. La viuda entró y dejó sobre la mesa varios cuadernos de pasta dura, un par de legajos de papeles, algunos folios sueltos, sin orden, nada más.

»—Esto es todo lo que mi marido llegó a escribir de sus memorias... No es mucho, pero le servirá de orientación.

»—Mire... No es que no quiera hacer el trabajo —dije con voz firme, acompañando mis palabras de gestos con las manos, juntas en actitud de rezo, mostrando pronto las palmas como reflejo de la claridad de lo expuesto, agitando dos dedos en el aire, acariciando la mesa con la mano abierta, gestos con los que en realidad creía imitar el aplomo del anciano Mariñas al hablar, como él hablaría con tantos hombres que recibió en este despacho—. Lo que ocurre es que no sé si podré hacerlo... Yo no conozco gran cosa de su marido... Por mucho que él escribiera en esos cuadernos, por mucho que su vida o su persona queden reflejadas en cartas o manuscritos, necesitaré mucho más que todo eso... No sé cómo voy a...

»—Yo lo sé todo... Le daré toda la información que necesite... Yo le contaré su vida entera, día a día si hace falta.

»—¿Por qué no lo hace usted entonces? —dije con gravedad, haciendo una cabaña con las manos, apoyando la barbilla en el puño, tamborileando en la mesa después.

»—Porque usted sabe hacerlo... Usted sabrá darle una forma creíble. —La mujer abrió una caja que había sobre la mesa, una elegante tabaquera de madera oscura, con las esquinas finamente doradas, y la acercó para ofrecerme un cigarrillo de marca desconocida, del que extraje, al encenderlo, aromas antiguos que llenaron el espacio de un humo denso, el mismo humo que habría habitado esa habitación durante años—. No basta con contar su vida. Debe parecer que está escrito por el hombre que vivió esa vida. No sólo es una cuestión de estilo, como comprenderá... No es una biografía de las muchas que usted ha escrito. Es mucho más que eso.

»—Precisamente por eso... No es tan sencillo escribir de esa forma... Yo no tengo los recuerdos, el conocimiento, las emociones de su marido, todo lo necesario —porque de eso se trataba: meterme en la piel de un hombre ya muerto, valorar los hechos como él los habría valorado, recuperar un momento cualquiera de su vida, tal vez insignificante, tal y como él lo vivió; pensarlo todo, no desde mi confusión ideológica, oscilante entre la dudosa retórica libertaria y el pragmatismo cómodo, sino desde la arquitectura política del propietario Mariñas, su oportunismo sabio, su conservadurismo aristocrático, su monarquismo de nuevo cuño. Y aún más que eso: levantar desde la nada unos años que no parecen haber existido, de los que no hay constancia; una época en la que debía construir por entero al entonces joven Mariñas, con una manera de pensar en aquella época que yo desconocía, una formación imprecisa, una sensibilidad que debía ser la mía desde ese mismo momento, en adelante—. Yo puedo escribir una biografía, tan ficticia como usted quiera... Pero unas memorias... Yo no soy su marido, compréndalo... Ni siquiera nos parecemos.

»—Pues tendrá que serlo. Claro que se parece a él. Se parecerá todo lo que usted quiera parecerse. No es tan difícil. Yo le proporcionaré los recuerdos, el conocimiento, las emociones que necesite... Lo que haga falta. Usted debe convertirse en él, por completo. Debe estar convencido de que no escribe un impostor en nombre de Gonzalo Mariñas, sino el propio Gonzalo Mariñas, ahí sentado como él se sentaba, cogiendo el cigarrillo como lo hace usted ahora, exactamente como él lo hacía, recostado en el sillón con la misma cachaza.

»—Ya —dije, incorporándome hacia delante y escondiendo las manos, incómodo en el cuerpo de Mariñas—. Usted sabe que no se trata de gestos, de maneras de sentarse. Tal vez aquellos que más conocieron a su marido podrían hacer este trabajo mejor que yo, ¿no lo ha pensado?

»—Claro. Pero no, es imposible. Esos mismos son los que le han traicionado, los que le han hundido. Precisamente porque le conocían bien. Sólo usted puede hacerlo, Santos.»

