¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (24 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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—Ustedes lo saben, ¿verdad? —preguntó Santos al primer administrativo, el mismo que le atendió en la anterior visita, y que fingía archivar papeles en su mesa.

—¿Perdón? —dijo el hombre, sin levantar la vista de los papeles.

—Ustedes lo saben, siempre lo han sabido pero callan —gritó ahora Santos dirigiéndose a todos, sorprendido de su propio grito.

—Creo recordar que le pedí que no volviera por aquí, ¿ya se le ha olvidado? —preguntó Emilio, el funcionario violento que le expulsó a golpes la primera vez y que ahora se acercaba con idéntico impulso.

—Es por eso que me echaron... Porque no querían que supiera, que lo averiguara, ¿verdad? —dijo Santos, firme ante el acoso del hombre.

—Salga de aquí ahora mismo o... —amenazó Emilio, dando un primer empujón en forma de aviso.

—Yo he estado allí.

—Lárguese ahora, no le queremos —el funcionario acompañó sus palabras de un segundo empujón, más persuasivo esta vez.

—He estado allí —insistió Santos, inmóvil frente a los empujones—; sé lo que sucede en Alcahaz. Lo he visto.

—¿Qué dice?

—Que estuve en Alcahaz, ayer mismo.

—Eso es imposible —la voz le tembló a Emilio, de forma casi imperceptible—; Alcahaz no existe, no ha podido...

—Claro que existe... Borraron el camino, pero lo encontré. Usted sabe que existe.

—Miente... No sabe de qué habla... Ese pueblo nunca ha existido... Es sólo una invención... Márchese ahora —el funcionario parecía apagado de repente, suplicando más que amenazando.

—He visto el pueblo y a las mujeres... Quiero saber qué sucede... Por qué ellas...

—Debería marcharse de estas tierras —intercedió otro trabajador, mientras sujetaba a Emilio para tranquilizarlo—. Aquí sólo encontrará problemas. Si la gente se entera de que usted es un Mariñas...

—¿Mariñas? ¿Qué tiene que ver Mariñas con todo esto? —preguntó Santos.

—¡Fuera de aquí! —Emilio estalló ahora, nervioso, en un empujón fuerte que lanzó a Santos contra una mesa, haciéndole caer al suelo y arrastrar varias carpetas. El resto de funcionarios quedaron paralizados mientras el agredido se ponía en pie.

—¿Por qué lo ocultan? ¿Qué sucedió allí? —insistió Santos, que pudo esquivar el primer puñetazo torpe, pero no el segundo, que le alcanzó frontalmente en la nariz, un impacto recto que le nubló la vista y le hizo retroceder unos pasos cortos antes de caer al suelo, de espaldas, con la nariz estallando en sangre.

Emilio levantó a Santos por las axilas, y lo arrastró por el pasillo sin ruido, sin despertar siquiera al ordenanza de la entrada. Lo enderezó un poco y aferró las solapas de la chaqueta. A Santos, casi desmayado por la conmoción del golpe, la sangre le goteaba en la camisa.

—Y ahora salga de aquí... Coja su coche y salga de Lubrín, y no se detenga hasta que llegue a Madrid. Si le vuelvo a ver le costará caro.

—Pero... ¿Por qué...? —fue todo lo que acertó a balbucear Santos, con la sangre que le entraba en la boca, antes de que el hombre lo lanzara hacia el exterior del edificio, donde Santos repitió la salida atropellada de la primera vez: perdió el equilibrio en el primer escalón y cayó inerte hasta llegar de espaldas a la acera de la plaza.

Quedó allí, un tanto desmayado, tumbado en la acera recién barrida, sintiendo un calor afilado en las sienes, además del dolor en la nariz, el sabor dulce de la sangre en los labios. Con la cabeza vuelta hacia un lado, la mejilla apoyada en la acera, Santos vio unas piernas de pantalón verde y botas negras que se acercaron hasta su cabeza vertida.

—Levántese —dijo la voz del guardia, sin que Santos llegara a verle la cara, tan arriba.

—Déjeme a mí, Ramiro; yo lo conozco, me haré cargo —dijo otra voz, que provenía de unas piernas distintas a las otras, unas piernas algo más cortas, metidas en unos pantalones de pana fina y unas botas de cuero pardo.

El guardia se alejó de vuelta al cuartel, y la mujer se agachó para tocar la frente de Santos, que vio ahora su cara, la mirada cómplice que minutos antes creía perdida. Se incorporó, ayudado por la mujer, hasta quedar sentado en la acera.

—¿Se encuentra bien? Ha sido una mala caída —dijo ella, agachada junto a él, colocándole bien el cuello de la camisa por hacer algo, incapaz de tocar la nariz ensangrentada, no por asco sino por miedo a dañar más al hombre al que, desde la sucursal bancaria de la plaza, había visto salir del ayuntamiento a trompicones y caer en la acera, empujado por alguien de quien sólo vio los brazos saliendo de la puerta del consistorio.

—¿Por qué ha dicho que me conocía? —preguntó Santos en voz baja, limpiándose con la manga la sangre de la boca.

—Los del cuartel son unos brutos, y siendo usted forastero, no le tratarían muy bien... Además, le conozco un poco, nos vimos en el bar, hace un rato, ¿recuerda? Venga conmigo, vivo cerca de aquí... Necesita una pequeña cura de urgencia —dijo la mujer sonriendo, al tiempo que ayudaba a Santos a ponerse en pie.

Caminaron juntos; la mujer sujetaba a Santos por el brazo, ya que estaba todavía mareado y amenazaba desmayo. Salieron de la plaza hacia una calle comercial, donde los tenderos, que preparaban sus escaparates y bajaban los toldos para el día soleado, miraban con reproche a la extraña pareja, a la mujer conocida de todos, del brazo de un extraño que llevaba la camisa y la barbilla ensangrentadas y que había llegado días atrás al pueblo, a la provincia, haciendo preguntas repetidas, queriendo saber. Santos, conmocionado, caminaba mirando al suelo, sus pies y los de ella al paso, y sólo de vez en cuando levantaba la mirada para buscar, en algún escaparate, el reflejo de la atípica pareja, su nariz deformada y la sangre como un pañuelo que le amordazase la boca.

Se detuvieron en el portal de un edificio de reciente construcción, de tres plantas, de ladrillo rojizo y manchas de humedad por las primeras lluvias. Ella encontró en el bolso un llavero abultado y abrió la puerta, haciendo entrar a Santos en un zaguán fresco, con olor a lejía. Subieron la escalera, Santos agarrado a la barandilla y empujado por la mujer, hasta entrar en el piso de la segunda planta, en el que las persianas estaban bajadas y el interior oscurecido. Ella dejó a Santos en un sillón pequeño y mullido de donde el herido no querría levantarse, y comenzó a izar persianas, llenando la casa de una luz total que denunciaba el vacío de la vivienda, apenas amueblada, todo demasiado nuevo, oliendo a silicona y pintura fresca, algunas cajas todavía en los rincones, testimonio de reciente mudanza.

La mujer condujo a Santos al cuarto de baño, donde lo sentó en el borde de la bañera y, con una toalla mojada, le fue limpiando la cara, la sangre ya seca, con cuidado en la nariz dolorosa. Santos, que iba recuperándose del impacto, miraba con ojos somnolientos a la mujer, que tomó un algodón y alcohol y fue desinfectándole la nariz, mientras con una mano le sujetaba la cabeza, con dedos largos y duros que se hundían en la nuca de Santos.

—¿Hace esto a menudo? —preguntó el de la nariz maltrecha, al que el alcohol escocía la herida.

—¿Curar narices? No, no muy a menudo. Mi especialidad son las fracturas de esternón —la mujer sonrió con un guiño, mientras tocaba con cuidado la herida. «¿Se refiere a si voy por ahí recogiendo almas indefensas y trayéndolas a casa? No, no crea.»