«La viuda salió del despacho. Quedé en el sillón, recostado otra vez en una postura que no era mía, fumando como el otro, mientras acercaba los cuadernos para ojearlos sin mucho interés, la caligrafía rígida de Mariñas, obsesivamente correcta, de escritura lenta: en aquellas tardes, sentado en este despacho, tomaría cualquiera de las plumas que encontraba ordenadas en el cajón, para escribir despacio, sin prisa alguna, los sonidos amortiguados de la calle tras los cristales, la luz de flexo calentando la sien del anciano, que debió de escribir las últimas páginas poco antes de quitarse la vida —quizás se mató en este mismo despacho, en el sillón que todavía habitaría—, en las últimas semanas en las que ya se sabía condenado por todo lo que aparecía en los periódicos. Noticias que gotearon primero en algunas revistas, noticias acalladas al principio por la prensa más moderada, pero que acabaron por convertirse, a pesar del conveniente pacto de silencio, en un clamor subterráneo durante varias semanas, que acabaría por extenderse a la mayoría de los diarios, como una consigna unánime que hundiría la carrera de quien parecía modelo de hombre público para unos tiempos difíciles: el empresario Mariñas, hombre destacado de la política nacional desde que a finales de los cincuenta evolucionó, como tantos otros, desde el triunfalismo franquista hacia posturas reformistas, aunque sin abandonar por completo su relación con el régimen, ante el que expresaba posiciones moderadas; partidario de un progresivo aperturismo desde dentro hacia formas de parlamentarismo; mesurado siempre en su petición de reformas tranquilas, que no provocaran una ruptura violenta y un nuevo fratricidio. Pero sobre todo, desde la muerte de Franco, Mariñas se había convertido en un artesano de la política, ilusionista de la realidad, capaz de quedar bien con todos, de sentar a unos y a otros en la misma mesa y aparecer él en el centro, con su perfecta fotogenia, su mirada de confianza buscando el objetivo de las cámaras; el caballero Mariñas, participante dudoso de plataformas democráticas, embajador de la España venidera, promotor de iniciativas casi siempre en el límite de lo permitido por el mortecino régimen; hombre bisagra, fundamental por sus excelentes relaciones tanto con buena parte de la oposición como con el sector menos permeable del régimen, al que permanecía unido por lazos económicos fuertes; ministrable para un esperado gobierno de transición hacia sabe Dios lo que vendrá después, hombre de oratoria clásica, de verbo abundante pero nunca excesivo, maestro en el arte de impresionar a su interlocutor sin decir nada, de comenzar diciendo blanco para acabar en el negro mediante gradaciones imperceptibles. Hombre admirado y odiado a partes iguales, como debe ser.»

«Pero de repente —coincidiendo
casualmente
con los primeros movimientos para las venideras elecciones, movimientos que favorecían a Mariñas en detrimento de otros—, comenzaron a aparecer ciertas insinuaciones en la prensa, apenas vaguedades, nada concreto, acusaciones en todo caso: señor Mariñas, su expediente no es tan nítido como pretendía, dónde estuvo usted en los últimos años treinta, a qué se dedicó en los cuarenta, en la inmediata posguerra, cuál es el verdadero origen de su rápido enriquecimiento en aquellos años; qué sabe de ciertas detenciones a partir de su denuncia contra supuestos republicanos que, oh casualidad, eran importantes propietarios cuyos bienes, tras la detención, pasaban al cada vez más espléndido bolsillo de tan desinteresado colaborador con la cruzada como usted era; qué sabe de ciertos fusilamientos a petición suya, de favores sospechosos, negocios poco claros, la delación de aquellos que confiaron en la discreción del entonces treintañero Mariñas que escalaba puestos en la región con asombrosa rapidez, y que habría llegado a donde quisiera dentro del régimen si no se hubiese dado cuenta a tiempo de que el bando ganador no iba a ser el mismo por mucho tiempo, que el régimen impuesto por Franco tenía fecha de caducidad, que había que deshacerse de parte del equipaje y buscar nuevos compañeros de viaje, siempre con elegancia, con disimulo, sin perder viejos contactos que podrían interesarle en algún momento, sin levantar sospechas ni rencores, todo calculado, en el sitio exacto, en el momento perfecto.»

«Los cuadernos que Mariñas llegó a escribir antes de morir eran poco útiles para mi trabajo. Se limitaban a su primera juventud, de escaso interés, ningún acontecimiento destacable. Redactados en un lenguaje simple, alejado de su oratoria brillante aunque vacía; una escritura autocomplaciente que ofrecía sólo algunos datos sobre sus primeros años, su infancia en algún pueblo de Sevilla, sus primeros estudios, la Universidad de Granada y su familia, propietaria de tierras en la provincia: aunque aparecían como terratenientes con ambición de rápido ascenso social, no eran más que unos campesinos venidos a más gracias al oportunismo del padre, del que también haría gala Gonzalo con el tiempo. Una familia modesta que, en dos generaciones, se hizo con unos buenos latifundios, que no rentarían mucho en una región pobre de no ser por la habilidad del cabeza de familia, Miguel Mariñas, para ir medrando en los limitados círculos de poder de la provincia, en los despachos más productivos —a poco que uno tenga dinero y persuasión se le abren tantas puertas—; marcando así un buen precedente para el retoño Gonzalo: aprende, hijo, cómo se trabajan las relaciones con quien haga falta, con el gobernador, el alcalde, con los del casino de propietarios, con los que de verdad cortan el pastel en estas tierras. Pocas cosas interesantes pude hallar en estas páginas sobre la infancia y juventud de Mariñas: todo eran comentarios ególatras sobre las muchas capacidades que ya se adivinaban en el niño que, con apenas doce años, se iba enterando de las cuentas del padre, de lo que rentaba tal o cual tierra, de lo que se hace con los jornaleros si se ponen rebeldes, se les deja un poco de hambre y así les vuelven las ganas de trabajar, se llama a la benemérita y resuelto el problema. Evidentemente, los hijos tienden a amplificar la ambición de los padres, por lo que es de suponer que el joven Mariñas, pronto teniente en el regimiento de caballería de Sevilla, se vería asfixiado en sus aspiraciones por los reducidos límites de la provincia, así que, tan pronto como tomó las riendas de las explotaciones, alargó sus influencias por el resto de la región, a las familias propietarias e industriales que de verdad controlaban aquello, en Sevilla, en Málaga o en Cádiz, y después en Madrid, por supuesto.»