—Se lo agradezco. Si no es por usted...

—Habría acabado en el cuartel, donde no le curarían con tanto cuidado como yo, se lo aseguro.

Quedaron unos segundos en silencio, mientras la mujer completaba la desinfección; los dos algo avergonzados del silencio y la cercanía. Santos buscó los ojos de ella, que se levantó escondiendo la mirada.

—Creo que se la han roto. La nariz...

—Eso es imposible —dijo Santos, tocándose con los dedos la mencionada.

—Créame, está rota.

—Le creo, pero no me la ha roto ese tipo. La tenía ya rota antes... Fue un guardia, en una manifestación, en Madrid, hace diez años... Yo no hice nada, casi se puede decir que pasaba por allí... Pero me llevé un buen palo, me partió el hueso —explicó Santos, que se levantó para mirarse en el espejo del lavabo la nariz hinchada y cárdena—. Vaya; me la han terminado de romper esta vez.

Minutos después, sentados sobre dos cajas que había en el salón —ninguna silla en toda la casa, tan sólo el pequeño sillón en que Santos se sentó al llegar, y que estaba mullido por varios abrigos—, tomaban café en vasos de plástico y sin azúcar —«no sé dónde están la mayoría de las cosas, tengo tantas cajas todavía cerradas»—, sumidos en un silencio del que sólo podrían salir mediante el recurso a frases hechas, las conversaciones sin compromiso.

—Se ha mudado hace poco, ¿no? —dijo Santos, ofreciendo un cigarrillo a la mujer; buscaba así la cercanía del tabaco, la comunión de los que fuman juntos.

—Sí, de hecho aún no vivo aquí... Estoy todavía en casa de mi madre, hasta que traiga al menos una cama... Y unas sillas, claro... Dirá usted que ya soy un poco mayorcita para vivir con mi madre...

—No; usted es joven —dijo Santos intentando ser amable, recordando que ni siquiera se habían presentado, desconocían sus nombres. Jugó unos segundos a adivinar el nombre de ella por su cuerpo, por su rostro, sus ojos o sus gestos al fumar. Marta o Ana, tal vez Carmen—. «Perdone, ni nos hemos presentado. Me llamo Julián.»

—Yo soy Ana —dijo ella, estrechando la mano de Santos satisfecho—. Usted no es de la región, ¿verdad?

—No, en realidad vengo de Madrid.

—Tiene que haber un motivo muy interesante como para que haya venido hasta aquí. No lo digo por la distancia, sino por este lugar horrible.

—Exagera... No es un sitio tan horrible, tiene cierta belleza... Común a estos pueblos del sur... Esas casas tan blancas que duelen los ojos, el sol vertical, el campo de ese color, yermo...

—No bromee... ¿Qué hay en Lubrín que pueda interesarle?

—En realidad todavía lo estoy buscando —dijo Santos, iniciando un juego de seducción que no estaba seguro de controlar.

—Vaya... Alguien que busca... ¿Alguna pista?

—Es un misterio —dijo Santos, sintiéndose al momento ridículo, torpe como era en el trato con mujeres, incapaz de dar encanto a sus palabras. Por eso rectificó: «Estoy haciendo una investigación en la zona, buscando algunos restos del pasado, huellas. Pero no está siendo fácil.»

—Tampoco está siendo seguro —dijo ella, acariciando con un dedo la nariz hinchada de Santos—. ¿Se la han roto por eso? ¿Tiene que ver con su búsqueda?

—Sí, en efecto. Hay gente que no quiere que se sepan ciertas cosas. El pasado siempre es doloroso, y es mejor callarlo.

—Pero usted quiere que se sepa, ¿no? Bueno, cuénteme un poco más. Yo soy como usted, también quiero saber.

—Bueno, se trata de un pueblo. Un pueblo en el que ocurrió algo que todos callan, no sé aún qué.

—¿Un pueblo? ¿Qué pueblo?

—Se llama Alcahaz —dijo, firme, Santos, intentando vencer el estremecimiento que le sacudía cada vez que pronunciaba el nombre.

—¿Alcahaz? —sonrió ella de repente, y la cara entera se le iluminó tras el humo, conteniendo una carcajada—. Vaya, esto sí que es divertido.

—No lo entiendo... ¿Qué es lo divertido? ¿Conoce usted Alcahaz?

—Sí, claro... Desde hace muchos, muchos años —dijo ella divertida, bromeando.

—¿Ha estado usted allí? —preguntó Santos, que no entendía lo gracioso del asunto.

—Claro que he estado... Muchas veces, cuando era pequeña —y ahora estalló en una breve carcajada, que frenó al ver la seriedad de Santos—. Perdone... ¿A qué viene esa gravedad?

—No lo entiendo —dijo Santos, confundido—. Supongo que no nos referimos al mismo Alcahaz...

—Vamos, usted está bromeando, ¿verdad? Alcahaz no existe.

—¿Entonces? ¿De qué conoce usted Alcahaz?

—Bueno —ella se sonrojó, dulce—; Alcahaz es... Una invención... Una tontería... ¿No lo sabe? Un pueblo inventado, una historia para asustar a los niños... Es como un cuento de miedo, esas tonterías, ya sabe a qué me refiero. En todos los pueblos hay ese tipo de historias... Leyendas que se cuentan, que pasan de padres a hijos... Sin ningún fundamento real, pero que enriquecidas con cada generación... No más que tradiciones orales... Y sirven realmente para asustar, vaya que sí... Yo tengo malos recuerdos... Mi madre me contaba la historia de Alcahaz como otros cuentan la del ahorcado o la de las ánimas del bosque; ella me metía miedo jugando, era terrible... Imagínese: un pueblo, decía ella, perdido en ninguna parte, y habitado por seres fantásticos, mitad mujer, mitad pájaro... Terribles...

—¿Mujeres pájaro?

—Sí, mujeres con forma de pájaro negro... Atrapadas para siempre en ese pueblo que es como una jaula para ellas, y el que se acerca queda atrapado... Ya ve, servía para asustar a los más pequeños, para que no nos alejáramos de casa solos... En realidad, el cuento tiene su fundamento etimológico, por así decirlo... El alcahaz es una jaula de pájaros, supongo que de ahí surgió el nombre.

Quedaron los dos en silencio, en el salón vacío, encendiendo nuevos cigarrillos apenas apagados los anteriores. La mujer, divertida aunque con una sombra de tristeza en el rostro, tal vez perdida en un recuerdo de infancia, de cuentos a la noche, historias de mujeres pájaro, malos sueños de una niña miedosa. Santos, contrariado, tratando de sacar algo en claro de toda aquella historia de los cuentos de niños, aunque creía entender la relación.

—Pero bueno —habló ella—; ¿qué le han contado a usted de Alcahaz?

—No es lo que me han contado. Yo he estado allí.

—¿En Alcahaz? —ella rió, sin evitarlo—. Ésa sí que es buena... Perdone... Sigue usted bromeando, ya vale.

—No bromeo. Escúcheme, Ana —Santos adelantó el cuerpo, y tomó una mano de ella, que se sintió aturdida, sin entender el sentido de aquella broma, porque sólo podía ser una broma. «Yo he estado allí. Ese pueblo existe... Está olvidado, en la sierra, a menos de una hora de Lubrín. Han borrado el camino, pero existe. Y está habitado: viven mujeres, están trastornadas, atrapadas en una extraña locura, una esperanza que no entiendo. Viven... Parecen representar una vida que no es la suya, una tragicomedia de rutinas, de paseos, de trabajo en el campo, misas en una iglesia derrumbada. Y luego están los hombres.»

—¿Los hombres? —preguntó ella, desconcertada, apretando la mano de Santos.

—Sí, los hombres... Hay una presencia... Sería más exacto decir una ausencia... Una ausencia de hombres que se marcharon o que murieron... Maridos, padres... Y ellas parecen esperar a los hombres... Me confundieron con alguno de ellos.

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