«En realidad, leyendo los cuadernos de Mariñas, las páginas que rellenó en sus últimos días, yo sólo podía hacer suposiciones acerca de su verdadera personalidad, puesto que el adinerado propietario, entregado a la tarea de escribir la biografía oficial que más le convenía, había olvidado hacer en ella cualquier incómoda referencia a su capacidad para las relaciones sociales y la pura intriga con quien más interesaba, había evitado la mínima insinuación sobre su validez para ejercer con corrección el papel de cacique cuando fuera necesario. En su relato, Mariñas lo había ocultado todo bajo un idílico retrato de familia trabajadora que logra, con el esfuerzo del honrado padre, salir de la mediocridad y adquirir algunas tierras, tampoco muchas, suficientes para vivir sin apuros y poder participar en el desarrollo económico y social de la región, en la prosperidad de la tierra y todas sus gentes, y así muchas memeces por el estilo, páginas enteras que yo debía olvidar y escribir de nuevo, si es que de verdad quería conseguir una vida creíble para el agraviado Mariñas.»

«Aparte de la lectura tediosa de los diarios del difunto, que apenas me eran útiles para tomar unos datos biográficos, la viuda se entregó verdaderamente a la tarea de regalarme toda la información necesaria: recuerdos, vivencias o emociones. Al mediodía, mientras almorzábamos juntos en el comedor desolado y enorme, la viuda, que apenas probaba bocado, me contaba su versión de la historia, siempre matizada como ella quería que fuese escrita. Yo no tenía que preguntar nada, tampoco me hubiese dejado interrumpir su relato: desde el momento en que nos sentábamos a la mesa, con la criada sirviendo la comida en la vajilla demasiado elegante, la señora comenzaba su narración de algún día concreto, de momentos que para ella tenían especial relevancia —y así quería que aparecieran reflejados—, y que me refería con todo lujo de detalles: qué dijo Mariñas en cada momento, las palabras supuestamente exactas de alguna conversación, los viajes a cualquier sitio, con precisión de fechas, los hitos de la carrera política del fallecido, sus frases gloriosas, sus iniciativas secundadas por todos. Lo que me obligaba, obviamente, a la difícil tarea de manejar el cubierto con la mano izquierda al mismo tiempo que con la derecha tomaba rápidas notas en una libreta, abrumado por la velocidad con la que la viuda desgranaba los recuerdos, la precisión de que presumía, como si toda su vida junto a Mariñas hubiese sido un ejercicio de atención y recuerdo; de atender a cada instante de su vida y de imprimirlo en la memoria al momento, íntegro, sin espacios vacíos. De nada servía pedir a la viuda que me redactara ella misma las memorias: decía sentirse incapaz de ponerse en el lugar de su marido, tarea para la que suponía que yo estaba dotado de alguna gracia para mí desconocida. Pero sus recuerdos, aun siendo extensos, inabarcables, se limitaban al período vivido junto a Mariñas (desde que se conocieron y se casaron en 1948), así como a lo poco que el fallecido le había contado de su infancia y juventud, recuerdos probablemente ya falseados en aquella primera narración, y deformados después por el tiempo transcurrido, la edad derritiendo la memoria, sin remedio. Pero seguían inexistentes los años más importantes de mi trabajo, la razón de mi estancia en aquella casa: la segunda mitad de la década de los treinta y principios de los cuarenta, ausentes de cualquier escrito, y que yo debía investigar, no sólo para recrearlos o manipularlos, sino fundamentalmente para situar las necesarias coordenadas cronológicas y geográficas, de forma que lo inventado encajara perfectamente, sin fisuras. El trabajo me atrajo desde el principio, no lo niego; pero no podía evitar pensar que todo aquello era inútil, que de poco serviría restablecer la memoria del humillado Mariñas, labor válida para la dolida viuda, pero a todas luces insuficiente para todos aquellos que le hundieron y que sabían de su camaleonismo político, que sabrían probablemente mucho de aquellos años, mucho de lo que la viuda y yo ignorábamos, todo lo que ahora había que borrar y volver a escribir, como en un palimpsesto, una vieja tablilla en la que borrar de un manotazo lo escrito para volver a llenar de vida la arena sucia.»

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